31

31

Durante los primeros diez minutos de caminata ninguno de los dos habló. El ingeniero la había acompañado fuera de Casa Flor, tratando de calmarla. Luisa, una vez pasado el peligro, cedió a un conato de histeria que dificultaba su respiración. «Vamos, vamos», trató Santiago de animarla, abrazándola con torpeza. Al principio, Luisa aceptó el contacto, refugiándose de sus miedos entre sus brazos. Pero, poco a poco, fue recuperando el control sobre sí misma hasta que, incómoda, terminó por separarse. Ninguno de los dos sabía dónde mirar.

—Venga, vayamos hasta el abrevadero. Tiene que lavar un poco esos pies heridos.

El ingeniero se había vuelto de espaldas mientras Luisa levantaba un poco el vuelo del vestido para limpiar la sangre y la tierra de las plantas de los pies. El frío cortante del agua del caño alivió parte del dolor y la ayudó a recobrar la templanza. Las moscas buscaban pertinaces los espacios desgarrados de piel para libar de su sangre. No sin dolor, Luisa se calzó los zapatos de tacón, que, incomprensiblemente, no había soltado en la huida. No podía decir lo mismo de la bolsa con comida.

—Mi bolsa —se lamentó—. Perdí la bolsa.

—Venga, vayamos a buscarla.

Desanduvieron juntos el camino hasta el espinar donde el moro la había sorprendido. En el trayecto, Luisa rescató una de las madreñas con la zapatilla todavía en su interior. La otra madreña la encontró a apenas un par de metros de donde había dejado caer la bolsa. También allí, apoyado contra un nogal, había quedado abandonado el fusil del soldado.

—Debería avisar al cuartel —pensó en voz alta el ingeniero. Pero no se movió.

Luisa se sentía azorada ante aquel hombre elegante. Frente a su vestido desgarrado, sucio de polvo y barro, su salvador lucía un traje negro impecable con un chaleco abrochado del que pendía la cadena de oro de un reloj oculto en uno de los bolsillos. También vestía, a pesar del calor, cuello duro y corbata. Era todo lo contrario a los labradores o a los mineros que ella estaba acostumbrada a tratar, descamisados desde primeros de junio y con un pañuelo atado al cuello para recudir el sudor. Nunca en su vida se había relacionado con un personaje de tan alta clase. Por eso decidió que, mientras él estuviese presente, no se descalzaría para descansar los pies doloridos al abrigo de las zapatillas. Con la voz en un hilo, musitó:

—Muchas gracias. Creo que ya puedo seguir sola. Vaya a dar parte, «excelencia».

—¿Hacia dónde se dirige? —se interesó Santiago, disimulando la risa que le provocaba el trato.

Luisa dudó. Todavía no lo había pensado. El cuerpo le pedía regresar a casa y esconderse allí para llorar en el abrazo comprensivo de su madre. Era plenamente consciente de que poco había faltado para que la violaran y la mataran. Pero temía que, si cedía al miedo, quizá nunca volvería a atreverse a salir sola. Y estaba Ignacio. Se preocuparía al no tener noticias suyas. Luisa no se imaginaba pasar otra semana sin verlo.

—A Tuilla. A La Colonia.

—Qué casualidad. Hacia allí voy yo —se ofreció Santiago, pero, al ver la expresión de alarma de la joven, se apresuró a aclarar—. No se asuste, soy inofensivo. Trabajo allí, en el pozo Mosquitera. Mi casa está en Tuilla. Si lo desea, puede adelantarse sola. Vaya por la carretera, no por el atajo de Curuxona, que tiene que estar muy embarrado. A estas horas encontrará mucha gente y estará a salvo de nuevos contratiempos. Es usted joven y llevará mejor paso. Ahora, si le apetece, a Emma y a mí nos sería grato escoltarla. Creo que es lo menos que podemos ofrecerle después del susto que se ha llevado.

Antes de salir del pueblo, el ingeniero detuvo a un rapazuelo que, armado de una peonza basta y una cuerda, corría tras sus amigos. Dándole una perrona, le pidió que avisase a la Guardia Civil de Carbayín Bajo del abandono del fusil. El niño abrió mucho los ojos al escuchar nombrar a la Guardia Civil, pero también al ver la perrona. Mientras lo veían marcharse de nuevo a la carrera, Santiago dudó que el crío juntase el valor suficiente para obedecer el mandado, pero, al menos, se resignó, él ya había cumplido con su conciencia.

