25
La primera vez que estuvo en el Molín del Alférez debía de tener apenas la edad de Constante. Y el recuerdo más vivo de aquella época fue el del hambre. A todas horas, en todo momento. Un vacío en el estómago que apenas la dejaba dormir. Cada poco, como si con su insistencia madre pudiese lograr que las piedras se convirtieran en pan o, tal y como Dios había hecho con los judíos ante sus plegarias, que cayese maná del cielo, repetía la misma letanía: «Mamá, tengo hambre». Pero ni su madre era Moisés, ni Dios parecía preocupado de aquella tierra que manaba sangre desde hacía más de un año. Constante, tan fuerte ya de pequeño, no protestaba. Se consumía de día en día, encogido en un rincón al lado de la cocina de carbón casi siempre apagada, pero callado, ahorrando energía. Gelín sólo sabía llorar, y madre lo llevaba al cuello permanentemente colgado, como si pudiese alimentarle sólo con el contacto. Porque nada más que eso podía darle. Ya habían fusilado a Pepín, y padre y Faustino esperaban el mismo destino, encerrados en El Coto, en Gijón.
Gelín quedó con la abuela, la maestra, que murmuraba todo el día con el rosario en la mano, y Luisa y Constante acompañaron a su madre a la escombrera del pozo Pumarabule, en Carbayín Bajo. Era domingo. Lo recordaba bien porque faltaron a misa. Caminaron con el tenue brillo de las estrellas, antes de que alborease, con el miedo en el cuerpo de que los confundiesen con los soldados que huían del frente desmoronado y tirasen contra ellos. Pero llegaron sin contratiempo.
Doña Carmen llevaba un saco de arpillera vacío. Doblados los tres sobre la escombrera, bajo la luz creciente del amanecer, fueron escogiendo trozos de carbón que otros necesitados habían olvidado en su búsqueda. Éstos lo hacían con la connivencia del vigilante, al que sobornaban con un par de perronas, o un trozo de chorizo, o algo de vino. Pero ellos no tenían nada para darle, y no les quedó más remedio que hurtar el carbón antes de que el hombre llegara al trabajo.
Cuando Luisa ya no sabía si le dolían más los dedos por el frío o por hurgar entre los escombros, o si recuperaría la movilidad del espinazo después de estar tanto rato flexionada, su madre consideró que ya tenían suficiente. En realidad, sólo habían llenado medio saco, pero doña Carmen temía la llegada del vigilante y que éste les pudiese arrebatar el botín. Agotados, tomaron el camino de regreso, pero en lugar de subir la caleya que les llevaría hacia casa, su madre continuó por Carbayín Bajo.
—¿Dónde vamos, madre? —se atrevió a preguntar Luisa.
—Al molino. Ellos necesitan carbón.
—¿Así, tan sucios? —y Luisa se miraba las manos negras y rojas, diminutas heridas sangrantes de las esquirlas de piedra que teñían el polvo de hulla.
—Daremos más pena.
Pero en el molino del puente no quisieron saber nada. El molinero había estado guardado en el monte hasta que las tropas sublevadas tomaron el concejo, y conocía de sobra a la familia de doña Carmen. Luisa veía a su madre implorar, y llorar, y tirarse del cabello hasta casi arrancárselo, y habría querido acompañarla en el llanto, unir sus lágrimas a las de ella para que viesen que no era fingido, que su hambre era tan real como el frío sol que les iluminaba. No fue capaz. Se quedó allí parada, como Constante, viendo a aquel hombre, con los brazos y las ropas enharinadas, con ese poder mágico de convertir el polvillo volátil del maíz y del trigo en algo tan maravilloso como el pan o la boroña y que, sin embargo, insultaba a madre y se reía de su dolor. Después de cerrarles la puerta, doña Carmen seguía de rodillas, gimiendo, y Luisa la dejó un rato largo, refugiándose en su niñez. Luego, con miedo, como si se entrometiera en el mundo de los mayores, le rozó el hombro y pidió:
—Vamos, madre. Volvamos a casa.
Su madre, entonces, se incorporó, se secó las lágrimas dejando rastros negros en las mejillas, y se rehízo. Antes de comenzar a caminar, escupió a la puerta del molino.
—Sigamos.
Cuando vio Pola de Siero desde el alto, tras pasar Negales, Luisa recordó los felices días del martes de mercado, cuando se vestían con ropa limpia y acompañaban a madre y padre a vender cerezas que habían ido a recoger a Sariego, o castañas de los bosques de Villaescusa, o lechugas y tomates de la huerta. Madre criaba gallinas y llevaban pollitos y huevos con los que regateaba mientras ellos correteaban entre los puestos. Padre, en el bar, les dejaba beber sidra, y disfrutaban de la algarabía de las gentes de las aldeas, que se saludaban, comentando las noticias de la semana, o se sorprendían en la bolera con las sumas de dinero o las propiedades de prados que, entre juramentos, cambiaban de manos con las apuestas. Pero hacía un año que ya no iban al mercado. No tenían nada para vender, y mucho menos con qué comprar.
