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—¡Chitón, que te va a oír!

Al tiempo que aplastaba la cabeza de Gelín entre los helechos, Luisa estiraba el cuello para no perder de vista los movimientos de Constante.

—No te muevas, viene hacia aquí.

A Gelín, de los nervios por la persecución, se le escapaba la risa, y era su hermana quien le apretaba la boca para silenciarlo.

—Me meo —se quejó el niño.

—Calla —y le largó un pescozón. Pero ya no había cuidado. Constante había abandonado el camino del lavadero, internándose en el bosque.

Lo descubrieron saliendo de la casa de Encarna, la del Fraile. Si no llega a ser por el saco y el modo furtivo con el que lo acarreaba, habrían corrido a ponerse a su altura para incitarlo a que los acompañara hasta la fuente del Diablo. A Luisa, con el peligro de soldados, moros y huidos acechando por todas partes, ya no le gustaba ir sola a la fuente, y Gelín, aunque voluntarioso, resultaba escasa salvaguarda con sus apenas once años recién cumplidos.

Minutos antes, Gelín exigía el pago de lo que él consideraba valiente custodia.

—Cuéntame lo del Diablo.

El niño, todo rodillas renegridas, cargaba, como Luisa, dos cántaros de latón vacíos haciéndolos entrechocar para que resonasen como una esquila y espantar así el miedo. Pero, al mismo tiempo, deseaba escuchar de boca de su hermana la historia que le aterrorizaba tanto como le encandilaba.

—Te lo he contado un millón de veces.

El niño insistía, sabiendo que Luisa, al final, tendría que ceder.

—¿Es verdad que no había fuente?

—Tan verdad como que hoy es jueves.

—Es miércoles.

—Pues miércoles.

—Venga, cuéntamelo. ¿Cómo era el Diablo?

Luisa se detuvo y posó los cántaros para contener un mechón rebelde que trataba de zafarse del abrazo de la horquilla.

—De acuerdo, pesado, pero es la última.

El niño, muy serio, escupió su mano y se la tendió, «palabra», pero Luisa sabía que, a la espalda, tras la camisa que inútilmente madre y ella trataban de mantener blanca, la otra mano rompía la promesa cruzando los dedos mentirosos.

—Saúl —comenzó la joven— era un tratante de ganado al que unos asaltantes habían robado las cuatro vacas que traía desde el mercado de Villaviciosa. Por suerte para él, aunque mejor le habría ido si se hubiese dejado matar como un valiente, pudo correr y escaparse de los ladrones, pero cuando estuvo a salvo, comprendió que se había quedado sin nada. Los ladrones le habían arruinado y no tendría qué llevar a su casa.

—Podría pedir, como nosotros, ¿no?

—No me interrumpas —amonestó al chico—. Saúl, desesperado, se sentó sobre una roca grande que había junto a unos avellanos y lloraba sin consuelo. Entonces, en lugar de rogar al Cielo como cualquier buen cristiano habría hecho, que a lo mejor se le habría aparecido la Virgen como a los pastores de Fátima y ahora sería santo y le rezaríamos rosarios y novenas, a él no se le ocurrió nada mejor que pedir en voz alta si alguien o algo lo podían socorrer.

Aquí, Luisa, que siempre había sido muy teatrera, volvió a dejar sus cántaros en el suelo, se arrodilló con cuidado de no manchar el vestido y, con voz quejumbrosa, imploró: «¿Quién me puede ayudar en mi desgracia?», y Gelín, que aguardaba expectante, rompió en aplausos de latón.

—Entonces —prosiguió la muchacha, ahuecando las palabras para teñirlas de misterio—, sede apareció el Diablo.

—¿Cómo lo sabes?

Gelín siempre preguntaba lo mismo, tal era su miedo a no reconocer a Lucifer si surgía ante él entre nubes de azufre, con el consiguiente riesgo de perder su alma en un mal trato.

