22
Sólo se escuchaba el burbujeo del vino al llenar vasos y caciplas. Candela y Floro se movían entre los hombres, prestos para servirles, pero nadie hacía bromas a la gorda tabernera o trataba de pellizcarle el culo a espaldas de su marido. La tasca era un funeral.
El primero en retirarse fue el ingeniero. Santiago, que había permanecido aparte del resto, entró únicamente por no irse ya a casa y enfrentarse a la terrible soledad de su habitación. Había noches en que ni la compañía de la vieja Emma, siempre a sus pies, era suficiente.
—Que estos hombres descansen mañana. No se les descontará de la paga —ordenó, antes de calarse el sombrero, dispuesto a sumergirse en la oscuridad con la ayuda de una linterna y la señal de faro de su pipa candente.
Onésimo, entonces, se acercó rápido y le murmuró:
—No creo que sea bueno que deambule usted solo a estas horas. Está demasiado oscuro. Pídale a Adolfo que le acompañe.
La intención del médico era que estas palabras fuesen nada más que para el ingeniero, pero tal era el silencio que hasta el suspiro de una mosca hubiese sido audible. Damián, tan agotado como el resto, replicó:
—Deja que se vaya, mediquín. No le comerán los lobos. Hoy, al menos.
Onésimo y Santiago se miraron un segundo, y con un gesto apenas perceptible, el médico asintió. Sí, quizá esa noche Santiago pudiese moverse en paz.
—Mañana nos vemos.
—Mañana, pues.
Adolfo, que también había escuchado las palabras del médico, murmuró un adiós y salió inmediatamente tras Santiago. No sólo Onésimo temía por la vida del ingeniero jefe.
Sin el ingeniero presente, nada cambió. Los hombres bebían en silencio y, poco a poco, iban abandonando la tasca para regresar a sus casas. Algunos pasarían primero por la de las viudas, o, en el caso del Eulalio, por la vivienda de la Eulalia, su madre, a dar el pésame, e incluso puede que continuaran el luto de taberna en taberna hasta el amanecer o hasta que una patrulla les refrescase la curda en el cuartelillo. Si prestaban atención, a través de la puerta de la taberna abierta para oxigenar la estancia, hasta ellos llegaba el llanto de las mujeres, allá en el pueblo. Las plañideras se estaban ganando bien el puñado de harina. Sería una noche de verano muy larga.
Los diez hombres de La Colonia, los escogidos para las labores de rescate, también bebían. Agotados como los demás, aguardaban a que sus vigilantes ordenasen el regreso al barracón. Ellos habían perdido un compañero. Bustillo, un zapatero de Valencia que había sido capturado huyendo hacia Francia. Bustillo era un hombre vigoroso al que le gustaba contar chistes encadenando unos a otros como una ristra de chorizos, y que aborrecía la ausencia del sol en aquellas brumosas tierras del norte. Había perecido lejos de su Mediterráneo azul, en la peor oscuridad, junto al Eulalio y a los otros dos. La mina se los había tragado.
Ignacio, de pie al lado de Faustino, apoyaba su cuerpo entumecido contra una de las paredes. El tercer vaso de vino le había provocado una extraña sensación de distancia. Vivía en un estado de irrealidad, como si su cerebro se hubiese preocupado de borrar los instantes de muerte vividos y lo arrastrase a otro tipo de disquisiciones. Allí parado, rodeado de un grupo tan dispar, observaba sin comprender qué especie de luctuoso milagro había ocurrido aquel día. Falangistas, vigilantes, somatenes, mineros, prisioneros, unidos como si los rencores o los odios no hubiesen existido nunca. En aquel cuarto pequeño, a la luz de la sucia bombilla, parecía que, si quisiesen, podrían resolver todos los problemas del mundo apenas sin esfuerzo. Era como si de pronto alguien fuese a echarse a reír y dijese algo así como «qué tontos somos», y el resto se uniría a su risa, y se mirarían directamente a los ojos, se estrecharían las manos sin resentimiento, brindarían, y nadie recelaría del otro, pues se reconocerían como hombres, tan sólo eso, hombres frente a la muerte, frente a la desgracia. Pero, por supuesto, nadie rió. Lo único inesperado fue que, antes de permitir que los soldados se los llevaran, Damián se atrevió a palmearles el hombro en un gesto amistoso sin precedentes. Él, que había asesinado a tres de sus compañeros a golpes, les expresaba así las condolencias por Bustillo.
—¿Por qué lo haría?
Faustino, a su lado, con el manto estrellado iluminando su regreso, trató de explicárselo.
