40
Formaban una extraña comitiva aquellos hombres que atravesaban Tuilla a media noche. Los perros se avisaban unos a otros con ladridos y aullidos, pero nadie acudía a las ventanas para averiguar qué estaba ocurriendo. Eran tiempos que premiaban la ignorancia y castigaban el conocimiento. Ignacio, vigilado por Paquito, no dejaba de dar vueltas a las últimas palabras de Onésimo. «No haga ninguna tontería», pero ¿qué tontería podía hacer más que intentar huir? No veía más salida. Allí ya estaba muerto. Pero, de lograrlo, ¿a dónde huiría? Sin enlace, perdido por los montes también acabaría siendo hombre muerto sin remedio. Por eso se aferraba, como un náufrago a un trozo de mástil, a las últimas palabras del médico. «Ninguna tontería». ¿Acaso Onésimo estaba prevenido acerca de lo que iba a ocurrir y se guardaba un triunfo en la manga? Era difícil saberlo. Cuando Paquito asaltó el cuarto, no mostró ninguna sorpresa. No dio tiempo para más. Casi inmediatamente, irrumpió tras él el temible Isidro. Pero entonces Ignacio ya no tuvo ojos para nadie, porque, acompañando a Isidro, con cara de estar casi tan asustado como él, apareció Ramón Lobo, o, lo que era lo mismo, un espectro surgido del pasado.
—¡Faustino, estoy perdido!
Faustino sostuvo a Ignacio, quien, blanco como la cera, se tambaleaba fruto de la impresión. Acababan de salir del turno, e Ignacio sólo tenía en mente introducir el pie dolorido bajo el chorro de agua caliente de la ducha, a ver si así se le calmaba el dolor tras aquel primer día de trabajo. El médico le había aconsejado no mojar la venda, y no sabía si sería mejor quitarla por sí mismo y tratar después de vendarse de nuevo. Pero entonces, tras los soldados encargados de la vigilancia y custodia, descubrió a Isidro en compañía de sus huestes. El recuerdo de la promesa del ingeniero acerca del mal futuro que le aguardaba al falangista le hizo sonreír, aunque se cuidó mucho de mostrarlo. Haciéndose el despistado, clavó la vista en el suelo y siguió al resto camino del cuarto de aseo, pero, por el rabillo del ojo, descubrió un gesto, un movimiento que sintió que le dedicaban a él. Al levantar la mirada, se encontró con que, entre los hombres de Isidro, había uno que le señalaba con el dedo. Sin poder evitarlo, se paró en seco. «Cuidado», oyó decir a la espalda. No prestó atención a la maldición del minero con el que involuntariamente casi choca porque, ante él, había un aparecido. Ramón Lobo llevaba muerto más de un lustro. Había encontrado su final en la cárcel de Guadalajara. Pero el muerto, al reconocerlo entre la fila de hombres renegridos, había levantado el brazo y, con el índice acusador, le había dejado irremisiblemente marcado.
—¡Me han encontrado! —atinó a decir a Faustino. Éste, tras sentar a Ignacio en una banqueta de madera, había salido a buscarle agua a falta de algo más fuerte, y ahora aguardaba, paciente, dejando que el otro se calmara antes de pedirle alguna explicación. Faustino era consciente de que la última semana había sido de una tensión extrema para su amigo, pero pensaba que, tras la dura decisión de abortar la huida y optar por Luisa, todo habría pasado. Estaba claro que de nuevo volvía a equivocarse.
—¿Avisaste a Pin?
Faustino, agradecido de que el ruido de las duchas amortiguase la conversación, contestó:
—No pude localizarlo. ¿Por qué? ¿No estabas decidido a quedarte? ¿Ya no confías en la palabra del ingeniero?
Ignacio no le prestó atención, sumido en sus propias cábalas.
—Entonces, todavía tengo una posibilidad.
—¿Qué pasó, Guadalajara? ¿No estabas decidido a quedarte? Te tenía por un hombre de palabra, pero últimamente pareces más una veleta que cada día amanece con una nueva dirección según sea el viento.
Esto último se lo podía haber ahorrado, pensó Faustino. No era propio de él, habitualmente tan paciente, y más con su amigo, pero comenzaba también a estar harto de tantos cambios. Detrás de cada nueva decisión de Ignacio se tambaleaba el futuro de su hermana. Por más que viviera, jamás podría olvidar la expresión alucinada de Luisa cuando, convencida de haber perdido a Ignacio, huyó de La Colonia sin despedirse de él.
Ignacio bebió un trago largo y, después, se levantó para asomarse a la puerta. Al no descubrir a nadie, respiró aliviado.
