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Hilario, el cura párroco de Nuestra Señora del Amparo, de Tuilla, fue a echar la llave al portón de la capilla cuando la vieja puerta de madera se abrió con estrépito.

—¡Jesús, qué susto me has dado, Isidro! Creí que se me salía el alma por la boca.

Isidro, recortado por la luz del sol triunfante por fin entre las nubes, rió con sorna.

—Qué alma, curita, si de eso no gasta.

Hilario apretó los labios, pero éstos no encontraron fuerzas para fingir una sonrisa. Quiso pergeñar cualquier excusa para impedir el acceso a Isidro, pero entonces descubrió que no venía solo.

—Teniente Tariq, no acostumbramos a verlo por estos pagos.

El teniente Tariq no le devolvió el saludo. Su expresión era una máscara. Con la mano apoyada en la cartuchera de cuero de la pistola, esperaba tras Isidro en el atrio que los feligreses usaban para dejar las madreñas. Todo hacía pensar que aquélla no era una visita de cortesía, pero Hilario, a pesar de que su cabeza trabajaba frenéticamente, no encontraba el modo de zafarse de la lazada.

Isidro, al comprender que el cura no les iba a invitar a pasar, lo apartó con brusquedad para entrar en la capilla.

—¿Está solo, Hilario?

La iglesia estaba sumida en sombras, apenas iluminada por la luz que se filtraba a través de unos pequeños ventanucos sin vitrales a la espera de tiempos mejores para restaurarlos. Las velas de los altares estaban apagadas, pero en el ambiente quedaba el olor a cera rancia de la misa de la mañana. A los pies de la Virgen, un par de abejas revoloteaban sobre un ramo de flores silvestres depositado a modo de ofrenda. El teniente Tariq, siguiendo a Isidro, también había entrado, pero sin persignarse, gesto que Isidro sí realizó. Lo efectuó automáticamente, sin pensar en ello ni darle más importancia, con la sensación rugosa de la piedra en la yema de los dedos. La pila del agua bendita estaba seca. El cura, atenazado en el umbral, dudando si merecía la pena huir, contempló como Isidro avanzaba hasta los primeros bancos, donde se dejó caer pesadamente. Por un instante, temió que la pugna entre la carcoma y la madera se inclinase del lado de los xilófagos y el falangista diese con sus huesos en el duro suelo, pero el banco terminó respondiendo al envite con un crujido lastimero. El soldado ceutí, entre tanto, paseaba entre las bancadas y los muros, estudiando los pasos de la Pasión que pendían de las paredes encaladas. Entonces, algo llamó su atención desde el fondo de la iglesia.

—No estamos solos.

Y señaló la puerta que daba acceso a la sacristía.

—¿Quién le acompaña, curita?

La voz de Hilario, precipitada, le sonó a él mismo demasiado aguda, y tuvo que carraspear para reconocerse.

—No es, ejem, no es nadie. Sólo el monaguillo. ¡Marcos, ven, que te vean estos señores!

De las sombras surgió la figura enjuta de un niño asustado. Su cabello rapado casi al ras dejaba al aire unas orejas demasiado grandes y despegadas para un rostro tan escaso. No debía de tener más de diez años. Arrastrando los pies, avanzó hasta quedar a un metro del cura, y allí se detuvo, estrujándose las manos nerviosamente sin saber dónde mirar.

—Mande, padre.

—Es el hijo de la del estanco. Viene a ayudarme con la limpieza y yo le enseño latín. Algún día irá para el seminario de Oviedo, ¿verdad, Marcos?

—Lo que usted disponga, padre.

La carcajada de Isidro resonó en la breve iglesia.

—Ande, Hilario, no me dé más explicaciones, que no se las he pedido. Aunque no sabía de estas debilidades. Pensé que tenía de sobra con las pecadoras que buscaban en usted el consuelo del confesionario. Pero supongo que de todo se cansa uno. Venga, guaje, vete a jugar por ahí, que hoy no tendrás que cumplir más penitencia por pecados de fiado.