—Es la mina. La puta mina. Cuando despierta para recordarnos quién es la más fuerte, a nosotros no nos queda más remedio que hermanarnos. Solidaridad de mineros.
El aviso de derrumbe les sorprendió en el cuarto de aseo. Se estaban duchando cuando sonó la sirena.
—¿Otra vez la sirena? ¿No llamaron hace un rato para el cambio de turno? —se extrañó Ignacio.
—Pasó algo. Algo malo.
La noticia corrió como la pólvora. Una quiebra en la sexta.
—Salí a avisar al vigilante de que estábamos con mucho grisú. Pero el Eulalio y el guaje se quedaron. El Eulalio creyó que los hastiales de abajo del estrechón no aguantarían hasta el relleno. Es cierto, había varias mampostas reventadas, pero yo le dije que, mañana, los del primer turno rellenarían y aquí paz y después gloria. Discutimos, y yo aproveché lo del grisú para dejarlo solo. Entonces… entonces…
El minero lloraba, desconsolado. Varios compañeros le abrazaban, pero él seguía allí sentado, con el sol de la tarde calentándole la espalda y el rostro cubierto del polvo del carbón que podría haber sido su mortaja.
—Es una quiebra ciega, jefe.
El ingeniero ya estaba presente y estudiaba el plano de la mina.
—¿Hasta dónde pudiste llegar?
El vigilante recontó los pasos que había dado desde la galería hasta el hundimiento.
—No pasé de doscientos metros desde el inicio de la guía.
—Eso quiere decir que hasta el corte faltarán unos veinte metros. ¿Revisasteis el taller desde la cuarta?
—Los hombres que lograron salir dicen que fue a partir del estrechón. Está apenas a diez metros de abajo. Pero el posteado ha quedado muy dañado. Dicen que está muy inestable.
Santiago, Adolfo y el resto de los vigilantes discutieron las tareas de rescate mientras docenas de mineros se habían vuelto a vestir para bajar al pozo. Muchos habían terminado el turno, pero allí estaban, consolando a los que habían logrado salir, expectantes, murmurando en voz baja el nombre de los ausentes y compartiendo tabaco y abrazos.
—Falta Miguelín.
—Joder, ye un guajucu.
—Probe Eulalio. Nadie canta toná como él.
—Igual lu rescaten los «pequeños seres». O llevénlu a esi mundu maravillosu.
Nadie rió la ocurrencia. La realidad era un monstruo que devoraba cualquier fantasía.
—¡Vosotros, coged herramienta y a la jaula! ¡Quiero un grupo de rescate por la cuarta y otro por la sexta! Damián, esa madera lista. Habrá mucho que postear. ¡Y el resto del pozo, todos fuera! Necesitamos saber cuántos hombres hay allí abajo.
Fue el propio Damián quien escogió a los hombres de La Colonia.
—Jefe, será mejor que no bajen todos. Estará muy peligroso, y no necesitamos que ninguno nos lo complique más, perdiendo los nervios.
Escogieron a diez, entre ellos, los cuatro mineros que habían llegado del pozo Fondón y también Ignacio.
—Escúchame bien, Guadalajara. Esto es muy diferente a todo lo que has visto hasta ahora —era Adolfo quien, mientras la jaula descendía, le hablaba, aunque estaba claro que lo hacía para todos—. La explosión de gas ha modificado las fuerzas. Estás acostumbrado a que la madera frene la potencia del carbón, y a veces se nos olvida que tenemos toneladas de piedra encima de nuestras cabezas. Pero esta vez es distinto. Ya nada es seguro. Hay que revisar paso por paso, como si lo abriésemos todo de nuevo. Donde podamos, iremos metiendo relleno, pero nuestra urgencia está en los hombres que hay abajo. Así que pies de plomo y valor. Ellos harían lo mismo por vosotros.
A su grupo le tocó acceder por la cuarta. Todo estaba como siempre, pero era como si la amenaza de hundimiento hubiese trastocado su percepción. Iluminase lo que iluminase su candil, encontraba peligros agazapados, acechándolos.
—Faustino, mira.
Y le señalaba un puntal dañado.
—No te preocupes. Estamos lejos y eso es roca.
—¿Esta mecha está bien?
—Está bien. Hay aire y no hay gas.
Se acababa de duchar, pero sentía la espalda pegajosa. Reconoció en ese sudor, tan diferente al producido por el esfuerzo, el familiar abrazo del miedo. De nuevo el miedo. Con fuerza, se pellizcó el brazo hasta que el dolor fue más fuerte que el terror.
—Respira hondo, Guadalajara. Trata de serenarte. Te necesito a mi lado.
