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Los Pozos (Asturias), septiembre de 1943

Estaba Luisa envolviendo en un trapo el trozo de queso fresco que llevaba ese domingo para Ignacio y Faustino cuando su padre entró en la cocina.

—¿A dónde vas?

Su madre, atareada con la aguja, levantó la vista de la labor, alarmada. Su marido había dormido prácticamente todo el día, y no se había levantado siquiera para comer El hombre, que caminaba arrastrando un pie, presentaba un aspecto lamentable. La noche anterior, miembros de la Guardia Civil se presentaron en la casa para requerir su presencia en el cuartelillo.

—¿Para qué lo quieren? Mi marido no hizo nada.

—Señora, yo sólo cumplo órdenes. Vaya a preguntar al cuartel y allí le darán razón.

—Déjalos, Carmen. No habrán encontrado a otro a quien pegar.

Ni Luisa ni doña Carmen durmieron, aguardando su regreso. Al alborear, las venció el sueño sentadas en sendas banquetas, y no despertaron sino con el ruido de la puerta.

—¡Santo Dios!, ¿qué te han hecho?

—¡Déjame, mujer, cagüenmimantu! ¿Dónde está el coñac?

Con la botella en la mano, cojeando y los ojos prácticamente cerrados por los golpes, se encerró en la habitación. Esa tarde, su aspecto era mucho peor.

—Voy a La Colonia, padre. A llevar comida a Faustino. ¿Quiere algo para él?

El hombre, hosco, no contestó. Salió fuera de la casa y, al regresar, murmuró:

—Me cago en Dios, meo sangre.

Doña Carmen vigiló nerviosa la carretera.

—No blasfemes, José Antonio, por Dios te lo pido. No sabemos quién puede oírte.

José Antonio la ignoró y se dejó caer pesadamente en una silla, desde donde estudió los movimientos de su hija.

Doña Carmen le había guardado un plato de berzas. Tras calentarlo sobre la cocina de carbón que languidecía, se lo sirvió, junto con un vaso de vino. José Antonio se concentró en la comida, pero al rato, dirigiéndose a Luisa, comentó:

—Vas muy arreglada para ir a ver a tu hermano.

La joven se puso roja como la grana y buscó el auxilio de su madre, pero su padre pareció desentenderse de ella y volver a concentrarse en la comida. Con presteza, la joven acabó de atar la bolsa, cogió los zapatos de tacón que llevaría en la mano y, después de besar a su madre, se despidió:

—Con su permiso, padre, me voy, que se me hace tarde.

Luisa obtuvo un gruñido por respuesta. Iba ya a traspasar la puerta cuando la voz quebrada, siempre demasiado alta, de su padre bramó:

—Luisa.

Temiendo lo peor, la chica se volvió.

—Dígame, padre.

Por primera vez en su vida, vio a aquel hombre intempestivo y amargado por el alcohol debatiéndose en una duda, como si fuese incapaz de tomar una decisión. La miraba sin hablar, mordiéndose el labio y, al igual que había, hecho ella antes, también buscó una ayuda muda en su esposa. Pero doña Carmen en nada podía socorrerle porque desconocía qué corroía a su marido. Por fin, tras un lapso interminable, regresó al plato casi vacío. Doña Carmen le hizo un gesto a la chica, invitándola a marcharse, y en condiciones normales, Luisa habría corrido lejos de allí, agradecida con la buena suerte, pero algo en la mirada que le había lanzado su padre a través de aquellos ojos hinchados y amoratados la hizo dudar.

—Padre.

José Antonio, como si no la oyese, apuró el vaso de vino y lo posó sobre la mesa con más ruido del necesario.

—Padre, me voy. Es tarde.

Entonces, él volvió a mirarla.

—De acuerdo, niña —no se acordaba de la última vez en que la había llamado así—. Ten mucho cuidado.

