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Luisa no podía saberlo, pero él ya se había despedido de ella. Por eso no estaba preparado para volver a verla. Allí clavado, a apenas dos metros de su cuerpo frágil, como si los separase una grieta entre dos universos paralelos, la distancia se le hacía insalvable. Todos los miraban. La explanada, orbitando alrededor de los dos amantes, había detenido su pulso, expectante. Ella no podía estar allí. Isidro lo había prohibido. Era el murmullo que arrastraban las hojas vibrantes de los castaños. Ignacio era consciente de ello. Luisa no podía, no debía estar allí. Su sacrificio, de llegar el encuentro a oídos del falangista, sería inútil. Y así se lo habría espetado a ella si el aspecto de la muchacha no lo hubiese conmocionado, Luisa temblaba, pero no de frío. Calzaba zapatillas gastadas, y llevaba el rostro tiznado de hollín como si acabase de salir de la jaula del pozo, y el hollín le resbalaba sobre la piel en múltiples regueros negros de sudor que terminaban desapareciendo entre el cuello de un vestido viejo y sucio de barro y de polvo de carbón, pero de nada de eso se percató porque su mirada había quedado clavada en el lugar donde antes estuviera la oscura melena de Luisa.

—¿Qué te han hecho? —atinó a decir. Luisa no contestó. También ella sentía la presión de la explanada, la curiosidad que habían levantado entre el resto de los prisioneros y sus familias. Hasta los soldados se buscaban unos a otros y, sin el menor pudor, señalaban con el dedo y murmuraban.

—¿Qué te han hecho esos hijos de puta? —volvió a repetir Ignacio, con la voz vibrante fruto de la ira que surgía, asfixiante, del fondo de sus entrañas. Entonces Luisa dejó de temblar. Ya no era un pajarillo que demandaba calor o consuelo. Ignacio no la había abrazado, y los dos lo sabían. No la había cobijado entre sus fuertes brazos, y él comprendió que ese momento había pasado, quizá para no volver jamás. La mirada de Luisa se volvió acero. El hielo del averno no podría ser tan frío.

—No han sido ellos, Ignacio. Esto me lo has hecho tú.

Y, dándose media vuelta, se metió en la fronda del sotobosque, sin dignarse a comprobar si Ignacio la seguía. Éste, desarmado, prácticamente noqueado, buscó ayuda en Faustino, que permanecía mudo a su lado. En su expresión alucinada comprendió que tampoco él sabía qué estaba pasando, pero fue Faustino el primero en reaccionar.

—¿A qué demonios esperas, Guadalajara? ¡Vete, coño, que la pierdes!

Y obedeció, lo mismo que había hecho diez minutos antes, cuando Faustino, con el rostro desencajado, le urgió a seguirle.

—¡Es Luisa! ¡Tienes que venir!

El domingo, vestido de una neblina espesa que el sol tardó en disipar, le había sorprendido con una presión apremiante en la boca del estómago, la misma que sentía en el campo de batalla antes de saltar fuera de la trinchera para enfrentarse al albur de las balas. La noche siguiente sería novilunio. En la oscuridad de la luna nueva partiría a la montaña. Atrás, seguramente para siempre, quedarían los planes que, en su ingenuidad, se había permitido esbozar para un mejor futuro. Ése había sido su error, pensaba, amargado, mientras un cabo pasaba lista a los prisioneros en formación. En la guerra, en la cárcel, había conocido a muchos hombres atrapados en la desesperación y en la locura por permitirse el lujo de soñar con un mañana. Él no. Supo desde el principio que, para sobrevivir a aquel infierno, cada día contaba por sí mismo. Muchos no lo soportaban y buscaban el alivio de una muerte rápida. La consigna era resistir. Cuando comprobaba que la saca no contenía su nombre, agradecía en silencio esas veinticuatro horas más de plazo. El sentido de la existencia cabía en cada respiración.

