29
Aunque Ignacio creía que la situación precaria en la que se encontraba no era más que el resultado de una concatenación de hechos desafortunados, en realidad, su suerte estaba echada desde la noche anterior, cuando Genaro confesó la fuente de sus males a Isidro. Diez horas sin beber, seis horas allí de pie, con un brazo alzado que ya no sentía porque su cerebro había decidido, por fin, ignorarlo, y el sol, aquel sol mentiroso, sol de los vencedores, amenazando con perforarle el cráneo. No aguantaba más. Hasta cien, cuenta hasta cien, le suplicó una parte de sí que todavía ansiaba la vida. No, no aguanto más, se contestó. Pero no dejó caer el brazo.
Velasco fue recogido en la galería con la cabeza abierta. Un caballista lo encontró tirado entre el barro manchado de sangre cuando su mula detuvo la carga. El cuerpo obstruía los raíles. Por fortuna para Velasco, la cabeza quedó a un palmo de un profundo charco de agua enlodada donde se habría ahogado sin remedio, aunque Onésimo, tras la primera cura, no aseguró que sobreviviese.
El caballista mostró a los vigilantes dónde había encontrado a Velasco. También señaló el costero —de cincuenta kilos al menos— que había tenido que apartar para despejar la vía. En el turno anterior al del herido se habían realizado labores de refuerzo y enrachonado de la entibación, intermediando algunos cuadros en esa zona de la galería ante el riesgo de quiebra. Los vigilantes comprobaron la consistencia de los refuerzos y, al golpear paredes y techos, tuvieron que apartarse precipitadamente para que nuevos costeros no los atrapasen. La conclusión era obvia. El vigilante de segunda Velasco había sufrido un infortunado accidente. Cuando la noticia de la investigación llegó a los presos de La Colonia, muchos respiraron, aliviados. El aviso de que Velasco había sido evacuado corrió como la pólvora, dando a pensar que alguien había decidido tomarse finalmente la justicia por su mano. Y, a pesar de que la mayoría había votado contra esta opción, el hecho de haber debatido un atentado los hacía, como mínimo, cómplices del mismo. Pero cuando trascendió la resolución de los vigilantes, nadie sospechó de la agresividad con que iba a reaccionar Isidro.
—¡Capitán Ordóñez, no me joda! ¡Haga salir al prisionero y que él confirme lo que digo!
Las voces de Isidro a la puerta de La Colonia despertaron a todos. Incorporados a medias, vieron cómo dos soldados entraban en el dormitorio y se acercaban hasta una de las literas.
—Fulgencio, te llaman.
El nombre de Fulgencio corrió de boca en boca. El bulo de que los falangistas tenían un infiltrado cobró visos de realidad al ver cómo aquel preso llegado de Lugo salía raudo a reunirse con el capitán Ordóñez y con el jefe de la Falange. Fue la última noche en que lo vieron. Alguien comentaría más tarde que Fulgencio se había vendido para salvar sus propiedades, varias hectáreas de maizales y una pequeña ganadería que pretendían quitarle bajo la acusación de ser un desafecto al nuevo régimen. Redimida su culpa, le habían permitido regresar al pueblo a rehacer su vida.
El capitán Ordóñez fue requerido por Isidro minutos antes de que sus voces despertasen a los prisioneros. El capitán, que se había acostado apenas dos horas antes, tuvo que disculparse unos minutos, retirándose a vomitar los excesos del coñac. El alcohol le regalaba un sueño pesado, pero, a cambio, le reventaba más si cabe su estómago maltrecho. En un par de meses había perdido varios kilos de peso, y muchas mañanas se presentaba ojeroso, mal afeitado y con aliento oliendo a la podredumbre que le recomía por dentro. Él, cuando le preguntaban, achacaba todo a la maldita humedad. «Este tiempo asqueroso —murmuraba— y la humedad del río. Se cuela por todas partes y me descompone». Con el uniforme a medio vestir, la mirada turbia y una resaca monumental, escuchó las reclamaciones de Isidro, más pendiente de que el otro dejase de gritar que de preguntarse cuál era su deber como soldado. Cuando por fin comprendió que lo que Isidro pretendía era realizar un interrogatorio acerca del ataque premeditado a un vigilante, ataque del que él no tenía constancia, se atrevió a preguntar:
—¿Está don Santiago informado?
