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El silbido de la locomotora dio aviso de que el tren estaba a punto de iniciar la marcha. Luisa se había prometido no llorar, pero sus ojos brillantes la traicionaron al enfrentarse al verde intenso de los de Ignacio.

—Llegó la hora.

—Así parece.

Estaba guapo vestido de paisano. Era un traje de su hermano Faustino que habían arreglado entre su madre y ella. El regalo de su amigo por la libertad conseguida.

—Te vas.

El día había concedido una tregua y no llovía. Los gorriones barrían el firmamento, y las nubes, oscuras, ventrudas, amenazaban con reiniciar las hostilidades invernales en cualquier momento.

—Te vas —repitió Luisa.

—¿No es lo que querías?

Un escalofrío recorrió a la muchacha. ¿Cómo podía decirle eso? Bajó los ojos y preguntó:

—¿Por qué crees que es lo que quiero?

Ignacio sonreía. Parecía tranquilo.

—Han pasado los meses, Luisa, y no pareces haberme perdonado. Nunca más volviste a quedarte a solas conmigo. Nunca más volviste a permitirme que te besara. Me tratabas como a un amigo.

Luisa sintió los colores arrebolar sus mejillas. ¿De verdad él estaba tan ciego? ¿Acaso no entendía que ella no había sido capaz de superar la vergüenza de verse desnuda, desprotegida, ante él? En un gesto mecánico se pasó una mano por la melena que poco a poco iba tomando forma. Amigos, qué absurdo. ¿Cómo explicarle que los dos metros que Ignacio no había recorrido entonces para consolarla eran una distancia que todavía tenía que andar él? Con el corazón en un puño, murmuró:

—Prométeme que me escribirás.

—No, no lo haré.

Luisa se encogió como si la hubiese golpeado. Eran sólo palabras, pero dolían como puñales. Luisa deseó echar a correr, aunque sabía que aquel hombre se llevaría con él parte suya. Sin poder contenerse, gimió:

—Dios, Ignacio, ¿por qué eres tan duro? ¿Por qué me tratas así? ¿No me perdonaste todavía que te denunciara?

El tren comenzó a moverse y los pocos viajeros que se habían dado cita en el apeadero de Tuilla subieron a los pescantes para entrar en los vagones. Ignacio no se movió.

—¿Perdonarte? ¿Cómo no iba a hacerlo? Es por ti por quien estoy vivo, Luisa. Sólo por ti. Pero toda herida requiere un tiempo para cerrarse.

Y sacando un papel del bolsillo, se lo tendió:

—Toma, léelo.

—¡Ignacio, el tren!

—Olvídate del tren. Venga, léelo.

Luisa cogió el papel y, entre las lágrimas, fue incapaz de descifrar qué ponía en aquellas letras que temblaban entre sus manos.

—¿Qué es? ¿Qué dice?

—Es el certificado de libertad condicional.

La joven le miró con expresión de no comprender.

—Lee la dirección del cuartel en el que cada semana me tendré que presentar.

Ella buscó entre las ininteligibles palabras oficiales hasta que encontró algo que sí conocía.

—Aquí pone cuartel de la Guardia Civil de Carbayín. No lo entiendo, Ignacio. ¿Cómo va a ser si te vas a Zaragoza con tu familia?

Cayeron las primeras gotas, pero ninguno se dio cuenta. Los ojos de Ignacio brillaban, traviesos.

—El ingeniero me ha ofrecido un puesto como picador, Luisa, y me quedo.

—¿Es posible? ¿Te lo han concedido?

Ignacio asintió.

—Así es. Y cobraré como un hombre libre. Pero sólo aceptaré si tú estás a mi lado.

Y, tomando su mano trémula entre las suyas, preguntó:

—Luisa Palacio, ¿te quieres casar conmigo?

Antes de que Luisa pudiera contestar, Ignacio recorrió la distancia que los separaba y, fundiéndose en uno, la besó.