21

21

—Estás muy serio.

Ignacio suavizó el gesto adusto de su semblante, incapaz de más.

—No es nada.

—¿No quieres que vuelva?

Estaban sentados sobre un montón de troncos que aguardaban a ser convertidos en madera de entibación para la mina. Luisa dibujaba círculos en la tierra con la puntera de sus zapatos. A dos minutos de allí, ocultas tras unas piedras, había dejado las madreñas. Llevaba puesto el vestido de lunares, el mismo que estrenara para el baile. Los soldados la habían silbado, varios presos, incluso acompañados de sus parejas, se habían volteado al verla, pero Ignacio no había hecho ningún comentario, y la muchacha estaba decepcionada.

—Claro que quiero que vuelvas. Pero ahora no tienes motivo. Nos han dado monos de trabajo. Y nos los van a lavar en la empresa.

—Ya lo sé.

El mes de separación, desde que se prohibieron las visitas, había servido de reflexión no sólo para Ignacio. Cada domingo, desde entonces, Luisa había añorado sus paseos cargados de silencio junto a aquel hombre tímido bregado en mil batallas, su hablar pausado y las palabras medidas como harina de molinero. Las noches de los domingos, en el duermevela, se le presentaban retazos de Ignacio, imágenes intermitentes, ya fueran sus manos recias, amplias, propias de un trabajador, pero que ella imaginaba entre las suyas, sintiendo el roce áspero de sus callos en largas caricias, y esta ensoñación la hacía enrojecer de vergüenza; o sus ojos verdes, tristes y misteriosos, como si en el fondo de aquel pozo escondiesen un secreto, un secreto que tan sólo con oírlo una vez sería la llave de esos siete chalecos que, según su madre, siempre llevaban puestos los hombres; o los labios apretados que tan pocas veces regalaban una sonrisa, pero que, cuando lo hacían, era como sentir la caricia del sol en una fría mañana de primavera. El beso de Genaro había despertado en ella sensaciones desconocidas, pero recordar ese beso no le hacía recordar a Genaro. En cambio, esas fracciones de hombre que se presentaban en sus fantasías la convulsionaban, haciéndola sudar y prometerse que habría de ir a confesarse para que la muerte no la sorprendiese en pecado mortal. Luego llegaba el lunes, y con él de nuevo la rutina de la semana, y se olvidaba del cura y de Ignacio hasta el siguiente domingo.

—No tienes que seguir haciéndome compañía.

—También lo sé.

Ignacio había estado barajando durante horas las palabras que le iba a decir a Luisa. No tenía intención de descubrir su juego, pero temía mostrarse tan frío que la chica optase por no regresar. Hasta entonces, el vínculo de la ropa había facilitado la relación. Él le pagaba a ella por su trabajo, y ella compensaba este pago con parte de su domingo. Ahora, sin el vínculo del dinero, ¿qué podía motivar a Luisa a subir hasta allí para regalarle compañía? «Quizá, cuando venga a ver a Faustino, la lástima la empuje a hablar conmigo», se decía. Pero Ignacio sentía el latido de su orgullo en el pecho. No buscaba caridad. De repente prefería el dolor de la soledad a la humillación de la limosna. Y, al mismo tiempo, cuánto necesitaba de esa limosna.

El día anterior, tras mucho cavilar, se había trazado como objetivo plantearle claramente que ella no le resultaba indiferente. «Indiferente», ése era el término escogido. Y cuando llegó el momento de soltarlo, la lengua no respondió a su cerebro. Esta mudez dio espacio a un silencio que se hizo incómodo, así que Luisa se incorporó. Al instante, raudo como si le hubiese mordido una víbora, Ignacio hizo lo propio, temeroso de que ella decidiese marcharse, pero Luisa se arregló el vuelo del vestido y, sin mirarle, sugirió:

—¿Damos un paseo?

Estaba siendo un verano seco. Los ríos bajaban extenuados y se preveía una mala cosecha de manzana para él otoño. A esas horas de la tarde, ni los pájaros tenían ánimo para cantar. Buscaron la sombra de los árboles mientras caminaban, pero no se alejaron demasiado de La Colonia. El capitán Ordóñez había dado orden de limitar el campo de movimiento de los reclusos, más por seguir demostrando un cambio de talante que porque se preocupase por una nueva fuga. Como Ignacio seguía sin hablar, Luisa empezó a tener una sensación opresiva en el pecho. De pronto, era como si una parte de sí no quisiera estar allí, pero otra parte habría matado por continuar al lado de aquel labriego venido a minero. La muchacha buscó desesperadamente algo de que hablar, cualquier cosa que sirviese para romper esa barrera que se interponía entre ambos, cuando Ignacio, súbitamente, preguntó:

—¿Supiste lo de Agustín?

