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—Estuve aquí ayer, por la mañana.

La voz de Luisa sonaba ronca. Sus párpados hinchados denotaban las horas de insomnio. Había pasado miedo, miedo por él.

—Supimos del accidente al anochecer, pero padre no me dejó salir. Dijo que los moros me podrían disparar, que podrían violarme, que ya tendríamos tiempo de saber en cuanto fuese de día, que si Faustino era el muerto nos lo traerían para que nos ocupásemos del entierro. Madre lloraba… y Gelín… y yo. Padre dijo que estaba harto de vivir entre mujeres, pero luego se sentó fuera, en su silla, frente a la carretera, y veló toda la noche.

Luisa sonreía a la par que le agarraba la mano como si quisiera asegurarse de que estaba allí, de que era real. Le sonreía y le miraba, con un brillo en la mirada que a Ignacio le recordó tiempos pretéritos. Hacía mucho que ninguna mujer le miraba con esa luz, con esa promesa tras el miedo, con ese anhelo que hablaba de presente pero también de futuro. Ni siquiera Laura. La miliciana había compartido cada minuto regalado por la guerra durante la batalla de Teruel. Incluso alguna noche, recogidos en un silencio sin bombas, se habían prometido amor. Pero ni él ni Laura se atrevieron a planear un mañana. Había demasiados muertos a su alrededor como para confiar en alcanzarlo. Laura fue presente, pero Luisa… ¿qué era Luisa para él? Tras el miedo de la chica, tras sus lágrimas contenidas, tras el contacto suave de su mano había algo más, algo que hacía tanto que no encontraba que se le encogía el alma. Ella seguía hablando, volcando en un torrente de palabras —tan callada como solía ser— los sentimientos retenidos, amedrentados a lo largo de tantas horas por la ausencia de noticias, pero Ignacio ya había dejado de atender a su significado, hipnotizado por el movimiento de sus labios. Escuchaba las palabras, pero se centraba en las formas que adoptaba su boca, en los pliegues que algún día serían arrugas, en el carmín que pintaba los labios, y deseaba besar ese carmín rojo que dibujaba sonrisas en los breves silencios.

—Al amanecer ya estaba aquí, pero los soldados no me dejaron pasar. Me contaron que había muerto un prisionero. Sólo eso. Les grité. Por Dios que lo hice. Me dijeron que tenían órdenes. Hasta que te vi hoy, no supe que estabas… que estabais vivos.

Esta vez los ojos de ella se perdieron en el suelo y sus mejillas enrojecieron de vergüenza. Allí estaba, expuesta como una niña. Sus emociones a la vista. En realidad, pensaba Ignacio, Luisa era tan joven… Le llevaba doce años. Un mundo. ¿Comprendía él, ambos, dónde se estaban metiendo? Pero su mente no podía pensar. Demasiadas cosas se superponían como para aprehenderlas todas. Estaba vivo. El derrumbe podría haberlo enterrado para siempre, pero de nuevo sentía el sol sobre la piel, la brisa del aire, el contacto de una mujer. Era un regalo en una vida cicatera, y no podía más que dejarse llevar y aprovecharlo. El perfume de Luisa le embriagaba. Su contacto. Su voz. Ahora ella aguardaba. Le subió la barbilla con suavidad, sus miradas se encontraron, y supo qué esperaba ella cuando cerró los ojos… pero la distancia se le hizo insalvable. Luisa tragó, y prosiguió. Tenía más que decirle.

—Yo no sentía miedo por Faustino. Mi padre tenía razón. Si le hubiese pasado algo, ya lo sabríamos. Pero nadie me habría avisado por ti —se le quebró la voz—. Nadie… Me habría enterado hoy, al llegar, porque ¿sabe alguien qué me une a ti?… ¿Acaso sabes…?

No terminó la pregunta, y él tampoco preguntó. De sobra conocía lo que faltaba. ¿Acaso sabes tú lo que yo siento por ti? Ese domingo la tendría que haber besado y no se atrevió.

El funeral por Damián se celebró el lunes. Hasta entonces, una tensa calma se había instalado en el valle. Los falangistas, con gesto adusto, habían acompañado a la familia en su duelo o se reunían en el Hogar del Productor para calcular la magnitud de la respuesta al asesinato de Damián. Pero al llegar la ceremonia religiosa, el ruido de los pasos desfilando de los flechas imberbes, el llanto de las mujeres vestidas de riguroso luto, las palabras graves de los políticos con traje o las proclamas de los camisas viejas y uniformados de la cercana guerra se oían como heraldos de venganza. Frente a la iglesia, mientras Hilario asperjaba el ataúd con agua bendita, Isidro llamó a voces a Paquito y le ordenó, señalando al vulgo congregado:

—¡Hazme una lista con los que faltan! ¡Con buena letra! ¡Recuerda que estás firmando sentencias!

