32
Durmió prácticamente durante dos días, despertándose apenas para beber. A su lado convalecían los cuatro supervivientes del abortado comité de resistencia. El capitán Ordóñez los quería curados para antes de que regresara el ingeniero de Madrid. Bastante tendría con justificar la muerte del prisionero conocido como el Profesor. Cuando por fin despertó, Ignacio encontró a su lado a Faustino. El recuerdo del trozo de madera providencial que le libró de la muerte iluminó su rostro con una sonrisa. Pero fue pasajera. Tras ese recuerdo, arrollador, implacable, llegó el de Luisa y, después, el de la noticia del asesinato de Manuel, su hermano.
Manuel.
Lloró. No pudo remediarlo. Los otros hombres le contemplaban atónitos desde sus literas. Al fin y al cabo, pensaban, a él no lo habían molido a palos como a ellos. Lo de Ignacio se curaba con descanso. Faustino, sentado a su vera, le lió un cigarrillo, dejando que se desahogara. Sabía que su amigo pronto querría hablar. Pero se equivocó. Sus primeras palabras llevaban implícita una determinación que a Faustino le supo a plomo derretido.
—Quiero ver a Pin. Tú sabes cómo contactar con él.
Faustino habló con Adolfo para que les encomendase un trabajo de poco esfuerzo hasta que Ignacio se recuperara. «Labores de mantenimiento», concedió el vigilante. Así, cuando Ignacio pudo regresar al pozo, Faustino y él se dedicaron a caminar largas horas verificando cuadros, cambiando postes y trabancas, estajando o limpiando las vías para el paso de los caballistas con sus mulas. Y hablaban. Entre largos silencios, hablaban, a retazos, como a impulsos de un corazón perezoso, dando forma a la oscuridad que se había apoderado del espíritu de Ignacio. El primer día, en cuanto estuvieron solos, mientras avanzaban por la galería estéril de la sexta planta, Ignacio preguntó:
—¿Localizaste a Pin?
—Creí que lo habrías meditado mejor.
—No hay nada que meditar.
—Siempre hay que meditar. Siempre, Guadalajara.
Ignacio puso al tanto a Faustino acerca de la amenaza que pendía sobre él y sobre Luisa si se empeñaban en mantener el noviazgo. Por primera vez, reconociéndoselo a sí mismo más que a Faustino, utilizó el término noviazgo en lugar de relación o amistad. Comenzaba a ser consciente de la pérdida. «¿Sabes tú algo de ese pretendiente?». Faustino negó con vehemencia que hubiese otro. «Mi hermana no es de ésas». «Mentiras para cegarte». Ignacio se conformó. «Será eso». Pero a Faustino le quedó la duda, emponzoñada, robándole tranquilidad, por lo que se prometió averiguarlo ese mismo domingo, en cuanto viera a Luisa. Ella no se atrevería a mentirle.
Los paseos por la mina parecía que le sentaban bien a Ignacio. Día a día recuperaba la fuerza en las piernas, debilitadas hasta el extremo, aunque el brazo continuaba acalambrándose si trabajaba más de cinco minutos seguidos con el hacha o la pica. Sin embargo, por más jornadas que pasasen, continuaba igual de taciturno. «¿Hablaste con Pin?». Todos los días la misma pregunta. Ante la respuesta negativa de su amigo, un largo silencio que aumentaba la carga sobre los hombros de su amigo. Por fin, Faustino cedió. El día anterior, el encuentro con Luisa le había dejado desarmado. El intento de violación a su hermana, la paliza a su padre. Todo se conjuraba contra los dos enamorados. Después de hacerle llegar a Ignacio la desesperación de la muchacha, la única reacción que obtuvo fue una nueva pregunta sobre la cita con Pin. No esperó más. Su amigo ya no renunciaría al plan.
—Hablé con nuestro hombre. Él te encontrará y te dará instrucciones.
Desde la oscuridad le llegó una mano que le oprimió el brazo.
—Gracias. Has hecho bien.
Pero Faustino se revolvió. También a él le estaba afectando el insomnio.
—Todavía no me las des. Antes tendrás que convencerme. Y no permitiré que sigas mudo.
—¿Qué quieres saber?
Faustino estaba acostumbrado a medir las palabras. En la infancia, esta habilidad le había librado de no pocos encuentros con el cinto de su padre. Por eso, se tomó su tiempo para ejercer de abogado del diablo.
