18

18

El capitán Ordóñez estaba muy nervioso. A voz en grito, ordenó que repitieran el recuento.

—Sigue faltando uno, mi capitán.

Era un suave martes de finales de junio, y los hombres habían pasado las horas previas a la cena recogiendo leña para la hoguera de San Juan que Santiago de Rosas les había autorizado a celebrar. Esta alteración de la rutina había propiciado que los vigilantes no se percatasen de la ausencia de Agustín hasta el último recuento.

—A la salida del pozo pidió permiso para acudir al médico. Dijo que tocaba que le revisasen la mano.

—¿Y usted lo dejó allí, solo, sin comprobarlo con el doctor Onésimo?

El soldado no replicó. Se mantuvo en posición de firmes, la mirada fija en la lejanía y pensando en cómo se podía controlar a unos prisioneros que campaban a sus anchas por todo el campamento y los alrededores sin trabas. El soldado desconocía que estas dudas coincidían con las del capitán. Las recriminaciones expresadas a su subordinado no eran más que el lamento a su propia incapacidad para mantener una férrea disciplina sobre los prisioneros. Desesperado, comenzaba a creer que la permisividad que el ingeniero jefe se permitía con los subversivos se parecía peligrosamente al colaboracionismo, como tantas veces le había asegurado Isidro. Pero esto no justificaba su propia negligencia.

—Vaya a buscar al doctor y averigüe si con él está Agustín. Es posible que la cura se haya demorado.

Pero, al llegar la noche, la sospecha de la primera fuga en La Colonia era un hecho incontestable.

Los prisioneros seguían en la explanada en formación y vigilados, ya olvidada la hora de la cena. Varios soldados habían improvisado una mesa con tablones, y tras ella se habían sentado el capitán Ordóñez, el ingeniero jefe Santiago de Rosas y el jefe local de Falange, que se había presentado nada más enterarse de lo sucedido. El primero en pasar por aquel tribunal fue Onésimo, el médico. Por él supieron que hacía días que la mano fracturada del fugado no precisaba de control médico, y que Agustín se encontraba perfectamente restablecido y apto para el trabajo.

—¿Asegura entonces no haber tenido hoy ningún contacto con el prisionero?

La voz firme del médico se escuchó en toda la explanada.

—Lo aseguro, por supuesto.

—Mientras confirmamos que no miente —ordenó Isidro—, no salga de su cuarto. Es posible que esta noche todavía tenga que aclararnos algo.

El médico, antes de asentir, buscó a Santiago, pero el ingeniero jefe parecía haberse desmoronado, y el falangista poco a poco se había hecho dueño de la situación.

Uno a uno, los prisioneros fueron pasando ante el tribunal. A todos les repetían las mismas preguntas, pero sólo aquellos cuyo nombre Damián susurraba a Isidro eran llevados a la parte trasera del edificio para ser interrogados aparte. Los lamentos de los interrogados sobrecogían a la formación, y Emma, a los pies de su amo, gemía al escuchar los quejidos. Pasadas las diez de la noche y sin haber obtenido ninguna información útil, el ingeniero jefe ordenó al capitán que interrumpiese la investigación y que permitiese a los prisioneros retirarse a descansar.

Esa noche se dobló la guardia.

Las consecuencias de la fuga de Agustín afectaron al día a día de La Colonia. Todas las prerrogativas se volatilizaron. Se prohibió salir de la explanada fuera del horario de trabajo, las visitas de las familias quedaron suspendidas hasta nuevo aviso, así como el paseo de los domingos, y también se requisó el balón. En una buena temporada, ya no habría más partidos de fútbol. Los soldados que hasta entonces jugaban a las cartas con los presos, discutían con ellos de deportes o compartían tabaco y anécdotas poco comprometedoras de la guerra, rompieron los lazos ante el temor de la ira de su capitán. Éste, considerado un hombre tranquilo, apenas dormía y se mantenía a base de café y tabaco, mostrándose especialmente malhumorado e irritable. Como primera medida para paliar el borrón de su expediente, había enviado al soldado que permitió a Agustín presentarse sin vigilancia ante el médico a Comandancia Militar para que lo juzgaran. Pero su conciencia no estaba tranquila, y lo pagaba con el primero que se topaba, traduciéndose esto en sanciones a las tropas por las razones más nimias, desde un botón de la guerrera desabotonado hasta una mano poco alzada en el saludo marcial. Así que no era extraño que los días en que el capitán se sumaba a la búsqueda que las tropas moras del teniente Tariq realizaban por los montes —quién sabía si para darse el gusto de ejecutar él mismo al fugado—, sus hombres respiraran tranquilos y el ambiente de La Colonia se distendiese.