Varias mujeres arrearon chiquillos a las casas y a las tascas cercanas mientras Paquito, lápiz en mano, paseaba entre la multitud anotando ausencias. Los que llegaban tarde se presentaban ante Paquito, se quitaban la boina y se disculpaban con la voz entrecortada.

Taba catando les vaques. Acompáñobos nel sentimiento.

Paquito asentía y tachaba.

El mi hombre ta malu na cama, pero pidióme que vos diera el pésame.

Y Paquito apuntaba el nombre, con la anotación de enfermo puesta al margen. Alguno, como Fino, antiguo maderero, fue insultado cuanto trató de entrar en la iglesia. «Rojo —le gritaron—, asesino de curas». Fino acababa de salir de la cárcel de El Coto, donde había estado encarcelado por luchar en el bando republicano. Temblando visiblemente, se acercó a darle el pésame a Isidro, que lo aguardaba brazos en jarras. El bofetón tumbó a Fino, y una carcajada general se sumó a la humillación. Como pudo, Fino se incorporó y se fue a casa. Años atrás, nadie habría esperado que el bravo Fino no hubiese devuelto el golpe. Pero la cárcel sólo había entregado una sombra del hombre que encerró. Antes de que se hubiese alejado mucho, alguien gritó: «Prepárate, iremos por ti».

Al terminar el funeral, se cantaron canciones y se entonaron loas por José Antonio y el resto de los caídos por España. La Guardia Civil, que paseaba entre los asistentes, ordenaba cantar a los que sólo movían los labios, o golpeaba al que, por descuido, en lugar de alzar la mano al cielo, ofrecía un puño cerrado.

«Por Dios, España y la Revolución Nacionalsindicalista».

Después del entierro, los falangistas, llegados algunos de otros municipios, se encerraron en la taberna y bebieron hasta el anochecer. Las voces enardecidas por el alcohol se propagaban entre las calles abandonadas, y muchos echaron los postigos de sus casas o durmieron en el monte, anticipándose a la desgracia. Se presentía la muerte. Con las campanadas de medianoche, se oyeron los primeros disparos. Fino, derrotado, no huyó. Esperó vestido con su mejor ropa. A su mujer no le había dado tiempo a arreglársela para que no le quedara una mortaja tan amplia. Ni siquiera se molestaron en sacarlo de casa. Murió en mitad de la cocina.

El resto de la semana, falangistas, afectos al Movimiento, miembros de la Benemérita y la guerrilla estuvieron muy activos. Cada mañana, al amanecer, en el lavadero se hacía recuento de desaparecidos y muertos abandonados en los caminos.

—Al fíu de Maurita encontráronlu cerca Llangreu. Ye el terceru que pierde.

—El hombre de Josefa la de Mundo tiróse al monte. Chivose alguien de que yera enlace. Josefa ta nel cuartel. La mi suegra oyóla gritar ayer de tarde.

Probe, ¿qué sabrá ella?

—¿Quién pué saber ná, nestos tiempos?

—Mataron a Lolo, el carpinteru.

—Y a Florentino, el de Maruja.

Las mujeres hablaban mientras lavaban, y eran tantos los muertos que nombraban que extrañaba que de las ropas mojadas no brotase sangre.

—Los del monte llegaron a casa Tomás, el farmacéuticu. Dicen que ficieron un juiciu públicu, que lu condenaron y lu mataron.

—Los moros dispararon a unos ayer de noche, pero escaparon. Casi muerro de mieu. Taben al llau de casa. Creí que nos diben matar a tos, Virgen Santa. El mi hombre diz que debín dir pa la casa’l cura, a por don Hilario, que y la tienen jurá por nun enterrar a los del monte en sagrao.

—¿Nun dormía don Hilario estos díes nel cuartel, por lo que pudiera pasar?

—Eso dicen. Nun tendrá tan claro lo de la resurrección.

Y las que reían la broma observaban, recelosas, a las que callaban.

