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—Creo que el tobillo no le dará problemas, Ignacio.

Esa mañana el médico no tenía abierta la ventana del consultorio. Fuera, la niebla, tan habitual en el valle, se trenzaba con fuerza a los árboles del bosque como si pretendiese ahogarlos. Eran las ocho y media y, sin embargo, apenas se veía la luz del día. El sol era incapaz de penetrar en la húmeda coraza blanca. Los dos hombres, mientras duró la exploración que Onésimo practicó sobre el pie de Ignacio, permanecieron callados, tan taciturnos como el día. Pero no por la niebla. Probablemente, ninguno se había dado cuenta de la ausencia de la luz o el calor del sol, y el estremecimiento que sentían tenía más que ver con las circunstancias personales que con el importante descenso de temperatura que reflejaba el termómetro.

—¿Quiere que se lo vende? Le quedará el tobillo más sujeto si lo va a someter a superficies irregulares, aunque le aconsejo que se quite pronto la venda porque, de lo contrario, debilitará la articulación.

En la pregunta iba implícita otra, mucho más vital para ambos, pero que el médico no se había atrevido a formular Su nerviosismo le volvía la mirada huidiza. También él había temido la llegada de ese lunes. Ignacio tragó saliva, buscando las palabras que tanto había rumiado a lo largo de la noche inacabable, pero antes de poder articularlas alguien llamó a la puerta.

—Aguarde su turno. Estoy ocupado.

—Onésimo, soy Santiago.

Los dos hombres se miraron, confundidos. El médico, pidiéndole a Ignacio calma con un gesto porque el prisionero a punto había estado de saltar de la camilla, se acercó a la puerta y la abrió, pero intentando no facilitar la visión del interior de la consulta. No le convenía que el ingeniero recordase que el hombre para el que al día siguiente cursaría orden de detención había pasado antes por sus manos. Cuando comprobó el gesto grave de su amigo, se le encendieron todas las alarmas. El ingeniero, sorprendentemente para él, estaba mal afeitado, como si esa mañana no hubiese prestado atención a los movimientos que le devolvía el espejo, y las bolsas bajo los ojos eran expresión de un profundo cansancio. Sin perder tiempo en saludos de cortesía, inquirió:

—¿Va a tardar mucho? Tengo algo importante que comentar con usted.

Antes de que Onésimo pudiese responder, él mismo quiso averiguar la respuesta investigando sobre la gravedad del enfermo que atendía el médico. Tanta impaciencia no concordaba con su buena educación. Aprovechando su altura, se alzó ligeramente sobre las punteras y, mirando por encima del hombro de Onésimo, pretendió evaluar por sí mismo al ocupante de la camilla.

—Apenas cinco minutos, ingeniero. Termino de vendar y voy a su despacho —fue la precipitada respuesta. Pero ya era tarde. El ingeniero había reconocido al prisionero vestido de azul mahón, y sus ojos relampaguearon peligrosamente al interrogar a Onésimo.

—Ese hombre es Ignacio, al que llaman Guadalajara, ¿verdad? Quítese de en medio. Quiero hablar con los dos.

Ignacio contuvo la respiración. El médico, tan atenazado como Ignacio, tardó en reaccionar, por lo que Santiago lo desplazó con fuerza aunque sin ser brusco y, luego, una vez dentro, se aseguró de que la puerta quedaba perfectamente cerrada.

—Acabo de dar aviso para que fuesen a buscarlo, Ignacio.

Onésimo había cogido una pequeña banqueta de madera y se la ofreció al ingeniero, pero éste prefirió seguir de pie. Desde su gran altura los dominaba a los dos, y estaba claro que eso era lo que deseaba.

—Adolfo, el vigilante, me dio permiso para venir a revisar el pie. Me lo lastimé hace una semana. Tenía intención de bajar hoy al tajo.

Un arañazo en la puerta llamó la atención del ingeniero. Éste, en su precipitación, se había olvidado de Emma.

—Por favor —pidió a Onésimo, y esta vez el tono fue más amable, como si el reconocimiento de su olvido lo devolviese a un estado más humano—, deje pasar a Emma.