Emma abría la marcha, alejada unos metros. De cuando en cuando, volteaba la cabeza y meneaba el rabo. A Luisa le hacía gracia ver a un hombre acompañado de un perro como si éste fuese un amigo. Hasta donde ella conocía, los perros eran herramientas útiles de trabajo, ya fuesen de pastoreo, ratoneros, de caza, o de vigilancia para intrusos o raposos. Pero como compañero de paseo le resultaba chocante. El hombre, que se había presentado como Santiago a secas, a lo que ella respondió con un tímido, «Luisa Palacio, para servirle, don Santiago», recogía palos que arrojaba lejos para que la perra se los trajera. Ésta, para solaz de Luisa, los devolvía la mayor parte de las veces, pero otras encontraba algún rastro mucho más atrayente y se perdía por la arboleda de un brinco.

—¡Se le escapa! —se alarmó la primera vez que vio a Emma desaparecer. El ingeniero aprovechó que por fin la chica había superado el pudor para iniciar una conversación.

—No se preocupe. Volverá en un instante. ¿Va a visitar a algún familiar a La Colonia?

Ciertamente, el perro había regresado al momento, pero ante una pregunta tan directa Luisa perdió toda espontaneidad. Sin embargo, no se atrevió a agraviarle con el silencio.

—Tengo allí a mi hermano.

—¿Y cómo se llama su hermano, si no es indiscreción?

—Faustino. Faustino Palacio.

—Ajá. Buen trabajador. Nada problemático. Me han hablado muy bien de él.

—¿Lo conoce? —se sorprendió.

Santiago asintió.

—Soy el ingeniero jefe del pozo donde trabaja su hermano. La Colonia también es responsabilidad mía, así que sí, lo conozco. Lo mismo que al resto de los que allí redimen pena.

Luisa no salía de su asombro. Sin saberlo, había aceptado la compañía de uno de aquellos monstruos responsables de las desgracias padecidas por su familia. A su lado, arrojando palos a su pastor alemán como un chiquillo, estaba el dueño del destino de los dos hombres que más amaba en el mundo. Pero Santiago, «don Santiago», no parecía un monstruo. Ni tampoco Ignacio o Faustino hablaban mal de sus condiciones en La Colonia. En cualquier caso, aquel hombre era todo lo contrario a los monstruos que ella conocía o que había imaginado. La mayor parte de ellos resultaban ser vecinos del pueblo —labradores, obreros, ganaderos, mineros, dependientes o amas de casa bendecidos por el bando ganador, a pesar de que alguno apenas sabía reconocer las diferencias entre la derecha y la izquierda— que agradecían su suerte humillando a los anotados en el bando de los perdedores. Por mucho que viviera, Luisa no podría borrar jamás de su memoria el dolor padecido por los insultos feroces, las burlas y mofas que, día sí y día también, recibía cada vez que se cruzaba por las caleyas del pueblo con alguno de estos nuevos prohombres de la sociedad. Bajo su impiedad, agachaba la cabeza, sumisa, odiándose a sí misma por verse obligada a mendigar como penitencia por unos pecados cuyo significado no alcanzaba a colegir. Incluso los hijos de estos probos ciudadanos, educados en la división de las dos Españas, se atrevían a tirarles piedras como parte de sus juegos. Estos monstruos, por cercanos, eran los que más dificultaban la vida diaria. Pero más peligrosos resultaban los de uniforme. Los guardias civiles, cubiertos por sus capotes y sus tricornios, arrogantes hasta el punto de que si se los cruzaban en un sendero había que tirarse a un lado para no ser arrollados por los cascos de sus monturas, o que les golpeaban si no saludaban mano en alto con un sonoro «arriba España». La visita inesperada de estos uniformados era sinónimo de tortura, en el mejor de los casos. Y, por último, los peores monstruos, aquellos cuyo contacto sí resultaba letal de necesidad, lo constituían una amalgama nacida de gentes del pueblo y de aquellos que ostentaban alguna faceta del poder económico, militar, político o religioso. Estos monstruos sin conciencia, con sus camisas azules, sus pistolas al cinto, sus cantos heroicos y militares, se encontraban por encima del bien y del mal. Cualquier acción que ejecutasen quedaba inmediatamente justificada en favor de un fin mucho mayor, más excelso, al que la sangre no podría empañar jamás. El mismo Franco lo había dicho: a la pregunta de si para lograr sus metas tendría que fusilar a media España, él replicó, sonriendo, que las conseguiría «a cualquier precio». Los nuevos novios de la muerte, falangistas, fascistas de nuevo cuño, militares que añoraban la guerra, terratenientes y arribistas de todo pelaje, constituían el mayor de los peligros porque su violencia no conocía límites. Habían asumido como propia la guerra sucia iniciada por el dictador en los tres largos años de contienda —más preocupado de eliminar opositores que de ganar batallas—, y se creían en el deber sagrado de imponer el nuevo orden, erigiéndose en baluartes de la mano de hierro del nuevo régimen.

