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—Santiago, ¿se encuentra bien?

Onésimo corrió raudo al lado de su amigo, presto a socorrerle. El ingeniero, con el rostro demudado, había dejado caer el revólver y temblaba como si sufriese un ataque.

—¡Rápido, ayúdenme a sentarle!

Con ayuda de Ignacio, lo condujo hasta la galería y lo sentó en la mecedora, esperando que este contacto familiar ayudara a sosegarlo. Luego, corrió los gruesos cortinones para que nadie de fuera pudiese descubrirles, y después fue a abrirle la puerta a Emma, que amenazaba con volverlos a todos locos con sus ladridos. La vieja pastor alemán se plantó en tres saltos junto a su amo y no paró de lamerle las manos hasta que éste, aparentemente recuperado, la acarició con cariño.

—Tranquila, chica, tranquila. Ha pasado ya todo.

Pero no era cierto. Paquito, el hombre al que los de la resistencia conocían como Ventura, empujó a Ramón Lobo al corredor.

—Onésimo, ¿y éste?

El médico había arrancado la botella de coñac de la mano yerta del muchacho al que acababa de matar, agradeciendo que no se hubiese roto en la caída, y bebió del gollete un trago largo.

—No lo sé, Ventura. Déjame pensar.

—No tenemos tiempo, Onésimo. En estos momentos varios vecinos deben de estar corriendo al cuartelillo a dar cuenta del tiroteo. Los amigos de la Benemérita sabrán qué pueden encontrarse aquí, en casa del ingeniero, así que tampoco se darán excesiva prisa, pero aun así no podemos quedarnos dormidos.

Onésimo se pasó la mano por el rostro. Santiago, cabizbajo, seguía acariciando a Emma mientras Ignacio cogía la botella y buscaba en el fuego del coñac algo con que templar los nervios. La ruleta había vuelto a girar cuando creía que estaba todo perdido.

—¿Qué propones, Ventura?

—Tú te llevarás a Guadalajara de nuevo a La Colonia. Tendrá que entrar sin que le descubran. Recuerda que hay varios hombres de Isidro esperando por si Guadalajara escapaba por el sur. Supongo que todavía seguirán allí.

—De acuerdo.

—Ingeniero, usted no tiene que decir más que la verdad o, al menos, una parte. Los hombres de Isidro sabían que éste quería verle muerto casi a cualquier precio. Se sabrá que estaba aguardando un cabeza de turco a quien echarle la culpa de su asesinato, pero, al fallarle el plan inicial, perdió los nervios y acudió dispuesto a vengarse por su denuncia con lo del Auxilio Social.

—¿Ya estaba al tanto de eso?

—Santiago, usted no sabe cuánta gente se estaba beneficiando de este estraperlo. La próxima vez que quiera varear un nogal, vigile no darles a todas las nueces a la vez.

—Entiendo.

—Se quedará con la pistola de Onésimo, además de su revólver.

—Nadie creerá que yo pude abatir a tres hombres armados —arguyo Santiago, escéptico.

Ventura se encogió de hombros.

—Nadie querrá creer lo contrario. Y le aseguro que no sólo en mi bando se alegrarán de la eliminación de Isidro. Su poder hacía tiempo que se les había ido de las manos. Usted corroborará la versión de que Isidro pretendía que todo pareciese obra de los del monte.

El ingeniero suspiró. Era cierto. Estaba conspirando con los del monte para ocultar la muerte de Isidro a sabiendas de que su eliminación beneficiaba a todos. El falangista se había convertido en una mala hierba que ahogaba los intereses de los suyos tanto como los del enemigo. Nadie revolvería demasiado para averiguar la verdad.

—¿Y tú, Ventura? ¿Qué vas a decir? Saben que no te separabas de su lado —preguntó Onésimo mientras entregaba la pistola a Santiago. El ingeniero la tomó entre las manos sin saber qué hacer con ella, y terminó por posarla a sus pies, al lado del cuerpo ovillado de una Emma apaciguada.

