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Doña Carmen sorprendió a Luisa frente al espejo terminando de abotonarse el vestido.

—¿Dónde vas así?

Era un vestido con vuelo por debajo de la rodilla, de lunares rosas sobre un fondo blanco algo ajado y cuello cerrado con puntilla. Pertenecía a su prima Estrella, que vivía en La Felguera desde que se había casado con el hijo de un frutero y a la que la progresión de sus carnes, tras el segundo embarazo, la había obligado a desechar la prenda. Luisa lo había arreglado a escondidas de su madre, bajo la luz de un candil en el secreto de las noches, hasta lograr adaptarlo a sus medidas.

—Voy al baile de Valdesoto.

Doña Carmen frunció el ceño, suspiró, sacudió una mancha inexistente en la tela negra de su faldón, y Luisa estalló:

—¡Madre, por Dios, tengo diecisiete años! ¿Hasta cuándo voy a guardar luto por mi hermano? Ya va para seis años.

La mujer parpadeó rápido, como si el recuerdo fuese una bofetada y, después, salió del cuarto, dejando que Luisa, ya con la sonrisa borrada de los labios, terminase de componer su atuendo. Al ponerse la rebeca sobre los hombros se observó de nuevo en el espejo interior del armario. Se veía rara. Había pasado de niña a mujer sin haberse vestido nunca de largo, respetando el negro riguroso que tantas mujeres de los alrededores llevaban. Los tendales eran, desde hacía años, un expositor bicolor, de ropas blancas y negras como banderas de un triste pasado. Sin embargo, en los últimos meses iban llegando al lavadero calderos con tejidos de colores suaves, poco estridentes pero que señalaban el alivio de luto consecuente al devenir del tiempo. Este vestido, con sus alegres lunares, era el primero que se ponía, y la estampa del otro lado del espejo la sorprendía como si perteneciese a otra, a una joven que llevaba una vida muy diferente a la suya, sin miedo, hambre o lutos. El reproche que intuyó en la expresión contenida de su madre la hizo dudar. Al observar los lunares pensó que quizá era pronto para tanto color. Al fin y al cabo, sólo era un vestido, pensó. Con ir al baile, también el primero al que asistiría, podía darse por satisfecha. La muchacha, cariacontecida, comenzó a hacer esfuerzos para desabotonarse el cuello cuyo ojal tanto se había resistido cuando doña Carmen entró de nuevo en la estancia y le tendió un collar y unos pendientes de nácar. Se notaba que había llorado.

—Póntelos. Te verás más guapa.

Al despedirla desde la puerta, lo último que le dijo fue:

—Vuelve temprano, antes de que regrese tu padre.

Gelín corría contento delante de ella, llevando en la mano los zapatos de su hermana. El día anterior había llovido, y Luisa caminaba por la caleya que descendía de Los Pozos a Carbayín Bajo embutida en sus madreñas, vigilando los zarzales para que no se enredasen con la tela del vestido y ayudándose de una vara que lo mismo servía para aplastar ortigas que para espantar a los perros famélicos que salían al camino a ladrarles con el rabo entre las patas. Iba con la pierna al aire, una pierna corta pero musculada por el trabajo constante, y aunque hubiese deseado lucir unas medias bonitas, de esas de cristal, estaba satisfecha con su aspecto. Se había aplicado colorete y barra de labios, una barra antigua de su madre guardada como oro en paño en un cofrecillo, y de cuando en cuando inhalaba fuerte para aspirar el aroma del agua de colonia. Los pendientes, con las pinzas demasiado apretadas, le hacían daño, pero le daba igual. A última hora se había cambiado el peinado para dejar las orejas al aire y lucirlos mejor. Se sentía hermosa, y pronto olvidó el ligero resquemor de haber mentido a su madre.

—¿Quién te acompaña?

—Sara la de Villaescusa y Lucía la de Colasa. Además, vendrá Gelín.

Y aunque era cierto que las dos muchachas habían conseguido el permiso para ir ese domingo al baile de Valdesoto, quien la esperaba en el puente, una vez pasada la estación de Carbayín, allí donde pocos ojos indiscretos podrían verla, era Genaro. «Estaré allí a eso de las cuatro». Luisa, sin desviar la mirada ni un milímetro de la puerta de la iglesia, no contestó, pero ya en el banco, un breve movimiento de la cabeza y de la mano como para apartar un rizo molesto, la hizo contactar visualmente con el muchacho, sentado en la fila de los hombres varios metros más allá, y no dudó en que él la estaría aguardando.