El sol declinaba y Luisa comprendió que, si no apuraba el paso, apenas tendría tiempo para estar con Faustino y, sobre todo, con Ignacio. Gelín no la acompañaba. El niño, debilitado en extremo, había vuelto a recaer del catarro. Pasaba la noche tosiendo, entre vahos de eucalipto y romero y friegas al pecho, aunque doña Carmen había comenzado a desesperarse. Atendiendo al consejo de una vecina, había recurrido a rezar a espaldas de su marido el novenario del mal del filu. Pero por más que repetía aquello de por donde va el filu, que vaya el mal del mío fíu, cada vez que quemaba uno de los nueve nudos del hilo, el niño seguía ahogado por la tos. En un tarro, oculto en la carbonera, la mujer reunía monedas como tesoros para pagar las medicinas y la visita del médico.

Pronto rompió a sudar. Caminaba tan deprisa que temió por la integridad del queso fresco en el bamboleo peligroso de la bolsa, así que decidió aminorar la marcha. Había optado por atajar a través del monte por el camino de la tejera para llegar a Carbayín Alto lo más rápido posible, pero ahora dudaba si había acertado con la elección. El día anterior había sorprendido al valle con una estruendosa tormenta de verano. Los rayos cortaban el cielo, apocalípticos, y de la lluvia torrencial brotaron cientos de arroyos espontáneos. El nuevo día, como si la tormenta hubiese sido sólo un mal sueño, les regaló un firmamento azul límpido, pero los efectos de las aguas encharcadas se manifestaban en la dificultad de abrirse paso por los caminos robados al bosque. Las madreñas se le hundían en el barro, salpicando los bajos del vestido, obligándola en un par de ocasiones incluso a detenerse para recuperar uno de los calzados de madera que el barro había succionado. La chica lamentó el aspecto con que iba a llegar a La Colonia. Tanto tiempo esmerándose en el acicalado para estropearlo todo en un instante. Por suerte, se dijo, antes de arribar a Tuilla encontraría una fuente donde podría lavar, al menos, las piernas. El resto sería mejor olvidarlo.

Cuando por fin estaba llegando a la altura de las primeras casas de Carbayín Alto, al bordear unos espinos se encontró frente por frente con un soldado moro que estaba orinando. Asustada, se llevó la mano a la boca, pero el grito ahogado se escapó entre los dedos, delatándola.

Era un hombre alto, nervudo, de manos fuertes rematadas por unas uñas largas y descuidadas, con una piel casi azul, y un uniforme tan sucio que hubiese sido necesario quemarlo para sanearlo. Al escuchar a la chica, sus labios se abrieron en una amplia sonrisa que mostró la dentadura fuerte de un varón joven. Con tranquilidad, sin perderle la mirada, terminó de orinar. Luisa estaba como hipnotizada. Cuando el soldado hubo finalizado, no ocultó su miembro, sino que lo dejó a la vista, agarrado con la mano, mostrándoselo.

—¿Gusta a ti?

Fue como si la liberase del encantamiento que la agarrotaba. Tenía que huir. Qué reales se le hacían ahora las habladurías acerca de las tropelías cometidas por los terribles moros. Hasta su padre le había prohibido regresar más tarde de la puesta del sol por miedo a lo que pudiesen hacerle. Luisa sabía que si corría y la intención del moro era capturarla, si se aventuraba monte abajo podría alcanzarla con facilidad. En la penumbra del bosque nadie acudiría a socorrerla. Pero el camino que llevaba a Carbayín Alto quedaba parcialmente obstruido por el soldado. No había más opciones. Armándose de valor, Luisa apretó los labios en un gesto que simulaba desdén e hizo ademán de avanzar hacia allí, pero el soldado, negando con la cabeza, le bloqueó más el paso.

—Bonita. Muy bonita.

—Déjeme ir —suplicó. Le temblaba la voz. El soldado se rió, y continuó maniobrando su pene frente a ella, murmurando palabras en su idioma—. Me esperan. Vendrán a buscarme. ¡Chillaré!

