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Santiago de Rosas despertó con el ruido de Emma al saltar de la cama al suelo. Aturdido, buscó la llave de la luz para comprobar qué hora era cuando Emma empezó a gruñir. Juana, la criada, se encargaba de asegurar las puertas con llave antes de irse a su hogar, donde la esperaban un marido mutilado de guerra y tres hijas adolescentes, y siempre se iba antes de que anocheciera. El reloj marcaba la una y media de la madrugada. Alguien extraño había entrado en la casa.

En el cajón de la mesita guardaba un revólver.

—Tranquila, Emma —murmuró, pero el que estaba nervioso era él. La mano le temblaba tanto que no logró abrir el tambor metálico para verificar si estaba o no cargado. Pero debía de estarlo porque así se lo había asegurado Adolfo, el vigilante, cuando se lo entregó al día siguiente del enfrentamiento público que mantuvo con Isidro.

—Tenga, jefe, por si las moscas.

Santiago agradeció el gesto del somatén, tan leal como parco en palabras, y por eso no lo rechazó, aduciendo que jamás había disparado. Resultaba ridículo, casi vergonzoso. ¿Quién en ese país no había utilizado un arma en los últimos años? Emma, a pesar de las palabras de su amo, gruñó con más ímpetu y comenzó a arañar la puerta, cada vez más excitada. Santiago, a pesar del nerviosismo, razonaba con celeridad. Aquellos intrusos hacían demasiado ruido como para ser meros ladrones. La duda residía, por tanto, en de parte de quién venían. Si pertenecían a los maquis era posible que no lo quisiesen muerto y quizá se conformaran con dinero. En ese caso y en la peor de las hipótesis, los del monte podrían llevarlo secuestrado y exigir un rescate a la empresa, y entonces sí correría mucho más peligro, pues desconocía cuál sería la política de don Cosme respecto a la colaboración con guerrilleros. No era el primero al que pegaban un tiro tras no recibir pago alguno. Pero si, como sospechaba, aquella visita intempestiva estaba organizada por Isidro, ya podía encomendar su alma a Dios y hacer lo posible por vender cara su piel. Santiago no era un hombre especialmente pesimista. Su habitual tibieza le facilitaba contemplar la realidad, incluso la que a él mismo afectaba, con cierto distanciamiento, y por eso dedujo que la fatalidad hacía improbable que aquellos intrusos —que ya sentía subir por las escaleras— fuesen otra cosa que sicarios del falangista. Curiosamente, contra lo que siempre había pensado, al tomar conciencia de la inminencia de la muerte no se sintió con ánimos para dedicar algo del breve tiempo que le quedara a encomendar el alma a Dios. «A lo mejor estoy ante mis últimos minutos en este mundo», se repitió. Pero ni con ésas se vio con ánimos de arreglar los asuntos pendientes que tuviera con el Sumo Creador. Al fin y al cabo, hacía unas horas había comulgado y, por desgracia, la vida de eremita que llevaba invitaba poco al pecado. Emma ya no pudo contenerse y ladró.

—¡Calma, chica. Nos vas a descubrir!

Los pasos no tardaron en arribar al distribuidor de la zona noble de la casa. Un ruido de cristales rotos y una maldición indicaron que alguien había tropezado con la mesita de la entrada mientras buscaban la llave de la luz. «Adiós al jarrón de Bohemia», se lamentó. Aquel estropicio terminó por enloquecer a Emma, a la que el ingeniero trataba inútilmente de tranquilizar acariciándole la cabeza.

—¡Ingeniero, sujete al chucho y salga!

Era la voz de Isidro. Los peores presagios se cumplían.

—Buenas noches, Isidro. ¿No le parece un poco tarde para visitas de cortesía?

Hasta él mismo se sorprendió de lo flemática que sonaba su voz. Sin duda, había aprovechado bien los años de estudio en Inglaterra.

—¡Déjese de tonterías, Santiago! ¡Si lo prefiere, tiraremos la puerta abajo!

—No, por favor. No rompan más cosas. Denme un segundo para ponerme algo encima.

En el cuarto, junto al gran armario ropero, tenía un espejo de cuerpo entero. Cogió el batín que pendía del perchero y se lo puso sobre el pijama, que ya era de lana para hacer frente a las húmedas noches del cercano otoño. Mirándose al espejo, se pasó la mano por la mejilla. Le hubiese gustado rasurarse. Los que acudiesen a velarlo al día siguiente no podrían saber que su apariencia poco digna se debía a lo intempestivo de la hora en la que le habían sorprendido. «Qué frivolidad —se censuró—. Hace un momento temía por el estado de mi alma, y ahora me preocupa más la estética de mi cadáver». Isidro se impacientaba y volvió a amenazar con tirar la puerta abajo, así que Santiago decidió apurarse. Comprobó que el revólver cabía perfectamente en el bolsillo de su bata, y se conjuró consigo mismo para, pasara lo que pasara, llevarse antes a aquel canalla por delante. Aunque para ello tendría que confiar en la fortuna de que al apretar el gatillo de ese revólver saliese un proyectil, y qué este no equivocase la dirección, pues suponía que no tendría más de una oportunidad. En cualquier caso, pronto se resolvería la incógnita. De lo único que debía preocuparse, se dijo, era de acercarse lo suficiente como para que fuese imposible errar el tiro. Al sujetar la manilla de la puerta para abrirla, Emma pegó el hocico a la ranura y, metiéndosele entre las piernas, trató de empujar.

