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—Tenías que vernos, a mi hermano Manuel y a mí, debajo del automóvil mientras padre vigilaba.

Habían finalizado la labor por esa jornada, y Faustino e Ignacio caminaban por la galería en estéril hacia el embarque. Ignacio estaba más hablador que de costumbre, y Faustino no podía dejar de maravillarse de los efectos que el amor producía sobre hombres tan endurecidos por la vida como su amigo. Era como un reverdecer de primavera tras un largo invierno. A Ignacio, habitualmente hermético en cuanto a sus sentimientos y dado a bruscos estallidos de ira frente a las injusticias, se le veía exultante de ánimo, como si le hubiesen regalado unas gafas mágicas que le permitían descubrir una realidad distinta, diferente a la que hasta entonces le había enterrado en largos estadios de melancolía o desesperanza.

—Por unos segundos, creí que se me iba a parar el corazón. Cuando ya estábamos con el aceite, mi padre chistó y nos quedamos congelados, apenas sin respirar, ocultos bajo el auto. Los centinelas pasaron a nuestro lado mientras a Manuel le iba cayendo un reguero de aceite sobre la cara. Nos estuvimos riendo durante días.

Pisaban con cuidado sobre las traviesas de la vía porque aquel tramo estaba plagado de socavones llenos de agua que podían ocultar piedras, y las grandes cucarachas rojas, que competían con ratas y ratones por la supremacía del pozo, huían al sentir rondarles las botas. Mientras avanzaban, iban adelantando grupos de mineros que se tomaban con calma el regreso pues sabían que todavía quedaba tiempo hasta que llegase la jaula a buscarlos. Algunos, al ver los monos azules de los de La Colonia, se echaban a un lado y ni los miraban, pero la mayoría, tras la semana de caos en la que todos desconfiaron de todos, unos por miedo y otros por rencor, habían vuelto a las viejas costumbres y les palmeaban el hombro o los saludaban, llamándolos por el nombre.

—Habíamos vendido los chuscos de pan del rancho durante meses. Los que no tenían dinero nos pagaban con picadura de tabaco que luego nosotros volvíamos a vender. Así juntamos lo suficiente para comprar ocho patatas. Ocho. Imagínate.

Por costumbre, aunque estuviesen hablando de algo intrascendente, cuando pasaban cerca de otros hombres ambos tendían a guardar silencio. Esta vez era un grupo que estaba revisando unos cuadros de la galería, y antes de que Faustino pudiese reconocer a alguno, escuchó a Ignacio saludar:

—Adolfo.

—Guadalajara, qué hay, oh.

Una vez que se alejaron y volvieron a estar solos, mientras hundían las botas en el barro para despegarlas con esfuerzo, Ignacio siguió callado. Faustino sabía que aquel saludo al vigilante era un reconocimiento, una especie de armisticio de la guerra que desde el primer día Ignacio libró con el somatén. Pero este armisticio no podía interpretarse como una claudicación de sus ideales o una connivencia con el enemigo, por más que su conciencia le siguiese remordiendo, sino más bien el haber comprendido por fin que tras la barrera ideológica que los separaba, detrás del Adolfo somatén sólo había un buen hombre. Sin dobleces. Ignacio había tardado mucho en aceptarlo, pero tras las duras semanas que les había tocado vivir en La Colonia, tenía que reconocer el alivio que había supuesto la protección del vigilante frente al trato vejatorio que el resto de los compañeros de prisión padecían en otras galerías o en otros turnos. A muchos, en los días que siguieron a la muerte de Damián, no era raro verlos regresar con las marcas de las palizas recibidas mientras trabajaban. Los soldados vigilaban que nadie ajeno a la empresa bajase en la jaula, y escoltaban a los prisioneros hasta La Colonia, donde los mantenían controlados y a salvo. Pero durante el turno estaban a merced de la ley del más fuerte, y estaba claro qué puesto ocupaban ellos en la cadena depredadora. Algunos de los agredidos no tenían más remedio que acudir a curarse con Onésimo, quien hacía poco que había vuelto a reincorporarse al trabajo. Si éste preguntaba por el origen de las heridas, el afectado solía responder «me caí, doctor», y Onésimo, meneando la cabeza, lo apuntaba como accidente de trabajo. Uno, con cierta sorna, añadió: «Me caí por el mismo sitio que usted, jefe», ante lo cual Onésimo no pudo menos que reírse e invitar al herido a un coñac, para celebrarlo.

—Entonces, ¿os comisteis las patatas?

—Fritas. Con aceite de coche. Celebramos nuestra segunda Navidad en prisión con unas patatas fritas en una lata vacía.

—No sufras. Has hecho lo correcto. Adolfo se ha portado bien con nosotros.

—Es cierto.

El brillo que le devolvió la luz de su lámpara fue el de la sonrisa de Ignacio. Esa semana, supuso, haría falta mucho más para agriarle el carácter.

Y es que, además de la incipiente relación con Luisa, desde hacía unos días estaba trabajando como picador, aunque todavía mantuviese la categoría de ayudante.

—Hale, Fausto. Déjale, a ver qué sabe hacer —ordenó Adolfo antes de que comenzasen a dar la tira.