—No se atreverán a llevarme delante de todos. Isidro tiene miedo a la reacción del ingeniero. Y si tú no avisaste a Pin, entonces es posible que pueda salir con bien de ésta.
Faustino, cegado por la impaciencia, harto de esa conversación que Ignacio tenía consigo mismo, lo agarró del mono y lo zarandeó con fuerza.
—¿De qué demonios hablas, Guadalajara? Explícate, maldita sea. ¿Quién te ha encontrado? ¡Habla ya!
Aquella furia repentina hizo que Ignacio recuperara el dominio sobre sí. Varios hombres que salían de la ducha también se vieron sorprendidos por aquel enfrentamiento y se detuvieron, curiosos al ver a los dos amigos enzarzados. Pocas cosas satisfacían más que una buena trifulca y pronto, si llegaban a las manos, comenzarían las apuestas a favor de uno u otro contendiente. Ignacio, al sentirse observado, pospuso la explicación. El enfado de Faustino le había servido de revulsivo.
—Venga, duchémonos. Tendremos tiempo a la vuelta.
«Éramos tan jóvenes que ni siquiera sabíamos lo que estaba en juego», y la historia que siguió a esta especie de disculpa le supo a Faustino a conocida. Habían compartido el rancho, tras el que iniciaron el acostumbrado paseo alrededor de la explanada donde nadie podría importunarles. Faustino le había propuesto a Ignacio sentarse para que así descansara el pie. Si estaba empeñado en huir, precisaría tenerlo en las mejores condiciones. Pero Ignacio necesitaba moverse. Lo que iba a revelarle llevaba mucho tiempo enterrado, y caminar siempre había sido un buen ejercicio para la memoria.
—Entonces, yo era el secretario de la Casa del Pueblo de Yunquera de Henares, y mi hermano Manuel, el tesorero. ¿Te acuerdas de qué hiciste el 19 de julio del 36?
Faustino sí se acordaba. Había pretendido marchar con el resto de los mineros a Oviedo, a pedirle armas al traidor Aranda con las que viajar a Madrid para defender la República, pero no lo hizo. Hacía pocos meses que, gracias a la amnistía general, había salido de la cárcel donde lo habían recluido tras la revolución del 34. La mina estaba en huelga como respuesta a los militares, y los hombres se organizaban para la lucha. Esa mañana, el camión que había subido a Carbayín Alto para llamar por medio de megafonía a los jóvenes a defender la República, se detuvo en Los Pozos a realizar una nueva llamada. Él trató de salir de casa, pero su madre bloqueó la puerta, impidiéndole el paso.
—Madre, habrá guerra. Me necesitan.
Doña Carmen, con Gelín en brazos, no se apartó un ápice mientras fuera, sus compañeros, armados con escopetas de caza, hachas de la mina y hasta azadas, hacían burla del espectáculo.
—Si hay guerra, tendrás tiempo de ir a cumplir con tu deber. Pero, hasta entonces, quédate. Necesito un hombre en casa. No sabes cómo han sido estos meses contigo en la cárcel. Hijo, por favor, te lo suplico.
Hacía semanas que su madre no subía hasta La Colonia para verlo. Sus viejos huesos no perdonaban el paso de los años, pero Faustino cada vez añoraba más su presencia. Sí, se acordaba del 19 de julio del 36. Entonces decidió quedarse porque su madre se lo había pedido, y no entró en guerra hasta días más tarde, cuando lo movilizaron.
—El día 19 amanecimos con resaca —prosiguió hablando Ignacio—. Habíamos pasado la noche bebiendo y cantando, celebrando por todo lo alto el alzamiento de las tropas en Marruecos. Era la oportunidad soñada. Varios de mis camaradas defendían que aquél iba a ser el principio de la revolución. La revolución, ¿qué sabíamos nosotros qué significaba aquello? Lo que pretendíamos era más tierra para el trabajador y que nos pagaran un precio justo por los melones y el trigo, y también por nuestras peonadas. Pero iba a haber guerra. Y nosotros teníamos ansias de aventuras. Yo hacía poco que me había licenciado del servicio militar, al igual que Manuel, y suspirábamos por aquellos mundos que se habían abierto a nuestros ojos, más allá de las fronteras de Yunquera. Aventura era lo que queríamos, nadie pensaba en la guerra. Esa mañana, como te digo, acudimos temprano a abrir las puertas de la Casa del Pueblo. A mí me dolía la cabeza como si me la fueran a arrancar, así que lo que más recuerdo son los gritos de júbilo de mis amigos, que voceaban que había que marchar rápido a Madrid antes de que terminara la fiesta. En esos días, casi todos creíamos que la asonada militar sería flor de verano. Menuda flor, ya ves qué linces fuimos.