La perra, nerviosa, trató de introducir la cabeza antes de tener espacio suficiente para pasar. Santiago chasqueó los dedos para que acudiese a su lado, pero la perra le ignoró. Desconocía aquella sala, así que se dedicó a olfatear cada rincón, deteniéndose unos segundos en las alpargatas de Ignacio. Como los tres hombres guardaban silencio, observando a Emma, sólo se oía el ruido que emitía su hocico al inhalar el aire con fuerza. Por fin, cuando ya no quedó rincón por olfatear, se acercó hasta su amo y se sentó a su lado, pero sin buscarle la mano con el morro, como era su costumbre. Estaba claro que todavía no le había perdonado el olvido. Santiago, conciliador, acarició a la perra tras las orejas, pero su sonrisa desapareció antes de volver a hablar.

—Así que el pie para volver al tajo. ¿Y ya lo tiene bien?

Esta pregunta se la hizo al médico, no a Ignacio.

—En mi opinión, es pronto para la mina. Al menos, para la mina en alpargatas. Si fuera con unas botas que protegiesen mejor los tobillos, no habría problema. Pero no con ese calzado.

—Entonces, habrá que pedirles un par a sus amigos del monte. Porque, sin botas, ¿le servirá ese pie para caminar por el monte?

La musculatura de Ignacio se crispó al instante. Estaba perdido. En un segundo sopesó sus posibilidades. La ventana cerrada cortaba la huida natural al bosque, y la puerta quedaba bloqueada por el ingeniero. Además, si trataba de escapar por allí, con una sola voz varios somatenes y vigilantes se le echarían encima, por no hablar de los soldados que custodiaban la entrada a la mina. Y, por si fuera poco, estaba descalzo. Sus alpargatas descansaban bajo la camilla. Como si le leyera el pensamiento, Santiago se le adelantó. Pero su mirada estaba más pendiente de Onésimo que del propio Ignacio.

—No haga ninguna tontería, prisionero. Si mi intención fuese otra diferente a la de conversar, nada más descubrirle aquí habría dado aviso de prenderle. Así que tranquilícese. Como ve, estoy al tanto de su plan.

—¿Me ha traicionado?

El cerebro de Ignacio trabajaba con frenesí. La pregunta iba dirigida al médico, que había cruzado los brazos sobre el pecho y mantenía la vista baja, como abstraído. De todos era sabida la amistad entre los dos hombres. Quizá, al final, las objeciones que el propio Onésimo le había planteado a su plan de fuga habían pesado más que su fidelidad a la causa. Pero el médico negó con un gesto, aunque fue el propio Santiago quien terminó de confirmárselo.

—No, no ha sido Onésimo… por desgracia.

Esto último fue apenas un murmullo, una emoción que se escapó del control del ingeniero. Los dos hombres encontraron sus miradas, pero nada se dijeron. Ignacio, ignorando la tensión entre los dos amigos, preguntó, aturdido:

—Entonces, ¿cómo lo supo? ¿Acaso fue…?

—¡No dé nombres!

Ignacio calló, obedeciendo la orden imperiosa del médico. Tenía razón, estaba a punto de nombrar a Pin, el barrenista.

—Haga caso a Onésimo, Ignacio. No dé nombres. En estos momentos, más que nunca, ustedes y yo estamos en dos bandos opuestos, y, de ser otras las circunstancias, los dos estarían detenidos y puestos a disposición de la justicia. Pero me debo a una promesa. Una promesa que hice ayer noche a una mujer que no sé si usted merece.

En realidad, no era cierto que se debiese a ninguna promesa. Luisa, que había sido capaz de mantener el control sobre sus emociones mientras estuvo a la vista de Ignacio, se derrumbó de camino a casa. Aquel gesto de desnudarse ante Ignacio no había sido premeditado, como una llamada de la carne que desea ser amada y que se duele de la pérdida antes de que ocurra. Una locura. Siempre había sido una mujer pudorosa. Ni siquiera consentía que Gelín, siempre tan curioso, la viese desnuda. Pero el hecho de que el hombre para el que había creído estar reservándose fuese a desaparecer de su vida la hirió como nada antes lo había hecho. De algún modo se sentía estafada, no sabía muy bien por qué o por quién: el Destino, esa mano poderosa que podía ser Dios, o por Ignacio… pero al único que tenía cerca para volcar su ira era al prisionero, y no se le ocurrió un modo mejor de castigarle. Quiso que supiese a qué renunciaba. Sabía que él ansiaba poseerla. Lo percibía en la respiración agitada cuando sus cuerpos se acercaban. Lo mismo le pasaba a ella, pero la vida había decidido que ella naciese mujer y, por tanto, guardesa de su virtud hasta el sagrado vínculo del matrimonio. Al desnudarse, había pretendido que él supiese hasta qué punto estaba entregada, hasta dónde la empujaba su amor y qué estaba dispuesta a sacrificar por retenerlo. Pero Ignacio no reaccionó. No la había abrazado. Ni besado. Ni se dejó llevar en un arrebato de pasión al que Luisa no se habría opuesto. Se quedó allí, petrificado, viéndola con el vestido a los pies, trémula como una hoja otoñal. Ni siquiera trató de consolarla. Estaba decidido a irse, y nada que ella pudiera hacer o decir serviría para retenerlo. Entonces, cuando huía de La Colonia, avergonzada, humillada, al borde de la locura, recordó a Santiago.

