33
Faltaban seis días para la luna nueva cuando Ignacio se retorció el tobillo. No pudo aducir mala suerte porque su pérdida de concentración ya le había hecho rozar la tragedia en dos ocasiones a lo largo de las últimas jornadas. La mañana anterior sin ir más lejos, había colocado mal el hacho entre los tablones de un cuadro, y éste había resbalado, precipitándose con la hoja a escasos centímetros de su cabeza. Horas después, Faustino, que lo vigilaba como una nodriza a su pupilo, le agarró a tiempo de que diese un paso de más que lo abocase al interior de la caña del pozo cuando en el embarcadero olvidaron echar el cierre. Así que el tobillo, que se dobló dolorosamente cuando su alpargata pisó una piedra disimulada entre el agua, fue la consecuencia lógica del nerviosismo del que era presa desde su encuentro con Pin.
Adolfo se acercó a revisar al lesionado. Los compañeros le habían ayudado a sentarse sobre una pila de mampostas, al lado de la labor. A la vista de la tumefacción que iba adquiriendo el tobillo, el vigilante decidió que la jornada de trabajo había terminado para Ignacio.
—Que te vea ese pie el médico, Guadalajara.
—No es nada, puedo caminar —se empecinó Ignacio, pero, al intentar apoyar el peso del cuerpo sobre el pie, el dolor le hizo hincar la rodilla.
—Ya lo veo. Venga, el resto, a trabajar. Se acabó el espectáculo.
Un caballista se brindó a transportar a Ignacio hasta el embarque. Subido a la vagoneta trataba de mover el tobillo a un lado y otro para mantenerlo caliente y, por tanto, útil, pero cada nuevo intento resultaba cada vez más doloroso. Impotente, comprendió que tendría que dar aviso a Pin para abortar la huida.
La sala de curas del pozo Mosquitera estaba situada en una estancia espaciosa junto al cuarto de aseo, cerca de las oficinas. Onésimo, al verlo llegar acompañado del caballista que se había empeñado en asistirlo hasta allí, le ordenó:
—Pasa por las duchas y quítate todo ese carbón. Me vas a poner esto perdido. Y deja correr el agua fría sobre el pie al menos cinco minutos.
Como pudo se lavó, sosteniéndose como una grulla sobre una sola pierna, todavía débil. El agua caliente palió ligeramente el dolor. Luego, cuando quiso obedecer la orden del médico, sintió el agua fría como alfilerazos que le asaetearon la piel amoratada y tirante por la hinchazón, así que desistió. El agua caliente le proporcionaba un mayor alivio. Pero éste desapareció antes incluso de que se hubiese puesto la ropa limpia, colgada de su gancho. El médico, nada más verlo aparecer en la sala de curas, preguntó:
—¿Lo puso en agua fría, como le indiqué?
—No. Dolía mucho.
Onésimo no ocultó su enojo.
—Qué necios sois. El frío habría anestesiado la sensibilidad de los receptores nerviosos y yo le habría hecho menos daño. Ahora tendrá que aguantarse. Venga, túmbese ahí.
La sala estaba acondicionada con una camilla y varios aparadores de madera con puertas acristaladas para el material sanitario. Frente al hollín y la negrura que imperaba en todos los espacios de Mosquitera, la sala de curas era un paraíso de limpieza que refulgía bajo los rayos de sol que entraban a raudales por el amplio ventanal abierto al monte. Onésimo esperó a que Ignacio se tumbara en la camilla y procedió a explorar el tobillo.
—¿Está roto, doctor?
A modo de respuesta, el médico le palpó la carne, sin miramientos con los involuntarios saltos de dolor del paciente. Sus dedos, las uñas cortas e inmaculadas, se movían con pericia, y con el rabillo del ojo vigilaba la expresión contenida del herido, que, orgulloso, se había propuesto resistir. En algún momento, masculló:
—Aquí puede blasfemar si lo desea. Nadie le denunciará.
—Si eso sirviera.
Una leve sonrisa suavizó el gesto hosco del médico, que interrumpió su trabajo para acercarse a un pequeño armario. De él, extrajo un par de vasos y una botella de coñac.
—Tenga, bébase esto. No le prometo que le dolerá menos, pero algo ayudará.
Ignacio agradeció el trago. Onésimo apenas probó el suyo mientras observaba al prisionero apurar su copa. Luego, se la volvió a rellenar.
—Ha tenido suerte. Creo que no está roto.
Animado por el cambio en el trato y también por el alcohol, con el licor ardiendo en su tránsito por la garganta, Ignacio se atrevió a preguntar:
—¿Podré caminar antes de seis días?
El médico, intrigado, lo estudió con atención.
—Seguramente saldrá de aquí caminando. Con dolor, pero caminando. Si su pregunta es si estará en condiciones de entrar de nuevo al trabajo, no, no lo estará. No cuentan con el calzado adecuado para evitar otra torcedura antes de que los tejidos se recuperen de esta lesión. Así que no, no podrá trabajar al menos hasta dentro de diez días. Una semana, a lo sumo. Pero no le pagan tanto como para que tenga prisa. ¿O es que quiere arrimar el hombro para ayudar a levantar la nueva España?
Ignacio, ignorando la ironía, rebuscó entre sus ropas y extrajo el corcho marcado. Tendiéndoselo, volvió a preguntar:
—¿Y para caminar por el monte?
El médico tomó el corcho entre sus manos. Éstas le temblaron visiblemente. El color había abandonado su rostro a ojos vistas, demudándoselo. Como para sí mismo, murmuró:
—Así que al final lo ha conseguido.