Lucía, al contrario que su madre, «la Colasa», como la conocían todos, era una joven pizpireta de risa permanente. Se rumoreaba que su madre, modista antes de la guerra, había pegado tiros contra el cuartel de la Guardia Civil de Carbayín Alto en el 34, y que en el 37 pasó unos meses en la cárcel de El Coto hasta que un tío suyo, párroco en Noreña, intercedió para que no la fusilaran. De El Coto la devolvieron calva y más agriada que nunca. Ahora, avejentada por las privaciones, recorría los pueblos con un pequeño carro del que ella misma tiraba mientras tarareaba canciones revolucionarias, dedicándose a la trapería, para luego acudir con sus miserias al mercado de los martes de La Pola a negociar, aunque todos sabían que esto no era más que una excusa para el estraperlo, su verdadera ocupación. De cuando en cuando, los números de la Benemérita la detenían para hurgar entre sus basuras, y más de una paliza había recibido en el cuartelillo, donde le confiscaban el contrabando. Pero ella, tenaz, seguía ocultando sus tesoros entre cartones abandonados, zapatos sin suela y trozos de retal, y hombres de uno y otro bando le compraban cuarterones de tabaco o libras de café conseguidos en el mercado negro. Había quien incluso sospechaba que esa libertad para andar de pueblo en pueblo también le servía para ejercer de enlace de la guerrilla, pero esto no eran más que malquerencias sin pruebas. Lucía, su única hija, para la que ejercía de madre y de padre, era la parte luminosa de la vida de la Colasa. Sólo en presencia de la chiquilla la habían visto torcer el labio en una mueca cercana a la sonrisa. Pero ya la joven reía por las dos, y desde que Luisa se encontrara con Lucía frente a la botica, las chanzas y las carcajadas eran solaz de todos los que se las cruzaban.

—Anda, y a ti ¿qué se te ha perdido? —fue el saludo de Lucía al ver a Genaro esperando, con un pie apoyado en el pretil del puente y fumando.

Luisa había puesto al tanto a Lucía, pero ambas hicieron como que la cosa no iba con ellas, y dejaron que el chico las siguiera a distancia, con las manos hundidas en los bolsillos o repasándose el pelo con el peine cada pocos pasos. Junto al cruce de Villaescusa, un sendero que se perdía en la fronda de la primavera pujante, esperaba Sara. Ésta era una moza ancha como un hombre, de fuertes hombros, amplias caderas y voz rotunda que invitaban a imaginarla como matriarca de tremenda prole, pero a la que una pierna corta de nacimiento la dejó en cojitranca, y en su defecto ocultó una timidez que rayaba en lo enfermizo. Así las tres amigas, Lucía, desenvuelta, Sara, cohibida, y Luisa, a la que llamaban «la suavina» por su parquedad y buen sentido en las palabras, formaban un grupo peculiar pero sólido como una roca en mitad de la tormenta. Y enlazadas del brazo, bañadas por el suave sol de abril, recorrieron, con Gelín como estandarte y Genaro de furgón de cola, el camino hasta Valdesoto.