—¡Perra maleducada! —la regañó Santiago. Emma agachó las orejas y se apartó. La perra sabía de sobra que el amo cruzaba primero, pues ésa era la manera en la que Santiago había aprendido a mostrarle quién era el líder de la manada. Antes de salir, se volvió hacia ella y, con voz suave, se despidió:

—Adiós, vieja. Espero que te traten bien.

Cuando el perro quiso reaccionar, Santiago ya había abandonado el cuarto y la había dejado dentro, encerrada.

—Ingeniero, ya pensé que prefería que entrásemos por la fuerza a buscarlo.

Santiago miró alrededor y contó siete hombres. Para su sorpresa, uno de ellos era Onésimo, quien le hizo un gesto de resignación con las cejas, y a su lado, Ignacio, el recluso por el que había intercedido en respuesta al amor de aquella joven, ¿cómo se llamaba?… de Luisa, eso era. Ignacio y Onésimo estaba claro que no habían acudido a su casa por propia voluntad, pues varias armas los apuntaban al igual que hacía Isidro con él. Entre los hombres de Isidro reconoció a Paquito, su temible lugarteniente, y también a los otros dos que portaban pistolas. Uno era un joven cabo de la Guardia Civil que, por lo que le habían contado, había perdido a su padre en las checas de Madrid; y el otro era el hijo del farmacéutico de Valdesoto, falangista como Isidro. No sabía sus nombres. La incógnita, sin embargo, estaba en el último hombre. No lo había visto en la vida y, lo más sorprendente, también parecía cautivo de Isidro. Con la mano dentro del batín, miró pausadamente a su enemigo y replicó:

—Preferí salir yo. Como sabe, en esta casa estoy de alquiler, y me gustaría devolvérsela intacta a sus dueños.

Isidro no pudo menos que reír ante el humor de Santiago. Acostumbrado a los lamentos y a las súplicas de la mayoría de sus víctimas, resultaba chocante que aquel hombre al que siempre había considerado afeminado por lo afectado de sus maneras y lo educado de sus palabras se mostrara así de entero a la hora de encarar la muerte.

—Les puedo servir una copa —prosiguió Santiago, dando un paso hacia Isidro—. No son horas para café. Por la noche no tengo costumbre, me desvela —de nuevo risas—, y, como sabrán, la criada no llegará a tiempo para prepararlo. Pero si desean un whisky o un coñac, sírvanse. Yo, por mi parte, voy a hacerlo.

Y, con paso resuelto, se acercó al mueble bar de la galería. En su camino se encontraba Isidro, y Santiago oprimió con fuerza la culata de su revólver mientras el dedo índice acariciaba el gatillo. En cuanto pasara por su lado dispararía. Podía ser la última oportunidad. Pero Isidro se le adelantó.

—Permítame, ingeniero. Nosotros haremos los honores. Se dice así, ¿verdad? Hacer los honores.

Y, para reafirmar que no era un ofrecimiento, sino una orden, le apuntó ostensiblemente con la pistola mientras interponía una silla entre ambos. Luego, con un gesto ordenó al joven guardia civil que trajera una botella y vasos.

—¿Prefiere sentarse para el último trago?

Santiago negó con la cabeza.

—No estoy cansado. Acaban de sacarme de la cama.

Isidro ordenó a Paquito que sentara a Onésimo, a Ignacio y a Ramón en las sillas de la mesa del comedor. El hijo del farmacéutico los encañonaba mientras Paquito, un poco más alejado, controlaba la puerta. En la habitación, Emma se desgañitaba ladrando y llorando, pero nadie parecía prestarle atención. El cabo, en el corredor, debía de estar bastante nervioso porque se le resbaló uno de los vasos y sus fragmentos se unieron al estropicio del jarrón. Al regresar con dos copas y la botella, musitó una disculpa avergonzada al dueño, y Santiago le respondió con una sonrisa irónica.

—¿Traigo vasos para alguien más, Isidro?

—Sólo beberemos yo y el ingeniero. Hoy vamos a saldar una deuda que se alargaba demasiado.

El cabo obedeció y llenó las copas casi hasta el borde. Santiago, con la mano izquierda firme de pulso, tomó la copa que le tendían y probó el coñac.

—Y, ahora, ¿me explicará cómo va a cobrarse esa deuda?

—Cuánta formalidad, ingeniero. Me asombra. Creo que hasta lo echaré de menos. Pero sí, se lo explicaré. Aquí, mi amigo Guadalajara, ¿lo conoce? Bien, pues Guadalajara ha decidido escaparse. Es uno de los inquilinos descontentos de La Colonia. Parece ser que no se encuentra cómodo en la pensión y desea cambiar de aires. Claro que un criminal convicto como él no querría escapar sin antes vengarse de su captor y por eso esta noche ha venido aquí para robarle y matarle. Ya ve qué desagradecido. Con todo lo que usted se ha preocupado por estos malditos rojos.

