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Ignacio y Faustino fueron los últimos en entrar al dormitorio. El sargento de guardia pasó lista y, tras apagar las luces, se retiró. Fuera quedaban los soldados de imaginaria. La luz de la luna, sublevada, irrumpía a través de los cristales dotando a la estancia del color del cinematógrafo. Como de costumbre, se impusieron los ruidos de toses, crujido de literas, pedos y cuerpos que se revolvían sobre sí mismos. En algún lugar, conversaciones amortiguadas que languidecerían con el peso del cansancio. Ignacio, previendo una noche de insomnio, se agazapó bajo el cobertor tratando de concentrarse en el murmullo eterno del río, hasta que otro murmullo, este de voces quedas, se interpuso en su mantra perturbando su descanso. Sin incorporarse apenas, logró atisbar entre los barrotes de la litera. Varias sombras se movían por los pasillos. Una de esas sombras se acercó a él:

—Asamblea. Es importante.

El Profesor era un comunista encarcelado en Sevilla nada más comenzar la guerra. Por oficio, de ahí su mote, y por filiación política, hacía años que tendría que ser pasto de malvas, pero, por alguna razón que se escapaba a todo lo que no hiciese referencia al azar o a una extraña conjunción de planetas, seguía vivo. Y no sólo eso. Su buena fortuna le había concedido redimir condena en un lugar privilegiado como era La Colonia. En sus huesos arrastraba la memoria de diferentes cárceles y batallones de trabajo. Pero, quizá por haberse visto tantas veces muerto, o por ser el único superviviente de aquellos que compartieron su lucha, el Profesor se había convertido en un elemento activo de la resistencia dentro de cada una de las cárceles que había honrado con su presencia. Al mes de llegar a La Colonia ya se había granjeado el favor del resto de los presos al ofrecerse a escribir sus cartas. Tenía buena letra, y era especialmente habilidoso con las misivas de enamorado. «En Sevilla —se reía— es un don. Se nace o no se nace». Esta confianza le permitió organizar un pequeño grupo clandestino cuya principal misión consistía en mantener abierto el flujo de información de fuera adentro y al revés. Así, el Profesor noticiaba los últimos avances de las tropas aliadas, y cada victoria era celebrada como la definitiva, corriendo de boca en boca, como si la caída del Eje anticipase la del dictador Franco. A sus manos también llegaban los distintos periódicos clandestinos que se escribían en la montaña o en Francia. Por las noches, a la luz de una vela, varias cabezas pegadas repasaban las noticias de la resistencia en el exilio, intentando escarbar la realidad entre la propaganda. Otra de sus labores, sobre todo al principio, fue la distribución de los paquetes que el Socorro Rojo hacía llegar para aquellos prisioneros más necesitados, los que no tenían familia o que ésta estaba tan lejos o tan desprovista que no los podía asistir. Sin embargo, dejaron de enviarlos en cuanto el Profesor comprobó que las condiciones de La Colonia eran, en comparación, mejores que las del exterior, y su trabajo pasó a ser el de notificar a los de fuera qué familias precisaban de ayuda, ya fuese de alimentos, medicinas o ropa. Cada domingo, a través de un enlace que fingía ser su hermano y al que nadie había solicitado que se identificara debidamente, enviaba mensajes clandestinos donde ponía al día estas necesidades. Su cerrazón a aceptar paquetes para los de dentro le granjeó enemigos, pero, en general, su labor era apreciada por casi todos. En un principio, Ignacio fue contactado por el Profesor con la intención de agregarlo al grupo de comunicación. «¿Sabes escribir?», le había preguntado. «Y las cuatro reglas». Su misión habría consistido en redactar artículos acerca de la vida en el campo que, luego, ya fuera de la prisión, serían editados en el extranjero como testimonio del trato que recibían en España los condenados republicanos. Pero su relación con Faustino rompió cualquier lazo con el Profesor. A Faustino, tildado de colaboracionista, no le perdonaban la amistad con Adolfo, el vigilante, y cualquier conversación considerada peligrosa quedaba inmediatamente abortada en cuanto éste andaba cerca. Esa noche, sin embargo, ellos dos también formaron parte de la asamblea. Otros diez hombres habían ignorado la invitación y siguieron durmiendo o fingiendo que lo hacían. En cuanto los demás estuvieron reunidos, el Profesor tomó la palabra.