Los bailes como los del Lagarón en Valdesoto habían sido cerrados. Desde la guerra, sólo estaban permitidas las jiras de prao el día de la fiesta patronal, como la fiesta de San Félix, con sus gaitas y acordeones y la sidra regando la merienda tras la multitudinaria misa. Las muchachas bailaban entre ellas, y los muchachos, bajo la vigilancia atenta de las madres de las polluelas, se daban codazos animándose unos a otros para invitar a las chicas a una pieza, todo a la prudente luz del día. Pero las salas de baile eran otra cosa. Allí los cuerpos rompían la distancia que el decoro marcaba, y la poca iluminación de las bombillas volvía ágiles las manos y sublevaba la sangre adolescente, por lo que este tipo de encuentros dominicales se habían prohibido desde Gobernación en aras de la recuperación de las buenas costumbres. Sin embargo, doña Merche tenía un primo que ejercía de secretario del nuevo régimen, un mutilado de guerra con varias condecoraciones y peso específico dentro del Movimiento, y sus influencias tocaron los hilos necesarios para habilitarle un permiso especial que le permitió reabrir una pequeña sala en Valdesoto. Desde hacía un mes, los jóvenes de los alrededores se emperifollaban y acicalaban para acudir a la puerta de doña Merche, donde ésta ejercía de comisario político, permitiendo la entrada a la mocedad por el precio de dos perronas y con la criba de los adeptos a los nuevos tiempos. Afuera quedaban muchos, hijos de presos o represaliados, rojos o simplemente pobres de solemnidad que no tenían lana necesaria para la entrada. Éstos quedaban remoloneando, observando a los privilegiados o haciéndoles muecas de burla e incluso bailando al son de la música en un prado cercano, y sólo el garrote de Abelardo, el marido de doña Merche, era causa suficiente para dispersar a los indeseados y a los mirones. Al llegar al baile, las tres muchachas, cohibidas ante la presencia de la dueña, se detuvieron a escasos metros. Doña Merche las revisó de arriba abajo y preguntó:

—¿Con quién venís?

Luisa se hizo a un lado y señaló a Genaro, al que no habían vuelto a hacer caso en todo el trayecto.

—Con éste.

Doña Merche conocía bien a la familia de Genaro. Su marido y el padre del chico habían estado ocultos en el 36 en el mismo monte, comiendo castañas crudas, vigilando los caminos, guardándose al mínimo ruido, y sus mujeres se habían turnado en la labor de mantenerlos a la espera de tiempos mejores. Así que asintió, abrió la mano, dejándola suspendida en el aire mientras no perdía de vista a las chicas. Genaro, que no contaba con las amigas de Luisa y se había pasado parte del camino haciendo cuentas de sus dineros, sacó el monedero y, azorado bajo la mirada impávida de la chica, recontó hasta juntar los ochenta céntimos. Mientras se lo tendía a la dueña, se volvió a Luisa y se excusó:

—No tengo suficiente para tu hermano.

La chica intuyó la estratagema, pero eran más sus ganas de ver el baile que los recelos, así que asintió y le dijo a Gelín que se entretuviera por ahí, cazando lagartijas, persiguiendo gorriones o lo que le diese la gana hacer, y que en dos horas estuviese allí de nuevo para recogerla. El niño fue a protestar, pero Genaro se adelantó y, dándole una perrina, le dijo:

—Esto para que te compres unas rosquillas.

Gelín apretó la moneda en su pequeño puño y salió corriendo.

El baile estaba animado por una gramola que manejaba con habilidad la hija mayor de la dueña. La sala, antiguo pajar, recibía la luz de una ventana elevada, y miles de telarañas decoraban las vigas de la cubierta, pero la mayor parte de los jóvenes, algo azorados todavía, miraban más el suelo de tierra que las alturas. La gramola estaba sobre una mesa, al fondo, y a su lado, el otro hijo de la Merche vendía cerveza, vino, y anís para las mujeres.

—¿Tienes sed?

Luisa negó con el gesto, y rápidamente huyó de la compañía de Genaro para ocupar un hueco en una de las bancadas pegadas a la pared de piedra. El chico, abandonado en mitad de la pista, enrojeció hasta la punta de las orejas y se fue a refugiar donde las bebidas. Sara observaba con cierta envidia los movimientos de los danzantes, casi todo parejas de féminas, mientras los muchachos hacían corrillos y comentaban de la mina, de la cosecha o de los avances de Alemania en la guerra, mostrándose indiferentes a los vestidos, a las pantorrillas desnudas y a los zapatos de tacón, aunque no perdiesen comba por el rabillo del ojo. Cuando el gramófono comenzó a reproducir Copla de Luis Candelas, de Mari Paz, Lucía dio un salto y agarró a Luisa del brazo:

—Hale, a bailar, que no hemos venido aquí a calentar las posaderas.