—Porque, aunque tenía el rostro bello como un querubín, los ojos azules de un día despejado y una sonrisa dulce… ¡de la trasera de los calzones le salía un rabo largo como el de una vaca con el que espantaba las moscas, y en lugar de pies tenía pezuñas de macho cabrío! Pero Saúl estaba tan desesperado que no cayó en la cuenta, y cuando Pedro Botero, que así le dijo que se llamaba, le ofreció devolverle sus vacas a cambio de su alma, aceptó.

—¡Le vendió su alma por cuatro vacas! Podía haber pedido más. Por lo menos, veinte.

—¿Qué dices, loco? —le reprendió su hermana—. ¿Acaso tiene precio un alma? ¿Sabes tú lo que es condenarse para siempre? ¿Qué te cuezan a fuego lento en el infierno mientras miles de demonios te pinchan continuamente con sus palas de dientes y bailan alrededor de las potas, riendo como locos y cantando canciones horribles?

Y ella misma, para hacérselo ver de manera más palpable, le clavó la uña del índice en el costillar, a lo que el chico respondió con un aullido.

Después, de no haber sorprendido a Constante, le habría contado, como hacía siempre, la alegría del Diablo al saber que había arrebatado un alma a Dios, y cómo Saúl recuperó las vacas pero no la felicidad, y que las vacas, antes de llegar a casa, se despeñaron por un barranco, poseídas de malos espíritus, porque así resultaban siempre los tratos con el Mal, y que, en su desesperación por lo que acababa de hacer, el infausto hombre se tiró del campanario de la iglesia para regocijo de Satanás, que ya tenía preparado el saco donde guardaba las almas perdidas. Llegaría la historia al punto donde Gelín no podría reprimir el gesto de espanto ante lo que se anticipaba como un final horrible, por más que él supiese lo que Luisa iba a narrar a continuación, y ella, tras una larga pausa para aumentar la tensión, sacaría a escena al señor cura, un cura bueno parecido al de Carbayín Alto, de pelo blanco como la nieve y que era casi un santo. El sacerdote, al ver al moribundo, se daría cuenta de lo que pasaba porque el ángel de la guarda de Saúl, siempre alerta, se lo habría chivado al oído, y correría a la sacristía para regresar con una hostia sagrada con la que Saúl, en el último suspiro, comulgaría. Y tal había sido el enfado del Diablo al verse burlado, proseguiría la moraleja, que descargó una patada con su pezuña contra la roca donde había cerrado el trato. De la huella de su pezuña, como recordatorio de que aquel infeliz se había librado por poco pero que el Mal siempre acechaba, Dios hizo manar agua, un agua cristalina, y aquella fuente pasaría a llamarse la fuente del Diablo, donde éste, siempre que podía, regresaba en busca de alguna otra alma con la que recuperar la que se le había escurrido entre las pezuñas. Pero esta vez Luisa no pudo terminar la historia porque, antes de llegar a la fuente, al pasar junto a la casa de Encarna, en lugar de a Pedro Botero vieron salir con un saco a su hermano Constante, y resultó tan sospechosa su manera de actuar que decidieron seguirlo sin que él se percatara.

Constante, tras abandonar el camino después de mirar a un lado y a otro, se adentró en el bosque a paso rápido, desapareciendo de su vista. Luisa, que había logrado ocultarse a tiempo a pesar de las protestas de Gelín, supo a dónde se dirigía su hermano antes incluso de llegar. El rincón apartado hacia el que con toda seguridad iba había sido el escondite secreto y lugar favorito de juegos para ella, Constante y el pobre Pepín. En aquel lugar, los castaños limitaban un pequeño círculo casi perfecto donde crecía una hierba mullida, sin espinos, helechos ni ortigas, y las ramas de los árboles permitían que el sol del mediodía bañase durante un breve tiempo el claro empapándolo de luz y calor. En el centro, al lado de un enorme pedrusco de caliza, como un rey vetusto rodeado de lacayos permanecía un viejo roble hendido, con una mitad muerta requemada por el impacto de un rayo y la otra pugnando por sobrevivir a los estertores del largo invierno. Allí, en torno al roble, habían jugado los tres niños sin la impertinente vigilancia de adultos, sintiendo que durante aquellas horas mágicas eran los dueños absolutos de sus vidas. Trepaban a lo alto del roble, se peleaban, cantaban a voz en grito o jugaban al escondite, a justicias y ladrones, a codín y codán, y, en época de castañas, se lanzaban erizos y hacían guerras sin cuartel con los árboles como parapeto. Pero nació Gelín, y Luisa tuvo que comenzar a cuidarlo porque madre no daba abasto con lo de la casa, y Pepín entró a trabajar de «guaje» en el pozo en compañía de Faustino y de padre. Sin saberlo, de la noche a la mañana se habían hecho mayores. Desde entonces, Luisa no había vuelto a pisar aquel lugar. Pero allí se detuvo Constante con su saco, sobre la misma piedra donde tantas veces habían representado el sacrificio de Isaac que el cura les predicaba desde el púlpito, con la peculiaridad de que, siempre que a Constante le tocaba ser Abraham, Dios, que era Pepín, por más que se esforzase y corriese, nunca llegaba a tiempo para detener el brazo homicida, y Luisa, inevitablemente, moría.