—Compañeros, el Comité de Resistencia Antifascista os ha convocado porque urge tratar un par de temas que a todos nos atañen.

Carlos, el anarquista, vigilaba a través de una de las ventanas los movimientos de los centinelas. Éstos, en esa primera hora de guardia, acostumbraban a realizar una lenta caminata por el perímetro del campo. El fulgor rojo de sus cigarrillos servía de faro móvil.

—Varios compañeros han sufrido los excesos de los hombres de Isidro, a pesar de la vigilancia del ingeniero.

Un murmullo nació entre los reunidos. Nombres como Velasco o Paquito iban de boca en boca. El Profesor prosiguió:

—Sobre todo, los que estamos destinados en la octava, hemos sido objeto de sus ataques indiscriminados. Creemos que hay que hacer algo.

—Será inútil hacérselo saber al ingeniero. Está atado de pies y manos. Cualquier cosa que intente se volverá contra él.

Otro murmullo, más acalorado, acogió las palabras de Faustino.

—Veo que hay quien prefiere apoyar al amo —replicó, sarcástico, el Profesor. Ignacio contuvo a su amigo con la presión de su mano.

—¿Qué propones?

El Profesor adoptó un tono grave.

—El Comité de Resistencia Antifascista propone una acción de castigo sobre Velasco. Es el peor de todos.

—¿Y quién le pone el cascabel al gato? —se oyó decir, pero sobre esta voz, otra, más sensata, comentó:

—Si Velasco aparece muerto, no habrá descanso en el valle. Sabemos las venganzas que la ejecución del cabrón de Damián provocó. Nosotros nos libramos por la protección del ingeniero, pero…

—¿Prefieres seguir agachando la cabeza y dejar que nos humillen con sus golpes y con sus insultos?

—Si me preguntas a mí, sí. Yo lo prefiero. De los golpes uno se recupera. Fíjate en don Onésimo. Hasta él los prefiere. Mejor vivos con moratones que muertos con orgullo.

—¡Eso es derrotismo!

Pero la indignación del Profesor quedó ahogada por el debate que se abrió en el grupo hasta que Carlos, desde su puesto de vigilancia, les llamó la atención. El ruido se propagaba en la noche con facilidad.

—Así no llegamos a ninguna parte. Propongo que votemos.

De nuevo, esta propuesta fue discutida, pues el Profesor no deseaba votar hasta que la decisión no estuviese más madura, pero el peso de la mayoría le obligó a ceder. Ignacio, que había permanecido callado todo ese tiempo, murmuró al oído de Faustino:

—Si llego a saber que estos del comité son tan entretenidos, me apunto el primer día.

Pero Faustino no debía de estar de humor para reírle la gracia.

La votación fue aplastante. La mayoría se opuso a cualquier tipo de represalia, y un suspiro colectivo acogió la renuncia del Profesor a su plan. Así, más calmados, dio paso al siguiente tema.

—Sabemos que algunos de vosotros habéis sido contactados por enlaces de la guerrilla. Por favor, identificaos.

Nadie levantó la mano. El Profesor, paciente, aguardó unos segundos.

—Bien, no queréis decirlo. Así es como los fascistas nos ganaron. Siempre desunidos.

—Hablarás por vosotros, que os llevasteis por delante a cuanto anarquista se os puso al paso, y traicionasteis al POUM, obedeciendo a papá Stalin.

El Profesor lanzó una mirada inquieta a Carlos, pero éste parecía más preocupado en vigilar que en atender lo que se hablaba en el grupo.

—Eso es agua pasada. Y yo no tuve parte, ya estaba en la cárcel. Pero ya veis que ahora las relaciones son inmejorables. Tenemos un enemigo común que hace pequeña cualquier diferencia. El problema es que esta desunión sigue aquí presente, y no por desencuentros políticos. ¿Por qué, si no, nadie quiere reconocer que la guerrilla le ha ofrecido una fuga? ¿Acaso esos compañeros sólo se preocupan de sí mismos, sin importarles las consecuencias? Recordad a Agustín.

De nuevo el silencio, en contraposición a los debates anteriores. Algunos ojos buscaban a los demás, pero la mayoría se perdían en el suelo. La palabra guerrilla asustaba. Temían una reacción virulenta contra ellos de resultas de otra fuga como la del malogrado Agustín.

