14
—Anda, déjame darte un beso.
—¡Quita, hombre. Eres más pegajoso que un moscón!
Luisa liberó una mano del cesto de ropa que traía del lavadero y le dio un ligero empujón. Pero no demasiado fuerte. Genaro sonrió.
El día había amanecido con niebla, y la madre de Luisa, como siempre que la niebla se enlazaba con la tierra en un baile lento que el sol tardaba en disipar, sufría de los huesos.
—Hoy no bajo al río, niña.
—Quédese en cama, madre. Yo me ocupo.
Pero la madre no se quedó en la cama. No habría podido, ¿qué pensarían las vecinas? Mientras Luisa estaba ausente, había levantado las camas, atizado la cocina de carbón, le había quitado las piedras a las lentejas, limpiado los orinales que, otro día más, Gelín se había olvidado de vaciar, y había dado de comer a las cuatro gallinas verdura de la huerta. Con el buen tiempo volvían a poner. Esta vez, dos huevos. Por la noche, las gallinas dormían en el cuarto de los varones, bajo el jergón, y Constante se quejaba de las pulgas, pero no podían arriesgarse a que se las robasen de nuevo. A mediodía, viendo que Luisa no regresaba del río, decidió coger la cartilla de racionamiento y acercarse hasta el cuartelillo de la Guardia Civil y a la tienda. Les hacían falta alpargatas y harina. Y muchas cosas más, pero eso era lo que esperaba conseguir. Normalmente, era su marido quien iba, pero todavía le dolían las magulladuras de su último encuentro con la Benemérita. Lo habían encontrado borracho, haciendo eses por la carretera después de la puesta del sol. Y a saber qué estaría cantando. Así que, impaciente, doña Carmen se vistió, sintiéndose mejor de los huesos una vez que el día había levantado, y, tras dejar a Gelín a cargo del fuego de la cocina sobre el que burbujeaba el cocido, se encaminó a Carbayín Bajo.
Cuando Luisa iba llegando a la altura de la curva desde la que se divisaba la casa, se encontró a Constante. Estaba sentado en una piedra, jugando con la navaja, y parecía como si la esperase. Genaro, al ver allí al hermano de la chica, se separó un metro y enmudeció. Luisa, en cambio, siguió impertérrita, y cuando pasó al lado de su hermano, ninguno dijo nada. Desde el incidente del saco de comida no se hablaban.
—Genaro, será mejor que me dejes.
El muchacho asintió. Era la tercera vez que se veía con la joven, siempre así, a hurtadillas y de día, acompañándola en su camino desde la escombrera, o volviendo del monte con algo de leña, o como esta vez, esperándola mientras regresaba del lavadero. Pero no se podía quejar. La chica valía la espera, y en casa, a pesar de que no entendían que se fijase en la hija de unos rojos pobres, aceptaban creyendo que no sería más que un entretenimiento hasta que encontrase a una mujer decente con la que casarse. Genaro les dejaba elucubrar, ajeno a sus cálculos y a los intereses sociales, y sólo tenía pensamientos para Luisa. El primer beso, robado junto al molino, había sido también el último. Había intentado repetir la hazaña y se había llevado ya varios bofetones y un par de pellizcos. Pero Genaro, por la mirada picara que Luisa le regalaba tras los fingidos enfados, sabía que aquellas bofetadas formaban parce del juego, y que, aceptando el papel mil veces repetido por cada nueva generación, lo que tenía que hacer era perseverar. Al final, el amor se impondría a todo y todos. Ni familia, ni conveniencias ni política ni religión. Sólo su amor.
—¿Dónde estabas? Madre se preocupó.
Gelín estaba tirado en el suelo de la entrada, jugando con dos caracoles. Los había colocado uno al lado del otro, y, al final de un trazado imaginario, les había puesto unas hojas verdes, pero los improvisados corredores no prestaban atención a las intenciones del niño y cada uno trataba de encontrar un camino distinto sobre el que dejar sus babas.