—¡Santiago está en Madrid, coño! ¿O es que tampoco está al tanto de esto? ¡Despierte, hombre! ¡Es urgente!
Poco a poco, el capitán iba recuperando la noción de la realidad al tiempo que controlaba las arcadas. Se debatía entre la necesidad de un café y la de un trago de coñac, pero antes había que solucionar aquello con el falangista. Su guardia pretoriana, con Paquito al frente y varios miembros de la Benemérita, se mantenían expectantes a la espera, las armas preparadas y los dedos en los gatillos. Los soldados de guardia se habían colocado detrás de su capitán, pero estaban en franca minoría. Las palabras de Isidro restallaban como un látigo mientras que a Ordóñez apenas se le entendían sus balbuceos. Éste conservaba un recuerdo muy vago acerca de ese viaje del ingeniero a Madrid. Creía que sí se lo habían comunicado a través de un mensajero, pero no recordaba los términos exactos. Quizá una reunión con don Cosme, el dueño de la empresa, o algún otro tipo de compromiso oficial. No estaba seguro. Fue a preguntarle a Isidro cuándo se esperaba que Santiago estuviese de vuelta, pero, juiciosamente, supuso que el otro no se lo diría. Vistas así las cosas, concluyó, el único con poder para rechazar los requerimientos del falangista era él mismo. Y no se veía capaz. Débilmente, arguyo:
—El ingeniero jefe ordenó a mis hombres que disparasen sobre cualquiera que importunase a los prisioneros.
Los soldados se miraron entre ellos, inquietos. Al otro lado, sonrisas con sorna respondieron a la tibia amenaza.
—Pero ¿eres idiota o qué, Ordóñez? ¿Quién coño manda sobre los soldados más que su capitán? ¿No te estoy diciendo que el espía que trabaja para nosotros nos comunicó de la conjura para atentar contra Velasco, fraguada bajo tus mismas narices, y que, ahora mismo, Velasco se debate entre la vida y la muerte y su suerte está en manos del Altísimo por culpa de tu incompetencia? Me importan un carajo las intenciones del ingeniero. Es un masón, de esto ya no hay duda alguna. Este lugar es un nido de víboras, y mi misión es mantener a los trabajadores honrados, a las mujeres de bien y a todo cristiano alejados de las malas influencias de este hatajo de rojos siervos de Stalin. Y tú, Ordóñez, va siendo hora de que decidas a qué bando perteneces. Mis amigos de la Comandancia comienzan a tener serias sospechas acerca de tus afinidades. Cuando se destapen las cartas y todo el peso de la ley caiga sobre ese masón de Santiago, arrastrará tras de sí a cuantos le hayan ayudado a socavar los cimientos de esta nueva nación, corrompiéndola. Y a ti sólo hay que verte.
—¿Qué… qué quieres decir?
—¡Me has entendido de sobra! Mírate al espejo, coño. Pareces cualquier cosa menos un soldado. Menudo ejemplo para tus hombres. Así que colabora. Tenemos toda una noche por delante para hacer una investigación entre esos bastardos. Vamos, sácalos de sus cubiles.
—Mis órdenes…
—¡Capitán Ordóñez, no me joda! ¡Haga salir al prisionero y que él confirme lo que digo!
Los falangistas se habían desplazado hasta La Colonia en dos automóviles que aparcaron frente al edificio. Con los focos iluminaban la explanada, y los prisioneros, deslumbrados, fueron saliendo entre insultos y obligados a formar sin darles tiempo a ponerse las alpargatas o las botas. La noche, a pesar de ser verano, comenzaba a refrescar, haciendo a alguno estremecerse. Pero quizá no era por el frío.