—Hablad, coño. Podéis fiaros. Hay que tomar una decisión común. Estamos todos en el mismo barco.

—Supongo que vosotros, los del comité, no pensaréis que es tan fácil fiarse. Sobre todo teniendo en cuenta que vosotros mismos sembrasteis la sospecha sobre alguno de los presentes.

Las palabras de Faustino restallaron como un látigo. El Profesor lo midió desde la distancia. En el círculo improvisado que habían formado, todos acuclillados para evitar formas que pudiesen adivinarse desde fuera, estaban situados en polos opuestos.

—Faustino, no es el momento de rencillas. Mañana, si quieres, hablamos de lo nuestro, pero esto es importante. Necesitamos saber a quiénes os ha contactado la guerrilla.

—¿Y por qué? Esa información pone en peligro la vida del interesado y, sobre todo, la del enlace. Y la mayor parte de los enlaces son paisanos míos. Aquí estamos muchos, cada uno de su padre y de su madre. ¿Por quién poner la mano en el fuego? Hasta tú desconfías de mí. ¿Quién se va a atrever a delatarse delante de mí… o delante de ti, por ejemplo? Si estás convencido de la seguridad de lo que aquí se diga, dinos tú si te contactó la guerrilla, si piensas o no fugarte, y por qué eso puede ser de interés para el grupo.

—Parece que estás dispuesto a dividirnos, Faustino.

—Yo no divido a nadie. Otros lo hicieron antes por mí. Pero si hay que señalarse, te ofrezco que lo hagas el primero.

El resto, mudos ante aquel enfrentamiento, buscaba repetidamente a Carlos, temiendo que la disputa se dilatase tanto que fuesen sorprendidos por los vigilantes. Carlos, desde su puesto de vigía, había chistado en otro par de ocasiones para que los contendientes bajasen la voz.

—Muy bien, Faustino. Has dejado clara tu postura. Como veo que no estás dispuesto a colaborar, te invito a que abandones esta asamblea.

—De acuerdo. No pinto nada aquí —y, tranquilamente, se incorporó y regresó al dormitorio.

Fue como un jarro de agua fría en el ánimo de la mayoría. Los hombres comenzaron a moverse inquietos en sus sitios, anhelando la cama y la seguridad del cobertor. Aquello se alargaba demasiado. El Profesor, consciente de que había perdido el control, añadió:

—Si alguno quiere seguirlo, ya conoce el camino.

La desbandada fue general. Un minuto después, tan sólo quedaban cinco hombres alrededor del Profesor.

—¡Malditos estómagos agradecidos! —masculló.

—¿Por qué queríais saber a quién contactó la guerrilla?

El Profesor observó a Ignacio con curiosidad.

—Porque somos varios los que estamos en la misma situación —confesó el Profesor—, y lo que uno decida afectará al resto. La reacción de los falangistas será mucho peor que cuando se escapó Agustín. Tomarán el mando de La Colonia y del pozo, y los presos seremos tratados igual que nuestros compañeros de El Fondón… o peor.

Ignacio no terminaba de comprender cómo revelaba delante de él con tanta facilidad lo que antes no quiso hacer en el grupo. ¿Sería que de verdad sospechaba de alguien? Si era así, es que a él lo consideraban digno de confianza. Pero sabían que hablaría con Faustino. No, aquello no tenía mucha lógica.

—Es cierto lo que cuentas. Si no hubieses echado a Faustino…

—¡Lo que pueda decir Faustino no…!

—Sí, sí te interesa. Vosotros no os fiáis de él por sus amistades, pero preguntad a cualquiera del pozo acerca de sus acciones durante el 34 o la guerra. Fue de los primeros en dar la cara y arriesgar la vida.

Era cierto. En uno de los descansos, un minero de Carbayín Bajo, vecino de Faustino, entre blasfemias de admiración y tragos a la bota de vino, le puso al tanto de cómo el joven Faustino, contagiado por la fiebre revolucionaria de octubre de 1934, había robado la dinamita del pozo Pumarabule con la intención de reventar el cuartel de la Guardia Civil. Por estos actos le condenaron a prisión hasta la amnistía del Frente Popular.

—Muchos lucharon como él durante años para terminar dando la espalda a la causa o renegando de sus principios.

