34
Doña Carmen había ordenado a Gelín que saliera fuera a que le diera un poco el aire. Era una mañana caliginosa, con la niebla trenzada a las copas de los árboles en un bostezo del día con querencia de noche. Gelín se estremeció, con las piernas desnudas hasta las rodillas y la piel de gallina. Pero no le querían en casa. No con Luisa así, encogida en la cama, llorando sin querer comer ni hablar.
—¿Qué le ocurre, madre?
—Mal de amores. Se le pasará.
De esto hacía ya una semana, y no, no parecía que se le pasase. Hasta padre, que en cosas de mujeres jamás se metía, andaba de rondón por las estancias, con la presencia de un alma en pena, asomándose lúgubre, casi con miedo, a la puerta de la habitación y retirándose sin decir nada. Mal de amores. Gelín sabía qué era un mal de las tripas con sus retortijones y las carreras para ganar la protección de la sebe, o el mal de las lombrices con sus picores y los dientes de ajo que lo aliviaban, o el del pecho, que era el suyo desde hacía meses, aunque ya no tosía. Y si madre le preguntaba por la garganta, mentía diciendo que estaba bien para que no le obligasen a meter la nariz sobre el cazo hirviente a inhalar aquellos vapores de eucalipto que le hacían lagrimean Pero ¿mal de amores? Nada sabía de ese extraño mal de amores.
—Luisa, ¿qué te duele?
Ni ella debía de saberlo, pensaba Gelín, porque, ante su insistencia, sacaba la cabeza de entre el cobertor y, con una sonrisa forzada, le revolvía el pelo y murmuraba «nada», y madre, que también acechaba como padre, entraba en el cuarto y le espantaba como a los gatos cuando se colaban en la alacena.
—¡Venga, guaje, sal por ahí a que te dé el fresco!
Así, Gelín, tiritando un poco en aquella mañana de verano que sabía a otoño, trazó las líneas de un cascayu en la carretera con un trozo de ladrillo y se puso a jugar.
—Gelín, ¿Luisa?
Gelín tiró la piedra al siete y falló. El siete se le daba mal. Lucía, la amiga de su hermana, recogió la piedra, se colocó al principio del cascayu y lanzó sin fallar. Luego, con gran pericia, fue saltando los números a la pata coja sin pisar las rayas ni las casillas que Gelín había marcado como propias con una cruz.
—Gané —rió, feliz.
—Bueno, tú tienes las piernas más largas —se disculpó el niño. Y, deseando quitársela de encima, contestó a su pregunta—. Luisa está dentro, en la cama. No te van a dejar pasar. A mí no me dejan. Le duele el mal de los amores. ¿Tú sabes qué es eso? No me lo quieren explicar.
—Ni falta que te hace. Ah, hola, doña Carmen, venía a ver a la Luisa.
Gelín vio como madre desaparecía zaguán adentro y volvía al cabo para invitar a Lucía a entrar, y como ésta la seguía no sin antes, burlona, sacarle la lengua. Picado por la curiosidad y un poco en el amor propio, fue detrás, pero no pudo pasar de la puerta.
—¿No te he dicho que vayas a que te dé el aire? Maldito chico, siempre entre las faldas de una.
Por centímetros, en un requiebro cien veces perfeccionado, se libró del pescozón. Gelín, al sentirse desplazado, al ver que lo tenían aparte de todo por ser pequeño a pesar de sus casi doce años, quiso llorar, pero entonces vio unas pegas con sus plumajes negros y blancos revolviendo entre la huerta. Corrió tras ellas para espantarlas a pedradas, olvidando al instante, entre los graznidos vocingleros de las aves, sus tristezas.
—Pero, Luisa, mujer, ¿para tanto es?
Doña Carmen, prudente, tras abrir la ventana de par en par para ventilar el cuarto, salió cerrando la puerta y dejando solas a las dos amigas. Luisa, que se había compuesto el peinado como pudo, se abrazó a Lucía y se deshizo en un mar de lágrimas.
—Fue Genaro. Fue él quien denunció lo mío con Ignacio.
—¡Ese malnacido! Déjame que me lo eche a la cara. Sabrá quién es Lucía la de Colasa.
Y Lucía cerraba el puño con furia, apretando los dientes y adoptando una expresión tan rabiosa que a Luisa le provocó un acceso de risa que se confundía con el llanto.
—Ay, Lucía, qué tremenda eres.
—Tú no lo sabes bien. Si a mí me hace eso un tunante como el Genaro, le saco los ojos con las uñas, fíjate bien.
También Luisa le habría sacado los ojos, de haber podido. Cuántas de esas horas insomnes no dedicó a planear mil venganzas hacia el enamorado despechado, pero sabía que, si apuntaba contra Genaro, estaba apuntando bajo.
—El problema no es Genaro, sino Isidro, el falangista de Tuilla. Él es quien nos amenaza a todos.
El nombre de Isidro borró la fingida alegría de su amiga. También ella, como todo el valle, le temía. Para disimular su inquietud, se dedicó a alisar las múltiples arrugas del cobertor. Era éste de un estampado florido, una colcha vaporosa que decoraba por sí sola el exiguo cuarto, apenas tres metros cuadrados donde la cama rozaba tres de las cuatro paredes. La ventana aliviaba la opresión del espacio.
—Hace poco le dio una paliza a madre. Llegó a casa con la carreta rota y la ropa hecha jirones. No me quiso contar qué le hicieron, pero no pudieron con la Colasa. Al día siguiente estaba de nuevo a la trapería por los caminos, cantando esas canciones de la revolución que le gustan a ella, y contándole a quien quisiese oírla las amenazas de ese hijo de mala madre. A todos les decía que Isidro había jurado matarla si sospechaba que seguía en tratos con los del monte. Que había dicho que la violarían cuatro moros y que serviría de comida para los jabalíes. Ella dice que, si la van a desaparecer, quiere que todos conozcan bien el nombre de su verdugo. Ya ves, no eres la única a la que ese bruto amenaza.