Y se enlazó a su amiga llevándola del talle y moviéndose con mucho garbo. Luisa se resistió, tremendamente abochornada, pero pronto la música se fue adueñando de sus pies y a la tercera pieza bailaba como en casa, cuando lo hacía a espaldas de su madre y su luto, agarrada al escobón mientras tarareaba las canciones aprendidas en el lavadero. Luisa, liberada de la vergüenza, ya no pensaba en que nadie la estuviese observando. Pero sí que lo hacían. Decenas de ojos acompañaban el movimiento sincopado de sus curvas adolescentes, por lo que no tardaron en llegar las peticiones. Había jóvenes de Valdesoto, de Negales, de Lamuño y también de Los Pozos. Con algunos Luisa se había peleado y tirado piedras no hacía tantos años, pero allí se acercaban y, sin levantar los ojos del cuello de sus camisas, pedían unas veces a Lucía y otras a ella, con un tono de voz que anticipaba la derrota. Luisa se negaba siempre, pero Lucía, con un guiño pícaro, aceptaba encantada, agarrándose a su nueva pareja mientras su amiga se retiraba a hacer compañía a Sara, la cojitranca, a la que nadie se arrimaría. Luego, cuando las dos amigas volvían a ganar la pista, Lucía chismorreaba sobre su anterior acompañante, criticándole los granos, o lo negro de sus dientes, el hedor de su aliento o lo absurdo de su charla mientras las manos torpes pugnaban por recorrer la mayor cantidad posible de anatomía en lo que Imperio Argentina cantaba su copla. Entre tanto, Genaro, que parecía estar esperando la vez como en la consulta de don Feliciano, el médico de Carbayín Bajo, fue tres veces hasta Luisa, y las tres fue rechazado. Pero cuando estaban a punto de bailar la última, pendientes del sol, el chico, algo achispado por el alivio del vino, se plantó frente a ella y, dándole un empellón a Lucía, ordenó:

—Ahora vas a bailar conmigo.

Luisa, que cuando quería tenía una lengua afilada como un estoque y el genio de la pólvora seca, fue a dejarlo en su sitio, pero algo en la expresión del joven, el sufrimiento acumulado de toda la tarde, o quizá la determinación de su voz, impropia de alguien tan apocado, la hizo claudicar. Ésa fue la primera vez que permitió que un hombre de fuera de su familia le pusiese las manos encima.

Fue un baile torpe donde, unas veces uno y otras el otro, se fueron pisando y disculpándose bajo la música de la Piquea aunque ninguno recordaría luego la canción. Cuando el gramófono se detuvo, ambos se separaron y caminaron hacia la salida. Iban sudorosos, pero no del sudor cálido del esfuerzo, sino del sudor frío que se adhiere como una segunda piel, fruto de los nervios.

Afuera les esperaba ya Gelín, con ganas de volver a casa y una brecha en la frente tras pelearse con los hijos de la molinera cuando ya estaban cansados de jugar al marro. Sara y Lucía se interesaron por su herida, pero no así su hermana, que comenzó a caminar hacia el pueblo en silencio. A su lado, liando un cigarrillo, iba Genaro.

El sol se fugaba entre los árboles y la temperatura había descendido varios grados como recordatorio del invierno recién enterrado, por lo que Luisa se arrebujó en su rebeca. Genaro se aprestó a ofrecerle su chaqueta —iba vestido con lo que parecía un traje de su padre y calzado con unos bonitos zapatos negros de lazo—, pero Luisa la rechazó. Cuando se volvió para ver por dónde iban sus amigas y su hermano, dispuesta a unirse a ellos, Genaro, viendo la oportunidad perderse, buscó desesperadamente un tema de conversación y preguntó:

—¿Conoces el baile del parque, en La Pola?

Como la joven negara, prosiguió:

—Está muy bien, mucho mejor que éste. Tienen luces de colores, y un escenario donde toca la orquesta. Incluso hay veces que traen cantante. La gente va muy elegante. Y, arriba, por la escalera, está el ambigú, un bar como Dios manda y no esto que tiene la Merche para sacarnos los cuartos. Un domingo te llevaré.

Luisa, que escuchaba atenta las descripciones, se paró en jarras y, con el ceño fruncido, dijo:

—Que yo sepa, no soy ningún carro para llevarme y traerme.

Lucía y Sara, que les seguían a poca distancia sin perder palabra, celebraron risueñas la salida de su amiga. Genaro, azorado, se disculpó:

—Por supuesto que no eres ningún carro. Eres… eres…, una mujer.