Ignacio agradecía interiormente no haberse visto incluido en la lista de amigos de Agustín. Cada jornada, los hombres de Isidro se personaban en La Colonia para insistir en los interrogatorios, torturas a las que el capitán Ordóñez asistía impertérrito. De haber recibido Ignacio las palizas sufridas por Carlos, el anarquista leonés, no sabía si habría sido capaz de guardar silencio. Porque, a diferencia de los demás, él sí atesoraba información útil para los captores. Tres días atrás había sorprendido a Pin, el barrenista, hablando con Agustín mientras esperaban la jaula. Los dos se habían resguardado de miradas indiscretas tras una mula, y su conversación parecía de todo menos casual. Por suerte para el enlace de la guerrilla, sólo Ignacio se había dado cuenta.

Entre los prisioneros de La Colonia se daba por seguro que Agustín había huido con la ayuda de la guerrilla, y que se habría unido a la lucha clandestina. Las montañas de la cuenca, para alguien solo e inexperto, podían transformarse en un enemigo tan temible como las tropas moras. Así que, en ausencia de cadáver medio devorado por las alimañas o rastro que perseguir, sólo los maquis podían haberlo cobijado. Si así era, la vida que le esperaba en el monte —caminando duras jornadas para obtener comida, sin apenas poder encender fuego para paliar el frío por el miedo a que el humo alertara a los soldados, y con el miedo a ser descubierto como segundo traje— no podía ser peor que la que había llevado en La Colonia. Por alguna razón que se les escapaba, Damián la había tomado con el pobre muchacho, y entre él y sus matones le habían hecho la vida imposible. Siempre había detrás de él algún vigilante presto a encomendarle los trabajos más difíciles o más denigrantes, golpeándole a la menor ocasión o haciéndole blanco de sus pullas cuando se encontraban en grupo; insultos y vejaciones que Agustín encajaba humillando la cabeza. Era como si aquellos falangistas hubiesen cruzado apuestas para ver cuánto tardaba el muchacho en hundirse. Faustino le había contado que el mismísimo Adolfo, cansado de ese juego cruel, les había llamado la atención en un par de ocasiones, y finalmente había dado parte al ingeniero. Pero si el ingeniero había intervenido o no, el caso era que Agustín había preferido los riesgos de la montaña a seguir sufriendo en La Colonia. En los tiempos muertos, cuando los soldados no estaban cerca, en los corrillos de presos se fabulaba sobre lo que estaría haciendo Agustín, y las hazañas —unas reales y otras inventadas— de los maquis eran repetidas una y otra vez. «Asaltaron un cuartel de la Guardia Civil en Moreda y les hicieron cantar La Internacional en mitad del pueblo», «dicen que a esos números que se rindieron los fusilaron por cobardía», «en Oviedo entraron disfrazados de curas y robaron un banco», «uno solo de ellos logró escapar de diez soldados lanzando granadas». Las pupilas brillaban y, cada poco, la misma pregunta: «¿Creéis que Agustín volverá para vengarse de Damián y del cerdo de Isidro?».

Ignacio también participaba de estos corrillos, aunque muchos enmudecían si a su lado estaba Faustino. Él, como los demás, sentía envidia por la figura idealizada de Agustín, el mismo joven que hasta hacía poco se ocultaba para llorar y que ahora tendría entre sus manos un naranjero con el que vengarse del fascismo. Pero los huesos de Ignacio guardaban fiel memoria de los años de lucha en las trincheras, y aunque la llamada de Pin le había obligado a replantearse la opción de las armas, cosas como dormir bajo techo y comer tres veces al día sin el infierno de la pena capital sobre su cabeza pesaban mucho en el otro lado de la balanza. Y, además, estaba Luisa.

Para su sorpresa, lo que más lamentó del castigo colectivo fue la prohibición de las visitas dominicales. En realidad, Luisa y él sólo habían paseado juntos tres días. El primer domingo sin ella, un domingo lluvioso y desagradable como si el tiempo se hubiese puesto de acuerdo con el estado de ánimo general, Ignacio apenas encontró consuelo en la conversación insustancial con los compañeros o en las partidas de tute en las que se estaba volviendo un experto. Cada poco, sin poderlo remediar, volvía la mirada al camino, aunque sabía que era imposible que ella pudiese surgir de entre la arboleda, y este sentimiento que pesaba en cada respiración le suscitaba una y otra vez la misma pregunta. ¿Tan solo se sentía? No podía ser de otro modo. En la cárcel de Guadalajara había tenido a su padre y a su hermano Manuel, y cuando uno desfallecía, los otros dos se preocupaban de sostenerlo. El año en Astorga había sido peor que la muerte, pero desde que había llegado a La Colonia su vida era otra. La mina era dura, muy dura, y, sin embargo, Ignacio se daba cuenta de que cada día llegaba más satisfecho al final del día, como si el sentirse útil equilibrase su ánimo. «El trabajo es lo único que tenemos», le había dicho Faustino en una ocasión. Por eso habría jurado que no era tan esclavo de la soledad. Pero el caso era que se había prendido de Luisa como una hiedra ansiando algo de luz. Y eso que la muchacha únicamente le había ofrecido un poco de compañía y de conversación amable.