El niño, con los ojos como platos al ver el poco respeto con el que trataban a su mentor, buscó la confirmación del párroco, pero éste, que también se había dejado caer en un banco, apenas le hizo un gesto para ordenarle que se fuera. Bastó ese gesto para que el chiquillo, espoleado como un corzo en el monte, diese un brinco y saliese corriendo, y a punto estuvo de estrellarse contra el quicio de la puerta en su huida. Tariq, que había asistido impertérrito a la escena, aprovechó entonces para revisar la sacristía, armarios incluidos, dejando para el final el interior del confesionario de madera. Cuando comprobó que ya no quedaba nadie más, volvió hasta la entrada y dio una vuelta a la herrumbrosa llave. La cerradura, falta de aceite, gimió como un alma en pena.

—¿Qué quieres, Isidro?

Isidro había aprovechado el rato que tardó Tariq en registrar el templo para sacar el tabaco y liarse un cigarrillo. Al ver que se le había olvidado el chisquero, se incorporó y buscó una caja de cerillas entre las velas. La cogió, prendió el cigarrillo y se guardó las cerillas en un bolsillo.

—Hablar, curita. Quiero hablar.

—¿Y era tan urgente como para venir a buscarme? Además, acompañado por este… este infiel.

—Bueno, si la montaña no va a Mahoma… ¿no es así como se llama vuestro dios, Tariq?

El teniente negó con la cabeza.

—No hay más dios que Alá, y Mahoma es su profeta.

—¡Jesús! —exclamó Hilario, y se santiguó. Aquello, dicho delante de la cruz que en ese momento estaba contemplando el soldado musulmán, le pareció al sacerdote lo más parecido a un sacrilegio. Esta reacción volvió a provocar la risa del falangista.

—No se escandalice, padre. Al fin y al cabo, somos dos ovejas que hemos venido al redil para que nos redima. Puede ser un buen momento para que nos catequice como hace con los niños. Ahora, le aviso que nosotros, los bofetones, los devolvemos.

Era cierto que el cura tenía fama de severo cuando impartía la doctrina, donde no dudaba en seguir al dedillo el precepto de que la letra con sangre entra, pero no pensaba discutir sus métodos con Isidro, de quien comenzaba a irritarle esa actitud chulesca. Porque miedo ya no tenía. Al dejar escapar al monaguillo, dejaban un testigo que daría los nombres de los hipotéticos verdugos, por lo que se sintió más seguro. Por eso, sin disimular su enojo, replicó:

—Sería perder el tiempo, Isidro. Tú y yo sabemos que sin arrepentimiento no hay redención, y me temo que de arrepentimiento no vas sobrado.

Isidro fingió adoptar un aire contrito.

—Es verdad, padre. No me arrepiento de nada. Pero mi consuelo es que en mis pecados me acompañan otros mejores que yo. Y si Dios es clemente con ellos, también lo será conmigo. ¿O no es un pecado grave echar mano a la caja del Auxilio Social?

Los ojos de Hilario se tornaron dos rendijas.

—¿A eso has venido? ¿A chantajearme?

—Hemos, padre. Hemos. Porque recuerde que aquí, el amigo Tariq, también está involucrado, al igual que usted, yo y el señor alcalde. Chantaje. Chantaje suena fuerte. Puede decir que es una advertencia. Sabe que yo he luchado por la Santa Cruzada y que jamás haría daño a un pastor de nuestro necesitado rebaño. Pero claro, aquí, el infiel, no tiene tantos reparos. Yo sólo pretendo ponerle sobre aviso de que a mi amigo moro le sientan muy mal las traiciones.

—¿Me acusa de algo, Isidro? —el cura volvía a sentir miedo. Los desmanes de las tropas moras que habían acompañado al Caudillo desde África también le habían llegado a él. Pero hasta entonces se había creído a salvo al otro lado de la barrera.

Con un movimiento de barbilla, el falangista señaló a Tariq, que se había hecho con la Biblia y pasaba hojas, como si lo que allí se dirimía no fuera con él.

—Parece ser que el domingo pasado hubo un conciliábulo entre los poderes económicos, políticos y religiosos… al que no fui convocado.

