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La taberna de Floro y Candela no cerraba más que por la noche. Sobre la tarima de madera había siempre una botella de vino y dos vasos, preparados por si algún cliente llegaba y los taberneros se encontraban atareados en el corral o en la huerta. Los habituales, si no veían a nadie, se asomaban fuera y gritaban llamando a Floro. Sabían que, con esa pierna, no podía andar muy lejos. Floro había sido guarda forestal hasta que un jabalí le quebró la tibia por tres partes y ya no regresó al monte. De no ser por el fuerte carácter de Candela, entonces, tan joven, se hubiese derrumbado tratando de asirse a la falsa red del vino, pero la primera vez que su esposa, la mitad de mujer que era ahora, tuvo que limpiarle los vómitos, Floro se despertó abrasado de picaduras de pulga y con varias gallinas encaramadas a su pecho. Cuando pidió explicaciones, Candela, los puños apretados como si estuviese dispuesta a defenderse, aseguró:

Nun comparto cama con animales.

Floro no volvió a emborracharse, pero sí encontró en la bebida salida a su situación. En la que fuera casa de sus padres abrió la taberna.

Esa mañana, como de costumbre, la puerta estaba abierta, pero detrás de la barra Santiago no encontró a nadie. Las moscas, refugiándose del calor húmedo que presagiaba tormenta, zumbaban molestas. Emma, pegada a su amo, lanzaba dentelladas al aire intentando atraparlas. El ingeniero, al ver la botella, sintió sed. Antes del mediodía no acostumbraba a beber. En realidad, bebía poco. Como Floro, sólo se había emborrachado una vez y le había bastado, pero, al ver allí el vino preparado, presintió el sabor recio en el paladar y sucumbió a la tentación. Como si hubiese frotado la lámpara de Aladino, al ruido del líquido chocando contra el vaso, en lugar de un genio, apareció Candela con el ceño fruncido y plumas de gallina entre los dedos. Su gesto se suavizó al reconocer a Santiago.

—Coño, qué lu trae por aquí. ¿Cerró Casa Geromo?

Santiago sonrió y dejó una moneda sobre el mostrador, junto al vaso. Tras el primer sorbo, el vino había dejado de apetecerle.

—Vengo a ver al doctor.

La expresión de la mujer se tornó sombría.

—¿Sabe lo que pasó?

—Algo me han dicho.

Onésimo, en el 38, después de salir de la cárcel, al igual que los prisioneros de La Colonia, quedó confinado a Tuilla y ligado laboralmente a la empresa minera de don Cosme. Sin recursos, con una paga exigua que apenas le daba para vivir, no tuvo más remedio que alquilar un cuarto a Floro a la espera de tiempos mejores. Cuando Santiago llegó a Tuilla para hacerse cargo del pozo Mosquitera, supo de la situación en que se encontraba el médico y se ofreció a encontrarle una vivienda mejor, pero Onésimo ya no quiso cambiar. Ante la insistencia del ingeniero de que un médico precisaba de espacios habilitados para atender pacientes, y que un hombre de su posición no podía seguir utilizando la cuadra para sus necesidades como cualquier minero, justificó su terquedad a cambiar aduciendo la cercanía de su cuarto al pozo. Así, a cualquier hora, en cualquier turno, podrían localizarlo rápidamente y en pocos minutos se personaría en Mosquitera. Lo único que pidió fue que le permitiesen atender a las gentes del pueblo en las instalaciones de la mina, y Santiago cedió con la única condición de que los pacientes pagasen sus medicamentos. Mientras subía las escaleras tras Candela, a Santiago se le ocurrió una razón más por la que su amigo había decidido no irse a vivir al pueblo: la taberna estaba pegada al bosque que se encaramaba a los montes.

—¡Dios mío! —exclamó al ver el lamentable estado en que había quedado el médico.

—Es menos aparatoso de lo que parece —trató el otro de tranquilizarlo, pero al esbozar una mueca amable, el simple movimiento de los labios le provocó dolor. La cara, tan tumefacta que apenas le permitía abrir los ojos, exhibía un color cardenalicio allí donde las vendas dejaban ver la piel, y respiraba fatigosamente. Pero estaba vivo.

—¿Se encuentra bien?

—Me encuentro, que no es poco.