El prisionero al que habían conocido como Fulgencio señaló con el dedo a los cinco que constituían el autodenominado Comité de Resistencia Antifascista. El Profesor, Carlos y los otros tres fueron apartados del grupo a golpe de culata. El resto, intimidado, agachó la cabeza mientras se escuchaban con claridad los lamentos y súplicas de compasión de los compañeros que eran apalizados inmisericordemente. Sus aullidos llegaban nítidos, y el capitán Ordóñez, sin saber qué hacer allí varado en mitad de la nada, con la sonrisa irónica de Isidro persiguiéndole a cada movimiento, no tardó en ocultarse en su cuarto. Sus soldados, ante la repentina ausencia de mando, optaron por regresar también a los dormitorios, excepto los que estaban de imaginaria, que reiniciaron las guardias lo más alejados que podían de los hombres de Isidro. Mientras, los prisioneros en formación, firmes frente a los faros, eran los únicos que no se podían ocultar ante la violencia. Para su desgracia, aquella estampa se parecía demasiado a la que habían sufrido a manos de Damián en su primera noche en La Colonia. Pero entonces vivían sin expectativas. Todavía no se habían creído las promesas del ingeniero jefe, Santiago de Rosas. Si después de esos meses se habían permitido el lujo de alimentar una pequeña esperanza, de nuevo ésta se quebraba ante la dura realidad de la sangre. La débil creencia de encontrarse fuera de la disputa que fracturaba el país se había roto con la misma facilidad con que estallaba una pompa de jabón. Eran un rebaño sin pastor que sobrevivía rodeado de demasiados lobos. Ninguno presagiaba un buen final para aquellos cinco desgraciados.
Isidro no asistió a la paliza. Tampoco los prisioneros fueron testigos de ella. Sólo los gritos, que eran siempre peor, estremeciendo la oscuridad y las entrañas. Tres guardias civiles escoltaban, con los naranjeros preparados, los paseos del jefe de Falange frente al grupo, como un pelotón que aguardase la orden de ejecución. Isidro caminaba como ensimismado en sus pensamientos, las manos a la espalda, la gorra calada, su silueta recortada y agrandada contra el muro por la luz de los faros. De cuando en cuando, se acercaba a uno de los hombres y se plantaba frente a él, intimidándolo con su presencia muda. El escogido, entonces, temblaba como una hoja, hasta que Isidro parecía olvidarse repentinamente de él y se retiraba de nuevo. No era más que un juego cruel con el que entretener el paso del tiempo.
Los lamentos se habían ido espaciando, haciéndose casi inaudibles. Pero esto no consolaba al grupo. Isidro se había cansado de pasear y de su juego y descansaba sentado en uno de los coches. Su espalda no se encontraba restablecida del todo. Paquito se acercó a la portezuela abierta y le informó:
—Si seguimos los vamos a matar.
—¿Y?
Paquito no replicó. Se quedó parado, en silencio, aguardando. Isidro, que estaba liando un cigarrillo, lo arrojó al suelo con aire hastiado. El papel se le había rasgado. Estaba echándoseles encima el amanecer.
—De acuerdo. Llevádselos al matasanos. Que sepa qué le aguarda si abre el pico. Los quiero a todos trabajando a primera hora. A todos, menos al que llaman Profesor. Ése ya dio su última clase.
Isidro salió del coche con dificultad, echando mano a sus riñones, pero rechazando la ayuda que Paquito le brindaba.
—¡Ordóñez! —bramó—, ¿dónde está ese borracho?
Cuando el capitán Ordóñez se presentó ante él, más agotado que nunca pero perfectamente vestido y afeitado como si estuviese a punto de jurar bandera, Isidro le espetó:
—Capitán, uno de sus prisioneros intentó escapar mientras lo interrogábamos.
Como corroborando sus palabras, dos disparos segaron el amanecer.
—Ya ve, no pudimos hacer nada. Espero que haga un informe adecuado a este intento de fuga. Del resto del interrogatorio, supongo que no tendrá nada que comentar. Retírese.
—Lo que ordene.
Su aliento apestaba a coñac.
El jefe de Falange se volvió a la formación de prisioneros, que desfallecían de cansancio y miedo. Llevaban allí de pie tres horas. Apenas sin dormir, la jornada de mina anquilosaba sus articulaciones.