—¿Qué solucionas yéndote con los del monte?
—¿Qué soluciono? ¿Qué quieres que solucione? —se exasperó—. Nada, porque no existe solución posible. Pero tampoco puedo quedarme. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Cómo es que no lo entiendes? Ni siquiera sé cómo continúas tú aquí. Me lo han arrebatado todo, Faustino. Luisa, Manuel, mi familia, la libertad.
Faustino aminoró el paso. Estaban entrando en una galería con poca ventilación y, entre el calor creciente y la falta de aire, temía que su amigo se sofocase.
—¿Y qué pasa si te quedas? Luisa te esperará. Fíjate en las mujeres de los otros. Algunas han viajado desde muy lejos para acompañar a sus maridos. Todas esperan. Si os queréis, los dos esperaréis. Esto no puede durar siempre.
La risa que antecedió a la respuesta de Ignacio resultó tan cínica que hirió a Faustino.
—Estoy condenado a treinta años, como tú. Con la redención de condena, podría salir libre ¿en qué, en diez años? Valiente espera. Piensa en tu hermana, Faustino. Qué voy a hacer de ella.
Ignacio, sin saberlo, había incidido sin compasión en el mayor punto de conflicto que carcomía a su amigo. Faustino llevaba varias noches descansando mal. Sentía el dolor de su hermana como propio. No eran tiempos propicios para el amor, se repetía, sin lograr convencerse del todo. En parte, él había sido responsable de que aquella relación fraguase. Su hermana, tan joven, tan alegre, sin experiencia en las lides amorosas, había quedado prendada de un hombre doce años mayor que arrastraba tras de sí una carga inaguantable de amarguras, rencores, miedos y ausencias. Sobre aquel corazón virgen sobrevolaban los buitres de la desgracia. Ignacio tenía razón. Cuántos años podría ella soportarlo. Luisa se agostaría en la espera, encadenada a las visitas dominicales, a las humillaciones de los paseos vigilados por los soldados y los registros aleatorios, a los besos premurosos, a las carnalidades furtivas, sufriendo en casa de sus padres la angustia de la esposa del minero que no sabe si su hombre saldrá vivo del pozo, y sin el alivio de la convivencia, del hogar propio ni la compensación de la maternidad. Pero Ignacio era su amigo. Cómo privarlo de un motivo de esperanza para seguir luchando. Qué, sino el amor, podría animarlo a resistir cuando la vida se tornaba insoportable, a no hundirse cuando la carga resultaba tan opresiva, a creer en un futuro mejor cuando todo lo demás estaba perdido. Sin presente, sólo les quedaba la esperanza del mañana, y el mañana de Ignacio estaba en Luisa.
O así habría tenido que ser.
—Luisa se merece algo mejor, Faustino. Y tú lo sabes.
—¿Y por qué crees que ella estará de acuerdo contigo?
Había repetido la pregunta enrabietada en la que ella se enrocó el domingo. «¿Por qué Ignacio se atreve a decidir por mí?».
—No tiene más remedio. Si seguimos viéndonos, se lo harán pagar. A ella o a tu familia. ¿No te dijo que creía que a vuestro padre le habían torturado para que le prohibiese verme más? ¿Y quién nos puede asegurar que ese moro que trató de violarla no estaba allí, mandado por Isidro? La siguiente vez puede ser peor. Y yo no podré defenderla, ¿no te das cuenta? —tuvo que detenerse. La desesperación se traslucía en la incapacidad de caminar al mismo tiempo que hablaba—. Luisa es joven. Encontrará a otro, se casará y traerá muchos niños al mundo. Y yo, si en algo la estimo, trataré de hacer ese mundo mejor para ella y sus hijos.
—¿Cómo, dejando que te maten?
—Seguramente, porque ya estoy muerto. Me di cuenta mientras aquel crío estaba a punto de dispararme como parte del juego macabro de Isidro. Pero antes de que mi tiempo se cumpla, me llevaré a unos cuantos por delante. Y el primero será Isidro.
—El valle se teñirá de sangre.
—Ya lo está. Lo que pasa es que no queremos verlo. Recuerda al Profesor. Si no luchamos, iremos cayendo uno detrás de otro inútilmente. Ellos nunca tendrán bastante. No les ha bastado ganar la guerra. Quieren exterminarnos. Nos eliminarán como a cucarachas, y terminarán por borrarnos hasta de los libros de Historia. No quedará nadie que les contradiga.