Hilario suspiró. Era lo que se temía. Por más que el ingeniero jefe hubiese propuesto la reunión alejada de Tuilla, en Casa Flor de Nicanor, en Carbayín, la presencia inesperada de Tariq conducía indefectiblemente a Isidro. Y lo peor de todo era que debería haber sido él quien pusiese al falangista sobre aviso. Pero no lo hizo. Acostumbrado desde sus tiempos de seminarista a oscuras luchas de poder, había dedicado horas a analizar la guerra abierta entre Isidro y Santiago, y su conclusión final había sido que el falangista estaba perdido. Los apoyos que el ingeniero había encontrado eran demasiado importantes como para no tenerlos en cuenta, y su propio futuro, futuro que no imaginaba siempre pegado a una iglesia de pueblo, podía depender de la elección del bando ganador en aquella contienda. El ingeniero había prometido que el lazo que se cernía sobre el cuello de Isidro estaba a punto de cerrarse. Hilario había pasado la semana rezando para que el plazo se cumpliese antes de que su traición quedara al descubierto. Ahora, sintiéndose un Judas que aguarda impaciente a que le entreguen el saco de monedas, comenzaba a dudar de si habría errado los cálculos. El falangista, que le estaba dando tiempo para que comprendiese hasta qué punto lo tenía sujeto, tiró la colilla al suelo, la pisó con la bota, y expulsó la última bocanada de humo a la cara del cura.

—Veo que sabe de qué hablo. Sí, Hilario. Tariq me avisó. Y también mi buen amigo el alcalde. Sé que es usted un alma prudente y precisa de mucha reflexión y oración antes de hacer cualquier cosa, pero esta vez su prudencia le ha llevado al mal camino. Por eso quería advertirle. Porque usted, le guste o no, está en mi barco. Si yo y los míos nos hemos aprovechado de la intendencia del Auxilio Social, usted también se ha llevado lo suyo. Si me hundo por culpa del ingeniero, usted también se hundirá. Y de qué modo.

El cura tragó la saliva con dificultad. Ya sentía la soga estrecharse alrededor de su cuello. Nada más fácil que matar a un cura. Cualquier mañana, la señora Merceditas, la más madrugadora en acudir a la parroquia, encontraría su cuerpo colgado del tejo y un cartel escrito por la guerrilla atado a su pie.

—Pero ¿qué quieres que yo haga? El ingeniero tiene amigos poderosos. Nosotros no podemos hacer nada para oponernos. ¿Qué ganas inculpándonos? Al fin y al cabo, yo os ayudé con los contactos de mi sobrina. A ella le debéis que en Oviedo destinen tanto material a este miserable valle. Ni siquiera ella sabe que casi todo termina en el mercado negro. ¿Qué ganaréis denunciándome? Mi sobrina no volvería a levantar cabeza. ¿Por qué vengaros en quienes tanto bien os hemos hecho?

Isidro ya se había incorporado. Los lamentos del cura no le interesaban. Tariq, que había vuelto a abrir la puerta, ya le esperaba al sol.

—Curita, no me joda. Lo que quiero es que busque la manera, me da igual cuál, de señalar al ingeniero. Esas cosas se le dan bien. Acúselo de masón, de sodomita, o de pervertir menores, lo que sea. Diga que el pecado que llegó a sus oídos era tan grande que no le quedó más remedio que traicionar el secreto de confesión. Haga algo, pero que sea rápido. Su cabeza está tan en juego como la mía. Y se lo repito, yo podría llegar a perdonarle, pero Tariq…

Hilario les siguió fuera, presuroso. Su mente trajinaba a toda máquina buscando cómo salir con bien del cepo donde había metido el pie. Antes de que Isidro se marchara, lo sujetó de la chaqueta y, casi suplicando, sugirió:

—¿Y no se te ha ocurrido algún método, digamos, más expeditivo? ¿Algo que nos libre a todos del entuerto de una vez por todas?

—¿Matarlo? Mil veces, curita. Pero entonces pondría yo mismo mi cabeza en la picota. ¿Quién, de este maldito valle, no juraría que yo tengo que ver con su muerte?

Cuando el teniente Tariq se despidió de Isidro, tomando el camino para Carbayín, el jefe local de la Falange no podía quitarse de la mente aquella idea que tantas noches le atormentaba. Matarlo. Eso era fácil. No había nada que desease más en este mundo. Pero ¿cómo hacerlo sin quedar inculpado? Porque Isidro no tenía alma de mártir. Sus años de heroicidades habían quedado atrás, cuando era joven y alocado y desconocía el significado de la muerte. Entonces tenía motivos para luchar. Ahora, ni siquiera la fe podía sostenerlo. Tenía razón el cura. Sin arrepentimiento no había perdón. Y él no se arrepentía de nada. Ni tampoco deseaba morir. Lo que ignoraba era que la solución a su encrucijada le estaba esperando en la taberna, acompañado de Paquito, vestido de falangista y con una carta de recomendación en la mano.