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Onésimo se quitó el estetoscopio y se apartó para dejar que Santiago recompusiese su indumentaria.

—¿Voy testando?

El doctor sonrió, con esa sonrisa triste que desde hacía años se había adueñado de su rostro.

—No será el corazón quien le obligue a ello, ingeniero. Está fuerte como un roble. Otra cosa son los leñadores…

El tono ligero desapareció de la voz de Santiago.

—Si quiere precaverme de algo, hágalo, Onésimo. No dibuje fantasmas a los que luego no se pueda poner nombre.

El motivo de la visita había sido una irritación persistente de garganta que cursaba con fiebre intermitente y que lo postraba en la cama durante unas horas al día, como si un tábano le chupase las fuerzas repentinamente. Los consejos de Onésimo ante los primeros síntomas fueron reposo y, quizá, unos días alejado del trabajo. El ingeniero se opuso rotundamente:

—No es el momento de dejar el gallinero sin vigilancia. Nos rondan muchos raposos.

Tras siete días de vahos de eucalipto, infusiones y descanso, los picos de temperatura habían remitido y el paciente parecía totalmente restablecido. Al adentrarse Onésimo en el salón de la vivienda de Santiago para un control rutinario, encontró al convaleciente perfectamente vestido para dar un paseo. Emma, la pastor alemán, al descubrir al médico detrás de la criada, le gruñó. Era la primera vez que lo hacía.

Emma está nerviosa. Lleva días sin salir. Y lo identifica a usted con el hecho de que no la saque a caminar. Podrá disculparla.

—Mientras no me muerda…

—Oh, es muy pacífica. Pero su nombre le tira mucho, ¿sabe? Se lo puse por Emma Bovary. De ahí que sufra tanto si le quito de disfrutar de sus placeres. Si no la hago feliz, no dude que se buscará un nuevo siervo. Me acompaña, ¿verdad?

Escogieron como ruta la carretera que subía a Carbayín. Santiago, tras varios días enclaustrado, sentía la opresión de los montes cerrándose sobre él y deseaba elevarse sobre ellos y abrirse a nuevos horizontes, a jardines más civilizados como los de su querido Oxford. Nunca hasta entonces le había pesado tanto su destino. A su lado, Onésimo, el ceño permanentemente fruncido, fumaba sin tregua. En el rigor de las cuestas, era él quien tosía y no el convaleciente.

—El tabaco acabará por matarle, doctor.

—No creo que le dé tiempo.

Los hombres con los que se cruzaban se llevaban la mano respetuosamente a la boina, y hasta se echaban a un lado con la carga del burro, o desviaban el ganado para no molestar a los paseantes. Emma corría delante de ellos y, de cuando en cuando, se adentraba entre los árboles en pos de algún rastro que su olfato captaba. Pero no se alejaba demasiado. A los pocos segundos surgía entre la fronda de un salto, jadeando, con la lengua fuera, y se les acercaba para que el ingeniero le acariciase la testa.

—¿Cree que lo capturarán? A ese muchacho…

—Agustín.

—Sí, Agustín. ¿Lograrán cogerlo?

—¿Querría usted que lo hicieran, ingeniero?

Santiago se irritó por el tono de censura de su acompañante.

—No me creerá tan mezquino como para desearle la muerte a ningún semejante, doctor. Creo que he dado muestras más que evidentes de que me preocupa la vida de los hombres a mi cargo, sean o no prisioneros. Pero por eso mismo, la fuga de ese joven no hace más que poner en peligro a los demás. Sabe perfectamente lo delicado de mi situación, el fino alambre sobre el que hago equilibrios.

—Discúlpeme, ingeniero. No debí ser tan grosero. Yo también necesitaría un descanso.

—Es cierto, le noto muy desmejorado, Onésimo. Quizá trabaja demasiado.

Y calló, porque, siendo verdad que el médico trabajaba muchas horas, a veces ocupándose de los hombres accidentados en el turno de noche, también lo era que no podían recurrir a ningún otro médico. Onésimo era imprescindible y ambos lo sabían.

—¿Por qué huiría? Sí, ya sé que no son hombres libres, pero me reconocerá que su situación actual es mejor que la de la mayoría de los españoles. En Madrid están sufriendo una terrible hambruna. La sequía y los nuevos modos de distribución en manos de los falangistas están provocando un desabastecimiento de los mercados. Me cuentan que hacen pan con serrín. Usted conoce la situación de los prisioneros de Fondón. Han muerto cuatro en cinco meses, dicen que de fiebres, pero en realidad han muerto por extenuación. Comen una vez al día y trabajan en turnos de doce horas.

—Cierto.

—Por eso me odia Isidro. Cree que traiciono a la patria concediéndoles a estos condenados un trato humanitario. Desde que planteamos La Colonia, quiso que nos comportáramos con ellos como si estuviesen en un campo de concentración. Según él, los presos tienen que ser el espejo en el que se mire la población civil. Que sepan a qué se enfrentan si se oponen al nuevo régimen.

Al llegar a Carbayín, cesó la conversación. Demasiadas personas se detenían a saludarlos o caminaban lo suficientemente cerca como para captar una palabra que luego pudiese juzgarse como subversiva. Al pasar frente a Casa Flor de Nicanor, Emma elevó las orejas, como interrogando a su dueño si aquél era el destino, pero un solo movimiento de barbilla de su amo sirvió para que el animal prosiguiese la marcha.