—Vaya, qué observador.

—No, digo que eres toda una mujer… vamos, que no eres, no un carro, sino…

Genaro se atascaba mientras Sara, Lucía y Gelín, que iba haciendo equilibrios con un palo, los adelantaban. Pero Luisa no les siguió, sino que, haciendo tiempo para que Genaro se recuperase del tropezón dialéctico, se agachó a quitarse los zapatos, que la tenían loca de dolor, y se calzó las madreñas.

—Entonces, no soy un carro.

—Lo que eres es muy guapa.

Y fue él quien echó a andar hasta que se dio cuenta de que iba demasiado rápido y que la había dejado sola, por lo que tuvo que desacelerar para esperarla.

Las golondrinas revoloteaban en nubes negras con los últimos rayos de sol mientras el bosque era una algarabía de trinos y cantos de pájaro. El grupo apretaba el paso, consciente de lo tardío de la hora, pero Luisa era feliz escuchando la perorata de Genaro. El muchacho, con la sensación de una pequeña victoria, le hablaba ahora de sus planes de futuro, del taller de mecánica que quería abrir en el pueblo una vez que terminase su periodo de aprendizaje con su tío, en Gargantada, de la herencia que le dejaría su padre cuando muriera, y de la necesidad de ir sentando la cabeza y pensando en el mañana. Luisa escuchaba y asentía, como si fuese un confesor con el que no iba la historia, pero al mismo tiempo que lo escuchaba, iba mirando con otros ojos a aquel chico con el que hasta hacía un mes apenas había cruzado un par de palabras.

Despidieron a Sara en el cruce con Villaescusa, y al llegar junto al molino, Luisa se detuvo.

—Será mejor que nos separemos aquí —dijo a Genaro.

—¿Después de lo que hablamos, no quieres que nos vean juntos?

Ella lo contempló severamente.

—Nada más hablaste tú.

—¿Y no tienes nada que decirme?

—Sobre qué.

—Vamos, Luisa, no juegues conmigo. Lo sabes de sobra.

Claro que lo sabía, pero no se lo quería poner tan fácil. Así que esbozó un gesto candoroso y replicó:

—Es tarde. Necesito tiempo para pensarlo.

—¡Así que sabes de qué te hablo! ¡Lo pensarás! —y respondiendo a un impulso, se aproximó repentinamente a ella y le besó la mejilla, retirándose tan rápido que no dio tiempo a una respuesta que suponía contundente. Cuando Luisa quiso reaccionar, Genaro había lanzado un alarido de alegría y se alejaba corriendo, camino de su casa.

Gelín y Luisa arribaron a la vivienda casi de noche, y José Antonio, su padre, el rostro en sombras, los esperaba sentado en su silla, en la antojana. Al verlos, se levantó y, encarándose a su hija, la interrogó:

—¿De dónde vienes?

Luisa sabía que, como casi siempre, su padre estaba bebido, pero no mintió. Jamás lo hacía. Del interior llegaba el llanto contenido de su madre. Seguramente, ya había recibido el castigo por su hija.

—De Valdesoto. Del baile.

—Te han visto con el hijo de Jamín, ¿es cierto?

Los chismes corrían más que el viento.

—Sí, padre, nos acompañó al…

El bofetón llegó de improviso, con un sonido seco que le retumbó dentro del oído. Su padre, aficionado a marcar la disciplina al resto de sus hijos con el ritmo del cinto, nunca se había atrevido a golpear a su única hija.

—¿Con el hijo de ese fascista?

Y levantó la mano para volver a abofetearla cuando Luisa le gritó:

—¡Si me vuelve a tocar, me voy de casa! ¡Ya soy una mujer!

—¡Lo serás cuando yo lo ordene!

Pero no la golpeó.

Poco después, en la cama que compartía con Gelín, con el estómago vacío de no haber cenado, Luisa se acarició la mejilla. Los dedos se posaron no en la dolorida, donde su padre había volcado su ira, sino en la otra, allí donde Genaro le había dejado estampado un beso. Y esto, unido al hecho de haberle plantado cara al tirano por primera vez en su vida, otra de esas primeras veces que ese domingo se habían consumado, dibujó una sonrisa con la que, al fin, durmió.