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El ingeniero jefe era un hombre de apariencia tranquila. Fumaba en pipa, recuerdo de sus años como estudiante en Inglaterra, y protegía la garganta con una gruesa bufanda de lana. A su lado era su sombra una vieja hembra de pastor alemán que no se despegaba de sus pasos. Cuando Ignacio, con el labio partido por el culatazo de Isidro, se incorporó a la formación de presos, un breve vistazo y una bocanada de humo fueron las únicas reacciones del ingeniero.
—Todos, jefe.
Isidro había entrado en la taberna con la pistola empuñada, tal y como había visto hacer a sus admirados vaqueros aquellos domingos en que, recién bañado y con el mejor traje, bajaba a Pola de Siero a la sesión de tarde del Cine Cervantes. Como un cowboy impávido que no teme al peligro, pegó la mano armada a la pierna para dar estabilidad al disparo y contempló largamente a su víctima, como aguardando a que el otro desenfundase. Ignacio, alertado por el tabernero, había separado las manos del cuerpo, abriendo bien los dedos para mostrarse lo más indefenso posible, pero no pudo evitar un escalofrío de terror al verse enfrentado a la boca del arma. No era la primera vez que le ocurría y, como entonces, un acto reflejo le llevó a entrecerrar los ojos a la espera de la brutal detonación. Isidro, sonriendo peligrosamente, masculló una imprecación, a la que Ignacio sólo fue capaz de responder con un lamento: «Tenía hambre», leyendo en las pupilas del hombre su sentencia. La irrupción inesperada de la mujer del tabernero quebró la amenaza.
—¡Isidro, coño, que acabo de barrer!
Era una mujer menuda, de cintura inabarcable, calzada con madreñas y todavía con la cesta llena con los huevos que acababa de recoger del gallinero entre las manos. Isidro parpadeó como si saliese de un sueño, se tocó la visera de la gorra con la punta de los dedos, como un galán de blanco y negro, y su sonrisa se distendió hasta enseñar los dientes.
—No era mi intención, Candela. Anda, ponme una cacipla.
Bebió el vino acompañado del imparable moscardeo alrededor de las tiras con cola y la respiración pesada de Candela, que había decidido quedarse hasta que las aguas se remansaran. Al terminar el vaso, lo dejó sobre la madera y, tras guiñar a la mujer en jarras, se volvió a Ignacio.
—¡Tú, escoria, vuelve con los tuyos antes de que me arrepienta!
Al pasar a su lado para ganar la salida, la culata de la pistola impacto contra la boca del preso, rompiéndole el labio y provocándole un intenso dolor. Ignacio se tambaleó, pero no se quejó ni se volvió y, escupiendo sangre, apuró el paso hasta encontrar refugio entre los demás prisioneros.
—Soy el ingeniero Santiago de Rosas Guzmán, director de La Colonia y del pozo Mosquitera, adonde pertenecéis desde ahora mismo.
El ingeniero, una vez solucionado el incidente con la incorporación del hombre que faltaba en el recuento, paseaba mientras hablaba, escoltado por la perra.
—Vuestro destino habría sido el pozo Fondón, en Sama, donde han ido el resto de vuestros compañeros de viaje para seguir un régimen penitenciario como el que habéis vivido hasta ahora, pernoctando en prisión y trabajando doce horas diarias, seis días a la semana, en redención misericordiosa de vuestras condenas.
Ignacio sentía cómo se le inflamaba el labio, aunque, por fortuna, ya había dejado de sangrar tan profusamente. Y aunque las moscas se le pegaban a la herida abierta, no se atrevía a espantarlas con la mano, vigilado como estaba por la sonrisa cínica de Isidro, que aguantaba la charla del ingeniero de pie, a varios metros de distancia.