Recuperado del susto, Santiago estudió con curiosidad el cuarto. Contaba éste con una cama de madera, una silla con respaldo, una mesa y una estantería donde el material de trabajo se encontraba perfectamente ordenado junto a innumerables libros. En una cubeta vio unas tijeras, un pequeño bisturí y una aguja inmersos en un líquido, y supuso que era lo que había utilizado Onésimo para curarse. Al fondo, contra la pared, un enorme armario ropero de madera apolillada, la palangana y la jofaina de agua y una pequeña balda con los útiles de aseo sobre la que pendía un espejo tan pequeño que obligaba a mirarse por partes. De las paredes, blanqueadas de cal, no colgaba ningún cuadro ni crucifijo. Nada que delatase el pasado del médico. Todo tan provisional que estremecía. A pesar de lo austero, sin embargo, la estancia estaba impoluta, y la ventana se abría de par en par a una naturaleza exuberante que aguardaba la tormenta. Lejos, se oía el retumbar de truenos.

Candela había regresado con una banqueta para el ingeniero, y se había vuelto a marchar, dejándolos solos, tras asegurarse de que su inquilino no precisaba de nada más. Santiago ayudó a Onésimo a incorporarse de la cama, y descubrió que tenía vendado también el pecho.

—Es una costilla. Creo que está rota.

Le acercó la silla a la ventana y le ayudó a acomodarse. Por fin sentado, un brazo apoyado en el alféizar, Onésimo cerró los ojos y se dejó bañar por el sol. Santiago esperó unos segundos de pie a que su anfitrión le invitase a sentarse también, pero luego comprendió lo estúpido de su actitud y arrimó la banqueta también a la ventana. El perro, que ya había olisqueado todo el cuarto, se tumbó entre los dos y se dejó acariciar plácidamente por el médico.

—¿Quién le avisó?

—Adolfo. Me vino a buscar a casa. ¿Fue Isidro?

—Sus hombres. Él todavía no está en condiciones de dar palizas a nadie.

Poco a poco, haciendo paradas para recuperar el aliento porque la costilla le impedía respirar en profundidad, le narró lo sucedido.

—Oí los insultos de Candela, pero no me alarmé. A esas horas de la tarde suele ser lo más habitual. Yo estaba escribiendo una carta a… bueno, no importa, el caso es que al instante sentí el retumbar de botas por las escaleras mientras Candela seguía gritando que no había nadie, que se largaran de su casa. Sólo me dio tiempo a ponerme en pie cuando por la puerta surgieron Velasco y Paquito.

—La muerte.

—Eso creí yo.

—¿Cuándo supo que no lo matarían?

—Cuando recuperé la consciencia y ya no estaban.

Velasco y Paquito abrieron la puerta sin excesiva brusquedad, y los dos se quitaron la boina al entrar en el cuarto. Candela entró tras ellos, pero sus gritos fueron bruscamente acallados por el fuerte bofetón de Velasco.

—Vete abajo, mujer.

—Vaya, Candela, hágales caso. Aquí no tiene nada que hacer.

Onésimo había logrado sobreponerse al susto y logró que su voz sonara templada. En realidad, llevaba mucho esperando aquel instante, su sentencia aplazada, y muchas veces se había preguntado, con auténtica curiosidad, si tras acompañar a tantos pacientes en sus últimos instantes de vida sabría afrontar su propia muerte con serenidad.

—Tiene que venir con nosotros, doctor.

Al cruzar la taberna, los parroquianos, que cuchicheaban en voz baja, enmudecieron. Parecía un velatorio anticipado. Onésimo, al entender el duelo avergonzado de los que le conocían y no se atrevían a actuar para impedirlo, temió que le flaqueasen las fuerzas, pero, ya fuera, al sentir el viento del sur removerle el cabello, inspiró fuerte y preguntó:

—¿Dónde vamos?

—Sin preguntas —ordenó Velasco, y casi al mismo tiempo, habló Paquito.

—A casa de Isidro. Le está esperando.

«Mucho trámite para una bala en la nuca», pensó para sí.

Isidro vivía en Tuilla, en una casa solariega con un gran hórreo y un maizal crecido que se extendía frente a la portilla. Les recibió Almudena, su esposa, con la que se había casado en Madrid al terminar la guerra. Ella, viuda de un oficial de notaría, todavía no se había acostumbrado a la vida de campo, y Onésimo, tras estudiar brevemente su porte hundido, los movimientos nerviosos de las manos, que no cesaba de frotar como si las tuviese frías, y lo huidizo de su mirada, comprendió que estaba sumida en una fuerte depresión. No tenían hijos.

