39
Los cinco hombres se mantenían a la espera, ocultos entre la maleza del sotobosque. Sin luna, las pocas estrellas que esquivaban el manto de nubes apenas iluminaban la explanada. A escasos metros, la brasa de un cigarrillo se alejó al ritmo cansino que marcaba la guardia.
—Menuda mierda de vigilancia —masculló Isidro, al tiempo que se erguía para descansar la espalda dolorida. Se había puesto una faja porque temía que el relente de la noche le hiciera daño, pero su columna se quejaba igualmente, en un sordo aviso de que si abusaba podría terminar por aguarle la fiesta.
—¿Cuánto más vamos a esperar?
Isidro se volvió hacia Ramón Lobo, oculto junto a ellos. Todavía dudaba si había sido un acierto traerlo consigo o no. Al fin y al cabo, él ya había desempeñado su papel en el plan.
—Esté tranquilo. No tardará mucho.
Y, volviéndose hacia Paquito, que se mantenía vigilante, preguntó:
—¿Estás seguro de que tratará de huir por aquí? El bosque es mucho más accesible desde el norte.
Paquito, sin perder la concentración que exigía una noche tan oscura, volvió a repetir lo mismo que le había dicho una hora antes cuando, reunidos en casa de Isidro, terminaban de perfilar el plan.
—Vendrá hacia aquí, descuida. Ese hombre es de fuera. Querrá llegar a Tuilla. Necesita un enlace que lo lleve con los del monte. Y, de cualquier modo, los nuestros vigilan el otro lado. Tranquilízate, Isidro. No escapará.
Isidro se rascó la coronilla cubierta por la gorra. Ésa era la parte del plan que menos clara tenía. ¿Le habría dado tiempo al prisionero para contactar con la guerrilla? Si era así, eso querría decir que los del monte estaban más infiltrados de lo que él sospechaba. Pero, en cualquier caso, lo que aseguraba Paquito tenía su lógica. Si el preso huía al monte solo, sin más ayuda que el miedo, sería pasto de los lobos en un decir Jesús. Necesitaría ayuda. Si iba al encuentro de un enlace, matarían tres pájaros de un tiro.
Paquito, acostumbrado a la negrura de la mina, logró observar un breve destello proveniente de uno de los ventanales. Los centinelas hacía unos segundos que habían rebasado aquella parte del edificio. Conteniendo el aliento, aguzó la vista hasta que descubrió una sombra que avanzaba rauda junto al muro de La Colonia.
—¡Agachaos! ¡Ahí viene!
Los hombres del capitán Ordóñez charlaban descuidadamente en el transcurso de la guardia. El murmullo de sus palabras se alejaba al mismo ritmo que los pasos, encaminándose hacia la cara sur de La Colonia. Todavía tardarían varios minutos en retornar y, para entonces, él ya estaría lejos. La luna nueva ocultaría su huida. La puerta del dormitorio estaba cerrada con llave, pero esa tarde se había preocupado de dejar una de las ventanas abierta con la ayuda de un cartón doblado. Ya nadie se preocupaba de comprobar los cierres. Se asomó fuera y contuvo la respiración. Detrás, el familiar ruido de ronquidos y crujir de somieres. Como en el frente, se había envuelto una manta al cuello como único equipaje. Había decidido no cargar con bolsa alguna que entorpeciera sus movimientos. En el bolsillo, la última carta de su hermano constituía el único lazo con el pasado. Una mano se posó suavemente sobre su hombro.
—Ignacio.
El contacto de Faustino le insufló ánimos.
—¿Le dirás que no tuve opción?
—Se lo diré.
—Y dile también…
El nudo ahogó sus palabras. Faustino, sujetando el ventanal para que no batiera mientras Ignacio saltaba, prometió:
—Descuida, también lo sabrá. Lo sabrá todo. Mantente vivo, amigo.