Y, sin embargo, se había dejado contaminar. Desde hacía semanas ya no concentraba las fuerzas únicamente en el deseo de sobrevivir. De pronto, como el oso que desde el cubil donde hiberna sueña con la primavera, se sorprendía viéndose a sí mismo saliendo de la mina con el toque de sirena de final de turno y, en lugar de seguir al soldado hacia su cautiverio en La Colonia, tomaba el camino de los hombres libres, a pie o en bicicleta, para llegar a una casa, a su casa, daba igual si grande o pequeña, si vieja o nueva, donde lo estaría esperando Luisa. A veces, en esta ensoñación, surgía la figura diminuta de una niña que corría a abrazarse a su pierna, una niña que le preguntaba si había pasado miedo en la mina, si en la oscuridad de la galería se escondían monstruos, si los ratones habían vuelto a comerle el almuerzo, y si al día siguiente la llevaría con él, y él sonreía y le revolvía el pelo, y la encaramaba a sus hombros, y la niña, fiel reflejo de su madre, reía feliz. Libertad, trabajo, familia. ¿Tan grave era anhelar esto? Asistiendo sin escuchar a la misa del cura Hilario, cambiaba el peso cada poco de una pierna a otra porque sentía el pie dolorido. Al día siguiente sabría por Onésimo en qué estado se encontraba para huir. Pero, fuese cual fuese el diagnóstico, escaparía. Y pensaba que sí, que era grave anhelar un futuro que tenían vedado. Soñar era un lujo peligroso, casi suicida. ¿Acaso no había tenido pruebas suficientes de lo lejos que estaba de ser un hombre libre? Él, Agustín, el Profesor, el resto de los prisioneros y hasta el cauto Faustino habían vivido entre espejismos: las dulces promesas del ingeniero jefe Santiago, que les alentaba a esforzarse como trabajadores en pro de una dignidad obrera; la calidad del rancho que ahuyentó el fantasma del hambre en oposición a las mondas de patata de la cárcel de Astorga o del agua de berzas y pan agusanado de la cárcel de Guadalajara; la engañosa apariencia de normalidad que el trabajo en la mina proporcionaba con sus pagas, día de descanso y atención médica; las visitas dominicales de las familias frente a las dos anuales permitidas en las otras cárceles; los paseos al finalizar el turno, la laxitud de la vigilancia y hasta la posibilidad, de cuando en cuando, de pisar la cantina para tomar un vino no eran más que frágiles pompas de jabón que estallaban en cuanto uno trataba de aprehenderlas con la mano. Volutas de humo que el viento disgregaba. No podían engañarse. Lo supieron en cuanto entraron en La Colonia. Aquella primera noche, con el asesinato despiadado y gratuito de los tres compañeros, les enseñaron con sangre que las reglas que habían regido en los otros campos y presidios seguían vigentes. Sus vidas seguían dependiendo de la voluntad de sus captores. Y así, las palizas, las sucesivas muertes y vejaciones continuaron perpetrándose a pesar del ingeniero y sus inútiles buenas intenciones. ¿Cómo, entonces, se había permitido la ligereza de soñar, de olvidar las afrentas de la guerra y la humillación de la derrota? Si en Guadalajara hubiese asistido al fusilamiento de Manuel o de su padre, habría sufrido, pero lo habría asumido con el mismo estoicismo con el que aceptaba que el paredón también le aguardaba a él. Pero la vida en La Colonia le había debilitado el espíritu y así, con el asesinato de Manuel, sus ejecutores habían infligido un daño mucho mayor, casi insoportable, como si en el mundo sin cimientos que Ignacio se había construido no cupiesen de nuevo aquellos dramas, antes cotidianos. ¿A cuántos amigos había despedido? ¿A cuántos había cerrado los ojos en el campo de batalla? Había sido un ingenuo. En su viaje a bordo de los ojos limpios e inocentes de Luisa había volado, pero la caída había sido desde muy alto, y por eso la dureza del golpe. De nuevo se descubría solo, al borde del abismo. Pero no lo empujarían. El último paso antes de desaparecer lo daría él. Mataría a Isidro. Y, matándolo, no vengaría la muerte de Manuel. Ni mil muertes podrían vengarla. Pero sentiría el alivio de haber hecho algo. Tenía razón Onésimo, el médico. Isidro era una mala hierba, si la arrancaba, de sus raíces alimentadas con su sangre podrida crecerían más Isidros que se propagarían como una plaga bíblica. Pero quizá podría ofrecer aquel sacrificio para que Luisa tuviese un futuro que a él le habían negado. Porque moriría, de eso no le cabía duda alguna. Así como en el 36 fue a la guerra con la alegría de la ignorancia, pensando que se acercaba el día en que serían dueños de la tierra que trabajaban y del fruto de sus esfuerzos, ahora estaba plenamente convencido de que su lucha iba a tener un mal final. Moriría, sí, perseguido como un perro, pero haría lo posible para que no fuese una inmolación estéril. Al menos, arrastraría consigo a los infiernos a aquel infame.