Pero Santiago, con su aire de dandi despistado, no encajaba en ninguna de estas categorías. Luisa no se lo imaginaba entrando por la fuerza en una vivienda, la mirada ávida de sangre, violando, asesinando, quemando. O dirigiendo un improvisado pelotón de ejecución. O apuntando nombres en una lista negra. No, don Santiago no podía ser uno de ésos. Pero él mismo lo había dicho. Era el director de La Colonia. El jefe del pozo. Un patrono que sometía a los obreros, matándolos de hambre. No, no podía ser injusta. No los mataban de hambre. El mismo Faustino le repetía cada domingo que no les llevasen alimento, que allí no les faltaba de nada. Pero madre no terminaba de creerlo y cada domingo obligaba a Luisa a acarrear la bolsa.

Y, finalmente, no podía obviar que «don Santiago» la había salvado de una muerte segura, y luego se había ofrecido a escoltarla hasta La Colonia. Incluso había hablado bien de Faustino. Confundida, se atrevió a preguntar:

—¿Y a Ignacio? ¿Uno que llaman Guadalajara? ¿También lo conoce?

La sonrisa de Santiago pareció franca.

—También lo conozco. El amigo de Faustino, ¿verdad? Me dicen que ha aprendido mucho. Está resultando un picador excepcional. Si él quiere, le auguro un buen futuro como minero. ¿Acaso tiene algún interés especial por él?

El rubor se apoderó de las mejillas de Luisa. El ingeniero, divertido con la vergüenza pudorosa de la joven, añadió:

—Ha escogido usted bien, chiquilla. Es un buen trabajador. Espero que pronto le llegue el indulto y vuelva a ser un hombre libre para lo que ustedes dispongan.

La ilusión se abrió paso en la mente de Luisa, disipando como un ventarrón la niebla de sus suspicacias.

—¿Me lo dice en serio? —la voz le temblaba—. ¿Hay esperanza de un indulto?

Esta vez le tocó el turno al ingeniero de avergonzarse por haber hablado más de lo que la prudencia invitaba. La candidez de aquella joven enamorada le había desarmado, hastiado como estaba del mundo de violencia y mentira que conocía.

—Espero que sí… todos lo esperamos. Esta situación no puede alargarse demasiado. Algún día las heridas habrán de cerrarse.

Eran palabras que no comprometían a nada, vacías de contenido, pero Luisa ya había escuchado lo que deseaba oír, y los matices no le interesaban, borrándolos de un plumazo como si no hubiesen sido formulados. Siguieron caminando en silencio, en compañía, aunque Luisa ya se había «olvidado» de la presencia de Santiago. Su mente estaba unos meses más allá, traspasada la línea de sus más altas ambiciones.