—Ése era vuestro destino. Pero a nuestra empresa le hacen falta hombres. El carbón es un bien necesario para levantar el país, y vosotros, que tanto habéis hecho para destruirlo, seréis los brazos que ayudarán a apuntalarlo de nuevo desde los cimientos. Por eso el ministerio ha tenido a bien proporcionarnos reclusos que aliviarán esta carestía de trabajadores. Sin embargo, y como podéis observar, aquí la situación será diferente a la que estáis acostumbrados y a la que os aguardaba en Fondón. Nosotros no tenemos alambradas, ni torres de vigilancia, ni siquiera soldados para que os custodien —y con la boquilla de la pipa apuntó en derredor suyo, a los montes que constituían la barrera natural—. Trabajaréis seis días en turnos de ocho horas. También recibiréis instrucción religiosa impartida por don Hilario, el señor cura. Los domingos tendréis obligación de asistir al oficio religioso, y cada mañana saldréis a practicar gimnasia y os encargaréis del cuidado y mantenimiento de las instalaciones que os han sido designadas. Fuera de eso, tendréis permiso para pasear cuando estéis libres de turno o de cualquier trabajo que los vigilantes os indiquen, y los domingos podréis recibir visitas de familiares, así como correspondencia y paquetes. Pero no quiero que nadie se equivoque. Eso no os convierte en hombres libres. Pertenecéis, hasta que un Tribunal declare lo contrario, a un batallón de prisioneros que redimen pena con el trabajo. Prisioneros, sí. Pero trabajadores. Y como tales pienso trataros. Si vosotros cumplís, yo cumpliré —y aquí detuvo el discurso los segundos necesarios para sostener la mirada de cada uno de los miserables que le escuchaban, expectantes todos, la mayoría incrédulos, y mantuvo sus ojos firmes en cada hombre el tiempo que consideró necesario como si estuviese así sellando un acuerdo inquebrantable y dándoles tiempo a ponderar el contenido de sus palabras—. Creedme. Os convertiré en trabajadores útiles para el Estado, y os trataré como a tales. Recibiréis un jornal de dos pesetas diarias del que se os descontará una como pago de vuestra manutención. Se os ubicará en La Colonia, donde deberéis permanecer confinados en el horario nocturno sin excepción alguna a esta norma, y os someteréis a las medidas de vigilancia que el jefe de la Falange, don Isidro, y que el encargado de La Colonia, Damián, tomen a bien considerar. Y si alguno, a pesar de las bondades que el nuevo régimen brinda para su redención, decidiese traicionar esta confianza y escapar, o participar en actividades subversivas, o no someterse a alguna de las normas, sepan que mi paciencia tiene un límite, que estas montañas son enemigos feroces para aquellos que las desconocen, y que los regulares del teniente Tariq tienen la misión de mantener el orden en estos pagos —todos los ojos convergieron en los moros—. Mientras permanezcáis dentro del perímetro marcado y cumpliendo con vuestro trabajo, estaréis bajo mi jurisdicción. Cualquier problema, indisciplina o castigo pasará por mí y mis subalternos. Fuera de ahí… —y bastó con que la boquilla de nuevo fuese el puntero que señalase, en esta ocasión, a las tropas moras, para que todos terminasen de comprender. Sin embargo, fue el tono amable de su despedida, tras un discurso falto de emoción y cargado de soflamas que sonaban a arenga necesaria, lo que más sorprendió a los hombres.
—Procuren recuperar fuerzas. Mañana recibirán la visita del doctor, y los que sean considerados aptos, el lunes bajarán al pozo.
La Colonia distaba quinientos metros de la estación, y hasta allí fueron caminando custodiados por varios hombres de la Falange comandados por Isidro. El edificio era una construcción de ladrillo visto con una gran sala de grandes ventanales cercados por castaños y chopos, y una humedad intensa proveniente del río Candín que tiraba la carga de las paredes interiores. En la sala había literas de dos en dos filas. Cada litera tenía un armario de madera con un número escrito con tinta. En la pared del fondo colgaba un gran crucifijo y, a ambos lados de éste, los retratos de Francisco Franco y de José Antonio Primo de Rivera. Una puerta comunicaba el dormitorio con un pasillo que a la izquierda se abría al cuarto de aseo con sus piletas, y también daba acceso a las letrinas, y de frente se llegaba a las cocinas, donde dos mujeres del pueblo habían sido contratadas para el rancho de los reclusos. Después de las cocinas estaban los cuartos reservados para los vigilantes. Y, frente al edificio, mirando al sur, una explanada abierta bañada por el sol que ayudaba a liberarse de la sensación de humedad que se aferraba a los huesos como una segunda muda cuando se pasaba demasiado tiempo entre las paredes del edificio. Allí encontraron, fumando, al que iba a ser el encargado de la vigilancia de La Colonia.
—Escoria, éste será, en ausencia de don Santiago, quien dirigirá vuestros destinos.
Damián escupió una hebra de tabaco y le dio la mano a Isidro.
—¿El jefe?
—En las oficinas. Son tuyos.
La sonrisa que esbozó se prolongó por la ausencia de carne que una bala le había birlado en las trincheras de Buenavista durante el sitio de Oviedo, en el invierno del 36.
—Déjame a Velasco y a Paquito. Hoy habrá que demostrar a estos pelagatos quién manda aquí.
Mientras Isidro regresaba hacia el pueblo, se acordó del preso que le había dejado en evidencia con don Santiago, y lamentó no habérselo indicado a Damián. Luego, se encogió de hombros. Tiempo tendría de ajustar cuentas.