Con esta zozobra que apenas le permitió digerir el rancho del mediodía, Ignacio rehuyó la compañía de Faustino. También su amigo paseaba taciturno, anticipando el luto de la pérdida, y no se buscaron. Ignacio sabía que era probable que Luisa acudiera a visitar a su hermano, seguramente con la esperanza de verlo también a él. Y él se moría por verla, por abrazarla, por besarla. Pero si lo hacía, se repetía, si cedía a la tentación, entonces ya no escaparía y permitiría que otros siguiesen manejando los hilos de sus vidas. Por eso, en lugar de la explanada, Ignacio escogió el recogimiento de la cara sur de La Colonia, donde se refugiaban los prisioneros que no tenían a nadie que les fuera a visitar. Allí, ocultos por el edificio, se abstraían de sus carencias y mataban la tarde a golpe de naipe, jugando al tute, a la escoba o a la brisca, y las imprecaciones subían de tono en cuanto el aire insensible transportaba hasta ellos el bullicio de los niños correteando alrededor de sus padres.

—Guadalajara, siéntate. Nos falta uno.

Aquellos hombres sabían por qué estaba entre ellos. Un leproso acogido por leprosos, pensó, pero se hizo con una caja y cogió las diez cartas que le repartían.

—Al tute, ¿no?

—Al tute.

Media hora después, las soltaba, sin escuchar la blasfemia de su compañero al descubrir que entre los naipes abandonados había cuatro triunfos.

—¡Es Luisa. Tienes que venir!

Siguió a Luisa entre la espesura, la misma que buscaban para sus besos furtivos, donde él, en el calor de sus pechos, que apretaba contra sí, le había jurado un amor sofocado y hambriento. Allí se paró la joven, con los brazos en jarras, exudando una seguridad que a Ignacio le faltaba.

—Así que te vas.

—Luisa, entiéndelo. No me queda otra opción. Mira lo que te han hecho. Yo…

Pero ella, extendiendo la palma de la mano como para detenerlo, no le dejó continuar.

—Olvídate del pelo. Me lo corté yo. Si ése era el precio que tenía que pagar por seguir siendo tu novia, valiente bagatela. Pero tú te vas y me dejas. Después de decirme que me amabas.

«Y te amo». Pero las palabras se le habían engrudado en la garganta mientras las piernas se veían incapaces de sostenerle.

—Te vas —continuó la chica—, a seguir tu guerra. ¿Ése es el precio que quieres pagar por nuestro amor? No, Ignacio. Te vas a vengar a tu hermano, a vengarte de los fascistas, a matar tú solo a Franco.

—Luisa…

—¿Y yo? —no le dejaba hablar—. ¿Qué se supone que tengo que hacer yo? ¿Llorarte? ¿Buscarme a otro? ¿Acaso me has preguntado qué podíamos hacer? ¿Acaso sabes si estaba dispuesta a esperar, a dejar que pasasen los meses, los años incluso, sin venir a verte, para que cuando fueses libre pudieses ser mi marido? Pero prefieres ser un hombre. Ir otra vez a la guerra, a disparar, a matar… y a que te maten.

Y aquí se le quebró la voz, que hasta entonces había dominado con la fuerza de la desesperación. Ignacio, que antes no había sido capaz de abrazarla para que no le flaqueasen las fuerzas, trató ahora de, hacerlo, pero Luisa lo paró de un bofetón que pilló a los dos de sorpresa.

—¡No me toques! —gritó ella—. ¡Ya no tienes derecho!

De pronto, como si se le hubiese ocurrido en ese instante, Luisa comenzó a desabotonarse el vestido ante la mirada atónita de Ignacio.

—Sé que esto es lo que deseabas —cada nuevo botón dejaba al aire una porción de piel blanca en contraste con el negro manchado de su rostro—. Cuando me tocabas, cuando me besabas, sé que lo que querías era ver esto. Quiero que lo veas, Ignacio. Quiero que me veas tal y como me ibas a conocer, para que, cuando estés allá arriba, en el monte, esperando a que te maten, te acuerdes de mí y de lo que perdiste.

«Adiós, Ignacio», fue lo último que dijo ella al pasar a su lado, de nuevo vestida, pero esta vez él no se atrevió a extender el brazo para retenerla. Ahora sí, la distancia era insalvable.