—Y lo de Milo. Sí, lo supo todo el pueblo. El enlace que los delató es… era primo de mi padre. Lo vieron regresar del monte y sospecharon. Dicen que lo torturaron en su casa, frente a su mujer. Como no habló, la torturaron también a ella, y entonces él confesó lo que sabía. Les dijo que ayudaba a la guerrilla, y también dónde podían encontrar a los fugaos. Cuando se cansaron, les mataron a los dos y prendieron fuego a todo. No dejaron ni que saliese el perro. Los cuerpos del que llamas Agustín y de Milo estuvieron expuestos frente a la iglesia hasta que el mal olor obligó a enterrarlos. El cura de Carbayín, el bueno de don Hermógenes, quiso hacerles un funeral y llevarlos a sagrado, pero no se lo permitieron.

—¡Ni falta que les hacía!

El tono elevado de Ignacio la sobresaltó. Sin ninguna razón, su brusquedad la hizo romper a llorar. Él, alarmado, se disculpó:

—Perdona, niña. No te lo decía a ti. Lo siento —trató de calmarla—. De veras que lo siento. Agustín era amigo mío. Los curas… ya sabes. Y…, bueno, no sé qué más decir.

Luisa se recompuso como pudo. Una lágrima había dibujado un suave surco en los polvos que se había aplicado al rostro, pero no se daría cuenta de ello hasta llegar a casa, cuando su madre le preguntase por qué había llorado.

—No es nada. Soy una tonta.

—Lo siento, de verdad. Pero no pude remediarlo. Agustín apenas era un chiquillo. Un niño asustado que no creo que supiese ni por qué luchaba.

—¿Y tú? ¿Sabías por qué luchabas? ¿Cuántos años más que él tenías cuando empezó la guerra? ¿Y mi hermano? ¿Mis hermanos? ¿Sabíais alguno por qué o por quién luchabais?

La virulencia de Luisa le dejó sin palabras. Del llanto a la ira sin apenas transición. Sí, tenía razón, cuando comenzó la guerra apenas era mayor que Agustín, y le habría respondido que entonces sí creía saber qué le había llevado a empuñar las armas, pero ¿y ahora? ¿Acaso no tenía los mismos ideales? ¿Ahora que ya había perdido toda su juventud, a tantos amigos, sus tierras, su vida, daba la lucha por bien empleada? ¿Y qué hacía que no se lanzaba al monte como Agustín para hacerle frente al fascismo hasta el imposible de vencer o terminar con una muerte digna como la del muchacho? ¿Qué más podía perder que no fuese la vida? Esta pregunta le había estado carcomiendo por dentro toda la semana, y por eso, aunque su corazón había saltado al ver de nuevo a Luisa, una sombra de tristeza pesaba en su ánimo. Era como si todo le supiese a polvo, a ceniza, como si un velo tiñese de gris y negro los colores y apagase el timbre alegre de las palabras. Todo se había vuelto mucho más triste desde que vio el cuerpo ensangrentado de Agustín.

—Tienes razón. Al menos, él luchó…

—¡No seas idiota!

—¿Qué?

—No has entendido nada. Yo no pretendo que Faustino o tú lo imitéis. ¿De qué valdría? Otro héroe más muerto. Uno más de tantos. En un año, olvidado. ¿De qué serviría? ¿Qué bien haríais a los vivos?… —y, bajando el tono, casi de nuevo rozando el llanto, terminó—, ¿a los que quedamos?

Cuando Ignacio le agarró la mano, la sintió fría y temblorosa. Su contacto le recordó al tacto de las truchas que pescaba entre las peñas, en el río, en la felicidad de su niñez. Entonces la asió con más fuerza, como si temiese que se le fuese a escurrir entre los dedos, y sus miradas se encontraron. Sin decirse nada más, continuaron el paseo, las manos entrelazadas, pero esta vez el silencio ya no les incomodaba.