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—¿Me ha tenido dos horas aguardando por usted porque fue a ponerse el uniforme de romano?

Isidro acababa de entrar en el despacho de Santiago flanqueado por Damián, y se paró en mitad de la estancia con cara de pocos amigos y la mano apoyada en la culata de la pistola.

—¿Romano? ¿Insulta usted la camisa y el escudo por el que tantos buenos patriotas han dado su sangre?

Santiago, que estaba de un humor de perros, sonrió con dureza.

—Veo que a los camisas nuevas no les enseñan historia, porque entonces sabría que ese escudo proviene de los Reyes Católicos, quienes a su vez lo tomaron de Virgilio, un poeta romano.

Isidro se concedió un tiempo para masticar las palabras. Damián, entre tanto, había buscado el lugar más apartado, cerca de la puerta.

—Poeta… ¡pero romano, como Il Duce! —su mal humor pareció volatilizarse, sorprendiendo a Santiago con una fuerte carcajada. Isidro avanzó con firmeza para sentarse frente al ingeniero, que no se levantó de detrás de su mesa ni le ofreció la mano a modo de saludo—. Sí, es cierto. Reconozco que fui hasta casa para ponerme mi camisa azul. Quería que entendiese a quién represento.

—Sabe entonces por qué le he llamado.

Isidro abrió las manos a lo evidente.

—¡Jefe, parte de mi trabajo es estar informado! ¿Cree que no estaba al tanto de la visita que le ha hecho esta tarde el rojo de Onésimo? Frecuenta amistades peligrosas.

Santiago obvió la amenaza velada.

—Entiendo, por tanto, que también está al tanto de lo ocurrido esta noche en La Colonia. Han muerto dos hombres.

—He sido informado —fue la lacónica respuesta.

Esa mañana, Damián, Velasco y Paquito habían ido a buscarlo.

—Tenías que haberte quedado, Isidro. No veas cómo chillaban esos cerdos.

Los tres hombres reían al recordarlo mientras daban cuenta de una botella de vino en la taberna del Hogar del Productor, donde tenía su sede la Falange de Tuilla.

—Los pusimos a todos firmes. El muy imbécil trató de convencernos de que sólo buscaba un lugar para cagar, ¿te lo puedes creer? Lo cogimos tirando pa’l monte. Como no había soldados, creyó que ya era libre como un jilguero.

—¿Y los otros dos?

—¿Ésos? Se quisieron pasar de listos. Salieron de la fila diciendo que era cierto que ese miserable sólo quería cagar, que estaba enfermo. A los dos minutos ya se habían arrepentido de meterse donde nadie les llamaba. Si dejamos que nos planten cara, estamos perdidos.

Isidro asintió y pagó otra ronda.

—¿Y el médico no pudo hacer nada por ellos?

—¿Ese rojo? Qué va. Dijo algo de avisar a la Guardia Civil, al alcalde y a la santísima Virgen, y tuve que ponerle la pistola en la cabeza para que se tranquilizase. Supongo que irá a chivarse a su amigo, el ingeniero. Y te aseguro que no se nos fue la mano, pero es que esa chusma viene muy estropeada. De todas formas, supongo que tú nos respaldarás frente al jefe, ¿no? Cumplimos órdenes. Y estos tipos merecerían estar todos muertos.

«Todos muertos», había sentenciado Damián. Isidro clavó su mirada acerada en el ingeniero. La barrera que les separaba se volvía cada vez más insalvable. Santiago, que había llegado a Tuilla hacía apenas un par de años, había aceptado sin demasiadas objeciones la autoridad de Isidro en el valle. «El control del pozo es cosa nuestra, jefe», le había dicho Isidro, y sus somatenes continuaron haciendo y deshaciendo a su antojo sin que el nuevo ingeniero jefe interfiriera en sus asuntos. «Mientras la producción no se vea perjudicada, no hay más que hablar». Pero la producción sí había sido perjudicada.