Al ver a los soldados de guardia en las lindes de La Colonia, Santiago dio por finalizada su misión de escolta. También él había quedado emocionalmente tocado por la feliz impresión que una hipotética libertad había provocado en la joven. Hasta entonces, consideraba labor suficiente tratar a los prisioneros como hombres y no como bestias, y conseguir de ellos unos trabajadores de provecho en lugar de parias de la sociedad. La libertad de éstos, pensaba, estaba fuera de sus competencias, y también de sus pretensiones. Al fin y al cabo, su empresa se beneficiaba ampliamente de su condición de prisioneros pertenecientes a un batallón de trabajadores. Y, por qué no decirlo, mientras duró la Guerra Civil, aquellos hombres habían pertenecido al enemigo. Dudaba mucho que, de haberlo capturado en Madrid o en Barcelona, le hubiesen tratado con la misma humanidad con la que él lo hacía. Pero ya no estaban en guerra. La ilusión, el brillo que el amor confería a las pupilas de esa muchacha ignorante que nada debía de conocer ni de historia de España ni de política, hacían palidecer cualquier otra causa pueril de cerrazón o de odio. Frente al amor, ese sentimiento esquivo en la vida de Santiago, se sentía desnudo como un chiquillo. La sensación de ser parte de la férrea barrera que separaba a los dos enamorados le produjo una cierta desazón en el pecho. Antes de despedirse, con la inquietud de que su vergüenza quedase reflejada en su expresión, no pudo menos que ofrecerse a Luisa.

—Le deseo suerte, chiquilla. Si vuelve a necesitarme, cualquiera de Tuilla le indicará dónde encontrarme… Se lo digo en serio. Si me necesita, si puedo hacer algo por usted, por ustedes, venga a verme. Emma y yo estaremos encantados de atenderla. Regrese con cuidado.

No se atrevió a tenderle la mano para estrechársela. Llamando a Emma, se contentó con inclinar levemente la cabeza para tomar después el camino al pueblo a paso rápido. Luisa observó a la extraña pareja alejarse, y las palabras del ingeniero apenas penetraron en la burbuja de felicidad etérea que casi la hacía levitar. No sería hasta días más tarde, mientras la desesperación la conducía a un laberinto sin salida, cuando aquellas palabras volverían a refulgir como el hilo dorado de Ariadna.

Corrió, olvidada de sus pies doloridos, al encuentro de Ignacio y Faustino, pero sólo halló a este último. Si la felicidad no le hubiese mermado percepción, habría anticipado algo de lo que se avecinaba en los silencios que se creaban entre los grupos de presos y familiares a los que saludaba, casi sin verlos. Pero apenas llegó junto a Faustino, su sonrisa se esfumó en los sulfurosos vapores de la mirada oscura con que fue recibida. Inquieta, preguntó:

—¿Dónde está Ignacio?

—Escúchame bien, Luisa. Soy tu hermano y no me mentirás.

Los colores volvieron a teñir su tez, pero esta vez no era por vergüenza, sino de furiosa indignación.

—Hermano, creía que me conocías bien. Si algo tengo es palabra. No sé por qué habría de mentir.

La seguridad de la joven le hizo titubear Faustino quedó con la pregunta inarticulada y sumido en la duda. Luisa volvió a preguntar, buscando por la explanada:

—¿Dónde está Ignacio?

—No lo verás por aquí. Ha pasado algo. Algo grave. Algo que te pone a ti en peligro. Por eso Ignacio te pide que no vuelvas a verle. Ni hoy, ni el próximo domingo, ni ninguno.

Jamás le habían ocasionado tanto dolor. Ni siquiera el pánico sufrido frente a la gumía del moro. La muerte no podía ser peor. Por un momento, se sintió desfallecer. Toda la tensión acumulada del día, la violencia de la huida, la compañía intimidante de Santiago, el calor, el miedo, se le vinieron encima de repente, haciendo que Faustino, alarmado, la sujetase, temiendo que se desplomara.

—¡Luisa, chiquilla!

—¿Qué me dices, hermano? Por Dios, ¿qué me dices? ¿Por qué no me quiere ver? ¿Qué le han dicho? ¿Por eso me hablabas de verdades y mentiras? ¿Quién ha envenenado la mente de Ignacio?

Cada nueva pregunta era formulada contra el pecho de roble de Faustino. Luisa estrellaba sus puños como el oleaje contra el espigón, sin hacer mella. Su voz quedaba ahogada por el llanto.

—Ven, sentémonos. Deberás ser fuerte. Te lo contaré todo. Sabrás qué ha pasado y, juntos, encontraremos una solución.