—Escoria, ya sabéis quién manda aquí. A partir de ahora no permitiré que se infrinjan las normas. Ninguna. El atentado contra Velasco ya ha tenido su castigo. Hale, regresad a la camita y pensad en vuestros pecados. Todos, venga… menos el que se conoce como Guadalajara. Ése, que se quede. Todavía tiene que responder ante mí por algo.
El capitán Ordóñez no estaba en situación de oponerse ya a nada, pero, al ver cómo apartaban a Ignacio del grupo, no pudo menos que preguntar:
—¿Y éste?
—Un blasfemo —fue la respuesta lacónica.
—¿Blasfemo?
—Blasfemo, eso es. Don Hilario se quejó del abandono en que está la catequesis de estos hombres desde que el ingeniero limita su doctrina. A éste lo han escuchado blasfemar públicamente. Y merece un escarmiento. Vamos, capitán, es tarde. Vaya a descansar. Tiene mala cara.
Ignacio no se lo podía creer. Escuchó estupefacto las justificaciones del falangista. También él estaba exhausto, y no por los efectos del alcohol, como Ordóñez, sino por el cansancio y la tensión de la noche. Pero para él la pesadilla todavía no había acabado.
—Señor, yo no…
Un culatazo le dobló por la mitad.
—¡Espera a que te ordenen hablar!
Isidro repartió órdenes entre su grupo. La mayoría se subió a uno de los autos y se fue, dejando solos a Isidro y Paquito, su escolta. Ignacio temió por su vida. Sin testigos, ¿quién podía evitar que corriese la misma suerte que el Profesor? Incrédulo, no era capaz de convencerse de que aquel maníaco todavía se acordara del desaire del primer día, cuando lo descubrió comiendo sardinas en la tasca de Floro. ¿Era tan cruel como para dilatar tanto la venganza? Pero no. Tiempo había tenido para vengarse antes. Tenía que existir otra razón. Otra, con mucho más peso que una hipotética blasfemia. ¡Por blasfemar! No podría negarlo. Eran tantas las que se oían dentro del pozo durante la jornada de trabajo. Si al menos pudiese justificarse aduciendo que siempre juraba por quinto, como su abuelo. Pero sólo el hecho de tener que hablarle a aquel animal de su familia le provocaba náuseas, como si se estuviese traicionando.
—Muchacho, te has metido en un buen lío.
—Yo no quise ofender.
La carcajada de Isidro, ahora que ningún otro sonido alteraba la noche, sonó tétrica.
—No creerás que estás aquí por acordarte de Dios, ¿verdad? No. Tu pecado es mucho más grave. Veremos si soportas la penitencia —y, dirigiéndose a su hombre, ordenó—. Paquito, busca a uno de esos inútiles de uniforme.
El soldado se cuadró frente a Isidro. Éste señaló a Ignacio en mitad de la explanada, firme con el brazo en alto, saludando a la bandera bicolor que Isidro, personalmente —«para ti ya amaneció»—, se había ocupado de izar.
—Escucha, muchacho, porque sólo lo diré una vez. Vigila a éste. Si baja el brazo, pégale un tiro. Si se desmaya, pégale un tiro. Y tú no te muevas de aquí hasta que yo o uno de los míos lo ordene.
—A sus órdenes, señor.
El taconazo fue del agrado de Isidro. Luego, se volvió a Ignacio, le guiñó un ojo y dijo:
—Tú, aguanta. Quiero hablar contigo. Tengo algo interesante que contarte.
Los dejaron solos.
Ignacio leyó el miedo en la expresión del joven, apenas un adolescente, que le apuntaba con su fusil como si él representara un peligro real. Sin duda, el soldado temía más a Isidro que a su prisionero, pero la noche lo intimidaba. Cualquier ruido lo hacía volverse, agitado, como si creyese que algo podía surgir sorpresivamente de la oscuridad. Pero nada se movía en derredor suyo. Si había algún otro centinela por los alrededores, éste no se acercó para averiguar qué pasaba.