Isidro salía de batida cada día con una partida de voluntarios. Estos voluntarios se habían significado claramente en el bando ganador de la guerra y, aunque no todos eran falangistas, reconocían a los maquis como enemigos a exterminar. A muchos les habían llegado notificaciones del frente guerrillero exigiéndoles un pago para sufragar la «lucha del pueblo», y se les amenazaba de muerte si no colaboraban. Cien duros, mil pesetas, quince mil, cada uno en función de los ingresos que se les calculaban. Meses atrás, Eleuterio, el director de una sucursal, prometió pagar, pero todo fue una trampa urdida con la Guardia Civil. Apresaron al enlace que había acudido a cobrar y, torturando a éste, dieron caza y muerte a dos guerrilleros. Una semana después, Eleuterio y su esposa fueron ejecutados dentro de su dormitorio, sin darles tiempo a salir de la cama. El resto de los amenazados, desde entonces, iban armados con sus escopetas de caza hasta para buscar las vacas. Así, cuando Isidro los convocó para batir los alrededores, acudieron dispuestos a la lucha. A diferencia de las tropas moras, ellos sí conocían las rutas de los montes y sabían de escondrijos, oquedades y cabañas que podían estar utilizando los huidos. Durante largas jornadas caminaron por veredas y bosques, siguieron el recorrido de los arroyos, aguardaron agazapados en los altos, pero lo único que encontraron fueron restos de antiguas hogueras, latas de conserva vacías, pasquines revolucionarios o árboles en los que habían tallado «Muera Franco». Al llegar la noche, agotados, aliviaban la frustración en las casas de los sospechosos de ayudar a la guerrilla, cuya lista les facilitaban en el cuartel de la Guardia Civil.

Cuando llegó de nuevo el domingo, Ignacio se sorprendió peligrosamente feliz en la compañía de Luisa, como si en esa semana no hubiese ocurrido nada. Luisa había acudido más guapa que nunca, y conversó un rato con su hermano mientras Ignacio charlaba con Gelín, que crecía de día en día. Luisa les había traído un bizcocho hecho con harina de centeno y unos huevos que a saber de dónde los había sacado, y los cuatro compartieron el dulce sentados en unas piedras, bajo el suave sol de un verano que avanzaba hacia su extinción. En todo ese rato, Luisa se sonrojaba si su mirada se cruzaba con la de Ignacio, y él sabía que su vergüenza era fruto del beso que dejaron escapar. Luego, durante el paseo, Ignacio decidió hablarle de naderías, de recuerdos de su pasado que callasen los acontecimientos que habían sacudido el pozo a lo largo de la semana. Como si estos recuerdos perteneciesen a otro, le contó de esos tiempos en que era un joven feliz y despreocupado al que le gustaba jugar al mus, beber vino con los amigos y arreglarse los domingos para el baile. Le narró el viaje que en el 35 hizo en bicicleta hasta Madrid, en compañía de dos amigos, para ver el final de la primera Vuelta Ciclista a España que no pudo ganar Mariano Cañardo, como si aquello fuese lo más importante en que un joven podía ocuparse entonces, y la emoción de la multitud al ver llegar a los ciclistas frente a la Puerta de Alcalá, ajena al hambre y a las privaciones que comenzarían un año después, y hasta consiguió que ella riera con el pinchazo que tuvieron al regreso y que les hizo volver caminando durante cinco horas para llegar a Yunquera en mitad de la noche, con todos los perros saliéndoles al paso. Ignacio hablaba para no desvelarle cuáles eran sus verdaderas preocupaciones, y no quiso que ella supiera lo que había ocurrido en el pozo, como si la ignorancia preservara la inocencia de su risa para siempre.

El martes después del funeral de Damián, varios mineros armados se personaron en el corte donde estaba Ignacio con Faustino y, a grandes voces y golpes, obligaron a Gabito, un joven picador de Nava, a acompañarlos. Ignacio, recordando las amenazas de Damián a Faustino, temió que éste fuera el objetivo, y que aquéllos viniesen a cumplir lo que el falangista no pudo. Así, al verlos descender entre el carbón, iluminando los rostros negros de los del taller con las linternas, apretó la pica dispuesto a defender a su amigo, o hundir la mina golpeando un cuadro si era necesario. Cuando comprendió que el elegido era Gabito, respiró aliviado. Luego, este alivio le provocaría remordimientos, pues era el mismo alivio que había sentido en el frente cuando un impacto de mortero caía a unos metros despedazando al que le acababa de invitar a un trago, y yacía muerto con los ojos abiertos mientras él temblaba, ileso. Durante varios minutos, escucharon las voces de Gabito implorando clemencia mientras lo empujaban por la galería hacia la zona de embarque. Todos habían dejado de picar, pero no hablaban. Poco había que decir. Al llegar al cuarto de aseo, tras horas interminables de angustia, Adolfo meneó la cabeza ante la muda pregunta de Faustino. A Gabito no volvieron a verle. Esa noche, antes de acostarse, Faustino le reveló que Adolfo había dado aviso al ingeniero jefe. «Para lo que va a servir», replicó él. Pero sirvió. Al día siguiente, al frente de varios soldados, Santiago de Rosas detuvo a Isidro y su grupo a la puerta de la jaula, cuando se llevaban a la fuerza a Nicanor, un barrenista que trabajaba en la octava. El enfrentamiento ocurrió a la vista de todos.

