20
Isidro volvía a lucir el uniforme falangista. Era él en vez del capitán Ordóñez, un paso más atrás, quien comandaba la marcha hacia Tuilla. Del ingeniero jefe no había noticias. Los prisioneros comenzaban a ponerse nerviosos. Tres horas antes, el capitán Ordóñez había irrumpido en el dormitorio.
—¡Atención! —les gritó. De unas semanas para acá, el militar había perdido el aire marcial y se llevaba de manera repetida la mano a la altura del vientre, como un Napoleón de provincias. Alguien corrió la voz de que una úlcera en el estómago le estaba endemoniando sus días. Pero esa mañana parecía exultante—. ¡En diez minutos los quiero a todos rasurados, peinados y en perfecto estado de revista! ¡Y pónganse esta ropa! ¡Vamos, vamos!
Lo primero que se le vino a la cabeza a Ignacio fue que los despertaban más temprano de lo habitual. Lo segundo, que era 18 de julio.
Los hombres refunfuñaron desde los camastros. Quien más y quien menos, todos habían llegado a las mismas conclusiones que Ignacio. Y, además, era domingo. Los fastos de los vencedores les iban a arruinar el día de descanso. Participar en la celebración de una fecha tan aciaga no dejaba de ser uno más de los numerosos pagos que debían afrontar en su camino hacia la libertad, pero eso no les aliviaba las náuseas ni la permanente sensación de derrota. Dos soldados, animados por su superior, se dedicaron a urgir a los más perezosos, y pronto estuvieron todos haciendo cola en las pilas del lavadero.
—¡No tenemos todo el día! ¡El que no esté a tiempo no desayuna!
A diferencia del cuarto de aseo del pozo, allí no tenían agua caliente. El agua se tomaba de un reguero de montaña que, a pesar de la fecha estival, cortaba la respiración. Estaba helada. Ignacio fue uno de los primeros en terminar de afeitarse, acostumbrado a hacerlo casi sin mirar tras sus años de trinchera como miliciano y, al regresar de nuevo al dormitorio, se encontró con la ropa que les tenían preparada. Un soldado vigilaba que no cogiesen más que una prenda por persona.
—Son monos de trabajo —le aclaró Faustino.
—Los conozco —replicó—. Usé uno parecido en la herrería.
—Es extraño. Hoy no toca bajar a la mina. O puede que para felicitarnos el aniversario, nos obliguen a hacer turno doble.
Ignacio no rió el humor negro de Faustino, pero éste no se lo tomó a mal. Sabía del carácter de su amigo.
Había un mono mahón de color azul oscuro para cada recluso. Como era la misma talla, alguno como Ignacio tenía que remangarse los bajos para no arrastrarlos, y lo mismo sucedía con las mangas. Faustino, al darse cuenta, le aconsejó:
—Cuando vuelvas a ver a Luisa, pídele que te cosa lo que sobra. A la mina no se puede bajar con ropa tan holgada. La engancharías en cualquier parte.
¡Luisa! Ahogó el suspiro que brotaba. No era propio de él exteriorizar los sentimientos. Hacía un mes que no veía a la muchacha, y esta ausencia le estaba dando el verdadero peso que la hermana de Faustino estaba tomando en su existencia. La añoraba, y sentía esa añoranza en las tripas. Y esto era lo más que se iba a permitir como muda confesión. Por ahora.
Uno a uno se fueron vistiendo y salieron fuera, a formar. Esa mañana no les obligaron a la gimnasia con la que, desde que se había escapado Agustín, les castigaban cada día, como si el agotamiento provocado por el duro trabajo no fuera suficiente.
—Como alguno se manche la ropa durante el desayuno, lo desolló a lo vivo.
—Verás como al final nos hacen devolverlos. Esto es para algún desfile.
—¡Silencio, coño! ¡Y todos a cantar el Cara al sol! ¡Quiero oíros!
La idea del desfile se confirmó cuando tuvieron que repetir la canción por quinta vez, hasta que el capitán estuvo satisfecho con el resultado.
Cuando tuvieron cada uno su tazón, Ignacio y Faustino buscaron el tronco donde solían desayunar, pero un soldado se les acercó rápidamente y les ordenó levantarse.
—Tened cuidado con la ropa. Si la mancháis, no respondo de lo que Ordóñez haga.
Era un joven recluta de Madrid, y había hecho buenas migas con ellos. Ya no tenían oportunidad de hablar como antes, pero cuando pasaban a su lado, el soldado les guiñaba un ojo o les hacía burla, y los dos prisioneros disfrutaban con la inocencia de aquel muchacho de apenas dieciocho años, todavía no contaminado con la sangría de las dos Españas.
Una hora más tarde, Isidro, el jefe de Falange, se presentó en La Colonia. Con su uniforme, infundía un respeto que rozaba el terror.