A los pocos minutos de tener el brazo en alto, Ignacio comenzó a sentir fatiga.
—Chico, ¿de verdad me matarías por descansar el brazo un rato?
Al soldado le subieron los colores y un temblor visible se apoderó del fusil.
—¡Calla!
Ignacio recordaba haberlo visto los domingos jugando al fútbol. Era de los que más disfrutaban. Corría, gritaba, animaba a los suyos y jugaba limpio. Incluso lo había visto interesarse por la integridad física de un prisionero al que acababa de realizar una mala entrada. No, no parecía un mal muchacho. Pero dispararía. El miedo a Isidro le haría disparar.
Hubo un momento en que creyó que no aguantaba más. Era tanto el dolor del brazo que comprendió que, antes o después, no le quedaría otra que dejarlo caer. Isidro tardaría mucho en regresar, si es que regresaba, y él apenas estaba siendo capaz de superar la primera media hora. Inspiró profundamente, apretó los dientes y, entonces, el soldado debió de leer el peligro en la expresión concentrada del prisionero porque se alejó unos metros sin dejar de apuntarle. Ignacio exhaló, desalentado. Su desesperación había descubierto la jugada. Si el chico hubiese desviado una vez más la mirada para interesarse por lo que ocurría detrás de él, se habría abalanzado contra él. No habría sido difícil desarmarlo. Con algo de fortuna, podría haberlo noqueado antes incluso de que diese la alarma. Luego, con el fusil, ganaría el bosque y lucharía por su libertad. Mejor eso que morir allí como un perro, a manos de un infeliz que no sabía ni por qué luchaba. Pero se había delatado y, ahora, la distancia resultaba insalvable.
Una hora después, La Colonia despertó, si es que alguien había podido conciliar un breve sueño. Los presos formaron de nuevo en la explanada con seis ausencias. Pasaron lista, entonaron el Cara al sol y saludaron a la bandera. Como cada mañana, un soldado tomó un texto, esta vez de la Biblia, y leyó en voz alta. Luego, les ordenaron romper filas para desayunar.
El capitán Ordóñez, extrañado al ver a Ignacio y al soldado parados al lado del mástil, hizo llamar al vigilante. El joven titubeó. La orden de Isidro había sido que no perdiese de vista al prisionero, pero no obedecer a su capitán era insubordinación y podrían fusilarlo tras un consejo de guerra. Finalmente, optó por obedecer al rango, aunque antes se acercó a Ignacio y, expeliendo una lluvia de saliva en su rostro debido a los nervios, masculló:
—No te muevas, ¿me has entendido? Te estoy vigilando.
Como el soldado se ausentó por el lado de su espalda, Ignacio no se atrevió a dejar caer el brazo, que le dolía como si se lo estuviesen quemando con un hierro candente. Miles de agujas recorrían cada terminación nerviosa y el temblor se había extendido por todo el cuerpo. Un sudor frío perlaba su frente. Se sentía desfallecer, y comenzaba a pensar que una bala en la cabeza no podía ser tan mala. El bosque seguía allí, tentándole, aunque varios hombres de uniforme le darían caza antes incluso de abandonar la explanada. De pronto, una mano se posó sobre su hombro.
—Amigo, estoy contigo.
Antes de que pudiese reaccionar, Faustino colocó una tabla de madera bajo la axila y la apoyó contra las costillas, a la altura del pectoral.
—Descansa el brazo sobre esto.
Ignacio sintió el dolor de la madera al presionar contra la carne acalambrada, pero el alivio de descargar parte del esfuerzo sobre la madera fue indescriptible.
—Se darán cuenta.
Faustino le bajó la cremallera del mono y, sosteniéndole el brazo, le volvió a colocar el soporte, esta vez escondido bajo la ropa. Luego, se alejó un par de pasos y lo estudió.
—El brazo te queda más bajo, pero no se ve nada. Cuando te ordenen descansar, lo levantas un poco para que caiga, y atento a que no se escape por la pernera delante de ellos. Suerte, amigo.
Si Faustino se hubiese quedado dos segundos más, habría visto los ojos de Ignacio anegados en lágrimas. Por eso se fue. También los suyos se habían humedecido.