—Está arriba. Sabéis el camino —les indicó a los lugartenientes de su marido.

Al entrar en la habitación, Onésimo encontró al jefe de Falange tumbado en la cama. A un lado, sobre la mesita había un poco de pan y queso junto a un vaso de vino. En el suelo, un orinal sin vaciar. La estancia se encontraba en semipenumbra, y parecía que Isidro dormía. Sus custodios, varados a la entrada, se debatían en la incertidumbre de llamarlo o esperar cuando una voz atronó desde el fondo del almohadón.

—¿Habéis traído al hijoputa del médico?

—Me han traído, Isidro, pero habría bastado con que me diesen aviso y habría venido igual.

—¡Cállat…! —la orden se interrumpió con un gemido, y las manos, que reposaban encima de la colcha, la estrujaron con fuerza.

—Será mejor que no grite. La presión interna hará que la hernia de la espalda inflame más el nervio. Porque vuelve a ser la espalda, ¿verdad?

Ignorándola maldición, Onésimo tomó el mando y comenzó a impartir órdenes. Velasco corrió las cortinas para que entrase la luz del atardecer y Paquito llamó a Almudena para que se llevase el orinal y le indicase de qué mesa podían disponer para llevar al cuarto. Con no pocos esfuerzos, entre los tres lograron introducir la de la cocina, tras raspar las paredes del pasillo y de la escalera. Luego, colocaron un colchón de lana sobre la mesa, y llegó la parte más complicada.

—Isidro, tendrá que levantarse usted solo.

—¿Te estás burlando? ¡No puedo, joder! ¿No ves que estoy impedido?

Onésimo, que esperaba esa reacción, le habló con autoridad sin dejarse intimidar.

—Si le levantamos nosotros, le dolerá mucho más. Tendrá que hacerlo siguiendo mis indicaciones. ¿Cuál es la pierna por la que le baja el dolor?

—La derecha.

—¿Y hasta dónde le llega ese dolor?

—¡Hasta el pie, coño! ¿Qué importa eso? ¿No tiene una maldita inyección para calmarme?

—Sabe que no. Recuerde cómo lo aliviamos la otra vez. Aunque entonces todavía podía caminar. Supongo que llevará unos cuantos días con dolor y no tuvo tiempo para venir a verme… —demasiado ocupado matando gente por las noches y persiguiendo guerrilleros por el día, habría añadido, pero dudaba que todo el dolor del mundo impidiese a aquel hombre pedir un arma para vaciarle el cargador contra su cabeza imprudente—. Venga, túmbese del lado izquierdo… poco a poco. Paquito, ponte delante de él y ofrécele el brazo. Sobre todo, no tires de él. Cójase a Paquito y úselo como amarre. Eso es. Ahora, doble las piernas… —mientras dirigía los movimientos, retiró la ropa de cama y el fuerte olor de orines contenido entre las mantas sacudió a los tres hombres. Estaba claro que Isidro no había logrado valerse del todo con el orinal—, muy bien, déjelas caer fuera de la cama. Será cuando más dolor note. A la vez, empuje con el brazo sobre el colchón y siéntese.

El aullido debió de oírse a mucha distancia, pero por fin había logrado sentarse.

Lo que hizo a continuación para aliviar a Isidro lo había aprendido de un brigadista estadounidense que había decidido unirse al frente del norte, siguiendo la estela de su abuelo emigrante. Médicos los dos, el inglés más o menos fluido de Onésimo les permitió entablar una rápida amistad que truncó el avance de la guerra. Situado a la espalda del enfermo, inmovilizó el sacro con las manos y fue pidiendo a Isidro que, desde la posición de sentado, ejecutase movimientos de flexión, rotación y lateralización del tronco para aliviar la presión del disco sobre el nervio. Así, poco a poco, logró que Isidro lograse ponerse en pie. Luego, ya tumbado en la improvisada camilla, lo manipuló con aquellas técnicas americanas que le había enseñado Andrew, y terminó el trabajo presionando con fuerza músculos y ligamentos para relajar la tensión excesiva aplicando un masaje doloroso. Isidro chillaba bajo la presión de sus dedos, y Onésimo no pudo negar que disfrutaba con el dolor infligido. Al terminar, el paciente se movía mucho mejor, a pesar de que maldecía porque la espalda le seguía doliendo terriblemente.