Un poco antes de cruzar la entrada a la Pola, se desviaron del camino hacia la izquierda y pasaron por el puente del ferrocarril sobre el río Nora para adentrarse en los terrenos de la parroquia de La Carrera. Cuando ya los niños, extenuados, no esperaban nada más que lograr que sus pies obedecieran sin tropezar, vieron por fin, escondido entre fresnos y altos cipreses, el Molín del Alférez. Allí residía la última esperanza de doña Carmen.
—No tenemos nada para darle.
Doña Carmen suplicaba, esta vez sin llorar, y la molinera negaba una y otra vez sin atreverse a mirar a los dos niños a la cara. Luisa, aleccionada por su madre, gemía de vez en cuando, y cuanto más gemía, más fácil se le hacía porque la caminata y el esfuerzo del amanecer en la escombrera la tenían a punto del desfallecimiento.
—Somos muchos en casa, señora. Trece bocas que alimentar cada día. Y son decenas los que pasan como usted a pedir. No puedo ayudarla.
—Yo no pido —insistía doña Carmen—. Le traigo carbón. Apenas necesito un cazo, un puñadín de harina para boroña. ¿Qué es eso para usted?
Posiblemente, la molinera habría logrado echarlos, endurecida como estaba por la preocupación de que no les faltase a los suyos en favor de desconocidos, por más necesitados que estuvieran. Pero entonces llegó el molinero. Luisa lo recordaba alto como un árbol, con la camisa desabotonada a pesar del frío, arremangada, y enseñando unos brazos que bien podrían partir a un hombre por la mitad. Le acompañaban dos hijos igual de altos pero no tan fornidos que descargaron unos troncos de leña frente a la entrada, y una niña de la edad de Luisa con cántaros de agua. La niña la miró con curiosidad y le regaló una tímida sonrisa. El molinero, al verlos allí, tan sucios, se interesó.
—Otros a pedir.
—¡A pedir no, señor! Traemos carbón.
El molinero sí se atrevió a estudiarlos con atención. Sobre todo a los niños. Sin poder remediarlo, miraba a Luisa y, luego, a su propia hija.
—Tina, chiquilla, trae leche. Y tú, hazles un torto. Parece que se vayan a desmayar de un momento a otro.
Comieron en silencio mientras el matrimonio seguía de pie, observándolos. Al terminar, doña Carmen dio las gracias y empujó a los niños fuera, dejando el saco de carbón en un rincón, pero la molinera la siguió y le entregó una bolsa mediada de harina de maíz.
—Puede traerme el carbón una vez a la semana.
Desde entonces, Luisa y Constante, y más tarde también Gelín, rebuscaban en la escombrera y caminaban hasta el Molín del Alférez, donde siempre les esperaba un vaso de leche con un torto.
Ahora Constante ya no estaba. Y ese día Gelín sudaba una calentura, bien tapado en la cama, entre un sahumerio de eucalipto, tomillo y romero. Por eso regresaba sola, sudando por el esfuerzo y con el estómago lleno. Se había entretenido más de la cuenta hablando con Tina, la hija de los molineros, que la tenía al tanto de los dimes y diretes de Pola de Siero, así que no le quedaba más remedio que apurar el paso bajo el sol bien alto, buscando la sombra que brindaban los árboles del camino. Sin embargo, en lugar de pensar en lo preocupada que estaría madre al ver que tardaba, o en el roce de la madreña que le hería el pie a través de la zapatilla gastada, su mente vagaba por parajes mucho más fantasiosos. Avanzaba casi sin ver, olvidada de todo lo que no fuese La Colonia. Más en concreto, de todo lo que no concerniese a Ignacio, el prisionero al que todos conocían por Guadalajara. Porque desde hacía dos semanas Ignacio y ella estaban cortejando. O así se lo hizo saber la joven, al despedirse tras el primer beso. «No basta con un beso —le dijo—, tienes que hacerme la corte si quieres que sea tuya». Luego, más tarde, en la oscuridad de su habitación, comprendió que había escogido mal las palabras. Tendría que haber dicho «si quieres que seamos novios», pero novios era una palabra inmensa, que no acababa de abarcar. Novios significaba que se estaba con un pie en el altar. Que se iría de casa con el exiguo ajuar que madre había podido confeccionar, la mayoría rehecho del suyo propio. Que dejaría de obedecer a padre para pasar a vivir con un hombre al que habría que alimentar, y zurcir su ropa, y administrar su paga. Que tendría hijos —según el cura, los que quisiera Dios— y un hogar para atender. Y que dejaría de ser virgen porque ese tesoro del que nadie hablaba había que entregarlo al marido. Pero al decir «si quieres que sea tuya», Ignacio había entendido que le daban permiso para iniciar un acoso y derribo carnal ante las murallas de virtud de la chica. De esto tuvo buena muestra al siguiente domingo, cuando consintió en perderse unos metros entre la arboleda, avergonzada ante la aparente ceguera de su hermano, más preocupado de entretener a Gelín que de vigilarlos a ellos. Pensando que Ignacio trataría de volver a los besos de la semana anterior, descubrió que aquel hombre podía ser de repente todo manos que rebuscaban entre los pliegues y costuras de su vestido, y no tuvo más remedio que frenarlo de manera expeditiva. Salió del bosque arreglándose la ropa y con una mezcla de miedo, vergüenza y rabia, pero lo que más la enfureció fue volverse para descubrir la sonrisa maléfica de Ignacio mientras se frotaba la mejilla dolorida. Era la promesa de que aquél había sido sólo el primer asalto. Ignacio, el hombre maduro de voz templada y palabras medidas, se le revelaba también como un ser pasional que no ocultaba la necesidad de satisfacer sus pulsiones tanto tiempo reprimidas. Esa noche, de nuevo, no pudo conciliar el sueño, pensando en el modo más correcto de actuar, pero, al mismo tiempo, tratando de apartar de sí el súbito calor que la acometía cuando recordaba el contacto de las manos de Ignacio.