El soldado regresó casi al instante. El capitán Ordóñez no se había atrevido a desautorizar a Isidro. «Entonces, ¿disparo, mi capitán?». Al ver a Ignacio todavía de pie, respiró, aliviado.
—Prisionero, haz bien ese saludo.
—No puedo.
—¿Qué?
La lengua se le pegaba al paladar. Habría querido pedirle a Faustino un poco de agua, pero ya era tarde. Sus compañeros acababan de marcharse a la mina. Las palabras «ánimo, Guadalajara», «aguanta, Guadalajara» fueron repetidas desde las filas como un eco.
—No puedo —repitió, tratando de resultar audible—. Mátame si quieres, pero no puedo.
El joven frunció el ceño. Ciertamente, el brazo estaba por debajo de los noventa grados, pero seguía levantado. Su orden era que el prisionero no lo dejase caer, así que lo dejó estar. Nunca había matado a nadie, y hacerlo por una cuestión de alturas le parecía mezquino.
La madera se le clavaba en el pecho con saña, dificultándole la respiración. También en el brazo le cortaba la circulación hacia la mano, pero era mucho mejor que cuando tenía que mantenerlo alzado por sí mismo. Sin la intervención de Faustino, pensó, ya estaría muerto. Otra vez, a un paso de la muerte. Salvado por un trozo de madera, o por la firma en un expediente, o por un par de milímetros que alteraban la mira de un fusil cuya bala le había pasado rozando, o porque ningún obús llevaba escrito su nombre. Tantas veces a punto de morir y, sin embargo, cuánto ansiaba seguir vivo. Pensó en el Profesor. También él lo había deseado. A pesar de su comité, de su resistencia a los fascistas, de su lucha clandestina, el Profesor había escogido sobrevivir. No había querido huir con los del monte con la esperanza de una libertad que cada vez veían más cerca. Tras tantos años de oscuridad, la posibilidad de no obedecer una orden, de no esperar una paliza, de no temer oír el nombre en una saca les había hecho germinar a cada uno de los hombres del batallón de trabajadores de La Colonia una esperanza. El Profesor había querido vivir con todas sus fuerzas y, sin embargo, su cuerpo debía de seguir abandonado detrás del edificio, decenas de moscas caminando entre su boca abierta o bebiendo su sangre, a la espera de que el capitán se recuperara de la resaca y decidiese qué hacer con los restos. Pero él, Ignacio, todavía respiraba. A pesar del brazo, de la madera lacerando su pecho, de la debilidad de sus piernas, estaba vivo. No se resignaba. No había llegado tan lejos para morir así, de manera tan estéril y absurda. Su obligación era luchar. Por él mismo, por su padre y su hermano, por Luisa, por el Profesor y por tantos otros compañeros que no lo habían conseguido o que ni siquiera habían tenido la oportunidad de intentarlo.
Entonces salió el sol de entre las montañas. Un tímido rayo acarició su rostro y suspiró, agradecido.
—Vaya, sigues vivo. Y con el brazo saludando como un buen español. Estoy sorprendido.
Ignacio entreabrió los párpados, saliendo con dificultad de la semiinconsciencia en que se había refugiado. Frente a él, sonriendo socarrón, estaba Isidro. Al ver allí a su verdugo, quiso pedir clemencia, pero no pudo articular palabra y se desmayó.
Lo despertaron con un cubo de agua fría. Abrió los ojos y lo primero que vio fueron unos zapatos negros lustrosos junto a unas botas manchadas de barro. Comprendió dónde estaba, que finalmente no había resistido y que, a pesar de todo, no le habían disparado. ¿Cuánto tiempo había soportado allí, de pie? Imposible saberlo. La altura del sol en el firmamento anunciaba que era más de mediodía. Recordaba el peso insoportable de los rayos sobre su cabeza desnuda de boina durante la interminable mañana. Su vigilante, exhausto, se había refugiado durante las últimas horas bajo una sombra, unos metros más allá. Por dos veces, las rodillas de Ignacio habían fallado, a punto de hacerle rodar, y las dos veces se recuperó al ver al muchacho levantarse como activado por un resorte. Supo entonces que el chico estaba tan cansado que ya no le mataría por miedo a Isidro, sino para terminar con aquello, y él mismo dudó si ese final no sería un alivio para ambos. Bajo los castaños le esperaba la muerte disfrazada de adolescente con acné. Pero él había determinado resistid y esa única orden obligó a su cerebro a disponer de las exiguas fuerzas que le restaran para no caer.