—No sólo vosotros. También el gobierno lo pensó. Y así tendría que haber sido si todos hubiésemos luchado unidos.
—Pero no lo hicimos, es cierto. Con la de jóvenes dispuestos a dar su sangre por la República. Qué desperdicio…
Ignacio parecía haber perdido el hilo de la historia, y durante unos cuantos metros ambos caminaron sin hablar, dejando que el silencio arrastrara la melancolía de los tiempos que pudieron haber sido y no fueron.
—¿Y bien?
—¿Sí?
—Me hablabas de la Casa del Pueblo. Os reunisteis.
—Cierto, nos reunimos. Y, como te decía, para mis amigos aquello era como si fuese una fiesta. Alguien había escuchado que en Madrid el alzamiento había fracasado y que los sindicatos habían repartido armas para tomar el cuartel de la Montaña, donde los sublevados se habían acantonado. Nadie quería perdérselo. Entonces oímos el ruido del tubo de escape de una motocicleta. Preguntaban por el secretario. Era un joven que venía de Guadalajara, de la sede de nuestro partido. Iba cubierto de polvo hasta arriba, y le dimos un vaso de vino para que se repusiera. Llevaba toda la noche en la carretera. Le interrogamos sin tregua acerca de lo que estaba pasando en Guadalajara, pero él dijo que sólo era un mensajero y que no sabía nada y, sin más explicaciones, me dio una carta. La leí y se la tendí a Manuel. Fue él quien la leyó en voz alta para que la escuchara el resto. Llevaba el sello del partido, y la firma del secretario provincial. Querían una lista donde figuraran los nombres de las personas significadas por su pertenencia a la derecha. ¿Para qué?, preguntó alguien. Pero esa pregunta, que yo mismo me había hecho, no obtuvo respuesta porque enseguida comenzaron a llover los nombres. El mensajero, al ver que la discusión arreciaba, pues unos pretendían poner a unos, otros no estaban de acuerdo y daban nuevos nombres, nos conminó a dejar de perder el tiempo porque él no podía marcharse sin la lista y todavía le quedaban muchos pueblos por visitar. Se impuso el orden y yo comencé a escribir. Cuando terminamos, había catorce nombres escritos de mi puño y letra en aquel papel que el mensajero metió en una carpeta donde había más papeles con más nombres, y se marchó. Fue como si nos hubiesen vaciado por dentro. La alegría que se prolongaba desde la parranda de la noche se había esfumado. En su lugar se instaló un largo silencio que, a pesar de la resaca, no agradecí, porque en ese silencio flotaba todavía la pregunta sin respuesta: «¿Para qué quieren esa lista?». Manuel, entonces, soltó una risotada, que secundamos con alivio sin saber por qué demonios se reía. «En estos momentos —nos dijo con los ojos bañados en lágrimas y sin dejar de reír—, hay dos motos quemando combustible camino de Guadalajara». «¿Dos motos?», pregunté. «Dos, claro —replicó, feliz por la idea—, la nuestra, y la de los otros donde llevan escritos nuestros nombres». Entonces sí reímos con ganas, y la nube que había oscurecido nuestro ánimo pasó. Esa tarde marchamos a Madrid para presentarnos ante el partido y para nosotros comenzó la maldita guerra. Será mejor que nos sentemos. Este pie me está matando.
Buscaron un lugar donde descansar, aunque el día, más bien frío, invitaba poco a estarse quieto. A lo lejos se oían los gritos de los compañeros que, tras obtener permiso para sacar el balón, habían improvisado un partidillo de fútbol. Con gran alivio, Ignacio se descalzó y comenzó a masajearse por encima del vendaje sucio de carbón. Era un vendaje bastante chapucero, pues no le había quedado más remedio que quitárselo para ducharse, y aquellos pliegues y dobleces inspiraban poca confianza. Faustino se había tumbado boca arriba y observaba el movimiento cambiante de las nubes, allá tan alto, tan lejos. También él recordaba haber escrito listas. Y, también, haberlas padecido.
—¿Y ése que dices que te encontró estaba en vuestra lista?
Ignacio elevó las cejas, asintiendo, apesadumbrado. En su día ya había hecho duelo por la muerte del que fuera su amigo de infancia Ramón, el mismo muchacho al que se le pinchó la rueda de la bicicleta al regresar de Madrid, tras ver con él el final de la Vuelta Ciclista. El mismo al que dejó de hablar cuando lo descubrió vestido con el traje de falangista rodeado de otros jóvenes que se acababan de apuntar al partido de José Antonio Primo de Rivera.
