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«Ay, Virgen. Algo, tengo que hacer algo», fue lo último que oyó Colasa de boca de Luisa, antes de que ésta echara a correr en dirección a Tuilla.
—Diz la mi Lucía que’l tu hombre llámase Inacio, y que lu quies muncho, pero que nun te deja velu, ¿ye asina?
Colasa la había apartado del apeadero, buscando refugio bajo unos tilos donde alguien había labrado un asiento con dos tocones de castaño y traviesas de la vía. Ninguna se sentó. Colasa arrastraba tras de sí su carro como un cangrejo ermitaño, indisoluble de su ser al igual que lo eran los mil senderos de la montaña que la acogían y que reconocía como propios, o los harapos con los que se cubría y que, como si ya fuese otoño, se le desprendían de puro viejos. Antes de hablar, hurgó con su mirada en las pupilas asustadas de Luisa. La joven, encogida por el terror atávico que el aspecto de bruja de la madre de su amiga le provocaba, trataba de que el rosario que mentalmente rezaba no le aflorase a los labios. Colasa la atenazó con sus diminutos ojos negros de víbora inquieta como a un ratoncillo hasta que halló lo que buscaba, y entonces preguntó. ¿Era Ignacio el hombre del que Luisa estaba enamorada? Cuando la joven se lo confirmó, un leve pestañeo pasó inadvertido para Luisa, pero Colasa, sin querer, se retrotrajo a otra época, a otro tiempo en que ella también estuvo enamorada, en que también le arrebataron lo que más quería, dejándola mutilada para la vida y empujándola a una existencia de lucha y venganza que sólo hallaría consuelo en el descanso sordo de la muerte.
—Mañana, con la luna nueva, voy guialu hasta la partida de Flórez.
De un zarpazo, implacable como la naturaleza, había arrancado de Luisa toda esperanza. Luisa, que bajo el estímulo del encuentro con Lucía se había propuesto luchar, decidida a que Ignacio asumiese las consecuencias de su relación a pesar de todos los Isidros y Genaros del mundo, vio como el suelo sobre el que se asentaba en busca de fuerzas se volvía fangoso, hundiéndola otra vez en el limo de la desesperanza. Con Ignacio huido, ¿qué le quedaba a ella? Él se convertiría en un guerrillero revolucionario, en un héroe para la causa, un mártir, un proscrito, en una bestia perseguida sin clemencia hasta su total aniquilación. Y ella pasaría a viuda sin tránsito de esposa.
—¿Está segura, Colasa? ¿No será otro Ignacio? ¿No se habrá equivocado de hombre?
Porque esto ya había ocurrido. Y este recuerdo se abrió paso como un leve rayo de esperanza. Un pequeño asidero previo al abismo. Un posible puente cuya fragilidad sólo Colasa conocía. En 1939, en la cárcel de Guadalajara, entre los casi mil internos hubo cuatro Ignacios. El recuerdo del hablar pausado, de la cadencia de la voz de Ignacio, le erizó el vello una vez más. Fue en uno de los paseos dominicales cuando él se abrió a comunicarle sus miedos, que muchas veces disfrazaba de anécdotas. Y así empezó aquélla. En la cárcel de Guadalajara hubo cuatro Ignacios, pero eso él no lo supo hasta el final, cuando uno de los guardias, al verlo exhalar el aire retenido tras escuchar los nombres escogidos para la saca de aquella mañana, se le acercó y le dijo: «Ya no quedan más, Ignacio. El próximo serás tú». Por tres veces, de pie, en aquella celda con olor a orines en la que se hacinaban más de cuarenta cuerpos que se veían obligados a establecer turnos para dormir en el suelo, tuvo que soportar el suplicio de escuchar llamar a un Ignacio en la lista de condenados. El sargento disfrutaba dejando un espacio infinito: uno, dos, a veces tres segundos, entre el nombre y los apellidos de los señalados, provocando risas y alborozo entre los guardias, y así, casi todos los presos, por un instante, en alguna ocasión de aquellas terribles mañanas padecían el breve roce de la guadaña acariciando sus gargantas. El tuvo suerte. No hubo una cuarta. De los casi cuarenta condenados a muerte por adhesión a la rebelión y rojos consumados que le acompañaron en la celda en aquellos primeros meses de infierno, sólo quedaron doce. Los doce, con la heredad de mantas y espacio, podían ya dormir al mismo tiempo, pero esto no resultaba un alivio. Los supervivientes, como botellas de náufrago en un océano sin horizonte, contenían los mensajes, los recuerdos, los anhelos de sus compañeros, y agradecían seguir vivos sufriendo no estar muertos. Cuando Ignacio le hablaba de aquel tiempo, la voz se le quebraba y la mirada se le volvía turbia, pero al cabo regresaba a ella. Y Luisa sentía cómo, al retornar, al fijar sobre ella la atención de sus hermosos ojos verdes, una extraña placidez se apoderaba de los músculos en tensión de Ignacio y algo parecido a la paz se adueñaba de su espíritu atormentado. Era entonces cuando Luisa se dejaba besar para terminar de dispersar aquellos pensamientos de tormenta. Si la débil esperanza del error se esfumaba, si realmente él era el Ignacio de Colasa, si huía al monte porque no imaginaba otra salida, arrastraría consigo de nuevo aquellos muertos, arrancándolos de sus tumbas sin nombre, y ella ya no estaría cerca para agarrarle de la mano y devolverle la paz.