—Tendrá que reposar unos días. Trate de caminar, pero sin agotarse, y túmbese boca arriba cuando quiera descansar. Aquí le apunto los calmantes que puede tomar, uno cada ocho horas. Dentro de una semana repetiremos el trabajo.

Santiago de Rosas escuchó atentamente la narración del médico, solazándose con él en los sufrimientos del enemigo común, pero no pudo más que apuntar con un íntimo estremecimiento:

—¿Se da cuenta de que si no hubiese logrado calmarle el dolor, yo estaría velando un cadáver?

Onésimo asintió.

—Ayer no asistí a esa mala bestia por compromiso con mi juramento hipocrático. Si hubiese podido, habría dejado al muy cabrón retorcerse de dolor hasta el fin de los tiempos, pero sabía que estaba luchando por mi vida. Al menos sé que cuento con un mes, que será el tiempo que tardará en recuperarse. Un mes, y todo lo que le dure el miedo en el cuerpo.

—¿Y la paliza? ¿Por qué le pegaron?

La risa le hizo estremecerse por la presión de la costilla.

—Isidro no me perdonará jamás que le haya visto así, humillado, quejándose hasta casi el llanto y con los calzoncillos meados. Fue su miserable forma de vengarse. Se lo ordenó a sus secuaces cuando ya me marchaba. Les dijo: «Acompañadlo hasta su cuchitril y ya sabéis qué hacer para que recuerde quién está al mando». Antes de desvanecerme, creí que se les iba la mano y me mataban. Entre Candela y Floro lograron subirme aquí, y esta mañana me ayudaron con las primeras curas.

—Habría que llevarle a Oviedo y que le examinasen. Pueden haberle roto algo por dentro, algo que no haya visto, yo podría…

—Déjelo, Santiago. Bastante se ha retratado ya como para que vean que muestra un interés excesivo por un rojo que Isidro habría enterrado hace tiempo, si no lo impidiese la debilidad de su columna.

Santiago abrió la boca para replicar que Isidro no era nadie para marcarle sus pasos, pero calló. Acababa de ver de lo que era capaz, y sabía que a él se la tenía jurada.

—Sé que va a ir por usted, Santiago. Despedirle ha sido una declaración de guerra. No le perdonará jamás que lo frenase delante de todos.

—No se atreverá. Habría una investigación. La empresa acabaría con él. Le condenarían al garrote como a un vulgar asesino.

—Que es lo que es, pero no irá de frente. Buscará otro modo, ingeniero. Isidro no es tonto. Corre por ahí el rumor de que antes de unirse a las filas de José Antonio cortejó un tiempo a los comunistas. Quizá por eso ha paseado a tantos antiguos camaradas. Es un converso de la peor ralea. Si puede, atacará por la espalda. Cuídese, Santiago.

—Gracias.

Al descubrir un atisbo de emoción en Santiago, el médico lo estudió unos segundos buscando las palabras justas.

—No lo digo sólo por usted, y no me lo tome a mal. El primero en lamentar su muerte sería yo. Pero sin usted al frente del pozo, temo por los hombres de La Colonia. Esos prisioneros ya han sufrido bastante, y usted es su única esperanza frente a las tinieblas que Isidro representa. Tiene una responsabilidad. Como un médico en guerra, su vida no es únicamente importante por usted mismo, sino también por todos aquellos que de usted dependen. Para esos hombres, su supervivencia es vital. No salga solo. Pídale al capitán un par de hombres que le acompañen. Eso intimidará a cualquier pistolero a sueldo. Si Isidro quiere darle jaque mate, con una buena defensa le obligará a pensar, y un hombre tan impaciente como él, si piensa demasiado, cometerá errores. Ande, ayúdeme a tumbarme de nuevo. Demasiado sol. Estoy un poco mareado.

Con cuidado, Santiago lo sostuvo mientras se dejaba caer en la cama. Un poco avergonzado ante tanta intimidad con otro hombre, lo arropó casi con brusquedad, pero Onésimo no se percató de su vergüenza. Se había dormido al instante. Al llegar abajo, pidió un coñac, lo apuró de un trago y sugirió a Candela que no despertase a su inquilino a la hora del almuerzo. Dormir le haría mejor que cualquier medicina.