—Yo me voy con los del monte. El ingeniero dirá que le puse sobre aviso del ataque de Isidro antes de escapar —y, cortando la posible réplica del médico, se justificó—. Sí, Onésimo, no puedo más. Es posible que mi labor todavía fuese útil a la causa, pero estos años he hecho tantas cosas… me he visto obligado a tanto…

El médico le palmeó el hombro.

—Era necesario, amigo.

Ventura sonrió con tristeza. En el rostro de Onésimo quedaban rastros de la paliza que le había propinado, obedeciendo a Isidro.

—Lo sé, pero ya no puedo más. Seguiré luchando, aunque a cara descubierta. Por ti no te preocupes. Si el ingeniero nos da unos días de tregua, prepararé con ayuda del comandante Flórez tu huida a Francia.

Santiago era el único que estaba sentado, así que, haciendo crujir la mecedora y despertando a Entina de su sueño reparador tras tantas emociones, se incorporó. Con sorpresa, comprobó que las piernas todavía le sostenían. Trató de mantener la mirada de su antiguo amigo, pero temió que la entereza que había mostrado ante la muerte se le quebrase. Carraspeó, y disimuló así su voz rota.

—Les daré esos días, Paquito, o Ventura, o como demonios se llame. Onésimo es un buen médico y los hombres lamentarán su pérdida. Yo no hablaré. Como pueden ver, estoy en deuda con ustedes. Les debo la vida. Pero no me pidan más. Ya cerré los ojos demasiado tiempo ante los trabajos clandestinos de nuestro médico —Onésimo sabía que Santiago mentía, que sólo haría falta que le pidiese perdón para que la soledad del ingeniero pesara más que cualquier otra convicción, pero también sabía que, de quedarse, Santiago jamás podría perdonarse su debilidad y, al final, los dos perderían. Santiago, como si le leyese el pensamiento, concluyó—: A pesar de lo que hoy ha pasado, Ventura, ustedes y yo seguimos perteneciendo a bandos diferentes.

—Así es, ingeniero. En cuanto salgamos de aquí, volveremos a ser enemigos. Pero no nos tema demasiado. Por ahora, nos conformaremos con que siga tratando como trata a los hombres bajo su control.

Santiago tuvo la tentación de sellar el acuerdo con un apretón de manos, pero se contuvo. Además, todavía quedaba un último asunto.

—¿Qué van a hacer con este hombre?

Ramón, al escuchar que se referían a él, se puso alerta. Había estado vigilando el exterior por un resquicio de la cortina para ver si descubría luces que anunciasen la llegada de ayuda porque, de no interceder alguien, se sabía perdido. Ventura, sin mirarlo, contestó:

—Es cosa mía. Haré lo que tenga que hacer… como siempre. Venga, Onésimo, largaos. Llévate de una vez a Guadalajara o nos descubrirán.

—Yo no me voy.

Todas las miradas convergieron en Ignacio, quien, como si estuviese a punto de iniciar una pelea, se había plantado en mitad del corredor con las piernas separadas y aferraba la botella por el cuello como si fuese una maza. Parecía un borracho buscando gresca.

—¿Qué dice? ¿Está loco?

—Puede ser —concedió—, pero no me iré hasta que no me aseguren que este hombre no morirá.

—Escuche, Guadalajara. Este hombre vino con idea de matarlo, y por su culpa nos encontramos inmersos en esta situación tan complicada y que casi nos cuesta la vida a todos, la suya incluida.

Ignacio se desentendió de Onésimo y se dirigió a Ramón.