Buscó de nuevo en derredor suyo, aunque con la tranquilidad de quien se cree a salvo de miradas indiscretas. Luisa y Gelín, anticipándose, se habían tirado al suelo, olvidado ya hacía rato cualquier cuidado por no manchar la ropa, y desde la frondosidad húmeda del sotobosque pudieron espiar a su hermano sin riesgo a ser descubiertos. Luego, Constante rebuscó en el saco.

—¡Está comiendo!

No salían de su asombro. Se había escondido en aquel reducto secreto a comer un pedazo de hogaza de pan y lo que parecía ser chorizo, y se imaginaron el saco lleno del mismo tipo de viandas. Gelín, que había comenzado a salivar, sugirió:

—¿Vamos? Igual nos da algo.

Pero Luisa lo contuvo. A la chica le rechinaban los dientes de rabia, y el niño no tuvo más remedio que asistir impotente al espectáculo mientras su estómago rugía. El tiempo se le hizo eterno.

Cuando se sintió saciado, Constante apuró las últimas migas que habían quedado prendidas de su ropa, se desperezó, satisfecho, y dejó escapar un sonoro eructo. Luego, se puso a estudiar el terreno con verdadero interés. Recorrió despacio las lindes del claro hasta que encontró lo que buscaba. Uno de los castaños tenía el tronco hueco y su fondo estaba relleno de tierra vegetal. Tras arrodillarse, con las manos a modo de azada apartó la tierra necesaria para hacer un agujero lo suficientemente grande como para que cupiese el saco. Lo cubrió de la misma tierra que había extraído y, después, colocó hojas secas y algunas piedras y sacudió la hierba cercana tratando de no dejar huellas. Tras incorporarse, se alejó un par de metros y examinó su obra. Convencido de que todo estaba perfecto, restregó las manos en el pantalón y se marchó por donde había venido, silbando.

Horas más tarde, poco antes del anochecer, Constante empujó la cancela de su casa en Los Pozos. Era ésta una vivienda pequeña, sin apenas terreno, construida al pie de la carretera que unía Carbayín Alto con Carbayín Bajo. Al abrir la puerta, fue recibido por el aroma inconfundible de un guiso. Luisa y Gelín, sentados frente a su madre, contemplaban extasiados el alegre burbujeo de la pota donde bailaban garbanzos acompañados de moscancia y chorizo. Doña Carmen, vestida de luto riguroso, removía la lumbre de la cocina de carbón, avivando un fuego que tantas noches había servido únicamente para dar calor. Al escuchar los pasos de su hijo, se volvió, desafiante.

—¿Cocido? —preguntó el muchacho, al que sus trece años se le asomaban en forma de ronquera que rompía su voz infantil.

—Cocido —confirmó su madre—. Y si miras en aquel saco manchado de tierra, descubrirás boroña, y pan, y chocolate, y algo de queso.

Constante siguió la dirección marcada por el dedo acusador de su madre hasta el aparador sobre el que se exhibía el botín requisado. Inmediatamente, crispó los puños, entendiendo qué había pasado en la sonrisa burlona de su hermana mayor. Incapaz de contener la rabia, dio un paso hacia ella, pero fue su madre, con el gancho de la lumbre levantado y tizones en las pupilas, la que lo dejó clavado en el sitio.