Al ingeniero le molestó la intromisión. Deseaba estar solo y así se lo había hecho saber a la criada. Por eso cuando Juana, la criada, le fue a dar aviso a su refugio en la galería, la recibió de malos modos. Emma, a sus pies, dormitaba plácidamente, libre de cualquier preocupación, y el ingeniero, sin disimular su envidia, la acariciaba de cuando en cuando, apartando la vista del ejemplar del Times en el que no conseguía concentrarse. Era del mes pasado y, habitualmente, la lectura de la prensa inglesa le resultaba como una bocanada de aire fresco que se administraba cuando sentía decaer su ánimo. Pero esa tarde la medicina no surtía el efecto deseado. Una y otra vez, su cabeza se dejaba arrastrar por una corriente interna, y ya no leía sobre la guerra, cada vez más decantada del lado de los Aliados, sino que regresaba a la suya propia, sufriendo ante la demora del ansiado procesamiento de Isidro. Temía que las influencias movilizadas hubiesen sido insuficientes para derrocar a su enemigo.

—Señor, una pordiosera insiste en hablar con usted.

Santiago apenas despegó la vista del periódico. Eran demasiados los pobres que acudían a mendigar a su puerta.

—Dele algo de comer, Juana, pero hágale comprender que éste no es un hogar de beneficencia. Y, por favor, no me moleste más.

—No quiere comida, señor —la voz de Juana denotaba incredulidad, a la par que inquietud por disturbar la paz del patrón, pero temía que si no daba el mensaje, más tarde podrían recriminárselo—. Dice que usted se ofreció a ayudarla si le hacía falta. Me dijo que así lo dijera. Que había sido usted quien se había ofrecido. Se llama Luisa.

El nombre de la joven se fue abriendo paso entre su nebulosa particular. Luisa. De pronto, como en aluvión, llegaron los recuerdos del domingo anterior. El miedo en la mirada de una joven pueblerina, la desconfianza de ésta ante su ayuda desinteresada y, luego, lo que tanto le conmovió: la deslumbrante luz de un amor como él jamás había conocido. Luisa. Por alguna razón, a pesar del resto de las tribulaciones que le impedían encontrar un instante de sosiego, no había sido capaz de quitarse a aquella muchacha inocente de la mente o, al menos, las emociones que le había despertado. Con una precipitación que no pasó desapercibida a la extrañada criada, siguió a Juana hasta la puerta de servicio. Al descubrir en la puerta, temblando como un pajarillo herido, a una mujer sucia y con el pelo cortado casi hasta la raíz, temió haberse equivocado, y la decepción afloró a su rostro. Luisa, al verlo, dio un paso adelante.

—Soy yo, don Santiago. Luisa. Usted me salvó del moro, ¿me recuerda? —Santiago parpadeó. Sí, la recordaba. Eran su voz, sus ojos. Esta vez fue él quien le ofreció la mano y, con suavidad, la introdujo en la casa, lejos de la curiosidad de los vecinos. Nadando entre las lágrimas, mientras el ingeniero ordenaba que fuesen a por agua limpia para que la muchacha pudiese adecentarse un poco, Luisa suplicó—. Por favor, don Santiago. Ayúdeme. Sólo usted puede arreglarlo.

No, Luisa no le había exigido promesa alguna. Aquella muchacha atormentada ni siquiera esperaba recuperar el amor que creía perdido. En su desesperación, lo único que le había pedido era que actuase para salvaguardar la vida de Ignacio, evitando que escapara. Porque, según le confesó en la intimidad de la galería, temía que si se unía a la guerrilla, jamás volviese a verle.

—¿Y qué hará cuando sepa que le has traicionado?

