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El sonido nocturno eran las toses. Los pulmones de los hombres, poco habituados al polvo de piedra y al del carbón, se rebelaban con la quietud del cuerpo sobre el jergón y pugnaban por expulsar aquellos fragmentos extraños. Las toses, espasmódicas, arrítmicas, se reproducían a lo largo de toda la noche hasta el punto de que ya apenas se daban cuenta de ello, lo mismo que hacía años que ya no percibían el olor que emanaba de los compañeros que dormían al lado, los ronquidos o el crujido de los somieres de madera. El cansancio era amo y señor de esas horas, y casi ninguno se permitía el lujo del insomnio. Salvo Ignacio.

Desde el domingo, el agotamiento no daba paso al sueño sin apenas periodo de transición. Ignacio se revolvía inquieto, dando vueltas y más vueltas como aquel perro del acertijo repetido mil veces por el Quinto, su abuelo. «Quintejo, ¿sabes a qué vuelta se echa el perro?». El niño, por no desilusionar al abuelo, jamás daba la respuesta correcta. «¿Te das? ¡A la última!», y rompía a reír, con los ojos neblinosos en lágrimas. Como el perro, trataba de dormir, pero no llegaba nunca a la última vuelta. Hubiese pagado para que le dejasen pasear bajo las estrellas. Entonces podría pensar con más claridad. Un poco de aire despejaría sus ideas y, con suerte, Luisa, y todo lo que su presencia había despertado, dejaría de ser una aparición que le soplaba las legañas.

Desde que la viese surgir por el camino era incapaz de apartar de sí el recuerdo —unas veces parcial, otras total— de la joven. «Es mi hermana». Las palabras serias de Faustino lo habían contenido. Se detuvo y dejó que los dos hermanos se encontraran. Faustino no hizo ademán de llamarlo, y él no trató de acercarse, pero durante toda la tarde espió sus pasos. Aquella mujer había despertado sensaciones que creía perdidas.

Según avanzaba la noche, se abandonaba en un duermevela donde la ensoñación de Luisa se entremezclaba con recuerdos más antiguos, mucho más dolorosos. Ya no era el rostro de la hermana de su amigo el que le sonreía, o su pantorrilla la que ansiaba acariciar, sino los labios de Laura que le besaban, o su espalda la que se le pegaba para mitigar el frío. «Respira bajo los capotes, Laura. No, así no, no soples. Abre más la boca, así, como yo, para que salga aire caliente». Y los dos hundían las cabezas bajo las ropas de cama y espiraban al unísono, riendo como chiquillos y frotándose los pies embutidos en calcetines de lana. El gélido febrero de 1938 se colaba por entre el tejado hundido de aquella casa de campo a la vera del río Alfambra.

—¡Yo he venido a matar fascistas, no a ser vuestra criada!

Las palabras irritadas de Laura contra el sargento de milicias provocaron una carcajada general. Los mandos habían prohibido, a pesar de la publicidad que se hacía en Madrid y el extranjero de las milicianas, la participación activa de las mujeres en el frente. Laura, pertrechada con un fusil más grande que ella y cara de pocos amigos, se presentó en la posición que ellos defendían en Muela, a las puertas de Teruel. Nadie se explicaba cómo había llegado allí con un ejército de más de noventa mil hombres movilizado y la presencia de innumerables controles. El sargento Mariano, avisado por el centinela, la interrogó, pero apenas pudo sacar más datos a la muchacha que su nombre y su edad y que estaba afiliada a Mujeres Libres. Tenía diecinueve años. Incluso amenazó con fusilarla contra una tapia por espía si no hablaba, pero ella apretó los labios y aguantó. Mientras aguardaban un transporte para sacarla de la línea de batalla, en pleno contraataque de las tropas franquistas para reconquistar Teruel, a Laura se le encomendó la tarea de preparar el rancho. El encargado habitual de aquella labor, un cenetista cojo que sólo sabía quemar garbanzos, le enseñó los exiguos ingredientes con que contaba para cocinar y la proveyó de leña y agua, pero la chica se presentó de nuevo ante Mariano y, brazos en jarras, se rebeló. Así fue como la conoció Ignacio al regresar de su turno de patrulla.

—¡He venido a luchar! ¡A la mierda Largo Caballero, Prieto y el resto de los hombres de las cavernas! ¡Las compañeras servimos para algo más que para pegaros la sífilis!

Las nuevas risas fueron interrumpidas por ataques de mortero. Esa tarde caería Muela.