—¿Llámenlu Guadalajara?
Luisa se sintió desfallecer.
—Pues ye’l mismu. Mañana de noche diré por él. Si quiés despedite, tendrá que ser hoy.
—No, por Dios, Colasa. Por lo que más quiera —imploró, aferrada al faldón sucio de la mujer—. No vaya. Déjelo. Sin guía no podrá huir.
Colasa la desasió con rudeza. Sin duda, temía esta reacción, y allí habría dejado abandonada a Luisa si sobre ella no pesase el influjo de su hija. Porque lo que Luisa no sabía era que Colasa, el enlace más valioso que la guerrilla tenía en el valle, había traicionado su juramento al desvelarle cuál era el papel que desempeñaba en las frágiles redes de la resistencia. Su aspecto desaseado, su imagen de enajenada, de mujer agreste, casi salvaje, no era más que la tapadera necesaria para cumplir una misión. La Guardia Civil conocía de sus manejos con el estraperlo y hacían la vista gorda —incluso ellos le requerían tabaco o harina— y también sabían de sus simpatías con los huidos, que no trataba de ocultar, pero ¿qué podían temer de una loca? De vez en cuando, la llevaban al cuartelillo y la pelaban, o la purgaban, o le daban una paliza como escarmiento público, pero luego la soltaban para que siguiese entre sus trapos y cordeles, y se reían cuando le escuchaban tararear La Internacional arrastrando tras de sí el carro. Pero Colasa, el enlace de mayor confianza del comandante Flórez, tenía un punto flaco: Lucía.
—Nun puedo facelo. Diéronme una orden y voy cumplila. Si t’aviso, ye pol apreciu que te tien la mi Lucía.
Ésta, tres días antes, había regresado a casa hecha un mar de lágrimas, tras saber por doña Carmen lo que estaba padeciendo su amiga. Aquella muchachita capaz de hacer latir el pedernal que movía la sangre dentro del enteco cuerpo de Colasa, siempre alegre y siempre alocada, sufría como propio el desamor de Luisa. Llorando, volcaba en su madre su tristeza, y ésta se encogía al contacto con el dolor como si esas lágrimas adolescentes fuesen ácido que la quemaran. Había quien, malediciente, le iba a Colasa con cuentos acerca de los devaneos de Lucía con los muchachos del lugar. Murmuraban que se la veía buscando las zonas oscuras desde las que llegaban sus risas, y que incluso la habían visto bebiendo y bailando medio desnuda en medio de un maizal bajo el manto de las estrellas, incitando al pecado a jóvenes honrados. Los correveidiles buscaban a Colasa con ánimo de envenenarle el alma, pero no sabían que la alegría y el placer de Lucía eran también suyos, y a todos contestaba «que disfrute, sandios, que eso nun sey gasta». Carcajadas atronadoras perseguían a las arpías hasta sus guaridas, donde, a la luz incandescente de las cocinas, repetían, satisfechas: «La Colasa está loca y, encima, su hija le salió puta. Qué desgracia». Por eso, la pesadumbre de Lucía también se le volvía propia, y no se le ocurrió nada mejor que poner sobre aviso a Luisa. Cumplido el encargo, preguntó:
—Y ahora, neña, ¿qué vas facer?
Y Luisa, mesándose el cabello inexistente, sintiendo que se le escapaba el tiempo, se despidió diciendo:
—Ay, Virgen. Algo, tengo que hacer algo.
