13
—¿Qué tienes con Adolfo?
Había terminado la misa y la mayoría de sus compañeros sudaba detrás de la pelota y detrás de los soldados, jugadores mucho más expertos y más jóvenes que ellos. Entre los espectadores se encontraban Onésimo, el médico, y el ingeniero jefe Santiago de Rosas, quien trataba de retener a Emma para que no corriese a morder el balón. Ignacio, que se veía demasiado mayor a sus casi treinta y dos años para jugar al fútbol, paseaba alrededor del improvisado campo en compañía de Faustino. Hacía un sol espléndido.
—Al veros siempre hablando, muchos pensamos que eras un chivato —se explicó Ignacio, al entender que la pregunta acerca del vigilante era demasiado directa para la relación incipiente que mantenían. Pero era cierto. Muchos prisioneros de La Colonia esquivaban a Faustino. Ignacio no había sido el único en sospechar de él. Todos tenían en sus huesos los suficientes años de cárcel como para no desconocer los peligros de los topos.
—Sí, lo supongo. Cada uno es dueño de sus miedos, pero yo lo soy sólo de mis actos. No tengo nada de que arrepentirme. Adolfo es mi amigo.
Amigo, pensó Ignacio. ¿De verdad Faustino creía que se podía permitir el lujo de tener un amigo entre el enemigo? Como de costumbre, el contacto con el prisionero asturiano le provocaba una especie de desazón y una tormenta de sentimientos encontrados. Faustino, que percibía la inquietud en su compañero, continuó:
—Supongo que sabes que quien me avisó de que Colo estaba tratando de sonsacarte alguna imprudencia fue Adolfo.
Ignacio calló. Era duro reconocer que, de no ser por la irrupción de Adolfo, el chivato que le había invitado a vino podría haberle complicado seriamente la existencia.
—Ten en cuenta que, de no llegar Adolfo, cualquier cosa que le hubieses dicho a Colo habría llegado a Isidro. Y esa mala bestia no necesita excusas para sacarte y darte una lección, por más que esté enfrentado al ingeniero.
—¿Y por qué se inmiscuyó? ¿A él qué le importaba si yo me metía en un lío o no?
—Adolfo es un buen hombre. Un hombre justo. Te respetará, tengas las ideas que tengas, siempre que te comportes honestamente. Por eso te ayudó.
—Pero es un fascista.
Faustino suspiró. Luego tuvo que agacharse repentinamente para esquivar un balón que salía despedido por la banda.
—¡Pásanosla!
Ignacio dio una breve carrera y recogió el balón oculto entre las ortigas. «Aguanta la respiración y no te picará», le dijo una vocecita infantil llegada de sus más lejanos recuerdos, pero vaya si picaba. En el campo los jugadores aguardaban. Cuando dio el puntapié, el balón y la alpargata salieron despedidos en direcciones contrarias y, tras las risas, otro preso alcanzó la pelota antes de que ésta terminara en el río. Riendo avergonzado, se reunió de nuevo con Faustino, que también sonreía.
—Vaya, Guadalajara. Es la primera vez que te veo reír. Ya creía que tenías una parálisis en los labios.
Reanudaron el paseo, pero esta vez buscando la sombra de los avellanos, a la ribera del río. Los soldados habían relajado la vigilancia y les permitían alejarse más de La Colonia.
—Y ahora, ¿confías en mí a pesar de mis amistades?
La pregunta, a bocajarro, obligó a Ignacio a detenerse. Ambos hombres se midieron, sin desviar la mirada.
—Sí, Faustino. Abajo, en la rampla, te estreché mi mano. Yo soy un hombre de palabra. Confío en ti.
El minero se frotó la nariz. Con el tiempo, Ignacio sabría que este gesto escondía la dificultad de Faustino para entrar en el complicado terreno de los sentimientos.
—Me salvaste la vida, Guadalajara. Eso, en la mina, es sagrado. No te arrugaste. Pudiste soltarme y escapar. No es el primer guaje que va detrás del picador en un derrumbe. No, no digas que fue ignorancia. Fue coraje. Y te lo debo. Como también le debo la vida a Adolfo.
Para salvar la situación que incomodaba a ambos, Ignacio continuó caminando, con la vista perdida a lo lejos, y preguntó:
—Entonces, ¿ya conocías a Adolfo antes de la guerra?
—Mi padre y él picaban carbón cuando yo llevaba pantalones cortos. A escondidas del viejo, me dejaba beber de la bota. Es del Rosellón, de cerca de Los Pozos, donde está mi casa.
—Y fascista —insistió Ignacio, sin poder contenerse.
—De derechas —aclaró Faustino—. Sus padres siempre fueron muy religiosos. Un hermano suyo se ordenó cura en Oviedo. Lo mataron en el 36, en Gijón. Estaba de párroco en Cimadevilla. Era un buen chico, Benjamín.
—También a ti te mataron un hermano.
Faustino se agachó para coger unos guijarros del suelo. Luego, los lanzó contra una pega que acicalaba sus plumas sobre una rama, pero falló.
—¡Bicho de mal agüero! Sí, a Pepín también lo mataron. Pero él y yo estamos vivos. Y cada uno gracias a la ayuda del otro. Ya te dije que en la mina eso es sagrado.