Los dos meses en que estuvieron juntos Ignacio y Laura fueron los más duros de la guerra, y también los más felices. A su división no le quedó más remedio que replegarse a la ciudad. Mientras el coronel Rojo reorganizaba el ataque, recibieron orden de defender la ciudad casa por casa, confiando en que las bajas temperaturas impidiesen los ataques aéreos de los sublevados. El sargento Mariano había caído, y con él gran parte de su compañía, así que Ignacio fue asignado a una compañía tanquista, donde muchachos catalanes trataban de domar la maquinaria de un T26 ruso. Estos saltarían por los aires el seis de enero. Laura, que no había abandonado la ciudad, lo buscaba cada día, y le traía los alimentos que había logrado obtener. En la noche encontraban refugio en casas derruidas y se abrazaban, escapando por unas horas del frío, de la guerra y de la muerte. Por qué lo había escogido a él, nunca lo supo. Quizá fue gratitud al haberla salvado de morir en aquel primer día en el frente. Mientras las balas silbaban alrededor y la tierra brotaba como géiseres con el impacto de los morteros, Ignacio había cubierto a la joven con su capote y le había ordenado «¡no mires!». El cocinero sin cabeza todavía aguantaba de pie, y su sangre había salpicado el rostro de la chica. Laura, con un grito que no terminaba de salir de su garganta, era incapaz de moverse. El pánico la había bloqueado. «¡Cabo, sáquela de aquí!». Fue la última misión que Ignacio recibió del sargento. Con la chica con los ojos velados por el capote como el caballo de un rejoneador ante las astas del toro, avanzó casi arrastrándola y sorteando cuerpos por el laberinto de trincheras hasta ganar la ciudad. Milagrosamente, no resultaron heridos. Al llegar a un lugar seguro, Laura se desmayó.

Desde ese primer día Laura no volvió a hablar de entrar en batalla. En cuanto se recuperó de la impresión, se sumó al personal sanitario y se encargó de hacer vendas con sábanas requisadas y a cerrar los ojos a soldados moribundos. Tampoco volvería a perder los nervios. Aquel bautismo de horror en el frente la inmunizó. Ignacio fue a visitarla un par de veces para estar seguro de que Laura se encontraba bien. Luego, la batalla se recrudeció y su única preocupación volvió a consistir en sobrevivir al frío y las bombas, pero, al cuarto día, descubrió a Laura frente a él, nacida como una alucinación entre los escombros de la ciudad sitiada. Los soldados silbaban al ver en su trinchera a una joven peinada a lo garzón y mono azul casi limpio, aunque ella, con los brazos en jarras, sólo lo miraba a él con expresión de niña enfurruñada.

—¿Has dejado de preocuparte por mí?

Esa noche compartirían jergón.

El recuerdo de Laura desnudándose aquella primera noche le hizo sonreír en la oscuridad del dormitorio. Allí estaban, tan libertarios, rompiendo las ligaduras del sistema opresor, y la chica le pidió que apagase la linterna. Luego, azul de frío, se escurrió sobre el colchón de lana requisado y el peso de cuatro alfombras bajo las que apenas se podían mover.

—No hacía falta que te quitases la ropa —le había susurrado él. Pero la chica era virgen. Tiritando, se le abrazó. La inexperiencia de ella junto a su miedo, y la necesidad suya tras meses sin yacer con una mujer, convirtieron aquel encuentro en algo para olvidar. Al terminar, durmieron enlazados, y fue la primera noche en el frente en que no tuvo pesadillas. Un mes después, en la casa de campo junto al río Alfambra dormirían su última noche juntos sin saberlo. A la mañana siguiente, le ordenarían unirse a las tropas que iban a reforzar Madrid. Estaban prácticamente cercados, y Teruel se daba por perdido. A ella no la dejaron acompañarlo.

—Vete a Barcelona —le pidió. Laura, desconsolada, lloraba—. Te buscaré. Al terminar la guerra, te buscaré y te encontraré.

Ella prometió escribirle a su batallón, pero jamás llegó carta. Tampoco Ignacio pudo pisar Barcelona.

El recuerdo de Laura, como el de tantos amigos que la guerra le había robado, o el de su hermano pequeño antes de perder la razón por las palizas, habían quedado relegados en un oscuro lugar de la memoria. Sin fuerzas apenas para sobrevivir al día a día, no se sentía capaz de avanzar, además, con el peso de esos fardos. Pero Luisa había despertado estos recuerdos de su letargo. Y no sólo eso. Junto a ellos, también había despertado otros fuegos mucho más terrenales, más carnales.

Por la mañana, paleando carbón en la rampla, Faustino se interesó:

—Tienes mala cara. ¿Estás enfermo?

Ignacio, sin pensarlo, contestó:

—Es la ropa, ¿sabes? Necesito que alguien me la zurza. Se me está cayendo a trozos. ¿Podrás pedírselo a tu hermana? Pagaré por ello. Yo…

Faustino tardó en comprender. Ignacio ni siquiera sabía lo que había dicho, se había quedado en blanco. El picador suspiró, y después le palmeó el hombro.

—Así que la ropa, ¿eh? De acuerdo, hablaré con ella. Pero no te prometo nada.