—Lo estaba. Ramón. Ramón Lobo. Lo di por muerto, como a los otros trece vecinos que una semana después de nuestra marcha fueron detenidos y llevados a la cárcel de Guadalajara, una vez que la República arrebató la ciudad a los fascistas. Lo mismo estaba pasando en todas partes. En Madrid habían comenzado las sacas, mientras nos llegaban noticias de fusilamientos sin juicio por parte del otro bando en ciudades como Sevilla. Supongo que aquí habrá sido igual. El caso es que, en cuanto supimos que los habían hecho prisioneros, intuimos el final que podía aguardarles. Pero entonces ellos ya eran el enemigo de verdad y nosotros estábamos combatiendo por nuestra vida. No, no les deseaba la muerte. No, al menos, en esos primeros días. Mi madre incluso me envió recado al frente para que intercediese por aquellos cuyas familias habían acudido a mi casa a pedir ayuda. Como secretario del partido pensaban que yo tendría mano, que mi firma avalaría su libertad. Recuerdo que escribí alguna de esas cartas. A favor de Tomás, el herrero, que me había cogido como aprendiz unos meses y que, aunque de derechas, siempre había tratado bien a sus trabajadores. Y también a favor de Ramón. Mi amigo de la infancia Ramón. Amigos, hasta que crecimos y nos reconocimos en bandos opuestos. Escribí esas cartas, las entregué y me olvidé. Bastante tenía con mantener la cordura en las trincheras. Meses más tarde supe de la matanza acaecida en la cárcel de Guadalajara. Los fascistas habían bombardeado la ciudad causando gran mortandad entre los civiles, durante el mercado del domingo, y las gentes, furiosas, decidieron tomarse la justicia por su mano y se vengaron en los prisioneros. Asaltaron la cárcel a sangre y fuego. No dejaron a nadie vivo. O así lo creía hasta hoy.
Faustino se había vuelto a sentar para escuchar el resto de la historia. Cuando Ignacio terminó de hablar, le sugirió que reiniciasen el paseo. Sin sol que los calentase, se estaba quedando helado. Por fin, tras más de media hora de silencio, Faustino, con gran pesar, no pudo menos que mostrarse de acuerdo con el plan de huida de Ignacio. Para su amigo, las campanas de réquiem habían comenzado a tañer. «El paraguas del ingeniero te cobija… por ahora, pero vendrán a buscarte. Cualquier noche entrarán y te llevarán con ellos».
Para su desgracia, la predicción de Faustino se había cumplido en apenas unas horas. Pero no había hecho falta que entrasen a buscarle a La Colonia, obligando al capitán Ordóñez a postularse a favor o en contra del ingeniero jefe. Con su huida, él mismo les había facilitado el trabajo dejándose apresar fuera, donde podrían hacerle desaparecer sin dejar rastro. Las tropas barrerían las montañas y los bosques en una búsqueda imposible, alentados por Isidro con el objetivo de minar los cimientos del ingeniero, mientras sus restos servían como alimento para las malvas.
Las pocas estrellas que se vislumbraban en el firmamento fueron borradas por un frente nuboso, pero Isidro y sus hombres iban provistos de linternas.
—Toma, ilumina tú el camino —le ordenó Paquito, que era quien le vigilaba. Delante, un par de sombras también con focos comprobaban que nadie se interpusiese en su marcha.
Ignacio cogió la linterna y pensó que con eso en la mano aún tenía una oportunidad de huir. Tiraría la linterna y la oscuridad podría ampararle. Paquito, como si le leyese el pensamiento, le sujetó fuerte con su gran mano y le clavó el cañón de la pistola entre las costillas.
—Ni se te ocurra, amigo. La noche todavía no ha terminado.
Ramón Lobo, entre tanto, avanzaba detrás con la cabeza hundida entre los hombros. Estaba agotado, helado y hambriento, y deseando con toda su alma encontrarse en cualquier lugar menos allí. Había acudido en busca de respuestas y sólo había encontrado incomprensión y burla. Y lo peor de todo era que ahora se sentía ridículo por la larga búsqueda que había emprendido. ¿De verdad esperaba que aquel encuentro hubiese servido para exorcizar a sus demonios? La vieja herida de la pierna, como siempre que iba a cambiar el tiempo, le avisaba con dolor y empezaba a cojear. Delante de él caminaba Ignacio sujeto por Paquito. Se sorprendió de la entereza con que su antiguo amigo asumía el fin, porque sin duda era allí donde Isidro conducía a los dos reos. Pero entonces Ramón descubrió que en lugar de encaminarse hacia el bosque, donde suponía que irían, los hombres de Isidro que iban en vanguardia los guiaban al interior del pueblo. Allí, a escasos metros, estaba la casa donde le habían dado posada, y supo que no deseaba ir más allá. Se refugiaría en su cuarto y esperaría al amanecer. No dormiría. Quizá no volviera a dormir nunca, guardando en la retina la espalda de Ignacio camino del cadalso, pero él, lo comprendía ahora, ya había cubierto con creces su cupo de sangre.