—¿Qué hará aquí este cerdo?
Los soldados se cuadraron en su presencia, como si de un superior se tratara, y el capitán Ordóñez corrió a darle la mano. Ambos sonreían satisfechos.
—Todo en orden.
—Perfecto. Vamos a llevarlos frente a la estación. Esas damas no tienen por qué ver dónde duerme esta escoria.
—Muchachos, que nos llevan de putas para celebrar la fiesta.
Carlos, el anarquista, había soltado su chascarrillo demasiado alto. El capitán Ordóñez, enfurecido, ordenó:
—Arresten a ese recluso. Pasará una semana en el cuarto de castigo para que se le quiten las ganas de bromear.
Pero antes de que pudiesen llevárselo al reducto oscuro y lleno de humedad en el que acostumbraban a confinar a los que se saltaban las normas, Isidro se adelantó:
—Espere, capitán. Quiero que hoy todos estén presentes. Ya sabe a qué me refiero…
Y le guiñó.
—Como usted prefiera.
—Pero antes… ¡soldado, sujete al preso!
Carlos ya había exhalado un suspiro de alivio al verse libre del castigo, pero se volvió a envarar en cuanto lo inmovilizaron.
—Tienes suerte, chico. No querría que las mujeres se escandalizasen con la sangre.
Un fuerte puñetazo en el vientre le hizo doblarse. Con el segundo, vomitó el desayuno.
—¡Cuidado, hombre. Casi me manchas!
Las damas eran las organizadoras del Auxilio Social en la capital. Se habían enterado por Hilario, el cura párroco de Nuestra Señora del Amparo de Tuilla, de la existencia del batallón de trabajadores. Éste, en una de sus visitas semanales a su prima soltera, las había puesto al tanto. En estas escapadas a Oviedo, el cura decía que se liberaba del duro sacrificio de mezclarse con gente tan ruin como la de la cuenca, y que sólo el chocolate que preparaba su prima lo aliviaba de tan pesada carga. Después de la merienda, el servicio retiraba tazas y mantel, y comenzaban una partida a las siete y media.
—Es banca, padre.
—Pues sean piadosas y no saqueen el cepillo. No sean como los rojos.
—¡Qué cosas dice, padre!
Aprovechando la partida, el cura les entretenía la tarde con anécdotas de aquel lugar salvaje que era Tuilla, tan lejano de la civilización de la capital, de las buenas maneras y de las bondades del arzobispado. Pero quién era él para quejarse de su destino como cura de aldea, al fin y al cabo, un humilde servidor del hijo del carpintero, decía. Las amigas de su prima conformaban un auditorio devoto, ansioso de nuevas emociones, e Hilario se animaba a exagerar acerca de la brutalidad de los mineros, de la impiedad de sus mujeres, y del abandono de los presos, hombres estos de la peor calaña, y ante las preguntas de las damas, abundaba en la participación de los condenados en los actos vandálicos que tanto habían atemorizado a las buenas gentes de Oviedo durante la revolución del 34 y el cerco del 36.
—A saber cuántos conventos habrán ardido a manos de esos pecadores.
—Dios mío, padre, ¿y no tiene miedo? Pongo una perrina, y échele una figura a este siete, a ver si el muerto camina.
—Cristo me acompaña, hija mía. Su muerto da igual si camina o no. Yo tengo siete y media, gana la banca.
Y cada nuevo dato era acogido por el gineceo con una exclamación de asombro o un «Ave María» de estupor. Después de una de esas tardes, tras perdonarle al cura sus deudas de juego, las mujeres decidieron tomar cartas en el asunto. El nuevo régimen podía ser duro, pero no tenía por qué dejar de ser estético, opinaron. Si esos hombres estaban prisioneros y no muertos, quería decir que Franco esperaba hacer de ellos ciudadanos de provecho, trabajadores de bien, y el hábito hacía al monje. Así que, tras varias tardes de té, pastas y debate interno, llegaron a la conclusión de que no se podía ofrecer al mundo una imagen de prisioneros vestidos con harapos, por muy rojos que éstos fueran, y compraron los monos de trabajo.
Al llegar frente a la estación, donde meses antes los habían descargado como al ganado, los habitantes de La Colonia descubrieron que Hilario ya tenía preparada la mesa que serviría de altar. Dos chiquillos repeinados por sus madres servirían de monaguillos. En los alrededores, varias decenas de personas se congregaban en pequeños grupos, y tardaron en reconocer a compañeros de trabajo adecentados con sus mejores galas. Alguno, como el bueno del Eulalio, al verlos llegar bajó la cabeza, avergonzado. Nadie se atrevió a saludarlos. La presencia de los falangistas los intimidaba.
