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Le debía una explicación. Llevaba dos domingos sin acudir a la cita, esquivándolo a la salida de la iglesia, y ni siquiera le devolvía las misivas que él le hacía llegar por Sara. Eran notas de enamorado. Le hablaba de casamiento, de marcharse a vivir afuera, lejos de la maledicencia, de su familia, de las divisiones marcadas por la revolución y la guerra. Luisa leía las notas varias veces, sentada en una banqueta, aprovechando la luz del norte que se colaba por la ventana de la cocina. Las leía y, luego, liaba el papel como si fuese un cigarrillo y lo introducía por el agujero de ventilación de la tapa negra de la cocina de carbón. A veces, el papelillo hacía presión contra los bordes y quedaba prendido, como una chimenea, dejando salir el humo por su interior hasta que el calor lo inflamaba y, sin casi ruido, apenas un bluf, disgregaba en cenizas las palabras de amor de Genaro. Porque eran eso, humo y cenizas. Por más que recordase aquel primer beso robado con el declinar del día, el primer baile cuando no sabía dónde reposar la mirada, o el estremecimiento al sentir las manos de él apoyarse brevemente sobre sus hombros, Genaro no era para ella. El muchacho había repetido a Sara varias veces que si Luisa no deseaba escribirle una respuesta, que lo entendía. Que no se avergonzara. Que podía utilizar a su amiga como mensajera y que Sara había jurado ser la guardesa de su secreto. Así hablaba, su secreto, dando a entender la firme oposición de su familia a la relación que ya corría de boca en boca en el lavadero. Sara, prudente, callaba junto a su amiga, aguardando, y cuando llegaba la hora de regresar a casa, con voz tímida preguntaba si debía dar algún recado. El único que Luisa envió fue «dile a Genaro que sé escribir». Y era cierto. La abuela, la maestra, como la habían conocido todos en el pueblo, había sido una mujer seca y recta como una vara de avellano. También había sido igual de rígida. Para ella, no era excusa que sus nietos fuesen pobres, o que se viesen obligados a trabajar antes incluso de empezar a llevar pantalones largos, o que ninguno hubiese tenido la fortuna de ir a la escuela más de dos años. Sus dedos infantiles, endurecidos a golpe de regleta, eran testigos de la firme determinación de la anciana por enseñarlos a leer, a escribir y las cuatro reglas. Sólo a Gelín lo libró la muerte de la vieja aunque, antes de expirar, la maestra, apenas la sombra de la mujer que había atemorizado a varias generaciones de lugareños con su férrea disciplina, le hizo prometer a su nieta, arrodillada junto al lecho de muerte, que enseñaría al niño tal y como hubiese querido hacer ella. Luisa cumplió, y Gelín aprendió sin que le tuviesen que poner la mano encima.

Pero Genaro merecía una respuesta. A pesar de todos los inconvenientes, había demostrado ser un muchacho formal y de palabra. Por eso, ese domingo decidió acudir a la cita antes de encaminarse a La Colonia. «Te esperaré en el puente, como la primera vez. Todos los domingos. Hasta que aparezcas». Un estremecimiento había recorrido su espalda al leer estas palabras, y esta misiva, escrita con trazos gruesos y un tanto ampulosos, tardó dos días en quemarla. Cuando se despidió de su madre, Luisa decidió no ocultarle la verdad.

—Voy a ir a ver a Genaro, madre. Tengo que quitarme de su cabeza.

Doña Carmen sabía por muchas bocas de la incipiente relación, pero no había dicho nada. Según creía, había criado a su hija como mejor había podido, dentro del tiempo convulso que les había tocado vivir donde tantas muchachas acababan vendiendo sus cuerpos a soldados o mineros a cambio de comida, o abandonando a su familia para buscar fortuna en la ciudad o quién sabía dónde. A su entender, había tratado de guiar los pasos de la infancia de cada uno de sus vástagos trasladándoles las enseñanzas que a ella le habían inculcado, y todos, a excepción de Gelín, tenían ya alas para volar solos. Sus palabras de madre habrían caído en saco roto. Por eso, decidió callar y confiar. Su único temor estribaba en que las habladurías llegasen a oídos de su marido y, aunque estaba dispuesta a asumir el riesgo, de ocurrir lo peor, haría lo que fuera necesario para que él no volviese a ponerle las manos encima a su hija. Luego, que el cielo juzgase. Cuando Luisa le abrió su corazón, sintió que se liberaba de una pesada carga.