Al principio, el propio Adolfo estuvo tras él comprobando el corte de los posteados, la firmeza de los cuadros o el rendimiento que sacaba a la capa, pero cuando se aseguró de lo bien que se desenvolvía tanto con el hacho como con la pica, lo felicitó, diciendo: «Fausto te enseñó bien, Guadalajara. Vas a ser un minero de primera». Al día siguiente, se presentó con un nuevo guaje, que sustituyó a Ignacio en la labor del agua o empurriando carbón. Ignacio, sin poder evitarlo, sintió el orgullo del trabajo bien hecho, a pesar de tener grabadas a fuego las recriminaciones que él mismo, dos meses atrás, había hecho al propio Faustino acerca de producir combustible para dar aliento a la tiranía. Si a Faustino le asaltó el mismo pensamiento, no se lo hizo saber.

Al llegar al embarque, quien quedó mudo fue el propio Faustino. Sentado en las maderas que servían de asiento para los que esperaban la jaula estaba solo un hombre. Habían llegado pronto. Éste, al verlos, se levantó y avanzó hacia ellos.

—¿Le diste mi recado?

—No, no lo hice.

El tono de Faustino era glacial.

—Guadalajara…

Pero el hombre no pudo continuar hablando. Detrás, tras un recodo, surgieron varios mineros. Haciendo que no los conocía, se separó de los dos amigos de inmediato.

—Ése es Pin…

—Calla. Luego hablamos.

En la jaula, Ignacio se dedicó a estudiar el rostro ennegrecido del barrenista. Era un trabajador más, un hombre que cada jornada se jugaba la vida en el pozo. Pero, además, era un enlace. Sin él, la guerrilla, oculta en los montes, sería ciega, sorda. Una inválida incapaz de valerse sola que fenecería dando palos de ciego. Por eso los fascistas odiaban tanto a los enlaces, casi más que a los guerrilleros, y la lucha por capturarlos no daba cuartel. Ese hombre que fingía bromear con los compañeros de jaula, que probablemente tuviese que llegar a su casa y trabajar la huerta para la subsistencia de su familia, debía de tener unas convicciones que le hacían no temer ni a la tortura ni a la muerte. Y ahora regresaba para exigirle a él que realizase el mismo sacrificio.

—¿Qué pasa, Faustino? ¿Qué quería ése? ¿Qué mensaje tenías que darme?

Estaban sentados en el suelo, con la espalda pegada a la pared del edificio de La Colonia. En pocos minutos llamarían a recuento y, después, apagarían las luces del dormitorio. Los hombres apuraban a escribir a sus familias o a pedir que otro lo hiciera por ellos, o simplemente paseaban disfrutando del cricrí de los grillos o del arrebol que el sol dibujaba con los últimos rayos.

—¿Pin?

Ignacio se encogió de hombros. Quería parecer indiferente.

—Pin, el enlace.

Faustino, inquieto, volvió la mirada a un lado y a otro, pero Ignacio era también perro viejo y sabía cuándo podía hablar sin temor a oídos indiscretos.

—Tú sabes mejor que yo que es un enlace, ¿verdad?

—Hay conocimientos que pueden costar vidas.

—Te dio recado para que me reuniera con él.

Faustino no contestón

—Y tú no me lo diste.

—Pensé que ya no hacía falta.

—¿No crees que ésa es decisión mía?

Y, a la vez que lo decía, apoyó con suavidad su mano encallecida sobre la rodilla de su amigo. Pretendía que sus palabras no sonasen a acusación ni a enfado. Él sabía que en la intención de Faustino no había más que preocupación por su destino. Pero para Faustino era sencillo. Él ya había escogido.

—Pin me pidió que te avisase de que precisan de hombres. La ofensiva está a punto de iniciarse y quieren soldados. Yo le dije que no estabas interesado. Mi palabra no le vale, y por eso insistió en hablar contigo personalmente.

—¿Y por qué no vino directamente?

En la creciente penumbra que envolvía La Colonia, Ignacio intuyó la sonrisa triste de Faustino.

—Luché a su lado en el 34, y en el 36 estuvimos juntos en el Batallón Mártires de Carbayín. Luego, en el 37, cuando se derrumbó el frente, su padre pagó para que no lo fusilaran ni lo encarcelaran. Varios testigos firmaron que él no había tenido nada que ver con los «adeptos a la revolución». Adeptos, ya ves qué palabras gastan. Se salvó, pero pronto se unió a la resistencia. Pin y yo fuimos amigos… hasta que salí de El Coto y decidí que ya no iba a luchar más. Por eso me usa a mí de mensajero. Quiere restregarme mi cobardía, hacerme ver que él sigue en la lucha.

Llamaron a formar. Era la hora del recuento. Ignacio, más ágil, se incorporó y le tendió la mano a Faustino para ayudarlo a levantarse. Una vez en pie, el picador no soltó la mano.

—Ignacio.

—Dime.

—No debes nada a nadie.

—Lo sé.

Faustino le estrujó el antebrazo hasta hacerle daño.

—No, no lo sabes. A nadie, Ignacio. ¿Dónde están Azaña, o Negrín, o Prieto, o Carrillo? Que yo sepa, ninguno ha regresado para luchar desde los montes.

Luego, tras unos segundos en un silencio espeso, añadió:

—Y también está mi hermana, Ignacio. Es una buena mujer. No se merece sufrir más. Ni tampoco nosotros.