—Ese hombre trabaja para esta empresa. No tienes autoridad para llevártelo.

—Este cabrón es un enlace de los del monte. Y vamos a interrogarlo.

—Si hace falta interrogarlo, que venga la Guardia Civil a por él. A ellos sí se lo entrego.

Al ingeniero le temblaba la voz, y Emma, como si entendiese que su enemigo era aquel tipo con la gorra manchada de polvo de carbón que sonreía socarronamente, comenzó a gruñir.

—Detenga a su fiera o le pego un tiro… jefe.

—Estos soldados están aquí para defender los intereses de la empresa, Isidro. Les he dado órdenes de que disparen a matar a cualquiera que atente contra estos intereses. Y entre ellos están los trabajadores.

Isidro buscó al capitán Ordóñez, y sólo obtuvo un encogimiento de hombros. Cumplía órdenes. La mano de Isidro se posó en la culata de su pistola.

—Ingeniero, tenga cuidado. Podríamos acusarlo de colaborar con los rojos.

—Haga lo que tenga que hacer, Isidro, pero no vuelva a aparecer por aquí. Usted ya no tiene nómina en esta empresa. Desde ahora mismo está fuera.

Santiago sostenía a su perra por el collar, impidiéndole que se lanzase a por Isidro. Éste, tras tomarse un tiempo para calibrar la respuesta, ordenó:

—Dejadlo. Ya habrá tiempo.

Antes de marcharse, prometió:

—Te arrepentirás. Lo juro.

Nicanor no regresó al trabajo el miércoles, y su cuerpo fue encontrado por un hijo suyo entre un maizal, con tres tiros en la cabeza. Lo habían cazado mientras regresaba caminando hacia casa. Santiago no podía haber hecho más por él, su sentencia ya estaba escrita. Pero sí tenía poder para proteger a los prisioneros. Los soldados se apostaron en la bocamina, con los fusiles preparados, y custodiaban el camino del pozo a La Colonia. Esta protección permitió que ellos fuesen los únicos de los valles en permanecer al margen de aquella espiral de muertes y venganzas. Sin embargo, tras varios meses de relativa tranquilidad en el trabajo, empezaron a recibir insultos cuando coincidían en la jaula o en el cuarto de aseo con hombres del Movimiento. «Rojos de mierda», «pagaréis lo de Damián». Los soldados servían de barrera, pero todos tuvieron la sensación de que habían vuelto las trincheras. Los desayunos instaurados por el bueno del Eulalio se esfumaron, y los hombres libres que antes los saludaban con camaradería los rehuían, temerosos de que los relacionasen con ellos o con los subversivos. La intención de Isidro de fomentar una quiebra en la mina comenzaba a dar sus frutos.

Luisa, mientras paseaban despacio, también callaba las noticias del lavadero por no «preocupar» a Ignacio. En el fondo, estaba tranquila porque Ignacio y Faustino estuvieran allí, encerrados, creyéndolos a salvo de cualquier represalia. A su hermano Constante, madre le había hecho llegar recado de que durante un par de meses no pasara por casa, por si acaso. Por padre no temían, últimamente bebía más que nunca, y su imagen destrozada era motivo de burla más que de odio, lo cual no le libraba de recibir alguna que otra paliza. La semana en Los Pozos había sido terrible, con disparos en la noche que contestaban los perros con sus ladridos, el ruido de botas pesadas por la carretera, camiones, y, luego, al llegar la mañana, los testimonios de las mujeres acerca de los asaltos a viviendas, las torturas y los asesinatos. Su madre repetía que estaban como en el 37, aunque a Luisa le quedaba un vago recuerdo de aquellos años en los que alguna vez había tenido que llevarles comida a padre y Faustino, escondidos en el castañal. Pero aquel miedo del que hablaba madre ya se le había borrado, y nada le parecía peor que lo que estaban viviendo. La imagen de vecinos sacando a otros vecinos de sus casas para pegarles un tiro la abrumaba y llenaba sus sueños de pesadillas. Se hablaba de rencillas, de antiguas peleas por lindes de terrenos y hasta algún que otro asunto de faldas. En algún momento llegó a pensar que iba a ser imposible salir por el pueblo sin cruzarse con verdugos o con víctimas. Era como si el infierno se hubiese hecho carne en el valle. Sin embargo, escuchando a Ignacio, con esa voz grave y pausada de hombre aplomado, bajo el escrutinio de aquellos ojos verdes que a veces parecían devorarla, se le olvidaba todo. Nerviosa, era plenamente consciente de su mano húmeda dentro de la enorme mano de él, del contacto electrizante de su piel, y por nada del mundo la habría soltado. Si Ignacio, entonces, le mantenía la mirada un segundo, su corazón se aceleraba desbocado.