La chica, mucho más serena, con la taza de café que Juana le había servido todavía intacta, se encogió de hombros. Todavía no lo había pensado, pero no dudó en su respuesta:

—No me hablará más. No lo entenderá. Para él, para Faustino, habré hecho lo peor que puede hacerse. Le habré delatado. Pero prefiero que no me hable, que no me perdone jamás. Todo eso podré soportarlo. Con él vivo, aún tendré esperanza. Pero sin él… sin él…

El ingeniero le ofreció uno de sus pañuelos bordados para que se secase las lágrimas. Luisa, temerosa de mancharlo, lo dejó doblado sobre el regazo y trató otra vez de contenerse. Santiago, fuertemente conmovido, dudaba qué hacer. Su situación era tan delicada que una nueva fuga podría inclinar la balanza de su guerra particular hacia el lado de Isidro. No estaba en juego la vida de un solo hombre. El resto de La Colonia, la gestión del pozo Mosquitera, su carrera como ingeniero, se mantenían en un equilibrio tan frágil que cualquier contratiempo podría dar con todo al traste. Luisa, en su inocencia, le había brindado anticiparse al plan de fuga. Sólo tenía que ordenar que prendieran a aquel hombre y lo encarcelaran. Había demasiado que perder. Cuando despidió a Luisa, tranquilizándola con buenas palabras que no comprometían a nada, seguía sin respuesta, y ni siquiera las largas horas de la noche, donde, sin saberlo, compartió insomnio con Ignacio y con Onésimo, le trajeron la solución. Por eso había querido entrevistarse con Ignacio. Quería mirarle a los ojos y saber si era merecedor de aquel amor ciego que para él siempre había sido esquivo. Santiago, sosegado por la edad, ya no ansiaba descubrir aquel sentimiento del que hablaban los libros y que era el alma de poesía y canciones. Con el tiempo, se había resignado a vivir bajo el tamiz de la indiferencia. Una vez alguien le había asegurado que los perros eran daltónicos. En muchos de sus paseos, se le hacía imposible creer que Emma, que correteaba feliz a su lado, pudiese ignorar la maravillosa explosión de verdes que la naturaleza les regalaba a ambos. Pero eso mismo era lo que le sucedía a él. Su implicación con los prisioneros y con la mina era más profesional que personal. El enfrentamiento que mantenía con Isidro era fruto más de un choque intelectual que de un arrebato de la sangre. La educación estricta que había recibido durante la infancia, con un padre recto y una madre profundamente católica, le habían conducido a identificarse fuertemente con la idea del bien en contraposición al mal, que representaba Isidro. Desde que tenía uso de razón, Santiago siempre había luchado por defender lo que creía bueno o correcto tal y como se lo habían enseñado, y comprendía que para él, el encuentro con lo que percibía como malo le provocaba un rechazo muchas veces más estético que ético. Aborrecía el mal y todas sus manifestaciones, pues reconocía en él el peor rostro de la vulgaridad, de la envidia o del odio, sentimientos que habían entorpecido desde siempre el progreso de la humanidad. Se tenía, por tanto, por un humanista estético, ferozmente recto, que antes de pronunciarse sobre cualquier cosa dedicaba horas a la reflexión y el análisis. En los convulsos tiempos en los que le había tocado vivir, había optado por defender el bando monárquico ateniéndose a sus principios. La monarquía se le presentaba como un modelo estable que garantizaba una estratificación correcta de la sociedad. Como en la mina, cada material debía respetar su lugar porque, de subvertirse el orden, de modificarse las presiones, se corría el riesgo de quiebras que terminaban por aplastar todo a su paso, haciendo inviable la rentabilidad y, por tanto, el sistema. La monarquía, la religión, las buenas maneras garantizaban un modo de vivir donde cada individuo podía reconocer qué lugar ocupaba en el engranaje del Estado. Todos sabían hasta dónde llegaban sus derechos y cuáles eran sus deberes y obligaciones. Para Santiago todo consistía en una elección racional, lógica, en la resolución de un problema matemático. Para él, a pesar de vivir en una España rota y desangrada, no había cabida para el odio. Luchaba a favor de una idea, no en contra de los hombres. Pero lo mismo que le era difícil sentir odio, tampoco le resultaba fácil hablar de algo parecido al amor. La amistad, esa versión elevada, casi mística del amor, sí la comprendía. Así, había dedicado a sus amigos una atención casi reverencial, entendiendo la amistad como un camino que había que luchar por mantener siempre expedito a base de cuidarlo. Cuando escogía a alguien como amigo, le daba igual la conveniencia o no de esa amistad. Su ideal siempre iba más allá, era más fuerte de lo que la sociedad consideraba como correcto. Así había sido en el caso del médico Onésimo. Rojo declarado, hombre ligado a la mina como pago de los pecados cometidos en la contienda, había sido reconocido por Santiago como un alma gemela, como una persona con la que merecía la pena conversar y por eso se dedicó a cultivar esta amistad inapropiada. La amistad sí le resultaba comprensible, pero el amor no. Para el amor se veía incapacitado. Y esta carencia que en su juventud consintió que le amargase, hacía años que había logrado aceptar, transformándola en una capacidad que le permitía observar las emociones humanas con ánimo de entomólogo. Leía a los clásicos y, a pesar de su anglicismo confeso, prefería el idealismo absurdo de Quijote a las mundanas pasiones shakesperianas. Pero Luisa, en su inocencia, había caído sobre él como un terremoto, trastocándolo todo. Por eso mintió al prisionero, que, sentado en la camilla, no terminaba de creerse la traición de su amada. Le mintió asegurándole que le iba a ayudar porque así se lo había prometido a Luisa, ocultando la cruda realidad de que lo único que podía hacer era salvarse a sí mismo. Tras una noche sin respuestas supo que si no intervenía, si consentía que aquel amor fracasara, nada de lo que pudiese realizar en el resto de su vida tendría sentido. Era absurdo, pero cuanto más lo pensaba, más claro lo tenía. Al salvar a Ignacio se salvaría a sí mismo.