Isidro se separó de la reata tras indicarle al capitán que los hiciera formar y fue a reunirse con el grupo de señoras. Las damas, cubiertas con sombrillas para aliviar las inclemencias del sol de mediodía, hacían un aparte con el alcalde de Tuilla y con el cura. Isidro besó manos, hizo reverencias y, luego, les señaló a los hombres uniformados en azul, perfectamente alineados, ante lo que alguna expresó su alegría en un aplauso espontáneo. Isidro, galante, ofreció su mano a una vetusta dama, viuda de un coronel abatido en las trincheras del Postigo Bajo, en el 37, encaminando a las visitantes hacia los prisioneros.
—¿No serán peligrosos, verdad?
—No se preocupe, doña Merceditas, los soldados vigilan a estas alimañas.
—Así vestidos, dan menos miedo.
—Gracias a su caridad, señoras, esta chusma parece casi humana.
El desfile apenas duró un par de minutos, pero a Ignacio se le hizo una eternidad. Por un instante, su memoria le condujo a la primera vez en que su tío Nicanor le llevó a visitar la Casa de Fieras del Retiro. Su tío había emigrado muy joven del pueblo, y tras varios años como aprendiz en Madrid, había logrado montar una pastelería donde repetía las recetas aprendidas de la abuela. No se había vuelto rico, pero, al menos, no tenía que arrastrarse por los sembrados doblando el espinazo de sol a sol, aunque la obligación de trabajar siempre de noche había tornado su piel del color de la harina con la que trabajaba. Una bomba, en el 38, destruiría la pastelería y sepultaría a Nicanor para siempre. Nadie volvería a hacer las recetas de la abuela. Pero años atrás, tras dejar que el chiquillo se saciara de pasteles de merengue, le había llevado al zoo.
—Ésos son leones, Quintejo —le murmuraba. Su tío siempre hablaba muy bajito porque tenía una voz también blanca de niño de escolanía, pero impropia en un hombretón de casi metro noventa. Nicanor se avergonzaba tanto de la flauta de su garganta que procuraba que no le oyera nadie más que el interesado—. Son los reyes de la selva. ¿Qué te parece?
—¿No hacen otra cosa que dormir?
—¿Qué quieres que hagan, niño? Son reyes. Les dan de comer, tienen leonas a su servicio, y ya está. En eso consiste ser rey.
A Ignacio no le convenció demasiado la explicación, ni tampoco entendió la referencia hacia las leonas, pero no quiso indagar más. En su lugar, trató por todos los medios de que los leones le rugiesen, pero no logró arrancarles nada más que un bostezo. Aquellos animales saciados, hartos de los humanos, se mostraban indiferentes ante los visitantes. Allí, a pie firme, con la vigilancia de los soldados, que habían amenazado con una paliza al que diese la nota, deseó ser un león al que no le molestase verse observado porque, al fin y al cabo, el rey de la selva consideraría a aquellos seres como inferiores, por muchos barrotes que interpusieran en su camino.
Cuando las damas quedaron satisfechas, Isidro las acompañó hasta las sillas preparadas frente al altar. Fue ese momento el que aprovechó el ingeniero para hacer acto de presencia. Varios murmullos se elevaron cuando, tras un saludo frío a las autoridades, Santiago escogió para sentarse una silla alejada de la supuesta presidencia. Hilario carraspeó un par de veces para aclarar la voz, dando comienzo a la solemne misa.
Hilario tenía acostumbrados a los reclusos a homilías apocalípticas, sermones donde incidía en las atrocidades cometidas por las hordas rojas. Su conclusión era siempre la misma, no había quedado más opción que iniciar la Santa Cruzada que restableció el orden y restauró el culto a la religión verdadera, y a los culpables sólo les restaba arrepentirse porque el infierno de la otra vida sería infinitamente peor que el de ésta. Pero ese día, aprovechando la visita de gente de tan alta alcurnia, se explayó a gusto, enumerando todas las atrocidades por las que se suponía que los reos estaban allí penando. Los ojos de los presentes confluían sobre ellos, como buscando respuestas a la pregunta que el cura dejaba a la concurrencia, ¿qué había empujado a aquellos hombres a comportarse de un modo tan salvaje, condenando sus almas a las eternas llamas del infierno? Bajo estas miradas acusadoras Ignacio se sintió enrojecer. Hasta que de pronto comprendió qué le estaba pasando. De tanto oírlas, comenzaba a creerse aquella sarta de infamias. Desde hacía cuatro años no hacían más que repetirle los crímenes por los que merecería estar muerto. Mil veces le habían restregado las barbaridades de su bando, por cuya culpa España se desangraba. Cuatro años oyendo una única versión, la de los ganadores, y tuvo la intuición de que cuando este discurso se impusiese totalmente, cuando terminase de enraizar en sus corazones, entonces sí habrían perdido definitivamente la guerra.