—Estás muy callada.

—¡Ay, Dios, es que no sé de qué hablar!

—Pues no hables. Paseemos.

Imitándolo, tal y como él había hecho antes, terminó contándole recuerdos de su infancia, historias anteriores a la guerra que se esforzaban en borrar aquellos días tenebrosos. Luisa contaba su niñez en el pueblo, y se reía con anécdotas como la del loro de Germán, el de la lechería, que había sido la atracción de todo el pueblo. Aquella ave había sido traída desde Cuba por un indiano que, harto de su cháchara, se la regaló a Germán. Éste le había cortado las alas y la mantenía subida a un palo, delante de su casa, haciendo que ningún niño se hiciese el remolón a la hora de acudir hasta allá con las lecheras. El loro, que jamás tuvo más nombre que «Loro», blasfemaba contra el rey Alfonso, repetía los insultos que le enseñaban los niños, y cantaba la primera estrofa de La Internacional sin equivocarse. Ambos, Germán y el loro, huyeron al caer el frente norte, pero Luisa recordaba al pájaro masticando un cigarrillo como si fumara y gritando como un carretero mientras los niños lo jaleaban.

Ignacio escuchaba a Luisa, y su voz era como una caricia en su mente atormentada. Desde la desaparición de Gabito y el asesinato de Nicanor, el barrenista, había vivido la semana nadando entre dos aguas. La noche en que se llevaron a Gabito, habló mucho con Faustino. Maldijo por enésima vez la falta de sangre de sus venas. Se habían sometido sólo por seguir vivos. Mientras ellos cumplían condena, colaborando con el nuevo régimen, había hombres y mujeres que se oponían en una resistencia tenaz sin apenas esperanza, y muchos terminaban entregando la vida por esa causa. ¿En qué parte del camino había perdido él la capacidad de sacrificio? ¿Cuándo la muerte, compañera inseparable por tantos años, se le había vuelto un enemigo temible? Odiaba su servidumbre, y el temblor que se apoderaba de él cuando un falangista, o un militar, o cualquiera que ostentase poder se le acercaba demasiado. Odiaba su debilidad y envidiaba, muy a su pesar, a hombres como Gabito, como Agustín o como Nicanor. Faustino fumaba y escuchaba, la mirada vuelta hacia dentro, como si en lugar de escuchar a Ignacio se estuviese oyendo a sí mismo, y al final del discurso callaron ambos, fatigados por recorrer un laberinto sin salida. Luego, tras pensarlo mucho, encontró una para Ignacio, y preguntó:

—¿Tú, con mi hermana, vas en serio, o sólo la estás entreteniendo?

A Ignacio le costó comprender. Él le hablaba de lucha y Faustino le replicaba con una mujer. Sin embargo, pensar en Luisa era rememorar ese beso que se le escapó, el beso que no se atrevió a robarle el domingo, cuando estaba tan feliz por saberse vivo. Y, sobre todo, porque sabía del significado del fulgor entrevisto en las pupilas de la chica. Entonces entendió. Hacía un rato, sólo pensaba en cómo explicarle que cada vez tenía más claro que su sitio estaba en los montes, con un arma en las manos, y que él no era el más adecuado para una mujer como ella. Quería convencerla, convencerse, de que deseaba volver a la lucha para dignificar la memoria de los muertos. Pero algo en la risa de Luisa mientras le hablaba del loro de Germán le hizo estremecerse. Luisa lo intuyó, porque calló, expectante. Había veces que la vida daba una segunda oportunidad. Al descubrir otra vez ese brillo en los ojos inocentes de Luisa, no pudo evitar acercar su cara a la suya y, por fin, la besó.