—Vete, niña. Haz lo que tengas que hacer. Ya voy yo a llevar lo de tu hermano.

Luisa, que temblaba como una hoja, le tomó la mano y se la besó. Como pudo, contuvo las lágrimas, comprendiendo hasta qué punto había sufrido sola las desventuras de este primer amor. Su madre le seguía haciendo falta.

—No, madre. Su rodilla no está para llegar a Tuilla. Faustino no me lo perdonaría. Iré por el túnel.

Genaro estaba junto al puente, tal y como había prometido. Al verla, fue como si el día amaneciese en su rostro. Luisa sintió que algo áspero le raspaba las entrañas. Por un segundo le flaqueó la determinación, y sólo el recuerdo de su hermano Faustino en La Colonia la sostuvo. Ante la imagen de Faustino, sonriéndole como hacía Genaro, con los brazos abiertos pero demacrado, mal afeitado y con el brazalete que lo identificaba como un preso, las sensaciones que creía olvidadas del 37 volvieron a aflorar. Recordaba el ruido de los aviones que pasaban sobre la casa, camino primero de Oviedo y, más tarde, de Gijón, dispuestos a dejar caer sus bombas sobre las cabezas de personas como ella, y poco le importaba a qué bando perteneciesen éstas. También recordaba el ruido de cañones, y los niños juraban que eran los del buque Cervera, que tiraba contra Gijón, y que sus bombas llegaban tan lejos que cualquier día caerían sobre Carbayín. Pero las peores detonaciones eran las de la noche, disparos que precedían al encuentro de cadáveres regando las cunetas o las sebes. Vecinos a quienes ella conocía, padres de amigas suyas, señalados por pertenecer a uno u otro bando, y la indiferencia o el fatalismo con que se pronunciaban sus nombres en la mesa, a la hora de comer. Hasta que uno de aquellos cuerpos fue el de su hermano Pepín. Todavía le dolía el recuerdo. Su madre no dejó que la ayudase a mudarlo, pero tenía que entrecerrar los ojos cuando rememoraba la oquedad sanguinolenta de su nuca, y la postura imposible de sus piernas dentro de la manta con la que lo trajeron al hogar. Y el miedo por Faustino, pendientes de recibir noticias de su fusilamiento inminente, o los golpes en la puerta que preludiaban la patada con la que la abrirían sin dar tiempo a su madre a preguntar quién vivía. Hombres con las botas llenas de barro, a veces con uniforme, otras oliendo a alcohol, que entraban insultando, golpeando a su padre, amenazando con quemarlo todo, y que se marchaban, al poco, dejándoles temblando con su humillación y su miedo. Con el paso de los años, la rutina dio paso a una única preocupación, la del hambre. Todavía había vecinos que no les hablaban por ser rojos, y su padre se veía obligado a pasar de cuando en cuando por el cuartel. Ellas sabían si lo habían maltratado porque esa noche regresaba más bebido de lo habitual, y descargaba su desesperación sobre doña Carmen mientras Luisa y Gelín jugaban a que no oían lo que sucedía a escasos metros de ellos, más allá de su infancia. Pero allí estaba Faustino, esperándola, abrazándola, oliendo a suciedad, a sudor, tan pálido y delgado, él, que había sido su héroe porque era el único capaz de contener a padre, porque siempre sonreía y se sentaba con ellos a contarles un cuento jurando que todo era verdad porque a él se lo había dicho un trasgu. Faustino era la guerra, la miseria, la derrota, y Genaro, el pobre Genaro, con su deseo de pasar página, de crear familia lejos de rencores o conveniencias, pertenecía a los que retenían a Faustino y a los que les habían quitado a Pepín. A los vencedores. Por más que su corazón saltase al verlo, el abismo abierto entre los dos resultaba insalvable.

—No pertenezco a nada, Luisa. Soy un hombre y tú, una mujer. Nada más.

«Es cierto —pensó Luisa—, nada más que una mujer. ¿Qué puedo yo contra todo lo que nos separa?». Pero el nudo en la garganta le impidió hablar, y sólo fue capaz de negar la única mentira que habría creído el muchacho.

—¿Hay otro?