—¿Qué quiere de mí, jefe? Esos hombres trataron de escapar. Los míos actuaron en consecuencia. Su discurso de ayer fue muy bonito. Emotivo. Para llorar. Si no fuera porque le conozco y porque nos ha demostrado que le importa poco lo que suceda en el valle o en el país con tal de que su maldita mina siga sacando carbón para enriquecer más a don Cosme, diría que su discurso a esa chusma harapienta era prácticamente subversivo. ¡Salarios, jornadas de descanso, visitas! ¡Esos rojos son el enemigo! ¡Mi enemigo! ¡El enemigo de España! Y yo, aunque se le olvide, soy el responsable de la disciplina y el orden por estos pagos, y no permitiré que esa escoria infecte a las buenas gentes de este pueblo.

—¿Y para mantener esa disciplina hacía falta quitarme dos, tres si muere el herido, tres trabajadores?

Isidro sacó el cuarterón de tabaco y comenzó a liar un cigarrillo.

—Pida otros tres a Prisiones, jefe. Les sobran.

Santiago, por primera vez desde que ambos se conocían, perdió los estribos. Con gran estrépito de la silla se levantó, apoyó las manos en la mesa e, inclinando el cuerpo hacia delante, gritó a Isidro. Las hebras de tabaco bailaron sobre el papel.

—¡No se trata de eso, maldito estúpido! ¿No se da cuenta de que la palabra que di a esos desgraciados ya no vale nada? ¡El discurso! ¡El discurso era para transformar a los prisioneros en trabajadores útiles! ¿De qué me sirven a mí unos hombres que se arrastren por los pozos dejando transcurrir los años hasta que les llegue la libertad o la muerte? ¡La empresa, el país al que tanto dice usted defender, necesita de carbón! ¿Son sus hombres quienes lo van a extraer? Si tanta ansia de sangre tienen, sigan con sus paseos nocturnos. ¿Cree que no estoy al tanto de que es su grupo quién va dejando cadáveres por las cunetas? ¿O por qué piensa que he tenido que recurrir a Prisiones? Sus inútiles venganzas y matanzas nos están dejando sin mano de obra. Tanto salvar España terminará por dejarnos en la ruina.

El ingeniero respiraba agitado, sintiendo cómo la camisa se le pegaba al cuerpo por el sudor de la excitación del momento. Isidro, entre tanto, había logrado finalmente liar el cigarrillo, y lanzó la primera bocanada de humo al rostro de Santiago.

—Tranquilícese, jefe, que le va a dar algo. De acuerdo, tiene usted razón. Tomo nota de su enfado y prometo tirar de las orejas a Damián, aquí presente. Si quiere, voy a confesarme con don Hilario, y alguna penitencia me impondrá el curita. No volverá a ocurrir.

Y, dando por terminada la reunión, se incorporó, pero Santiago todavía tenía más que decir.

—No me obligue a prescindir de usted, Isidro. Soy yo quien permite que esté usted al mando. Si me vuelve a fallar, haré que le sustituyan.

—¿Por quién, por el Ejército? Sabe bien que don Cosme se negó a pagar vigilancia del Ejército para su batallón de trabajadores. Si no llega a ser por mí, esa chusma no habría sido desviada de su destino al pozo Fondón.

—Encontraré la manera, Isidro. Si vuelve a poner la mano encima a uno de mis trabajadores sin motivo, le aseguro que encontraré el modo de deshacerme de usted.

La carcajada del falangista hizo ladrar a Emma, que hasta entonces había permanecido guarecida bajo la mesa de su amo, asustada por las inusuales voces de Santiago.

—¿Motivos? ¿Más que un intento de fuga? Si quiere, la próxima vez les entregamos un mapa para que no se pierdan por la montaña —y, mostrándose de nuevo serio, mientras se dirigía a la salida, añadió—: Mis hombres cumplieron órdenes, jefe. No han hecho nada que se les pueda reprochar. Si no le gustan mis métodos, 11ame a quien quiera, mueva sus hilos y veremos cuántos monigotes se agitan. Pero, mientras yo sea el jefe de Falange, mantendré el orden pese a quien le pese. Y su mano blanda, jefe, no ayuda. Ah, se me olvidaba. Avise a su mensajero, el mediquín, de que últimamente me duele menos la espalda. Dígale que quizá una noche decida prescindir de sus servicios.