—Sí, bonita. Muy bonita. Yo dinero. Joder, ¿eh?

Fue un movimiento muy rápido, ejecutado por ambos casi a la vez. El moro, como un depredador a punto de abatir su presa, perdió la sonrisa y se abalanzó hacia ella. Luisa, casi por instinto, lanzó un puntapié con la fortuna de impactar en la entrepierna del moro al tiempo que perdía la madreña. El hombre aulló de dolor, plegándose sobre sí mismo. Luisa corrió, pero el soldado, acuclillado, trató de asirla, aunque lo único que pudo capturar fue el vuelo de la falda, que respondió con un ruido de desgarro, dejándole entre los dedos engarfiados un trozo de tela gastada por el uso.

—¡Puta! ¡Puta! —escuchaba Luisa a su espalda. Y corría desesperada, descalza tras desprenderse de la otra madreña. Como un torbellino, en la mente se le representaban imágenes terribles de las historias oídas en el lavadero. Mujeres que aparecían en medio del bosque con el cuello rebanado y los pechos mutilados, hombres a los que arrancaban los testículos y los dejaban morir desangrados, niños que desaparecían de sus casas y a los que no se les volvía a ver. Todas las sospechas, entonces, recaían en aquellos demonios oscuros llegados de África para someter a los norteños. Su religión extraña, sus costumbres incomprensibles, su lengua, su salvajismo. Cualquier desgracia acontecida a los perdedores, si se desconocían los responsables, se adjudicaba a los moros. Y, ahora, una de esas pesadillas que se avivaban con la lumbre de las cocinas, en las largas tardes de invierno, había tomado cuerpo y la perseguía. Era la encarnación del hombre del saco. El corazón le palpitaba con violencia, la respiración apenas le permitía oír algo más que el fuelle del pecho que amenazaba con estallar, pero seguía corriendo, buscando dónde esconderse.

Al llegar a la calle principal de Carbayín se sintió salvada. Supuso que, por muy salvaje que fuese, el moro no se atrevería a raptarla allí donde cualquiera podría verles. Pero la calle, tarde de domingo, con el calor húmedo de la tierra que exudaba la tormenta, estaba vacía. Sofocada, se detuvo para comprobar con gran consternación el estado calamitoso de sus pies ensangrentados. Entonces, tras la esquina vio surgir al moro. Corría empuñando un cuchillo curvo y con los ojos inyectados en sangre. Luisa supo entonces que aquel hombre al que había golpeado ya no deseaba violarla. Simplemente, la iba a matar.

No perdió tiempo siquiera en gritar. Comenzó a correr de nuevo, incapaz de imaginar posibles refugios. El soldado la seguiría a cualquier vivienda en que entrase, y dudaba mucho que cualquier vecino fuese a enfrentarse a aquella bestia enfurecida con ansia de sangre. La iglesia estaría cerrada. Lo mismo, la casa cural. El edificio del cuartel de la Guardia Civil que los mineros habían tratado de tomar en el 34 estaba abandonado y la Benemérita se ubicaba ahora en Carbayín Bajo. Quiso correr entonces en dirección a Tuilla, rezando por cruzarse con alguien, pero el moro iba ganando metros y ella ya no podía más. De un momento a otro sentiría la furia de su aliento en la nuca. Se supo perdida. Entonces, escuchó la música de un aparato de radio que se filtraba desde el fondo de una plazuela.

Era la taberna de Casa Flor de Nicanor.