Corría, de nuevo corría. Se había levantado nordeste, y el viento frío parecía querer empujarla mientras los alisos, con el cimbreo de sus copas, la jaleaban. Pero Luisa no necesitaba que la empujaran. Para ella se había terminado el tiempo de las lágrimas. Estaba determinada a luchar. «Tengo que hacer algo», se repetía, aunque un asomo de incertidumbre, una parte más timorata de su cerebro, trataba de cuestionarla: «Sí, algo, pero qué. Qué puede hacer una mujer en ese mundo enloquecido de hombres». Apretando los dientes, borró cualquier debilidad de su mente. Haría algo, claro que lo haría. Para ejemplo de mujer bastaba Colasa. Hablaría con Ignacio, se dijo. Y si Ignacio no quería verla, ella le obligaría. Gritaría en mitad de la explanada hasta que la expulsasen los soldados o hasta que él cediera. Luego, le haría entrar en razón. Apelaría al amor, al sinsentido de la lucha, le chantajearía, amenazaría con suicidarse si él se iba. Cualquier cosa con tal de obligarle a desistir, se propuso mientras se llevaba la mano al pañuelo que se empecinaba en desprenderse de su cabeza. El corazón le palpitaba en la garganta, y sentía el latido casi doloroso en las sienes, aunque no sabía si por la tensión o por el esfuerzo. El aliento se le entrecortaba, y los pies eran en sí un lamento, convalecientes todavía de las heridas y protegidos escasamente por las zapatillas. Porque iba al encuentro de Ignacio sin otra ropa que la de diario, un vestido negro mil veces remendado, ropa de trabajar y de andar por casa. Doña Carmen, antes de que Luisa fuese al encuentro de Colasa, le entregó un pañuelo con el que cubrirse la cabellera mutilada, a lo que ella, en un principio, se había opuesto de forma tajante. «Deje, madre, quiero que me vean». A regañadientes, sometida por el chantaje de las lágrimas, cedió. Ahora, Luisa corría lamentándose de su aspecto abandonado, sospechando que las horas de llanto habrían dejado huella en la tumefacción de los párpados, que su rostro empalidecido por la falta de descanso, de alimento y por los nervios necesitaba de la mentira piadosa de un poco de maquillaje y, sobre todo, que aquel pobre pañuelo oscuro no podría disimular la tragedia acaecida en su bruñida melena castaña. Y este acceso de pudor estético, esta inseguridad respecto a la imagen que Ignacio recibiría de ella, algo tan nimio si se comparaba con lo que estaba en juego, a punto estuvo de abortar su decisión y encaminarla a casa para acicalarse a sabiendas de que, entonces, no llegaría a tiempo para la visita.
Pero llegó a la entrada del túnel.
Genaro tenía la vista borrosa y la lengua estropajosa por el vino. Su aspecto, otrora elegante y pulcro, había devenido al de un arrastrado que vestía un pantalón de lino arrugado como el fuelle de la fragua y con más lamparones que el mandil del carnicero, y una camisa arremangada a la que le faltaban un par de botones. La barba, sin rasurar desde hacía días, y los moratones que el rostro exhibía como recuerdos de varias reyertas entre borrachos hacían a las ancianas cruzar la calle para evitar su cercanía. En casa le habían amenazado con no darle más dinero, pero no se atrevían a consumar la amenaza ante el temor de que terminara robándolo, tal era la degradación de su estado. Incluso el cura de Carbayín Alto, un santo varón curado de espantos, había acudido a ofrecerle consejo pastoral, y, media hora después, al despedirse de la madre desesperada, sólo atinó a decir que rezaría por él, pues únicamente Dios tenía el poder de salvarlo. Estaba, pues, saliendo Genaro de la quinta tasca que visitaba en su peregrinar habitual cuando divisó una figura que se le hizo familiar. Maldiciendo, abrió los ojos, que, ofuscados por el alcohol, se resistían a enfocar bien.
—Luisa —atinó a gruñir. Y, volviéndose, gritó al tabernero—. ¡Lucio!, ¿qué día es hoy?
Cuando supo que era domingo, comprendió que sí, que aquella sombra negra y huidiza no podía ser otra que Luisa, y también intuyó cuál era su destino. Trastabillando, se lanzó a correr tras ella, y en su delirio decidió que saldaría la deuda de honor en la oscuridad del túnel donde ella se adentraba. Allí la alcanzaría.
De nuevo Luisa tuvo suerte. El vigilante no estaba a la vista, así que se adentró en la negrura del túnel de ferrocarril que unía Carbayín Bajo con Tuilla, aunque ya sin correr. Cuando llevaba avanzados unos metros, comprendió que había olvidado coger el palo con el que explorar la pared en busca de los refugios, pero al volverse, vio la sombra de alguien que también entraba en el túnel y sintió miedo de que la interceptaran, así que, rezando para que no surgiese ningún tren de improviso, aceleró el paso. Pero esta vez sus rezos no fueron escuchados. Un silbido agudo rebotó en las paredes negras y a Luisa la convulsionó el pánico. Frenética, comenzó a correr con la mano en la pared, sin percatarse del duro roce de la piedra o de las uñas que se le astillaban. Al fondo, por bocasur, descubrió horrorizada la luz creciente de la locomotora, y sintió el zumbido sordo de la vibración metálica de la vía. Estaba corriendo hacia su encuentro sin escapatoria. De pronto, la mano no halló pared, y se tiró al refugio de un salto, haciéndose daño en el hombro con el impacto y, dos segundos después, se vio envuelta en una ráfaga de aire que le levantó la falda y una lluvia de hollín y humo que la, hizo toser hasta casi ahogarse. Un brusco ruido de metal contra metal y la sacudida de los últimos vagones atestados de piedra de carbón evidenciaron que el tren se paraba. Algo había ocurrido, algo inesperado que obligó a que la parte final del tren quedase definitivamente detenida dentro del túnel, pero Luisa, tras constatar que, aparte del susto, estaba intacta, sólo se preocupó de abandonar rápidamente aquella oscuridad jurándose no volver a tentar así a la suerte.