—Te pensarás tú que estas sábanas se lavan solas.
—Te vi con el Genaro.
—Ése es asunto mío.
—Bueno.
Luisa se dirigió a la diminuta huerta y Gelín la siguió. Entre los dos escurrieron la ropa y ella la tendió. Lo hizo como hacía su madre, colgándola muy estirada para que secase sin arrugas. Al entrar en la casa, encontraron allí a Constante. Se había sentado a la mesa y los miraba. Luisa, sin hacerle caso, se acercó a la cocina y, con el gancho, levantó la tapa metálica. Le hacía falta carbón. Del cubo recogió una paletada y la echó, con cuidado de que las piedras nuevas no ahogasen a las brasas. Después, dejó abierto el tiro para que entrase aire, pero se quedó cerca. No podían permitirse el lujo de consumir mucho combustible. En cuanto volviesen a surgir, alegres, las llamas amarillas y rojas, cerraría, y el cocido seguiría cociendo a fuego lento.
—Eres una puta.
Luisa se volvió, conteniendo el aliento. Jamás nadie la había insultado así.
—¿Qué has dicho?
Gelín, que se entretenía aplastando con el índice las hormigas que trataban de trepar por el armario despensero, quedó con la boca abierta.
—Que eres una puta. Te he visto haciéndole la corte a Genaro. A un fascista, hijo de fascistas.
A Luisa le dolió el rencor de su hermano. Nunca se habían llevado demasiado bien. De niños habían reñido mucho, y más de un coscorrón y de un tortazo habían recibido uno del otro, pero esto era demasiado. No entendía a qué tanta inquina. Al fin y al cabo, él era el que había obrado mal y lo sabía. Desde lo del sello y el reloj de sus hermanos, apenas paraba por casa. Desconocían a qué se dedicaba. Cuando aparecía, dejaba sobre la mesa el dinero, o las viandas que había conseguido, pero nadie le preguntaba cómo las obtenía ni él contaba nada. Era como un fantasma arrastrando su cadena. Y, ahora, pretendía vengarse en su hermana del daño infligido por propia mano. Constante creía haberla pillado en falta y pretendía equiparar pecados.
—No tienes nada de que acusarme. Genaro me acompañaba, eso es todo.
—Eso lo dirás tú. Puta.
Luisa decidió que era mejor no hacerle caso y, dándose la vuelta para ver cómo estaba el fuego, replicó:
—No es mucho insulto viniendo de un ladrón.
No tuvo que volverse para saber que su hermano venía hacia ella. El estrépito de la silla contra el suelo cuando Constante se incorporó le hizo agarrar el gancho de la lumbre, al igual que aquel día hiciese doña Carmen. Pero Constante esta vez no se amilanó. Vio a su hermana encarándolo con el gancho en alto y, aun así, no se detuvo. Levantó la mano dispuesto a abofetearla, pero, al ver la violencia con la que el gancho bajaba hacia él, trató de girarse. La punta metálica golpeó con tal fuerza en la culera del pantalón que la agujereó. Al momento, una mancha roja empapó la tela.
Durante varios días hasta que la herida estuvo curada, Luisa, a escondidas de su madre, lavaba y vendaba la nalga de Constante. Doña Carmen jamás se enteró de nada. Cuando la mujer llegó a la casa, una hora más tarde, con la mente todavía en la humillación recibida en el cuartel, donde le exigían la presentación de las alpargatas rotas antes de entregarle unas nuevas, encontró que su hijo cojeaba visiblemente. Por respuesta a su inquietud obtuvo una excusa vaga, algo relacionado con una caída por el camino, y nada más. De Luisa y de Gelín tampoco logró más información. Los tres hermanos, como habían hecho siempre, se taparon. Pero la pelea había servido para que volviesen a hablarse. Como si Constante sintiese que parte de su culpa se había redimido así, en sangre y dolor. Y, en una de las curas, mientras Luisa apretaba los bordes de la herida para ver si por fin había dejado de supurar, fue cuando se enteraron de que se marchaba de casa.