—Incorporadlo.
Entre dos hombres lo sujetaron casi en vilo. Sus piernas no le obedecían.
—¿Sabes por qué te he castigado? Contéstame, coño, ¿sabes por qué…?
—Se desmayó otra vez, jefe. Está casi muerto.
Isidro se irritó.
—Despertadlo. Quiero que sepa.
Esta vez, Ignacio tardó más en asirse a la realidad, sumido en una especie de fantasía donde se veía corriendo entre los melonares de su padre, perseguido por un enemigo invisible que no cejaría nunca en su empeño por atraparlo. Él corría sin detenerse, buscando refugio, pero no había lugar donde guarecerse en aquella planicie quemada por el sol.
—Tú, Guadalajara, ¿me oyes?
El dolor de una patada en la pierna le obligó a responder.
—Sí… sí.
—Tengo dos cosas que decirte, Guadalajara. O Ignacio Blas, porque éste es tu verdadero nombre, ¿verdad? Un expediente muy interesante. Todavía no sé cómo sigues vivo después de todo, aunque todavía estamos a tiempo para subsanarlo. Presidente del sindicato de la UGT, secretario de la Casa del Pueblo, marxista declarado y un instigador de la rebelión roja. Dos penas de muerte conmutadas, a saber por qué, treinta años de reclusión. Y, ahora, este campamento de verano en La Colonia. Me gustaría conocer a tu hermana. Debe de follar como nadie. Se tiene que haber pasado por la piedra a varios libidinosos de las comisiones de revisión de penas. Qué me dices, ¿eh? ¿Folla bien tu hermana? Porque los libertarios defendíais eso, ¿no? Sexo libre, abajo el matrimonio, arriba las uniones civiles y toda esa propaganda asquerosa. Bien, un día tienes que invitarla a venir y presentármela. A lo mejor yo también me ablando y puedo interceder por ti. ¿Te parece bien, Guadalajara? ¿Me presentarías a tu hermana? ¿O mejor a tu novia Luisa?
Si hasta entonces le estaba costando mantener la atención para no desvanecerse de nuevo, el nombre de Luisa le devolvió un ápice de lucidez.
—Ya ves que lo sé todo. Esa puta que cortejas es para un buen muchacho, un muchacho decente, no para ti, escoria. Se la arrebataste a alguien mejor que tú. A alguien con muchos menos pecados a sus espaldas. Así que olvídala por el bien de ella… y por el tuyo. ¿O quieres que te pase como a tu hermano?
—¿Mi… hermano? —y automáticamente pensó en Joaquín, su hermano pequeño, al que habían vuelto loco de una paliza. Tan joven, tan buen muchacho, y aquellos cerdos le golpearon hasta romperle la cordura. «¿Dónde se esconden Ignacio y Manuel? ¡Habla o te arrancamos la lengua!». Le golpearon sin piedad. Luego, delante de su cuerpo derrengado, raparon el pelo a su hermana y a su madre, las violaron, y finalizaron orinando sobre él, ya desconectado de la realidad. Las monjas lo habían acogido en un hogar de caridad para dementes. Pobre Joaquín. ¿Qué más podía sucederle?
—Sí, tu hermano. Tu hermano, el aviador. El que tiraba bombas sobre nuestros leales matando mujeres, niños y viejos. Otro desalmado como tú. Pero no con tanta fortuna. Tu hermano Manuel, el que estaba preso en Madrid. A ese hijo de puta lo fusilaron hace quince días. No lo sabías, ¿eh? Te lo cuenta tu hermana en esta carta.
Y, con absoluto desdén, se la arrojó a los pies.