—Puede ser, Guadalajara. Pero tú no te vas con el maquis por eso. Te vas porque quieres a Luisa y no soportas que te la arrebaten. Y te vas para vengar la muerte de tu hermano. Pero a él no le devolverás la vida, y muerto no tendrás a Luisa. Te vas porque es más fácil huir, luchar y morir que quedarte aquí resistiendo. Medítalo, amigo. Todavía estás a tiempo.
—¿No te he dicho que yo ya estoy condenado? ¿Qué pueden meditar los muertos?
Pero claro que meditaba. Sus pensamientos, como la sangre con una garrapata, refluían cada vez más contaminados y oscuros. Las mismas objeciones de su amigo se las había repetido él una y mil veces, pero por más que se enfrentaba a ellas, seguía negando cualquier otra salida que no fuera la del monte. Huiría. Se uniría al maquis y volvería a luchar. Había sido soldado, un buen soldado. Su experiencia les sería útil. Y, aunque no creyese que tuviesen opción de victoria, al menos, como el pobre Agustín, moriría al aire libre, quizá bajo las estrellas, y cada día que estuviese vivo pensaría en Luisa. Acabar con Isidro le devolvería la paz, y, de algún modo, vengaría en el falangista a los que habían asesinado a su hermano. Porque también en eso llevaba razón Faustino. Ninguna otra cosa le incitaba más a la venganza que el ajusticiamiento de Manuel, su hermano querido.
«Hasta la sangre de mis venas te daría, si con eso pudiese ayudarte, hermano».
Cuántas veces había releído esa carta. Cuando lo enviaron a la prisión de Astorga, donde estuvo a punto de perecer de hambre, a los dos meses recibió un envío de dinero. Apenas eran tres pesetas, las pesetas más sacrificadas que jamás tendría. De nuevo, como en aquella Navidad en que robaron el aceite de un coche para freír unas patatas, su padre y su hermano renunciaron a los chuscos de pan, vendiéndolos a otros presos hasta juntar algo de dinero con el que auxiliar a Ignacio. Sabían de sus penurias por Trini, su hermana. En la carta, Manuel se disculpaba. «Perdónanos, no tenemos más. Pero hasta la sangre de mis venas te daría, si con eso pudiese ayudarte». Por fin, Manuel había entregado toda su sangre. Sangre noble, esforzada, estéril. Derramada frente a un pelotón de ejecución. Todavía recordaba sus manos purulentas, vendadas con trapos sucios a falta de vendas, sus propias lágrimas reprimidas al no poder aliviar su dolor. Se le habían quemado en el accidente cuando, a bordo de su avión, había tratado de llegar a Francia. La guerra ya estaba perdida. Miles de españoles se arrastraban hacia la frontera, incapaces de mirar al cielo desde el que les llovía la muerte, pues el nuevo dictador había ordenado que bombardeasen a esa marea derrotada. Manuel todavía tenía su avión, aunque renqueante, averiado por varios impactos. Creyó que podría cruzar los Pirineos, pero se estrelló contra un patatal en Lérida. De milagro, consiguió salir de la cabina ardiente con las manos en carne viva. El payés que le asistió en su masía le dio de cenar y, luego, avisó a los insurrectos. Nadie, sino sus compañeros de cárcel, intentó curar sus heridas. La izquierda, inútil, no volvería a moverse. Y, a pesar de todo, Manuel había seguido ocupándose de su hermano pequeño.
«Hasta la sangre…».
Sangre. Eso era. Se lo haría pagar con sangre. No habría más discusión. La decisión estaba tomada.
El jueves, un hombre entró con él en la jaula. Al llegar a la galería, Ignacio y Pin, el barrenista, ralentizaron el paso. Cuando estuvieron seguros de no ser oídos, Pin le tendió un corcho de botella de sidra. Al corcho, con un cuchillo, le habían tallado unas muescas.
—En la próxima luna nueva te escaparás de La Colonia. Deberás llegar hasta la taberna de Floro antes de medianoche, pero no entrarás por delante. La puerta de atrás, la que está junto al gallinero, estará abierta. Sube las escaleras y entra en la habitación del fondo. Allí entregarás esto a Onésimo, el médico. Será la señal para que te identifique y te oculte hasta que llegue el enlace. Éste te guiará con los del monte. Suerte, camarada.
Ignacio guardó el corcho como un tesoro.