Santiago de Rosas había llegado a Tuilla la tarde anterior, en mitad de la tormenta. Tras los días de sol luminoso de Madrid, el viaje en automóvil desde Oviedo, donde lo había dejado el tren, adentrándose en aquella oscuridad que los faros apenas eran capaces de romper, había sido como traspasar las puertas de un infierno tenebroso y húmedo. Pero las noticias que traía de la capital le alentaron a continuar, a pesar del miedo. Por eso se había reunido en Casa Flor de Nicanor, la taberna de Carbayín Alto en la que le gustaba refugiarse cuando la niebla de Tuilla le oprimía, con el alcalde de Tuilla, Bienvenido, y con Hilario, el cura párroco. Además, en el pequeño teatro que pertenecía a la taberna decían que había dado un mitin la Pasionaria, y a Santiago le parecía que era un buen ejemplo de las vueltas que podía dar la vida.

—Las pruebas que obran en mi poder son incontestables.

El alcalde era un hombre orondo, de mofletes sonrosados y barba entrecana que se frotaba cuando estaba nervioso. Odiaba los conflictos. Si hubiese sabido qué pretendía de él el ingeniero jefe del pozo Mosquitera, habría encontrado cualquier excusa para escabullirse.

—No estoy seguro de que un escándalo así nos convenga.

—Además —apuntó el cura, parafraseando el libro sagrado—, quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra.

El ingeniero asintió, previendo los recelos de dos de los Hombres que, hablando de piedras y de pecado, se erigían como piedras angulares del poder local en su papel de representantes del Movimiento Nacional y de la Iglesia.

—Es cierto. La nueva Cruzada no está exenta de manos siniestras que obran sin que las diestras lo sepan. Pero esta vez, el jefe de Falange ha puesto en peligro los intereses de don Cosme. Y, hablando de manos, creo que la de don Cosme les cubre a ambos. Y no sólo con prebendas.

El recuerdo de que el poder real, ese que cortaba cabezas desde cualquier distancia, residía en don Cosme, el dueño de la empresa carbonera —entre muchas otras—, no se le escapaba a ninguno de los dos. El puesto de ambos dependía de los deseos de este personaje casi intangible, al que no habían visto por aquellas tierras más que en un par de ocasiones, y en las dos sin apenas prodigarse.

—¿Qué es lo que quiere de nosotros, ingeniero?

—Que no se entrometan. Nada más. Dentro de unas semanas llegará la orden de detención de Isidro. Entonces, él recurrirá a ustedes. Tratará de salvarse de cualquier modo. Si le ayudan, o le ponen sobre aviso —les amenazó—, también caerán ustedes. Señor alcalde, la Benemérita le obedecerá a usted. Sin su apoyo, Isidro no es nadie. El resto de sus pistoleros sabrán buscar mejores sombras cuando vean las consecuencias del hacha. Don Cosme no consentirá que nadie ponga en peligro sus bienes.

—¿Y todo por, digamos, hacer negocio con las ayudas del Auxilio Social?

—En Madrid no desean que miembros de Falange protagonicen casos de corrupción. Están hartos de ver cómo alimentos y ropas que reparte Auxilio Social terminan en el mercado negro. Usted mismo, alcalde, ha consentido la ejecución de estraperlistas, pero, curiosamente, siempre han resultado ser gente humilde. En Madrid quieren menos cabezas de turco y más responsables. Y, tal y como les están yendo las cosas a los antiguos falangistas que no se integran con los camisas nuevas, han decidido tomar medidas expeditivas con aquellos que den mala imagen. Varios falangistas ya han sido fusilados por esto mismo.

—Pero usted sabe como yo que los fusilaron por temas políticos, no por corrupción. Y nuestro jefe de Falange es cualquier cosa menos político. Jamás ha puesto un pero a nuestro Movimiento Nacional.

El ingeniero se encogió de hombros.

—Eso es cierto. A él sólo le interesa mantener su pequeño reino de taifas. Un reino donde imponer su ley y orden y acometer sus trapicheos. Sé que el resto no le interesa. Pero de esto nada saben en Madrid. O no saben más que lo que don Cosme les ha contado.

—Y que conoce de su boca, ¿verdad, ingeniero?

—Verdad.