—No estoy con fuerzas para la vida social —se explicó Santiago.

En la iglesia continuaron de frente en lugar de torcer por la izquierda, por el camino que conducía al cementerio. A pesar de las buenas vistas sobre el valle, de un tiempo a esta parte los muros del camposanto sabían a pólvora y a muerte. Tan sólo las viudas seguían acudiendo a limpiar las lápidas y llorar a los suyos. En cuanto recuperaron la intimidad de los castaños, el ingeniero repitió su pregunta.

—Entonces, si estábamos tratando bien a nuestros prisioneros, ¿por qué huyó este joven? Y, más importante todavía, ¿habrá quién le imite?

Onésimo no tuvo otro remedio que detenerse porque Santiago, al formular las preguntas, se había parado y lo miraba, insistente. Quería respuestas.

—No sé qué decirle, ingeniero.

—Vamos, Onésimo, no juegue conmigo. Sé de sobra que a nuestro botiquín le faltan de cuando en cuando vendas y antibióticos. ¿Cree que me chupo el dedo? Sé perfectamente por qué sigue viviendo en la habitación de la tasca de Floro, y no me diga que es para estar más cerca del pozo. Hábleme claro y dígame si tengo que prepararme para una fuga en masa o a qué demonios me voy a enfrentar.

A la expresión de asombro del médico le siguió una amplia sonrisa, y ésta borró por unos segundos las innumerables arrugas de la preocupación.

—Es usted un hombre listo, ingeniero. Listo y peculiar.

—No me adule y contésteme. ¿A qué me enfrento?

De la fronda les llegó el ruido de ramas rotas, que Emma apagó con sus ladridos. Ambos callaron y se giraron para contemplar a la patrulla mora que, con el teniente Tariq al frente, salía del bosque.

—Buenos días, teniente. ¿Hubo suerte?

El teniente era ceutí de nacimiento y hablaba español perfectamente, aunque profesaba el culto musulmán. Al ver a los paseantes, los saludó con una pequeña reverencia y, antes de pararse a su lado, ordenó a sus hombres que prosiguiesen camino hasta la casa que les servía de cuartel.

—Nada, ingeniero. Encontramos fogatas de hace dos días. Su rastro se pierde hacia las montañas. Pero vimos a un lugareño que decía estar recogiendo leña. Lo curioso es que no tenía hacha ni ningún otro tipo de herramienta. Daremos su nombre a la Guardia Civil y ellos averiguarán si se trata de un enlace. No se preocupe, lo atraparemos.

Cuando el teniente se hubo alejado, el ingeniero dijo:

—Venga, regresemos. Empiezo a sentirme fatigado.

Parte del camino lo hicieron en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos, pero antes de que llegasen a las inmediaciones de Tuilla, Onésimo decidió hablar.

—El muchacho…

—¿Sí?

—Agustín. Fue empujado a escapar por los hombres de Isidro. Le hicieron la vida imposible hasta un punto en el que no le quedó más remedio que huir.

—Pero no escapó solo, doctor. Alguien tuvo que ayudarlo, y no me dirá que fueron los propios falangistas quienes le hicieron de guía para que alcanzase un refugio en el monte.

—¡No sea irónico, ingeniero!

Esta vez la sorpresa fue para Santiago. Onésimo acababa de levantarle la voz.

—Disculpe. No pretendía ser de nuevo grosero —el médico parecía haberse controlado—. No sé si usted acaba de entender lo que nos estamos jugando, ingeniero. Para usted, lo importante es la mina. Que produzca, que los números cuadren.

Ahora el que se acaloró fue Santiago:

—¡También me preocupan…!

Onésimo no le dejó acabar.

—Sí, sí. Eso ya lo sé. También le preocupan los hombres. Eso es evidente. Es usted un humanista, ingeniero. Pero también es casi un extranjero. En esta tierra se ha vivido una guerra que ha partido el país en dos, y para muchos las heridas y los frentes siguen abiertos. Usted no comprende lo que nos estamos jugando. Agustín no es más que una pieza prescindible. Los de Isidro lo han comprendido bien. Si quieren recuperar el control de La Colonia, y con ella el control del pozo, deberán deshacerse de usted. Sí, no se sorprenda. Es usted el enemigo a batir. Sus números, su producción no significan nada para ellos. Es el poder lo que ambicionan y usted, con su forma de moverse como si no perteneciese a este mundo, los incomoda. Y los nuestros…

Aquí Onésimo se frenó, pero las palabras pronunciadas no podían recuperarse. Sin embargo, el ingeniero no había prestado atención a aquel reconocimiento de pertenencia y lo urgió, impaciente:

—Prosiga.

—La guerrilla también tiene sus propios planes, y para ellos precisa de la ayuda de hombres experimentados en la guerra. Harán lo posible para conseguir que los prisioneros se unan a los fugaos y reorganizar así una resistencia al régimen.

—Aunque así le estén haciendo el juego a la Falange.

—Por desgracia, esta reflexión es difícil de comprender cuando duermes al raso y tras cada peña puede haber alguien dispuesto a aniquilarte.

—Y usted…

Con la mano el médico pidió silencio. Estaban ya frente a la vivienda de Santiago.

—No me pida nada, ingeniero. Ya he hecho mucho más de lo que debía… pero confío en usted. Es un buen hombre. Sabrá qué debe hacerse.