Ramón Lobo se resentía de la antigua herida en la pierna, recuerdo de la batalla del Ebro. La humedad y el frío de aquellas inhóspitas tierras del norte se ensañaban con sus articulaciones castellanas. Tumbado sobre la hierba, con los pinchos de los espinos pugnando por atravesar la tela de su ropa, Ramón se preguntaba por enésima vez si tanto esfuerzo merecía realmente la pena. «¿Para qué quieres encontrar al tal Ignacio?», le había interrogado Isidro, el hombre que se presentó como jefe local de Falange. Ramón Lobo respondió la verdad. Al menos, una parte. «Quiero hablar con él». La sonrisa cínica que recibió a cambio le indicó que no le creían. «Para hablar, ¿eh? Tantas horas de tren para charlar amigablemente con un maldito rojo». El efecto de la carta de Ramón Serrano Suñer había pasado. A la mirada asombrada de Isidro al reconocer la firma habían seguido los murmullos y preguntas que se levantaron entre los hombres congregados en la tasca donde se bebía aquel líquido ácido que llamaban sidra y que se empeñaban en desperdiciar tirándolo, botella en alto, contra el borde de un vaso de cristal. Por educación, había aceptado los primeros vasos. «Necesito hablar, sólo eso». Los hombres comenzaron a hacerle preguntas acerca de la situación en Madrid, de si había visto al Caudillo en persona ahora que era Caudillo y no «Comandantín», tal y como se le llamaba jocosamente en el 34 cuando, subido en su caballo blanco, llegaba hasta Pola de Siero desde Oviedo con la intención de cortejar; de si en la capital tenían noticias acerca de la guerrilla y si el Ejército pensaba enviar más hombres a los territorios en los que se mantenía el estado de excepción. Él hablaba y hablaba, con la lengua caliente por el alcohol, y ya no rechazaba ninguna ronda. Isidro, mientras, permanecía silencioso, como ausente. Entonces, cuando ya comenzaba a dolerle la cabeza de tanta cháchara y notaba el efecto de la sidra ingerida con el estómago vacío, escuchó la pregunta que no deseaba responder. «Si sólo pretende hablar con ese hombre, ¿por qué no se dirige directamente al jefe del batallón de trabajadores, el insigne Santiago de Rosas? Es un imbécil al que le encanta eso del diálogo». Los ojillos zorrunos del falangista le perforaban como un berbiquí. Antes de responder, bebió el contenido de uno de aquellos vasos de un trago. El alcohol empujó las palabras. «Porque es posible que luego quiera matarlo».
Ignacio sentía el cuerpo bañado en sudor. Nunca había sabido moverse bien en la oscuridad. Caminaba con tiento, con la inseguridad que el tobillo, bastante hinchado tras la jornada de trabajo, le transmitía con cada pisada. Al sentir algo irregular bajo la suela, trastabilló y cayó al suelo. No era más que un trozo de madera, pero aquélla era la tercera vez que tropezaba. Sin atreverse a moverse, desde el suelo, escuchó atento. Temía que el estruendo de su cuerpo al rodar sobre la gravilla pudiese oírse en varios kilómetros a la redonda. Se había golpeado la rodilla, pero sabía que sólo estaba contusionada. La podía flexionar y extender perfectamente. Cuando ya se iba a incorporar, creyó sentir pasos. Esperó unos segundos y dudó. Seguramente no era más que el tam-tam acelerado de su corazón. Con cuidado, se volvió a incorporar. Si así le estaba costando desplazarse por aquel sendero limpio que cada mañana llevaba a los presos al pozo Mosquitera, un camino que habría jurado ser capaz de recorrer con los ojos vendados, no quería ni imaginarse lo que sería adentrarse en las montañas sin guía. Un escalofrío respondió a sus miedos. Ojalá Pin cumpliese su palabra y esa noche acudiese el enlace a buscarle. Pero no se permitió pensar más en ello. Ya no era el tiempo de dudar, ni había cabida para el miedo. Allí estaba, en plena huida para salvar la vida. Una hoja del libro de su existencia había pasado sin remedio. No habría marcha atrás. A lo lejos descubrió una luz amarillenta. En aquella dirección únicamente había una casa. La taberna de Floro. Sin poder evitarlo, dio gracias a Dios. Luego, al darse cuenta, rió para sí. La educación de su madre le había dejado una huella indeleble en el inconsciente.