—¿Dónde vais con ellos?
—A matarlos. ¿No es lo que querías?
No, pensó Ramón. Ahora sabía que no.
«¿Por qué, Quintejo? ¿Por qué me denunciaste?».
Ese eco lo perseguiría siempre.
Isidro y él habían seguido a Paquito al interior de la tasca de Floro antes de que la cuenta llegara siquiera a veinte. Isidro estaba tan ansioso por entrar en acción que daba la impresión de no importarle arruinar el plan provocando un tiroteo, aunque, por prudencia, ordenó a sus otros dos hombres que custodiaran la entrada por si llegaban los del monte. Pero cuando entraron en la habitación, Ignacio y Onésimo ya estaban con los brazos en alto frente a la pistola de Paquito.
—Toma, te subimos las botas —le dijo a su hombre, arrojando el calzado sobre el colchón para no hacer ruido. Mientras Paquito se calzaba, Isidro se acercó al médico y le dio un puntapié en los testículos que hizo al otro boquear, lívido, doblado sobre sí mismo.
—Vaya, doctorcito. Me parece que le hemos sorprendido en una noche tonta.
A Isidro se le veía exultante. Volviéndose hacia Ramón, le sugirió:
—¿No quieres pegar tú al tuyo? Es un buen momento.
Ramón apenas había dado un paso al interior de la habitación. Al ver allí parado a Ignacio, tan parecido al muchacho que él conocía, pero, al mismo tiempo, tan distinto, un sinfín de imágenes y recuerdos se agolparon, aturdiéndolo. Los rostros de los muertos de Yunquera, Tomás, Cosme y el resto, se solapaban con la sonrisa feliz de Ignacio y de su hermano Manuel cuando corrían los toros en las fiestas del pueblo. ¿Cómo habían permitido que aquello sucediera? Por eso, al buscar en su interior, parado frente a uno de los hombres que lo habían señalado, enviándolo a una muerte casi segura, no encontró rencor ni ánimo de venganza, sino sólo una pregunta que, en su simpleza, pretendía abarcarlo todo.
—¿Por qué?
Ignacio, que esperaba cualquier otra reacción —una paliza, un disparo, un insulto—, no supo qué responder. Ramón avanzó y, abriendo las manos en un gesto de incomprensión, repitió, y las lágrimas, contenidas tantos años, empañaron sus ojos.
—¿Por qué, Ignacio? —la voz se le quebraba—. Quintejo, ¿no éramos amigos? ¿Por qué me denunciaste?
Ignacio, anonadado por el dolor que percibía en Ramón, apenas fue capaz de pronunciar su nombre:
—Ramón, yo…
Una carcajada atronadora le interrumpió y les hizo volverse a los dos. Isidro, con cara de no poder creérselo, meneaba la cabeza y se burlaba.
—Pero, hombre, ¿de verdad emprendiste la búsqueda de este rojillo para llorarle porque te denunció? ¿De qué figal te caíste, guaje? ¿No te enteraste de que en España hubo una guerra? Observa a los que estamos aquí. ¿Crees que alguno de los presentes no denunció a algún vecino o amigo por pertenecer al otro bando? Entérate, estuvimos matándonos unos a otros. Fue, es, una guerra civil, en la que españoles mataron a españoles, a amigos, a conocidos o a primos, daba igual mientras fueran del enemigo. Venga, anda, alma cándida, tira pa’bajo, que todavía queda faena. Si quieres, cuando se te pase el disgusto, te dejo que le des tú el tiro de gracia a tu amiguito, y aquí paz y después gloria.
No, Ramón ya no quería matar a Ignacio. Y menos para complacer a alguien como Isidro. A la derecha, Ramón descubrió la casa donde estaba su habitación y se detuvo.
—Isidro, yo no os acompaño. Ya no quiero participar en esto.
Entonces, para su sorpresa, la pistola que estaba apuntando a Onésimo se giró para amenazarle a él.
—Lo siento, amiguito, pero vas a tener que seguir con nosotros hasta el final.