—¿Perdone?
—¿Para cuándo es la cita? —inquirió, cortante.
—Para la próxima luna nueva, dentro de seis días. ¿Qué ha querido decir? ¿Quién lo ha logrado?
El médico se guardó el corcho.
—Yo me desharé de esto. Es una posesión peligrosa.
Luego, comenzó a manipular el tobillo como si pretendiese ahogar la pregunta de Ignacio en el dolor, pero Ignacio no cejó. Oprimiendo los párpados con fuerza, sudando profusamente, repitió:
—¿Qué… qué quiso decir? ¿Quién lo logró?
—No lo entendería. Usted sólo es un peón que huye hacia delante en esta peligrosa partida de ajedrez.
—Inténtelo. Soy un simple campesino, no un médico universitario. Sé jugar al mus y al tute, no a ese ajedrez. Pero no me tengo por un imbécil.
Onésimo se detuvo. En la mesilla del instrumental había dejado su vaso intacto junto a la botella de coñac. Tomó el vaso y lo apuró. Luego, avanzó hasta la ventana, y allí se detuvo un par de minutos, como si se hubiese olvidado de la presencia de Ignacio. Pero éste sabía que el médico precisaba tiempo para dilucidar hasta dónde podía llegar en aquella apuesta. En su interior, no le cabía duda, pugnaba la sinceridad con la prudencia.
—Perdone, no quise ofenderlo —Onésimo se había vuelto y lo encaraba, mucho más tranquilo. La sonrisa, quizá triste, había retornado a su expresión—. Me refiero a Isidro. Es él quien lo consiguió.
—¿Qué tiene que ver Isidro?
—¿Acaso no lo sabe? Sí, tiene que saberlo. Ahora es usted quien esconde su juego. ¿No es por él por quién ha decidido fugarse? No hace falta que me conteste. Sé la respuesta. Si hubiese sido por convicción política, porque creyese que en la lucha había posibilidad de victoria, ya lo habría hecho mucho antes y no ahora. En este campo no le habrán faltado ocasiones para fugarse. Ése es el gran mérito de Santiago… del ingeniero jefe. Pero en su vida se ha interpuesto Isidro. Sé lo que pasó en La Colonia el otro día. Éste es un pueblo pequeño y todo se sabe. Pero ustedes creen que Isidro actúa así por odio hacia los presos, pero, en realidad, a él le traen sin cuidado. Su enemigo es otro. Aquí, la lucha es por un poder mayor. Isidro pretende desestabilizar la posición de don Santiago, quien se ha convertido en el único obstáculo para dominar el valle por encima de curas o alcaldes. Cuando ocurrió la fuga del otro prisionero…
—Agustín.
—Sí, Agustín. Con la fuga de Agustín casi lo logra, pero el ingeniero supo jugar bien sus cartas. La fuga de usted será la excusa para desbancar al ingeniero. Pero supongo que si ha tomado esta decisión es porque esto ya lo sabe… y lo asume.
Ignacio también se tomó un tiempo para contestar. El pie latía con vida propia, y el segundo vaso de coñac se estaba ensañando con su estómago vacío. Pero quería dar respuesta al médico.
—Soy consciente de lo que me dice. Créame si le digo que soy el primero en lamentar mi decisión, pero no encuentro otro camino. Si le sirve de consuelo, en mis planes está solucionar por mi propia mano el problema de Isidro. Lo mío con él ya es personal. Muerto el perro, se acabó la rabia.
Onésimo se pasó la mano por la frente, impotente. Ignacio se vio en la obligación de insistir, necesitado de un apoyo que reforzase su plan.
—¿No cree que sin Isidro todo estaría mejor? Sólo eso justifica mi huida.
El médico volvió a acercarse a la camilla y tomó el pie de Ignacio entre sus manos. Esta vez le respondió sin mantenerle la mirada.
—No quiero ofenderle de nuevo, pero su conclusión me parece simplista en extremo. Por desgracia, estamos rodeados de Isidros. Los nuevos tiempos son propicios para la mala hierba. Pero si está tan decidido, no seré yo quien le desvíe de su meta.
—Entonces, ¿me ayudará? ¿Podré caminar por el monte en seis días?
Ignacio obtuvo un crujido por respuesta. Las manos de Onésimo habían actuado con tal celeridad que la manipulación le pilló desprevenido. El pinchazo le hizo soltar tal alarido que dos hombres de las oficinas contiguas se asomaron a ver qué pasaba.
—Venga, póngase de pie.
Con sumo cuidado, Ignacio se incorporó y dejó caer el peso paulatinamente sobre el tobillo lesionado. Sorprendido, comprobó que, a pesar de que la articulación todavía dolía intensamente, esto no le impedía caminar.
—Vuelva a tumbarse. Se lo voy a vendar.
Onésimo le masajeó suavemente el pie con pomada de árnica y, luego, con mucho cuidado, se lo vendó.
—Trate de caminar lo que pueda. Andar le vendrá bien al pie, pero no lo canse demasiado. El tiempo que esté sentado, póngalo en alto. Venga a verme el lunes. Entonces le diré si está en condiciones de huir.
—Gracias, doctor. Es usted un buen hombre.
Antes de marcharse, Ignacio todavía se atrevió a realizar una última pregunta:
—Doctor, si tiene tan claro el desastre que supondrá mi huida, ¿por qué me ayuda?
El médico meneó la cabeza.
—También a mí me gustaría saberlo.