—¿Y a don Cosme, en qué le pueden perjudicar los supuestos manejos turbios de Isidro? ¿Sabe que está siendo manipulado por usted para una venganza personal?

La pregunta impertinente irritó a Santiago. Pero el cura tenía razón. A don Cosme, los manejos turbios de Isidro no le perjudicaban. Es más, también la empresa había estado sufragando a Isidro y sus hombres en la guerra sucia contra los rebeldes del monte. Pero Santiago había hecho ver a su patrón que las cosas habían llegado demasiado lejos. Si Isidro continuaba sembrando el terror dentro del pozo, si proseguían las torturas, asesinatos y desapariciones de mineros y trabajadores, el rendimiento de la mina se resentiría. Santiago había llegado a Madrid con una carpeta llena de números donde demostraba que su gestión de La Colonia había sido la operación más rentable de las hechas hasta entonces. Nunca habían tenido mano de obra más barata con un rendimiento tan positivo. Y el jefe de Falange, tal y como lo presentó Santiago, amenazaba con destruirlo todo. Respecto a lo de venganza personal, Santiago lo habría definido como pura supervivencia, pero aquello le habría hecho parecer débil, y esas dos víboras sólo se aliarían con el bando que intuyesen ganador.

—En nada, padre. Los trapicheos de Isidro en nada afectan a don Cosme. Si ha decidido utilizarlos para pararle los pies, es porque denunciarle por los daños ocasionados a la explotación nos sacaría a todos los colores. Por eso buscamos una salida alternativa. No sé si sabe la historia de Al Capone.

—¿Quién?

—Un mafioso de Norteamérica. A pesar de ser un reconocido jefe de la Mafia, el gobierno no conseguía pruebas con las que condenarlo. Era un italiano inteligente con mucho poder, y usaba hombres de paja y negocios a modo de tapadera, con lo que nunca lograban una acusación que diese con él en la cárcel. Hasta que detuvieron a su contable. A pesar de los innumerables crímenes y asesinatos, terminaron procesándolo y encarcelándolo por evasión de impuestos. Ése fue su final.

La puerta de la taberna se abrió violentamente, dando paso a una joven con el rostro desencajado.

—¡Ayuda!

El ingeniero, que se encontraba situado en la mesa más cercana a la salida, se incorporó para sostenerla, derribando sin querer su silla. Entonces, justo detrás de la chica, surgió un joven soldado perteneciente a las tropas moras empuñando una afilada gumía.

—¡Deténgase! —ordenó Santiago. Emma, que dormitaba a sus pies, se había levantado de un salto y el ingeniero tuvo que calmarla para que no se abalanzase contra el soldado moro.

—¿Qué es lo que pasa?

La pregunta provenía de la puerta abierta en el lateral del local, la que daba acceso a un pequeño comedor donde solían recluirse los jugadores de cartas a pasar la tarde. El teniente Tariq, acompañado de su primo y un par de oficiales, apenas dedicó una mirada a su subordinado, deteniéndose mucho más a examinar aquel extraño cónclave que conformaban parte de las fuerzas vivas de la zona. Por parte de los observados la sorpresa no fue menor. Ni el ingeniero, ni el alcalde, ni el cura esperaban encontrarse allí con el teniente. Santiago, superado el desconcierto inicial, señaló al intruso:

—Teniente, ¿es así como mantienen el orden en la zona?

El teniente, de cuatro zancadas se plantó junto a ellos. El soldado, al verlo, había dejado caer los brazos y su rostro perdió cualquier expresión. Encajó los dos bofetones sin un lamento. El alcalde, que también se había incorporado, y al que los colores le habían encendido los mofletes al verse descubierto conspirando con el ingeniero, se encaró con el militar:

—Espero que no se vuelva a repetir, teniente.

—Con este soldado no. Esta tarde será convenientemente fusilado.

Pero su sonrisa no ocultó una sombra de sorna.