Luisa asintió, poco convencida de que esto pudiese servir de consuelo. La Colasa era una mujer valiente. Si no le habían rapado el pelo cuatro veces, no se lo habían rapado ninguna. Pero enfrentarse a Isidro nunca era gratis, y su familia sabía bien qué era eso. Había sido Damián, el hombre de confianza del falangista, el responsable de la muerte de Pepín, su hermano.
—¿Crees que serían capaces de matarme a mí también?
—¿Por qué, sigues empeñada en verte con Ignacio?
De nuevo Luisa fue incapaz de contener el llanto:
—¿Qué más da en lo que me empeñe si él ya ha decidido romper conmigo?
—¿Por qué ha de romper? ¿Porque ya no te quiere?
—¡No, boba! ¿Cómo no me va a querer? Porque tiene miedo de lo que nos pase. Me lo dijo Faustino, pues Ignacio ni siquiera se atrevió a decírmelo a la cara.
Lucía, como si su gran experiencia con el otro sexo le permitiera sentar cátedra, meneó la cabeza en un largo suspiro:
—Estos hombres. Mucho darle al pico, pero, a la hora de la verdad, a todos se les aflojan las piernas.
Luisa no lo rebatió, aunque tampoco creía que Ignacio fuese un cobarde. Si así se lo había hecho creer a su amiga, era por despecho. En realidad, Faustino se lo había explicado bien. El peligro no era sólo para el prisionero. La prueba había sido la paliza que su padre había recibido para que no permitiese a Luisa seguir visitando La Colonia. Pero padre, reflexionó ella, no se lo había prohibido. Había encajado la humillación, se había tragado la amenaza, pero en ningún momento la conminó a que rompiese relaciones con Ignacio. Dos días antes, en una de las ocasiones en que su cabeza casi calva se asomó por la puerta, Luisa le preguntó:
—Padre, ¿le pegaron por mi culpa?
Su padre no estaba acostumbrado a sonreír, así que ella tomó aquella mueca terrible como un esfuerzo por suavizar su semblante:
—Niña, esos hijos de puta no necesitan razones ni culpables para cebarse con el pobre.
Si su padre, reflexionó ella, que había perdido un hijo, que tenía otro en la cárcel y que conocía de sobra la magnitud de la amenaza que se cernía sobre ellos, no se amilanaba, ¿por qué Ignacio y ella habrían de hacerlo? En un chispazo comprendió que se había negado a salir de la cama por la indecisión de enfrentarse a su amado, pero ya estaba bien. Ella no era marioneta para que la manejaran los demás. Enrabietada, se preguntó en voz alta, sorprendiendo a Lucía:
—¿Quiénes son mi hermano y mi novio para decidir por mí, eh? —y pronunció novio con fuerza, aunque todavía no hubiesen hablado nunca de futuro. Pero novio implicaba posesión, y también pérdida. Si no actuaba, estaría permitiendo que le arrebatasen algo que ya creía suyo. La determinación aumentaba con cada palabra.
—Hombres —volvió a repetir Lucía, que se había quedado muda ante la reacción de su amiga. Ésta, como apoderada de una furia súbita, había echado para atrás la ropa de cama y se había levantado. En el cuarto pequeño no pudo más que asomarse a la ventana antes de volverse hacia Lucía. Lo que había sido lamento se había transformado en osadía. Esta vez era ella quien apretaba los puños.
—No me matarían. Y si lo hacen, tampoco me podrán hacer más. Se habrá acabado todo. Pero yo no creo que me maten. Primero querrán darme un escarmiento. Me harán como a tu madre cuando la cogieron vendiendo carbón de aquellos fugaos que mataron el año pasado. Me raparán el pelo.
—También la purgaron con aceite de ricino.
—Pues que me purguen, pero no son dueños de mi vida.
Y, sacando unas tijeras del costurero, se las tendió a Lucía:
—Si me quieren sin pelo para que todos vean que soy novia de un rojo, se lo vamos a poner fácil. Venga, corta.
—¿Qué?
—Que me cortes el pelo, reconcho. ¿O prefieres que lo haga yo sola?
Cuando, media hora más tarde, salieron del cuarto, a doña Carmen se le cayó al suelo la paleta llena de carbón que iba a echar en la cocina.
—¡Hija!, ¿qué has hecho?
—Ellos no me lo cortarán, madre.
Su padre, de pie al lado de la cocina, estaba vigilando las hojas de avellano colocadas sobre la chapa. Las tostaba para luego deshacerlas y mezclarlas con el cuarterón de tabaco y que así éste durara más, aunque fuese engañando al paladar. Olvidando las hojas, se adelantó hacia su hija. Ésta, temiendo la bofetada, cerró los ojos, pero, en lugar del golpe, sintió el contacto brusco de su padre abrazándola. El hombre la estrujó tan fuerte que le hizo daño. Sin atreverse a moverse, Luisa sintió las pequeñas sacudidas que daba el pecho silicoso de su padre y supo que el hombre estaba llorando. Cuando se separaron, Lucía, que también lloraba, se golpeó la frente con la mano, diciendo:
—¡Huy, qué tonta! Con tanto mal de amores y tanta escenita, se me olvidaba que venía a hacer un mandado de la Colasa, y mira que hablamos de ella. Luisa, mi madre dice que tiene algo urgente que contarte. Te espera hoy de tarde, en Carbayín Bajo, junto al apeadero. Y no me interrogues porque a mí no me quiso decir más. Ya sabes lo suya que es la Colasa.