—Encontré para entrar de criado.
—¿En dónde?
—En Sariego. Tienen vacas y cerdos. El criado que tenían murió hace una semana de algo del estómago.
—Sariego. Es lejos. ¿Lo sabe ya madre?
Constante negó.
—No me echará de menos.
—¡No seas así! ¡Claro que te echará de menos! Aquello —siempre se referían al robo como «aquello»— ya está olvidado. Tenías hambre. Y madre, desde que faltan Faustino y Pepín, no es la misma. Si tú te vas, ¿qué será de ella?
Pero Constante tenía razón. Aunque no por las razones que suponía. Doña Carmen estuvo de acuerdo con los planes de su hijo, y fue ella quien le preparó el atadillo y le dio los últimos consejos. Toda la familia le acompañó hasta la salida del pueblo, y él se comprometió a venir de vez en cuando a verlos. Su madre vertió alguna lágrima al besarlo, pero, en el fondo, respiró aliviada. Ninguno de sus hijos sabía de sus lágrimas, de las de verdad, de esas que surgían desde las mismas entrañas que los habían parido y que, en la oscuridad de la noche, subían hasta la garganta, amenazando con ahogarla cuando se enfrentaba a su soledad. Allí, guardada bajo la manta, lloraba desconsolada pensando en cada uno de sus niños, alguno ya hombre, algunos ya enterrados. Pensaba en las carencias, en el hambre que pasaban, en la vergüenza de tener que pedir para vivir, en el peligro de una enfermedad y que no tuviesen dinero para comprar las medicinas que hicieran falta, y en no tener un marido útil que la ayudase a soportar semejante carga. Cuando supo que, al menos, Constante no iba a pasar necesidades, respiró. Una boca menos que alimentar.
El primer domingo sin Constante, doña Carmen habló con Luisa:
—Niña, tendrás que ir tú a Tuilla. Esta rodilla me está matando.
La joven apretó los labios, pero no opuso resistencia. Esa mañana, al salir de misa, Genaro se había vuelto a acercar a ella y la había invitado a ir de nuevo al baile. Sara y Lucía habían sido testigos. Las chicas, en lugar de asistir a la misa en la iglesia de Carbayín Bajo con sus infiernos, penitencias y condenas, preferían las palabras buenas del curilla del otro Carbayín porque, de paso, acompañaban a Luisa. Al cruzarse con Genaro, colorado como una amapola, rieron como tontas y cuchichearon. Pero las tres chicas estaban deseosas de que el joven enamorado las volviese a invitar al baile. Cuando doña Carmen le pidió que sustituyese a Constante en su misión de ir a visitar a Faustino, faltaba una hora para su cita en el puente.
—Gelín te acompañará.
Doña Carmen preparó la cesta con tabaco, algo de queso fresco, un trozo de pan negro y la ropa limpia. Gelín, nervioso, no entendía por qué su hermana estaba tan callada. Nada más almorzar, se pusieron en camino. Doña Carmen no quería que a Luisa se le echara la noche encima. Pero, en cuanto llegaron a la altura de la caleya que atajaba el paso de Los Pozos con Carbayín Bajo, la chica se detuvo y pidió a Gelín:
—Tienes que hacerme un favor.
Al principio, al niño no le hizo mucha gracia porque deseaba ver a Faustino, y que éste le dijese otra vez cuánto había crecido y que pronto podría bajar con él a la mina, pero Luisa le prometió que Genaro, por el aviso, le daría una perrina.
—Nos encontraremos aquí antes de que anochezca para volver juntos a casa.
Una hora más tarde, Luisa entraba en los terrenos de La Colonia para encontrarse con su hermano Faustino tras varios meses sin verse. Abrazados, ambos lloraron sin poder evitarlo.