16
Se estaban retrasando. Adolfo tenía asuntos que tratar en las oficinas, así que los hombres, sin el permiso de su vigilante para acudir al nuevo tajo, esperaban frente a la jaula. Ignacio se apoyaba en uno de los pilares del castillete, fumando picadura. La sombra del armazón de hierro que servía de soporte a la jaula ya no le parecía tan amenazante, y el estruendo de la barandilla metálica al cerrarse, que antes tanto le recordara el chirrido de la tapa de un ataúd, había dejado de erizarle el vello. Unos metros más allá, Faustino charlaba con los picadores del taller. Ignacio lo estudiaba de reojo. El domingo anterior Luisa había acudido de nuevo a ver a su hermano, y desconocía si éste le había dado su recado. Sin atreverse a preguntárselo directamente, al llegar la noche el sueño continuaba siendo una amante esquiva.
—Qué, Guadalajara, ¿cómo te trata la mina?
Ignacio reconoció al viejo caballista que el primer día les había estado amedrentando con los terrores del trabajo. A pesar del calor de primavera, el hombre cubría sus hombros huesudos con un viejo gabán agujereado, y la bufanda de lana sucia apenas dejaba entrever su barba, pero allí estaba, al lado de Yesca, la vieja mula.
—Le convido a un cigarrillo.
El viejo negó, pero cuando fue a hablar, en lugar de palabras le salió una fuerte tos que terminó en un esputo sanguinolento. Indiferente, pisó la sangre con la bota y lo volvió a intentar:
—Veo que prosperes, guaje. Non, ya nun fumo. Toi mediu morriendo. Esta mula y yo tenemos una apuesta, y paezme que va ganar ella.
Por fin llegó Adolfo, y todos subieron a la jaula. Se escuchó el timbre, y pronto la oscuridad y el ruido se adueñaron del grupo. Como de costumbre, nadie hablaba. Cuatrocientos metros más abajo, el operario dijo «cuarta», el ascensor se detuvo y sus puertas les permitieron acceder al embarque de la galería principal. Entonces descubrieron a Isidro.
Adolfo se detuvo unos segundos para averiguar qué sucedía, interrumpiendo el paso a los demás, pero nadie osó quejarse. Cuando comprendió, sin intercambiar palabra alguna con el falangista, siguió su camino. Faustino, que de pronto apareció al lado de Ignacio, le murmuró, agarrándole del brazo:
—Sigue andando y mira al suelo.
Frente a ellos, Isidro, con su gorra habitual, esperó a que dejasen la jaula libre. Con él iban Damián y otros dos mineros que Ignacio conocía de vista. Estos dos sujetaban a Agustín. Del rostro del muchacho manaba sangre.
—¡Compañeros, ayudadme! ¡No sé a dónde me llevan!
—¡Calla, coño!
La presión de la mano sobre el brazo de Ignacio se hizo mayor. Más tarde, cuando hubieron recorrido unas decenas de metros por la galería principal, Faustino le soltó y se acercó a Adolfo. Eladio, que habitualmente les amenizaba la larga marcha hasta el taller relatándoles fantasías de la tierra maravillosa donde habitaba la gente menuda, guardaba un silencio fúnebre. Ni siquiera la oportunidad de abrir una nueva chimenea le animaba a hablar.
—¿Puedes hacer algo?
Ignacio, sin detenerse, sólo pudo captar el principio de la respuesta del vigilante.
—El ingeniero los verá salir. Los soldados de guardia darán parte. Él es el único que puede hacer algo.
Esa jornada se hizo larga. Hubo un aviso de quiebra y todos tuvieron que salir de la rampla. Luego, Adolfo se internó con Faustino y decidieron apuntalar con más bastidores y mampostas. Subieron de nuevo a la galería superior para hacer una nueva tira de madera y esto les llevó prácticamente toda la mañana. Ignacio, que no tuvo más que hacer que pasarles los gruesos troncos almacenados en la guía, junto a la vía, tuvo tiempo para rumiar su angustia. Ya no era Luisa con su andar cadencioso quien sembraba el camino de su imaginación; ni siquiera Laura con su aura del pasado, que desde que la invocara aquella noche todavía se le aparecía entre las sombras de la memoria, sino de nuevo la presencia incontestable de la guerra. Aunque la nueva rutina de trabajo había aletargado al monstruo, otra vez se veían abocados a asistir impotentes a un episodio más del eterno conflicto que desde su infancia desgarraba el país, y que seguía dividiéndolos incluso allí, donde las profundidades de la tierra ya constituían de por sí un enemigo temible. El odio enquistado, el poder insaciable de los ganadores, a los que no les bastaba con tenerlos sometidos, humillados o hambrientos. Todavía querían más. Y, en esa ocasión, la víctima propiciatoria parecía ser el joven y débil Agustín.
Cuando por fin llegaron al exterior, se cruzaron con Damián. Ya se había duchado y silbaba. En el cuarto de aseo, supieron las novedades.
—Le dieron una paliza.
—Dicen que el ingeniero les preguntó a dónde lo llevaban, y no les quedó más remedio que bajarlo de nuevo.
—Isidro no bajó, pero los demás sí lo hicieron. Lo arrastraron consigo a la sexta. Allí le pegaron hasta cansarse. Dicen que se iban turnando. Quedó casi muerto.
—En el informe pusieron herido por caída de un costero. Lo llevaron a la sala de curas y allí lo dejaron, tirado como un perro.
De nuevo la rabia le envenenó el alma. Al menos, en la guerra tenían armas, trincheras y un enemigo a quien disparar, aunque en esa lotería uno pudiese ser el siguiente muerto. Pero, allí, ¿qué se suponía que tenían, qué podían hacer? ¿Esperar a que los matasen como mártires en los circos romanos? Les habían prometido tratarlos como a trabajadores, pero la realidad era incontestable. Ignacio no sabía en quién volcar su ira. A Agustín lo habían golpeado por ser un muchacho cobarde, por llorar delante de todos, por desobedecer a Damián. No había más motivo. Le acusaban de haber robado algarrobas de las mulas. Todos lo hacían. Prisioneros o no, todos cogían unas cuantas algarrobas y las masticaban mientras avanzaban por las galerías. Los vigilantes hacían la vista gorda de estos pequeños hurtos… menos esta vez. Damián había prometido que Agustín pagaría su cobardía del primer día y cumplió. Y, de paso, Isidro dejaba bien claro al ingeniero que su largo brazo falangista llegaba a todas partes.
Mientras regresaba a La Colonia con la sangre alterada, Ignacio buscó a Faustino. Quería encontrar un motivo para provocarle. Deseaba pelearse con alguien. Tener en quién volcar su rabia. Deseaba gritarle que por esos hijos de puta se estaban jugando cada día el pellejo, entrando en los cortes con quiebra, desencolando pozos maestros o comprobando si en un fondo de saco había grisú. Necesitaba desahogarse, y su amigo tendría que escucharle o pegarle, cualquier cosa mejor que el infierno de su mente. Entonces, antes de poder decir nada, fue el propio picador quien se le acercó y, tomando la iniciativa, le aturdió:
—Mi hermana está de acuerdo en zurcirte la ropa. El domingo hablaréis.