—Antes me hiciste una pregunta y quiero contestarla. Sí, te denuncié. Lo sabes perfectamente. Apunté tu nombre en la lista tal y como me pidieron. Quedaste marcado de mi puño y letra en esa lista de catorce hombres de derechas, todos vecinos, conocidos del pueblo y, por desgracia, antiguos amigos. Por figurar ahí te encarcelaron, porque desde el momento en que comenzó la guerra ya erais el enemigo. Y no, no me arrepiento —mientras hablaba, en ningún momento le perdió la vista ni le falló la voz—. Lamento la muerte de los tuyos, de verdad. Os conocía de sobra para saber que la mayoría erais buena gente. Lamento su muerte, pero no tanto como lamento la de los míos… la de mi hermano, mis amigos, mis compañeros de trinchera y de cárcel. Son demasiados nombres para recordarlos aquí a todos. Ramón, hice lo que hice porque así eran las cosas. Alguien por encima de nosotros decidió que había que dividir el país en dos, y tú y yo nos encontramos peleando en bandos opuestos. Sufriste, pero recuerda siempre que tú perteneces a los que empezaron la guerra y la ganaron. Tu sufrimiento jamás se podrá equiparar al nuestro.

Y, volviéndose hacia Santiago, continuó:

—Ingeniero, sigo teniendo miedo, pero no voy a volver a huir.

Y no dijo más, y no porque no tuviera nada más que decir. Habría querido añadir que la decisión de no escapar la había tomado el día anterior y que se había traicionado a sí mismo ante la repentina aparición de Ramón Lobo y el miedo ante la inminencia de la muerte. Que había sido Luisa quien le había enseñado que llega un momento en la vida en el que hay que dejar de huir, y que incluso para perder muchas veces había que seguir luchando. Que por fin había entendido que había perdido la guerra, y que sentía llegada la hora de asumirlo porque el único homenaje que podía dedicar a sus muertos era continuar con vida. Pero también que cualquier vida no valía, que únicamente servía aquella que pudiese vivir con dignidad, con la cabeza bien alta para que nadie le volviese a avergonzar por su pasado. Y, sobre todo, que había que vivir para recordar. Alguien tenía que quedar como testigo para, algún día, contarlo. No debían permitir que la historia la reescribieran los ganadores. Todo eso habría dicho de haber encontrado las palabras, pero se sentía exhausto, vacío por dentro, y para lo único que se sentía con fuerzas era para impedir que Ramón se convirtiese en otra sombra que le persiguiese el resto de sus noches. Girándose, encarando a Ventura, repitió:

—No me voy, Paquito —para él siempre sería Paquito. Paquito el sádico, el torturador, el fascista—, no si con ello evito que matéis a Ramón. Si lo matáis, te aseguro que tendrás que matarme a mí también para que no os delate.

Antes de que Ventura pudiese siquiera barajar esa posibilidad, se le adelantó Santiago.

—Ignacio tiene razón. Por esta noche ya ha corrido demasiada sangre. Tampoco yo puedo asumir este sacrificio. Lo siento, pero si deciden matarlos a ellos, tendrán que sumarme a la lista.

Onésimo soltó una carcajada ante la cara de incredulidad y de pasmo de Ventura.

—Creo, amigo, que podemos darnos por perdidos. Qué más de izquierdas que una revolución. Ya ves cómo están las cosas. Será mejor que huyas, porque tengo la sensación de que eres el único que podrá salir con bien de esta empresa.

—¿Están locos? Guadalajara, le fusilarán. Les fusilarán a los tres. Cuando Ramón los denuncie, los acusarán de colaborar con la guerrilla. ¿Van de verdad a dar su vida por este hombre, por este falangista?

Ramón consiguió controlar el miedo para que sus palabras pudiesen transmitir sinceridad.

—No, no los denunciaré. Por favor, Quinto, déjame que eche un trago.

Ignacio acercó la botella a su antiguo amigo y éste bebió hasta que le dio la tos.

—Dios, qué falta me hacía… Créame, no los denunciaré. Sé que cualquiera en mi situación juraría lo que hiciera falta, pero yo tampoco reuní antes el valor para matar a Ignacio. Estoy de acuerdo con el ingeniero. Ya ha corrido demasiada sangre.

El hombre al que los de la guerrilla conocían como Ventura los estudió uno por uno, y preguntó:

—¿Están todos seguros?

Y, ante el asentimiento general, concluyó:

—Sea. Ojalá su confianza no se vea defraudada. Salud y suerte.