—Luisa me puso al corriente de su plan. Sé que esta noche acudirá a la taberna de Floro, y que nuestro médico le ocultará hasta que un enlace vaya a buscarle. Sé también que es plenamente consciente de lo que esto supondrá para sus compañeros de La Colonia, o para mí mismo, pero Luisa me ha convencido de que sus razones para huir son únicamente las de preservar la integridad de esa joven y de su familia.

Ignacio, incrédulo, se había bajado de la camilla para calzarse las alpargatas. Se sentía incómodo con los pies al aire, como si todo él estuviese desnudo, y este pensamiento breve volvió a llevarle a Luisa, recordando de nuevo que no la había arropado, incapaz de comprender entonces por qué se desnudaba. Ahora ya lo sabía. Emma, que sentía la tensión del ambiente, le gruñó hasta que Ignacio se sentó de nuevo.

—Si esta noche decide seguir con el plan, Ignacio, no haré nada para impedirlo —continuó el ingeniero—. Pero quiero que antes sepa un par de cosas para que pueda elegir con plena conciencia. El tiempo de Isidro ha llegado a su fin. De un momento a otro llegará una orden de detención, y ya no podrá volver a amenazarlos.

—¿Es eso cierto, Santiago?

En la voz de Onésimo había esperanza, pero Santiago fue incapaz de volverse hacia el hombre al que había creído su amigo. También él, como Ignacio, había sido traicionado.

—He dado mi palabra a Luisa de que haré cuanto esté en mi mano para asegurarme de que nadie del grupo de Isidro, una vez caiga éste, vuelva a interponerse entre ustedes dos.

—¿Por qué voy a creerle?

El ingeniero tuvo que respirar hondo para aplacar su ira. ¿De verdad ese hombre se merecía a alguien como Luisa?

—No sea imbécil, ni me lo haga parecer a mí. ¿Para qué iba yo a mentirle? Lo más fácil sería encerrarlo y evitar así los problemas que su fuga me acarreará. No tiene ni idea de lo que está en juego. Pero tampoco voy a darle más razones. Sólo créame que Isidro pronto dejará de ser una amenaza.

Un atisbo de esperanza quiso abrirse paso en la incredulidad de Ignacio. Santiago se percató del cambio de actitud, y añadió:

—Márchese ahora, Ignacio, y piénselo. Su cautiverio no durará siempre. Olvide ya la lucha. Si se queda, siempre tendrá un mañana.

Ignacio asintió. Tenía las manos húmedas y se las secó en el mono, dudando si ofrecérsela a Santiago, pero temió que éste la rechazase. Al salir, Onésimo preguntó a Santiago:

—¿Cree que aceptará?

El ingeniero miró con tristeza a Onésimo. El médico jamás había negado su adhesión al bando republicano, pero en su traición reconocía la pérdida de un amigo. Jamás volverían a ser los mismos.

—Usted no lo hizo.