Estas palabras, a los pies de la rampla, lograron templar su ánimo. Porque ya estaban allí. Ochenta metros de pendiente más abajo, el Eulalio, el primer minero que verdaderamente se había preocupado de los prisioneros de La Colonia, yacía sepultado, posiblemente muerto, pero existía la esperanza de que una pequeña bolsa de aire, un reducto de espacio libre le hubiese quedado como refugio.
Bajaron en hilera, dispuestos a dar la tira de la madera que se requiriese para el refuerzo. Faustino, que había llegado a la altura del hundimiento, gritó.
—¡Los de arriba, hará falta cambiar unos veinte juegos! ¡Y cuidado con los frenos de la parte final!
No hizo más que decirlo cuando, a su derecha, un crujido fue seguido de un grito y, después, el ruido del carbón al resbalar por la rampla hasta quedar frenado a la altura de la quiebra.
—¡Derrabe!
Faustino, Ignacio y varios hombres más se precipitaron a donde había desaparecido el compañero que estaba comprobando el estado de uno de los frenos. Comenzaron a escarbar con las manos, con los pies, braceando como si nadasen en un mar negro, envueltos en una nube densa de polvo donde las toses se intercalaban con la desesperación.
—¡Rápido, rápido, ta enterráu!
—¡Cagüenmimantu, joder!
—¡Un abajo, coño, hay que dar salía a to esto!
—¡Guadalajara, la pala!
—¡Asfixiase, Dios!
Tras varios minutos agónicos, las uñas rotas en el esfuerzo, los rostros desencajados por la angustia, Adolfo gritó:
—¡Está aquí! ¡Tengo una mano!
Lograron desenterrar a Bustillo, pero era tarde. Los intentos de reanimarlo fueron infructuosos. Había muerto ahogado.
Como hombres a los que hubiesen arrancado el alma, lograron sobreponerse y prosiguieron con la labor. Cambiaron madera, apuntalaron otra y, a intervalos, llamaban y callaban por si se escuchaban peticiones de auxilio. No hubo suerte. La cuadrilla de rescate de la sexta pronto limpió la galería y, al desescombrar, encontraron los cuerpos del Eulalio, de Miguelín, un chaval de dieciséis años, hijo de un minero muerto en otro accidente y que llevaba un par de meses como guaje, y del caballista, aplastado por su vagoneta contra el hastial de la galería. El último cuerpo, el de un picador que trabajaba unos metros por encima del Eulalio, lo sacaron los del grupo de Adolfo. A éste lo encontraron con la cabeza destrozada. Al menos, no sufrió.
Uno a uno recuperaron los cuerpos y los llevaron al cuarto de aseo donde ya estaba el de Bustillo. Los lavaron como pudieron, los vistieron con las ropas de calle y, en comitiva, fueron llevados a sus casas.
Damián fue el último en retirarse de la taberna de Floro. Los accidentes siempre le dejaban un poso de orfandad en el ánimo, despertándole los recuerdos de cuando hombres teñidos de negro dejaron sobre la cama matrimonial el cadáver de su padre. Al día siguiente, él recogió la herramienta del difunto y se incorporó a la explotación. Ni siquiera recordaba qué años tenía entonces, pero sí que era el mayor de los hermanos y que el resto tenía que comer. De pie, acodado en la barra frente a un Floro silencioso, fue vaciando vaso tras vaso despacio, como si participase de una ceremonia propia, como si entrase en un duelo largamente postergado y que se repetía tras cada accidente en la mina. Por fin, cuando notó que el alcohol había embrutecido todos sus sentidos, comprendiendo que ya las lágrimas no le sorprenderían con la guardia baja, dio la vuelta al vaso y se marchó. La noche era cálida, pero él sintió un escalofrío recorriéndole el espinazo. Quizá todavía le hiciese falta otro trago. Cuando quiso darse la vuelta, Floro ya había apagado la luz y echado el cierre. Maldijo, gritó algo ininteligible, trastabilló sin caerse y, por fin, se encogió de hombros y comenzó a caminar, pero, en lugar de dirigirse a Tuilla, a su casa, sus pies avanzaron en dirección al pozo. No se dio cuenta de lo que hacía ni por qué había tomado esa determinación. Ni siquiera percibió la sombra que, saliendo de la oscuridad arbolada, lo encaró. Una boca metálica le miró fijamente a los ojos, y Damián fue a levantar el dedo para señalarla, pero su brazo no le obedeció y, en su lugar, se orinó encima. En realidad, era lo que más le apetecía hacer.
—¡Así aprenderás a patear guerrilleros, cabrón!
Por un breve instante, el ruido del disparo apagó el sonido de los llantos.