Santiago contempló un par de segundos a Ignacio, y éste no pudo mantenerle la mirada, pues entendió el mudo reproche. Si de algo había estado alguna vez seguro el ingeniero era de que aquel hombre no huiría. Suspiró. El alma humana se le tornaba de nuevo inescrutable.

—Me parece un buen plan. Habrá quien ponga reparos, aunque supongo que usted ya habrá pensado en ello. Lo que no sé es qué pinta aquí nuestro buen doctor.

—Ah, el doctor. Sí, es cierto. Tampoco yo contaba con él, pero creo que me va a ser de gran ayuda para esos posibles reparos. Verá, también yo había pensado que algún puntilloso de su empresa podría dudar de los ánimos homicidas del prisionero y sugerir luego que todo esto no era más que un montaje pergeñado por mí para deshacerme de usted. Y eso que pienso dejarle como un héroe que, con sus últimas fuerzas, habrá plantado cara al enemigo, matándole. Por eso se me ha ocurrido que, para acallar esas bocas, y ya que el doctor se nos ha mostrado esta noche como un traidor que colabora con la guerrilla…

Y aquí detuvo el discurso, esperando al menos una expresión de sorpresa que derrumbara la pose contenida, casi indiferente, del ingeniero. Pero Santiago no movió ni un músculo.

—Vaya, creo que… creo que esto no le sorprende. ¿Acaso lo sabía? Muchachos —dijo, volviéndose hacia sus hombres, sin ocultar su propia irritación—, si alguno tenía dudas acerca de lo de esta noche, ved que también el ingeniero es un traidor o, como mínimo, un encubridor. Al final estábamos rodeados de víboras y lo desconocíamos.

—Si eso calma su conciencia…

—Yo no tengo conciencia, ingeniero. Pero déjeme que termine. Le contaba que, esta noche, en un momento de lucidez, se me ocurrió que no sería mala idea destruir su imagen pública a la vez que su vida, y para eso nos servirá Onésimo. Las buenas gentes que mañana encuentren el cadáver descubrirán también el del buen doctor, y se horrorizarán al encontrarlo desnudo y en su cama. Nadie se extrañará, se lo aseguro. Su amistad ha alimentado muchos rumores, y don Hilario, nuestro curilla de cabecera, hará lo posible por alentar esta interpretación desde el púlpito, añadiendo más leña al fuego. Con Dios de nuestra parte, ¿qué puede fallar?

—Yo, Isidro.

Los acontecimientos sucedieron con gran rapidez. Todos se volvieron para ver a Paquito, el segundo de Isidro, apuntando al jefe de la Falange y con el dedo sobre el gatillo. Isidro, en un solo destello, entendió que le habían traicionado y se arrojó al suelo a la vez que disparaba para protegerse. Paquito disparó también, apenas un instante más tarde, fallando por milímetros. El hijo del farmacéutico, atronado por los disparos, no reaccionó, incapaz de hacer otra cosa que no fuera mirar incrédulo a Paquito sin comprender qué estaba pasando, por lo que no percibió que Onésimo sacaba una pistola oculta en el pantalón. Tampoco llegó a oír el tiro que recibió a quemarropa y que le reventó el cráneo, esparciendo esquirlas de hueso y sangre sobre los sorprendidos Ignacio y Ramón. Paquito seguía vaciando sin fortuna su cargador contra el sillón orejero tras el que se había parapetado Isidro, y éste se defendía tirando sin apuntar, confiando en la suerte ciega de que una bala abatiese al que creía su único enemigo. No se había percatado de que también Onésimo estaba armado. El médico, puesto en pie, disparó tres veces contra el joven cabo, que era a quien tenía más cerca. El guardia civil todavía seguía sujetando la botella de coñac con los dedos crispados por el miedo. El segundo disparo le atravesó el pecho y, murmurando un ahogado «Virgen, me muero», se derrumbó. Apenas habían transcurrido cinco segundos cuando un gran silencio sobrevino al tiroteo. El humo de la pólvora quemada se elevaba hacia el techo. Santiago, de pie, con la copa en la mano, había observado aparentemente sin inmutarse los cuerpos que se cubrían o caían a un lado y a otro mientras las balas zumbaban a su alrededor. Fue entonces, en ese silencio, cuando, con gran parsimonia, sacó su revólver y avanzó hacia Isidro. Éste lo miró asombrado, con la espalda pegada al gran sofá despanzurrado, con el relleno de las tripas asomándose a través de los impactos de Paquito. Isidro vio el revólver apuntándole y reaccionó disparando. La bala se incrustó contra el marco de la puerta del dormitorio. La segunda bala no llegó a salir porque su pistola se encasquilló y no tuvo tiempo ni de maldecir porque Santiago, apretando el gatillo, le voló la cabeza.