—Pero eso no los hace traidores. Y, en este caso, la información que él puede proporcionar os interesa. Sabríais entonces de la preocupación de Adolfo y del resto de los vigilantes moderados ante el enfrentamiento del ingeniero con Isidro. El día en que el ingeniero frenó a Isidro y a sus perros públicamente, él mismo se colocó en la picota. Sólo están esperando un paso en falso para apuntillarlo.

—En la guerra siempre hay víctimas. Nuestra lucha no se detendrá sólo por el temor de lo que pueda ocurrir a los que se quedan atrás. Si Santiago, un fascista como los demás, otro perro que se está enriqueciendo a costa del sudor de los trabajadores, muere víctima de los suyos, peor para él.

Aquel discurso cada vez le resultaba más confuso.

—Entonces, si lo tenéis tan claro, ¿para qué hacer preguntas? Huid. Uníos a los del monte. Seguid en la lucha. ¿Qué os preocupa lo que ocurra aquí?

Los cinco hombres se miraron entre ellos. La duda se palpaba.

—Guadalajara, no es tan fácil. Nuestra propuesta iba a ser la organización de una fuga masiva. Sería un golpe de efecto que tendría su repercusión más allá de nuestras fronteras. Si la noticia llegase a otros batallones de trabajo, quizá cientos se uniesen a esta revuelta. Pero los que no vengan, los que se queden, tendrán que aceptar las consecuencias de esta huida. Habrá represalias. No es algo que se pueda decidir a nivel individual.

Fue entonces cuando Ignacio comprendió que, en realidad, aquellos hombres no deseaban huir. Sus soflamas, los discursos revolucionarios, los grandes planes que cambiarían el mundo pertenecían a un pasado que no se atrevían a soltar. Entre la opción de redescubrirse frente al espejo o seguir alimentando la imagen de luchadores con sus comités, asambleas y conjuras, escogían esto último, negándose que, para ellos, como para Faustino, la guerra ya había terminado. Su lucha clandestina era pura apariencia. También estaban contaminados por la comida caliente, los días de descanso y la promesa de la pronta redención que La Colonia ofrecía. Pero precisaban calmar sus conciencias. Desde fuera, aquellos que sí estaban luchando, los que se jugaban la piel día a día, les habían urgido a tomar una decisión. Precisaban de hombres dispuestos a empuñar un fusil. Como respuesta, el Profesor y su comité proponían un plan fantástico, un plan que sonaba como el cuento de la lechera, y habían pretendido someterlo a la decisión de la mayoría con la seguridad de que esta mayoría hacía tiempo que se había rendido. El enfrentamiento con Faustino, por tanto, había sido un deseo más que un obstáculo. Con sorpresa, vislumbró que las reflexiones que a él le quitaban el sueño también impedían el descanso de luchadores bragados como el Profesor. O el monte, con el frío, el miedo y la sangre, o una futura libertad dentro de un régimen totalitario. Una honda tristeza se adueñó de su pecho. En las pupilas del Profesor se reconoció a sí mismo. Le sobrecogía la magnitud de la derrota.

A esa misma hora, a unos cientos de metros, tres hombres se enzarzaban en un debate parecido.

—¿Cómo te has atrevido a ordenarle a Pin que contactase con los de La Colonia?

La voz de Ventura sonaba iracunda. La taberna de Floro había quedado vacía, a excepción de la mesa que ocupaban los del frágil Comité Unido de Resistencia.

—Obedezco órdenes del comandante Flórez. Me pide que reclute guerrilleros y eso hago.

El representante socialista trataba de mantener la compostura, intimidado por la envergadura y por la fama del hombre cuyo nombre en clave era Ventura.

—Habíamos creado este comité de mierda para trabajar juntos, joder. ¿Cómo es posible que os atreváis a poner todo en peligro? ¿Qué sabe Flórez de lo que se vive aquí?

—Sólo sabe que falta cada vez menos para la contraofensiva, y que tiene pocos efectivos. Además, sin los comunistas, este comité tiene poco sentido.

Ventura se volvió hacia el tercer hombre, el enlace con los del monte, que fumaba en silencio.

—¿Llegó bien?

—Va camino de Francia. Tu aviso le permitió huir, pero su mujer fue violada como represalia.

Asintió. Lo sabía perfectamente.

—Y tú ¿qué opinas? ¿Estás con Flórez?