Onésimo se acercaba una y otra vez a la ventana. Nunca había estado tan nervioso. Pero no era para menos. Los acontecimientos habían dado un giro inesperado tras la visita del ingeniero, esa mañana. El ingeniero. Si al menos le hubiesen permitido ponerle sobre aviso. Pero eso podría arruinar el plan. El plan, repitió para sí. En vano había tratado de defender que Ignacio no escaparía. «Lo leí en su mirada. El ingeniero poco más y le promete la libertad». Arguyo con el corazón más que con la cabeza, tildando de fantasiosas las conjeturas que Ventura le presentaba. Pero finalmente había cedido. «En cualquier caso —le dijo Ventura—, ésta será tu última misión». Su labor como apoyo a la guerrilla estaba al descubierto. «Informaré para que te envíen a Francia. Sabes demasiado como para permitir que te cojan». Ahí Onésimo guardó silencio, acatando la decisión de aquellos que estaban por encima de él, pero en su fuero interno abrigaba la seguridad de que Santiago no lo denunciaría. Su amistad se había quebrado sin remedio ante la ominosa traición. Esta verdad incuestionable la había leído en los ojos tristes más que coléricos de Santiago cuando salió del consultorio, pero estaba convencido de que su deslealtad no llevaría al ingeniero a entregarlo a las autoridades, condenándolo así a la muerte por garrote. Sin embargo, calló, sabiendo que, dijera lo que dijera, ni Ventura ni nadie de la guerrilla se fiaría de un presentimiento. La resistencia no se podía permitir el lujo de correr riesgos innecesarios, así que le sacarían de allí al exilio del que ya no regresaría. ¿Podría soportarlo? Ya una vez había tenido la posibilidad de huir y salvar la vida y había optado por quedarse, por mantenerse en la lucha, aun sabiéndola perdida. ¿Acaso le había quedado entonces otra opción? ¿Cómo explicárselo a Santiago? ¿Cómo convencerle de que él no podía menos que seguir defendiendo los ideales de los incontables luchadores a los que había cerrada los ojos tras asistir impotente a su muerte? No, él seguiría vinculado a la lucha contra la tiranía, fuese cual fuese su destino. No precisaba de razones para seguir. Sus muertos eran sus razones. Ni siquiera luchaba ya por la victoria, no era tan ingenuo. Compartía las tesis del ingeniero de que Inglaterra y Francia preferían antes a un dictador católico y retrógrado que a un gobierno socialista o comunista, por muy demócrata que éste fuera. La República, con sus veleidades libertarias, había sido un mal ejemplo para sus propias sociedades, como la Revolución francesa lo fue en otro tiempo. Los viejos imperios aborrecían lo nuevo. Una vez aniquilada Alemania, el nuevo enemigo esgrimiría la hoz y el martillo para atacar Occidente, y Franco se había mostrado un auténtico exterminador del bolchevismo. No, no intervendrían. La nueva dictadura resurgiría con fuerza de las cenizas de aquella Europa devastada por la guerra, y a él, dos veces perdedor en aquella contienda, no le quedaba más que agitarse como un pez en un charco en busca de las últimas boqueadas de oxígeno antes de sucumbir.
Por enésima vez se asomó a la ventana, pero la noche era tan negra que sólo veía su propio reflejo; la expresión de un rostro agotado y en tensión que le devolvía el cristal. Sobre la mesa tenía abierto un libro de cirugía menor, pero era incapaz de concentrarse en la lectura. Entonces escuchó ruido que provenía de abajo. Candela y Floro también lo habrían escuchado, aunque estaba seguro de que no saldrían del calor de la cama. Hacía tiempo que se habían deshecho del perro para que no diese la alarma ante la llegada de visitas imprevistas a la habitación de Onésimo. Con el amanecer, Candela revisaría las escaleras y la entrada en busca de restos de sangre que limpiar con cepillo, agua y jabón. Luego subiría y retiraría las vendas sucias que Onésimo hubiese utilizado para curar las heridas del guerrillero al que hubiese atendido y las quemaría en la cocina de carbón. Generalmente, terminaba tan agotado de aquellos trabajos furtivos que no se despertaba mientras Candela borraba cualquier huella de la estancia. Cuando despertaba, sobre la mesa le esperaba siempre un desayuno contundente con el que recuperar las fuerzas. Eso era todo.
—¡Ese maldito médico! ¡Le rebanaré los huevos y se los meteré en la boca hasta que se ahogue!
Paquito contuvo a Isidro, que ya se abalanzaba tras Ignacio, pistola en mano, al interior de la taberna de Floro.
—¡Espera, no seas loco! ¿Y el plan?
El recuerdo del plan embridó las iras del falangista, pero supo que su espalda debilitada ya no sería aval para Onésimo. Esa noche también caería el médico. Ramón Lobo, que no comprendía nada, sólo se había percatado del brillo amenazador de la pistola.
—¿No lo mataréis antes de que pueda hablar con él?
Isidro se revolvió irritado. Estaba cansado de aquel tipo de Madrid, con el que todavía no había decidido qué hacer. O sí lo había hecho, pero la curiosidad por averiguar cuál era la razón que le había llevado a recorrer media España para hablar con un rojo le hacía posponer su destino. Si todo salía según estaba planeado, no podrían quedar testigos. Llenarían el hueco del novilunio con una luna de sangre.
—Amigo, tendrá su ratito de charla, descuide. Pero no querrá que entremos en ese nido de víboras armados con un lápiz, ¿verdad?
Y, volviéndose de nuevo hacia Paquito, preguntó:
—¿Será necesario ir en busca de los demás?