Durante esas semanas prestó más atención a los comentarios del lavadero. Sabía de sobra que cuando una mujer decía «cuidado, hay ropa tendida», era que había niños cerca, escuchando, y las voces se volvían murmullos y risas. Se arrimó a dos mujeres jóvenes, una de ellas recién casada, y escuchó haciéndose la tonta, concentrada en la ropa, para llegar a la conclusión de que el comportamiento de Ignacio debía de ser normal. Por lo que decían, todos los hombres eran así, sólo pensaban en lo mismo, y aunque ella todavía no tenía muy claro en qué consistía exactamente «lo mismo», intuyó que tendría que aprender a ceder para que él estuviese contento, pero también a oponerse si quería conservarlo a su lado. Era como el juego de equilibrios que Gelín y ella practicaban con las varas de avellano. Convencida de que debía encontrar este punto de equilibrio, al llegar el siguiente domingo consintió en adentrarse de nuevo en la arboleda, pero esta vez se hizo de rogar, incrementando, sin saberlo, los deseos de su hombre. Después, ya ocultos de miradas indiscretas, se resistió a sus embates con contundencia, pero sin huir, y descubriendo en aquella lucha fingida un placer que la llenaba de zozobra. Ignacio, exaltado cuando por fin logró apresarle un pecho, mientras la estrujaba contra él y la besaba, exclamó: «Te quiero, Luisa». Y Luisa, ese lunes, mientras regresaba a casa desde el Molín del Alférez con la bolsa de harina, rumió una y otra vez esta declaración de amor, convencida de que la segunda batalla la había ganado ella.
—Me cambiaste por un condenado.
Del susto, se le cayó la bolsa de la mano, pero, por fortuna, la harina no se derramó. Genaro, sentado bajo el corredor de una casa del camino, la miraba sombríamente. Debía de llevar un buen rato observándola, pues desde su posición se dominaba perfectamente la carretera, pero ella iba tan ensimismada que se podría haber cruzado con el mismísimo diablo y no lo habría visto. El hombre que le acompañaba, un viejo desdentado que rió feliz el susto de la chica, le comentó algo que ella no oyó. Genaro también rió. Luego, tocándose la boina, se despidió de él y se incorporo, pero Luisa ya se había recuperado del susto y seguía caminando como si no lo hubiese visto. En dos zancadas él se situó a la par.
—Me tuve que enterar en el chigre.
Luisa apretó los labios y el ritmo del taconeo de las madreñas de madera. Genaro calzaba unos zapatos nuevos, relucientes.
—Un rojo. Un cabrón que pasó la guerra matando cristianos, y que seguirá preso por muchos años.
Silencio.
—Yo te quería por esposa. No escuché los consejos de mi madre, que decía que en tu familia todos erais de la misma ralea —esperó una reacción al insulto, y al no obtenerla, prosiguió—. Desoí a los míos porque me gustabas. Porque me parecías una mujer decente. Habría marchado del pueblo sólo para darte un futuro mejor. Habría trabajado para que vivieses como una reina. Y descubro, en el chigre, donde soy el hazmerreír de todos, que me has hecho cornudo porque andas con uno del batallón de La Colonia.
Como Luisa caminaba cada vez más deprisa, a Genaro le iba faltando el resuello, y las palabras cada vez brotaban más entrecortadas. Desesperado, gritó:
—¡Me cambiaste por un viejo!
—¡Un hombre!
La chica se detuvo como si la hubiese alcanzado un rayo. Enfurecida, lo midió unos segundos, y Genaro quedó tan impactado que no supo cómo reaccionar. Ella, como si estuviese domando a un perro, mantuvo la mirada hasta que él se la rehuyó, avergonzado. La magnitud del insulto de Luisa, resumido en una sola palabra, era una estocada mortal. Cuando la joven, la faz arrebolada por la ira, se decidió a continuar la marcha, Genaro hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta y ni siquiera levantó la vista para mortificarse con la danza altanera de aquellas nalgas que, posiblemente, se le escapaban para siempre.