Al terminar la misa llegó la hora del discurso de las autoridades. A Ignacio le picaba la piel al contacto con la ropa. Lejos de lamentarse, le consolaba esta distracción sensorial que le ayudaba a evadirse, persiguiendo la percepción de su piel. Los pobladores de Tuilla habían acudido a la ceremonia con banderines que los miembros del Movimiento habían distribuido con la advertencia de que los devolviesen al terminar los actos. Cuando Damián levantaba su banderín, después de cada frase inflamada de Isidro, el resto de los congregados repetía el gesto. Isidro declamó recordando la necesidad de mano dura para que no se repitiesen los tristes acontecimientos de la guerra, y abundó en los peligros causados por los que, basándose en impulsos supuestamente bondadosos, daban carrete al enemigo para animarlo así a que éste volviese a levantarse contra el pueblo y contra Dios. Esta vez, las miradas, furtivas, en lugar de converger sobre los presos lo hacían sobre Santiago. Éste, aparentando indiferencia, una vez terminada la misa había comenzado a fumar su pipa y a cada exhortación del falangista respondía con una bocanada de humo azulado. Terminados los discursos, Isidro los instó a entonar el Cara al sol, pero unos disparos interrumpieron el canto.
—¡Tranquilos! ¡Todos tranquilos! —trató de convencerlos Isidro—. Se trata de cazadores.
Pero sabían que no era así. Eran disparos lejanos, provenientes del monte. A un gesto suyo, varios hombres de Tariq se perdieron entre los árboles.
Isidro fue a proponer que se reiniciase la canción, pero muchos habían aprovechado el incidente para dispersarse. Un disparo al aire, esta vez muy cercano, los detuvo a todos. Un par de damas no pudieron contener un gritito.
—¡Amigos! —exclamó Isidro. Su pistola humeaba—. ¡Os invito a quedaros! ¡Queda una sorpresa! ¡Para celebrar un día tan importante, hemos decidido compartir con todos una gran noticia!
Un carro tirado por un burro avanzó hasta el medio de la explanada, justo delante de los reclusos en formación. La carga estaba tapada con una lona. Cuando el carro se detuvo, Damián se subió al carro y empujó la carga abajo. De la lona rodaron dos cuerpos.
—¡Agustín!
Ignacio tardó en comprender que había sido él quien había pronunciado el nombre del muerto. Y se dio cuenta porque sintió la mirada acerada de Isidro sobre él. Pero allí estaba Agustín, vestido con la misma ropa con la que se había escapado, aunque en lugar de las alpargatas calzaba unas buenas botas. Un lamento entre el grupo de los habitantes de Tuilla delató que el otro cadáver era conocido. Dos números de la Guardia Civil se acercaron y se llevaron detenida a una mujer joven.
—Esto es lo que le espera al que se oponga a la nueva era. Miradlos bien. Están muertos. Ya no verán la revolución bolchevique ni el triunfo del proletariado. Sólo tierra y gusanos. Observadlos. Será lo que aguarde al próximo que escape.
Un estremecimiento colectivo sacudió a La Colonia, pero una observación sirvió para cambiar el ánimo de los reclusos.
—Fijaos en las heridas —murmuró Carlos, a la espalda de Ignacio—. Murió de frente. Luchando.
El anarquista tenía razón. A Agustín lo habían abatido de varios disparos. Uno, cerca del hombro, parecía un impacto lejano. El resto era a quemarropa. Una sola ráfaga desde muy cerca que destrozó su pecho. No había duda. Había muerto luchando. Agustín, el más débil del grupo, el muchacho quejicoso al que habían visto hundirse y llorar, no se había dejado coger vivo. A sus perseguidores no les quedó más remedio que rematarlo.
Isidro obligó a todos los presentes a desfilar frente a los cuerpos. Sobre el carro habían quedado las armas de los guerrilleros; un máuser, un subfusil ametrallador, una escopeta de caza, dos pistolas Star y varias granadas de piña. Todo ello con munición escasa. No era mucho arsenal para hacer frente a un ejército bien pertrechado. Mientras los prisioneros hacían el paseíllo frente a los cuerpos, Damián dio una patada al cadáver del otro guerrillero. «Escoria», le insultó. La patada fue acogida por los suyos con chanzas. Al finalizar, el jefe de Falange ordenó que se llevasen de nuevo a los presos a La Colonia, y que esa tarde no les permitiesen el paseo.
—Confinadlos en el dormitorio. Así tendrán tiempo para pensar.
El ingeniero jefe, Santiago de Rosas, hacía tiempo que había desaparecido, por lo que el capitán Ordóñez acató de buen grado la orden.
Cuando quedaron solos, Isidro llamó a Damián.
—Seguid hostigando a los presos. Necesito otro fugao.