Huyendo de sí misma, corrió hacia el túnel, frustrando así un último beso, un lazo al vacío que, a la desesperada, intentó Genaro para retenerla junto a él. Corrió tropezando con las piedras, arañándose con zarzas y ortigas hasta llegar a las vías. Tuvo suerte porque el vigilante, guardado en la caseta, no la descubrió a pesar de que no hizo nada por ocultarse. Pertrechada con un palo, entró en el túnel y caminó despacio, pegada a la pared, intentando no retorcer el pie en las traviesas. Con el palo, golpeaba la pared buscando los huecos. Sumida en la oscuridad, contaba los pasos que separaban un refugio del siguiente, calculando hacia dónde correr en caso de que el tren apareciese de improviso. La suerte siguió acompañándola y pudo ganar bocasur, la salida del túnel en Candín, sin contratiempos, dándose cuenta de que la humedad que mojaba su cara no provenía de las innumerables goteras del subterráneo.

Al llegar a La Colonia, se cruzó con prisioneros que paseaban con sus familias. Era más tarde de lo habitual. Los niños correteaban de un lado para otro, acostumbrados ya a que había que llamar padre a aquel señor pálido de manos encallecidas, y las parejas se ocultaban entre la maleza para darse un beso furtivo mientras los militares con turno de vigilancia hacían que no miraban.

—¡Guapa! ¿Te acompaño, no te vayas a perder?

Luisa fingió ignorar los piropos de los soldados. Buscó a su hermano, y lo encontró al final de la explanada paseando en compañía del que llamaban Guadalajara. El domingo anterior Faustino la había puesto al tanto.

—Es mayor que tú, Luisa. Perro viejo. Tiene mucha guerra a su espalda —trató de prevenirla.

—Soy mayorcita, hermano. Sé cuidarme —se picó ella.

—Es buen hombre. Y está solo.

Según le contó, Guadalajara le había pedido permiso para hablar con ella y rogarle que le zurciese la ropa. Pensaba pagarle por el trabajo.

—Quiere charlar con alguien —tradujo Faustino—. Con alguien de fuera, quiero decir. No te pido que seas su novia ni nada de eso. Habla con él un rato. Pregúntale por su familia, por el trabajo. Y ya está.

Ella aceptó. Pero los ojos implorantes de Genaro la perseguían, y lo único para lo que se sentía con fuerzas era para llorar. Allí estaba aquel hombre, aguardando a escasos metros, fingiendo que se interesaba por unos guijarros del suelo. Faustino repetía, como cada domingo, que no hacía falta que le apartasen tanta comida, que sólo precisaba de algo de tabaco. Ella le oía sin prestarle demasiada atención.

—Comida nos dan de sobra. Y tú cada día estás más flaca, niña.

Luisa hizo por recuperarse y, fingiendo enojo, le dio un pellizco en el brazo.

—¡Ya no soy una niña!

—Es verdad, no lo eres —confesó su hermano—. No me acostumbro, ¿sabes? La última vez que te vi llevabas las rodillas peladas de pelearte con Constante. Y, mírate ahora, estás hecha toda una mujer. Flacucha, pero una mujer al fin y al cabo.

Esta vez pudo esquivar el puñetazo.

—Anda, vamos a hablar con él, que no sé qué veneno le has dado. Temo por mi vida, ¿sabes? Lleva días que no atina en el trabajo y cualquier día me palea a mí en vez del carbón.

Llamó a Ignacio, y cuando éste se acercó, esbozando una sonrisa avergonzada, impropia para un perro viejo tal y como lo había definido su hermano, Luisa comprobó que era un hombre guapo. O lo había sido antes de que las penurias causaran estragos en su físico. Trató de imaginarlo con otra ropa, bien rasurado y peinado, y con la tez morena y saludable de quien pasa más tiempo bajo el sol. Tenía el cabello negro y abundante, y los dientes bien alineados. Cuando por fin se atrevió a mirarla, sonrió. La sonrisa le favorecía, como si limase aristas en la expresión endurecida. Pero lo más llamativo eran sus ojos. Eran de un verde sorprendente.

—Éste es Guadalajara, Luisa. Quiere hablarte.

Faustino, tras presentarlos, se separó unos metros con la cesta, como si necesitase volver a revisarla. Al cabo de unos segundos, al levantar la mirada, descubrió que los dos seguían varados en el mismo lugar, contemplándole a él como si fuese el único punto seguro donde asirse.

—¿Qué hacéis ahí como espantajos? ¡Hale, hablad de vuestros asuntos!

La voz profunda, bien modulada del prisionero, la sorprendió.

—En realidad, me llamo Ignacio. Ignacio Blas Notario.

«Pero no eres Genaro».

Aun así, le estrechó la mano.