—¡Vergüenza, hijo, vergüenza es lo que tendrías que sentir y no ira!

Doña Carmen, ante la expresión de estupor de Constante, miró su mano armada con el gancho como si no le perteneciera y, despacio, volvió a colgarlo de la barra de la cocina de carbón. Luego, estrujando el paño que colgaba del mandil como si pudiese escurrir allí las respuestas que le faltaban, preguntó:

—¿Qué pensabas traer para tu familia, para tus hermanos, para que ellos también comiesen?

—¿Qué han conseguido ellos?

Pero doña Carmen no le escuchaba, sumida en una nueva letanía.

—¡Dios, ampárame! ¿De verdad merezco este castigo? ¿Qué pecados, qué afrentas ha hecho esta familia para que nos trates así?

Constante rebuscó en los bolsillos. Eran unos bolsos grandes donde se perdía la mano, de un pantalón que había sido de su padre, mil veces remendado, y que, sin Faustino en casa, le había liberado del pantalón corto, haciéndolo hombre. Sobre el mármol de la encimera dejó tres reales.

—Esto es de las colillas. ¿Y ellos? —y apuntó a sus hermanos con un movimiento de barbilla—, ¿ellos qué han traído?

De un movimiento brusco, doña Carmen arrojó las monedas al suelo, y gritó:

—¡Dignidad, hijo! ¡Al menos, dignidad! Y da gracias porque nadie dirá nada a padre. Éste será nuestro secreto. Un secreto sucio, pero que no saldrá de estas cuatro paredes. Guardaremos parte de… —y como no encontraba un adjetivo adecuado para calificar lo que había traído su hijo, señaló el saco sin mirarlo—, de eso, para Faustino. El domingo se lo llevaréis, pero nadie sabrá de tus trapicheos. Porque, dime, ¿qué le has dado a la del Fraile para que te diese toda esa comida? ¿Qué puedes tener tú que le interese a esa… a esa…? ¡Fascista, eso es lo que es! ¡Usurera y fascis…!

Y aquí quedó en suspenso. Al decir usurera se le encendió una luz, y cerró los ojos como si hubiese recibido una bofetada.

—No, no —suplicó para sí—, eso no.

Luisa y Gelín no sabían a qué se refería cuando escucharon a su madre murmurar mientras cruzaba la cocina hacia la habitación. Caminaba con paso vacilante, como si la hubiesen golpeado con una maza, aturdiéndola. Pero Constante, que había perdido el poco color que le quedaba, sí parecía saberlo. El chico apretaba los labios sin atreverse siquiera a respirar. Al poco, con los ojos arrasados por el dolor pero sin emitir un solo sonido, doña Carmen regresó a la cocina. Durante unos segundos fue incapaz de articular palabra. Necesitó de ese tiempo para asimilar la ferocidad del sacrilegio perpetrado por su hijo.

—Lo has vendido todo. Todo. Por un saco de comida.

—¿Qué, madre, qué es lo que ha vendido? —preguntó Luisa, asustada.

Doña Carmen respondió a Luisa sin dejar de mirar a Constante.

—El sello de oro… el reloj de Faustino y… y el reloj de…, de ¡Pepín! ¡También el de Pepín!

—¡Dios mío, madre!

Luisa se levantó para consolar a la mujer, pero ésta ya se había plantado delante de Constante, que cerró los ojos aguardando el bofetón. No llegó. Cuando volvió a abrir los ojos, descubrió en la mirada de su madre un desprecio que lo dejó sin aliento.

—Has vendido las posesiones de tu hermano preso y el único recuerdo de tu hermano muerto.

—Tenía hambre, madre.

—La misma que nosotros, Constante. La misma que tus hermanos. Pero ellos piden. Y antes preferiría verlos muertos que robando. Como a ti, Constante. Mejor muerto, ¿me oyes? Mejor muerto.

Esa noche, el muchacho no durmió en la casa.