Luisa había accedido a cuidarle la ropa. Al llegar a La Colonia, entregaba la cesta a Faustino y charlaba un rato con él. Ignacio, a varios metros de distancia, seguía sus paseos como un guardaespaldas, aguardando su turno de migajas. Entonces ella se detenía y le esperaba, mientras Faustino comenzaba a jugar con Gelín, su hermano pequeño, que también venía a las visitas. Ignacio sospechaba que detrás de la actitud gentil de Luisa estaba la mano de Faustino, pero lo que su orgullo hubiese rechazado años atrás, su soledad agradecía con alborozo y no le importaba seguirlos como un mendigo, aguardando a que le concediesen el placer de ser escuchado. Gelín y Faustino se gastaban bromas y reían estruendosamente, haciendo más ostensibles los largos silencios entre Luisa e Ignacio, aunque, poco a poco, ambos se iban soltando.

—¿Tienes novio?

Ignacio captó la expresión de fastidio que la pregunta había suscitado en la muchacha.

—No te importa.

—Es cierto, perdona. Sólo quería agradecerte el tiempo que estás perdiendo de estar con él por acompañarnos —se disculpó, tratando de arreglarlo. No sabía cómo se le había ocurrido preguntar semejante tontería, pero le vino a la cabeza y lo soltó sin más. Esto ocurrió el segundo domingo. Luisa se detuvo y buscó en sus ojos, como indagando a través de la mirada la sinceridad de sus palabras. Algo debió de ver que la satisfizo porque sus rasgos se relajaron.

—No, no tengo novio. Y no, no pierdo el tiempo. Pero gracias por preocuparte.

En general, hablaban de las cosas de Ignacio. Ella, prudente, se interesaba por su familia, por la vida allá en Yunquera, su trabajo primero como labrador y, luego, apenas a lo largo de unos meses, como herrero. Luisa le dejaba que se recrease en sus recuerdos, e Ignacio, siempre tan callado, hablaba sin tregua, y con cada palabra algo del lastre del alma se desprendía.

—Somos tres varones y una hembra. Mi hermana Trini vive en Zaragoza con su marido y mis padres. Mi hermano pequeño está en un manicomio. Se volvió loco y lo internaron. Manuel, mi hermano mayor, está en la cárcel.

—Yo tuve un hermano más pequeño. Le llamábamos Mundo. De Edmundo, ¿sabes? Estaba hermoso como un ángel. Rollizo, rubio, y siempre alegre. Ya hablaba, pero no quería caminar. Se sentaba en la escalera de casa y los vecinos le decían al verlo: «Qué, Mundo, ¿no caminas?», y él se reía y decía: «No hay pisa, no hay pisa». Se lo llevó la gripe. Y tuve una hermana, pero no la conocí. Lo de Pepín ya lo sabes.

Así rozaban sus tragedias, apenas nombrándolas como si las alforjas estuviesen demasiado llenas como para cargarlas con más lastre.

—Cultivaba melones. Teníamos un trozo de tierra y plantábamos los mejores melones de la comarca. También trabajábamos como jornaleros para los patrones en la temporada del trigo. Echo de menos esos tiempos. El sol, la tierra. Aquí es todo demasiado verde, demasiados montes. No hay donde perder la vista. Marea, no sé si me entiendes. Es como si se estrechase el espacio entre el cielo y la tierra. Mi vista está acostumbrada a un horizonte sin barreras, como el mar.

—No conozco el mar.

—¡No puede ser! Estás a menos de un día caminando.

La chica se encogió de hombros.

—Ya ves. Nunca tuve la necesidad de verlo. No será para tanto.

—Un día yo te llevaré —prometió Ignacio en un arrebato. Y se sonrojó de inmediato, como si las palabras le hubieran traicionado, pero Luisa hizo como que no le había escuchado.

La tarde dominical se deslizaba y a La Colonia castigada no tardaron en llegarle las discusiones. Los ánimos andaban encrespados y la lluvia, continua, lenta, volvía la tarde espesa como légamo. Harto de rumiar recuerdos, Ignacio dejó la mesa de juego. Había hecho perder dos partidas a su compañero y por poco habían llegado a las manos por un as de copas. No se lo recriminaba. A todos les afectaba la explanada huérfana de niños y parejas paseando su domingo a la sombra de los castaños. Al salir fuera, encontró a Faustino contemplando la suave cortina de agua que dibujaba charcos entre la grava. Se acercó a él e, imitándolo, apoyó un pie contra la pared y se recostó. Faustino le tendió un cigarrillo recién liado. Ignacio, en un impulso, confesó:

—Tu hermana me importa, Faustino.

El picador asintió.

—Es una buena chica, Guadalajara. Y ella piensa que tú eres un buen hombre.

Por un instante, Ignacio deseó que encontraran de una vez a Agustín y que a cambio les devolviesen sus domingos. Pero fue sólo eso, un instante.