El enlace era un viejo ganadero que subía a la braña con las vacas y conocía el monte como la palma de la mano, pero al que no le gustaba hablar de política. Si estaba allí era porque no había nadie como él para contactar con los maquis.

—Yo no sé. Si me ordenan traer un mensaje, lo traigo. Si hay que llevar a alguien al monte, se lleva. De estrategias no entiendo.

Ventura se frotó las sienes. Esto era como jugar al ajedrez con peones que se movían sin orden ni concierto. Repasó mentalmente los últimos acontecimientos. Si volvía a haber una fuga, era plenamente consciente de las consecuencias que esto traería. Pero tampoco estaba seguro de que Flórez estuviese equivocado. Quizá desde allá arriba las cosas se viesen con otra perspectiva. Pero él, inmerso en el día a día del pueblo, sufría cada muerte, cada venganza, cada violación, y nadie como él para saber hasta dónde se podía llegar en el uso de la violencia. En realidad, el hombre al que la resistencia conocía por Ventura envidiaba a los del monte. Para ellos, la vida no ofrecía demasiados matices. La lucha por sobrevivir obligaba a escoger entre blanco y negro, a una dicotomía sin ambigüedades entre lo bueno y lo malo. Él no tenía tanta fortuna. Para Ventura era mucho más complicado. Cada acción, cada palabra, cada paso debían ser calibrados hasta el milímetro. ¿Era adecuado aceptar un sacrificio en pos de un bien que se presumía mayor? Y si ese bien no llegaba, ¿quién le ofrecería la medicina para borrar de su conciencia tanto daño permitido o infligido? Si pudiese, se decía, él pediría al enlace que lo llevase hasta Flórez. Que lo liberasen de una vez de aquella locura y le permitiesen empuñar un naranjero. En el monte no habría pesadillas. Los fantasmas no subirían tan lejos.

—Con una nueva fuga, Santiago es hombre muerto.

—¿Y por qué tiene que preocuparnos el ingeniero? Vale que se puso del lado de los trabajadores. Fue una decisión valerosa. Y seguro que Isidro no se lo perdona. Pero, en realidad, a quien estaba defendiendo era a su amo. Lucha por el interés de la empresa. Si le matan a los mineros, no habrá carbón, y sin carbón, al final de año no habrá beneficios. Es sencillo. Su lucha es por el capital. La nuestra, por la libertad.

—Permitiréis a Isidro hacerse el dueño. Las venganzas se multiplicarán. No habrá descanso en el valle.

—Los del monte darán buena cuenta de Isidro. Ya están con ello.

Ventura miró al enlace para confirmar esta información que para él era nueva. Éste asintió.

—Matar a Isidro —murmuró. Cuántas noches había soñado con hacerlo él mismo—. Pero, si cae Isidro, ¿qué consecuencias habrá? ¿Comprenden los comandantes que si pueden venir hasta aquí a curarse o a por avituallamiento es porque mantenemos esta zona más o menos tranquila? El hecho de no atentar contra objetivos militares ni civiles en el valle les ha permitido utilizar esto como santuario. Ya veis lo que ha pasado con esta cadena de represalias. Los moros vigilan como nunca. Varios enlaces han caído. Pero si muere Isidro… o peor, si todo falla y al final él toma el mando, los del monte quedarán a merced de sus propias fuerzas.

—Asumirán las consecuencias. Las que sean —sentenció tajante el socialista—. Si medimos la reacción a cada acción, no haríamos nada. Los fascistas han de caer. Y el jefe de la Falange es el peor de todos. Su fecha está señalada.

—Sea —se rindió Ventura—. ¿Y los de La Colonia?

—Sacaremos a los que lo pidan. Pin cree que hay varios interesados. Yo organizaré a los enlaces.

El hombre al que conocían por Ventura supo que ese comité no volvería a reunirse. Al menos, no con él. Se había vuelto blando. Si todo se torcía, él mismo se convertiría en otro fugao. En otro maquis.

—De acuerdo. Contad conmigo. A partir de ahora, te cedo el mando… si es que alguna vez tuve alguno. Yo trataré de ayudar en lo posible. Y también trataré de proteger al ingeniero —y, anticipándose a la protesta del representante socialista, añadió—: Será más útil vivo que muerto. Al menos, mantendrá a Isidro entretenido.