Sin Damián ni Velasco, Isidro se había ido acostumbrando a los consejos de Paquito, que en los últimos tiempos se estaba revelando como un hombre reflexivo y de carácter. Paquito negó:
—Nosotros cuatro nos sobramos para esta empresa. Cuantos más intervengan, más difícil será mantener el secreto.
Isidro asintió, satisfecho, pero Ramón empezaba a preocuparse. Paquito había dicho cuatro, y con él sumaban cinco. Estaba claro que no contaban con él y, sobre todo, no entendía de qué estaban hablando.
—¿De qué secreto habláis? Sólo es un prisionero que escapa, y gracias a su fuga habéis descubierto al enlace. ¿No era eso lo que buscabais? ¿No es para eso para lo que me utilizasteis?
No le respondieron. Paquito había comenzado a descalzarse.
—Esos viejos escalones crujen como los dientes de los condenados. Si subimos juntos nos oirán y pueden recibirnos a tiros. Iré yo primero. Contad hasta cien y seguidme, pero tratad de no hacer ruido. Los dueños duermen abajo.
—No te preocupes. Si despiertan, acompañarán al resto.
Ramón Lobo vio alejarse a Paquito y desaparecer por la misma puerta por la que lo había hecho Ignacio un par de minutos antes. En su mente se agitaba una palabra. El plan. ¿De qué plan hablaban aquellos hombres? Tuvo la seguridad de que le habían engañado. El día anterior, en la tasca donde había compartido botellas con Isidro y los suyos, éste desapareció de allí, dejándolo solo con la cuadrilla, y Ramón supuso que había salido urgido por su vejiga. También él había tenido que salir fuera a orinar varias veces, cada vez con el paso más errático. Aquella bebida traicionera era de sabor mucho más suave que el vino, pero embriagaba sin que uno apenas se diera cuenta. Cuando Isidro regresó, iba acompañado de Paquito, y ambos lo sacaron del local sin excesivos miramientos. «Ven —le ordenaron—, queremos proponerte un trato».
—Después de todo, no pensé verle hoy por aquí.
Con esta sequedad recibió el médico a Ignacio cuando éste abrió la puerta de la estancia. Onésimo estaba sentado tras su mesa de estudio, frente a un libro abierto que aparentaba leer.
—Pase y siéntese —le ordenó, señalándole la cama—. Sírvase un vaso de agua. Creo que nos espera una larga noche.
Con la palabra agua Ignacio tomó conciencia de la sequedad de su boca. Se quitó la manta que llevaba al cuello y que le estaba dando un calor casi insoportable y la dejó sobre el colchón. La botella de cristal y el vaso estaban sobre la mesita de noche. Se sirvió y el primer vaso lo apuró de un trago. Luego, el segundo lo bebió con más calma mientras observaba al médico, que, abstraído, miraba por la ventana, donde era imposible que vislumbrase nada.
—Es cierto, no iba a escapar.
Una sonrisa triste afloró en Onésimo. Aquella mañana no se había equivocado.
—Lo suponía.
—Pero no fue por lo que me ofreció el ingeniero. La decisión ya estaba tomada.
—¿Y, entonces, por qué está aquí?
Onésimo se sintió mezquino al preguntarlo. De sobra sabía por qué estaba allí, pero sobre aquel hombre gravitaban los acontecimientos de esa noche y, en consecuencia, su propio futuro. El rostro de Ignacio se contrajo por la tensión. Había percibido el enojo del médico, pero entendía que esa rabia estaba justificada. Al fin y al cabo, a la mañana siguiente sería él quien tendría que hacer frente a las iras del ingeniero. Por eso quiso justificarse. Onésimo se merecía una explicación. Al igual que Faustino, entendería que no le había quedado más remedio. Entonces escuchó un ruido.
—¡Sube alguien! —murmuró.
Onésimo habló rápido.
—Escuche, Ignacio. Lo que va a ocurrir a partir de ahora va a ser difícil que lo entienda. Míreme —y como Ignacio, que se había puesto en pie, alarmado, seguía pendiente de la puerta, ordenó con la voz más firme—. ¡Soldado, míreme!
Ignacio se volvió de inmediato. Los años de instrucción no eran fáciles de olvidar.
—No hay tiempo para explicaciones. Quiero que me imite en todo lo que ocurra y que no se despegue de mi lado, pero, sobre todo, no piense. No quiero que haga ninguna tontería. ¿De acuerdo?
—Pero ¿de qué está hablando? —preguntó Ignacio, confundido.
—¡Diga que está de acuerdo!
Entonces se abrió la puerta y, al volverse, descubrió, horrorizado, la figura imponente de Paquito, el sicario de Isidro.