—¿Tuvisteis un accidente en el pozo?
—No, no fue tan fácil. Cuando el 36, Adolfo estuvo escondido varios meses en mi casa.
Ignacio no se lo podía creer.
—¿Escondisteis a un fascista? ¿Por qué?
Con paciencia, Faustino le volvió a corregir.
—No a un fascista. A un hombre de derechas. Un buen hombre. Como su hermano. Su único pecado era ir a misa y no creer en la lucha socialista. Adolfo es un hombre de orden, al que le gustan las cosas como están porque teme que puedan ir peor.
—¡Un reaccionario!
—Seguramente. Pero un buen hombre. Y mis padres decidieron que era más importante salvarle la vida a un buen hombre que entregar a un reaccionario. Cuando llegó mi turno, él me la salvó a mí. Me llevaron a la cárcel de El Coto, en Gijón. En esos meses del 37, lo normal era que de cada diez que pasábamos por el tribunal, nueve saliésemos con pena de muerte. Y a los pocos días te fusilaban. Pero él movió Roma con Santiago, reuniendo informes del cura de Carbayín Alto, otro buen hombre, no como esa víbora de Hilario, de gentes de la mina, y hasta de algún guardia civil que le debía algún favor, logrando que me cayesen treinta años de trabajos forzados en lugar del paredón. Damián, al enterarse, fue a mi casa y se llevó a Pepín. Tenía sólo quince años. Lo mató en una cuneta.
Faustino hablaba pausadamente, sin dramatismos, tal y como habría hecho el propio Ignacio al narrar su propia historia. Por un instante, esta tranquilidad, esta especie de frialdad extrapolable a cualquiera de los hombres allí recluidos, le provocó náuseas que rápidamente atribuyó al estómago vacío. Faltaban unos minutos para la comida. Pero le resultaba inconcebible que pudiesen estar hablando de asesinatos impunes de hermanos, de fusilamientos de tantos amigos y conocidos o de condenas a prisión casi de por vida por el delito de haber militado en partidos políticos o por pertenecer al bando de los perdedores. De lo único que eran culpables era de haber defendido sus ideales frente a los que pretendían imponerlos por la fuerza y, ahora, para salvar la vida, tenían que callar y someterse, negándoseles el derecho incluso a la memoria. Pero, a pesar de la rabia emergente, comenzaba a comprender la grandeza de Faustino, quien era todavía capaz de distinguir y defender la amistad incluso frente a la brecha abierta por la guerra. Quizá la barrera entre los buenos y los malos fuese más difusa de lo que Ignacio pensaba.
Por fin, con un hilo de voz, preguntó:
—Y Damián, ¿por qué te odia?
—Le robé una novia en un baile. Ya ves.
Y, después de pensarlo un poco, añadió con una carcajada:
—Lo peor de todo es que ella era un callo. Fea como matar a un padre. El muy infeliz se empeñó en recuperarla y la dejó preñada, así que tuvo que casarse con ella. Para mí que eso es lo que no me perdona. Hay que joderse.
Los domingos, para compensar el desayuno perdido, el rancho siempre era un poco más abundante. Frente a las legumbres o las berzas de diario, cocido con más caldo que condimento, el día en que Dios descansó acompañaban la ración de tocino, a veces de pollo y hasta de patatas. Pero ya fuese la ración de semana o la de los domingos, Ignacio nunca se quejaba. Atrás quedaban los largos años del hambre en las prisiones de Guadalajara y Astorga. Desde que había llegado a La Colonia había ganado peso. Poco a poco, sus músculos, entrenados con la pala y la pica, iban llenando la camisa de trabajo, y esa tiritona que cada noche le acompañaba bajo la manta y que le sacudía mientras aguardaba el sueño parecía remitir. El ingeniero quería trabajadores, y les daba de comer para que, como tales, cumpliesen. Ignacio, como el resto de los prisioneros, hacía cola frente a las cocinas, donde una vieja viuda, vestida totalmente de negro, servía de una gran cacerola en las escudillas de los prisioneros, sorda a los que pedían que revolviese el fondo en busca de restos más contundentes. Con la escudilla llena, cada uno buscaba un rincón donde sentarse a comer. Ignacio, incapaz de librarse de la desconfianza del hambre, escogía lugares retirados donde dar cuenta de su ración caliente, pero, después, con la taza de aquel caldo oscuro que se empeñaban en llamar café, se sumaba a los corrillos de hombres satisfechos y participaba como uno más, disfrutando del buen tiempo y de la tranquilidad de la sobremesa. En uno de los corrillos se encontró con el joven Agustín.
—¿Qué tal ese brazo?
Agustín le enseñó el vendaje y movió los dedos. La fractura se consolidaba. Había tenido mala suerte. Cuando reunió redaños suficientes para entrar a la mina, empujado por el hambre y las palizas de Damián, tardó demasiado en retirar la mano de una tolva y una roca se la rompió.
—Mejora. En dos semanas volveré a bajar.
—¿Qué tal te tratan afuera?
El chico le dedicó una sonrisa triste.
—Estoy con las mujeres. En el lavadero. Con una mano hago lo que puedo.
—¡Pero ves mujeres, hombre! ¿Qué más quieres?
La salida de Carlos, el anarquista, fue bien recibida por todos, pero Agustín, cada día más hermético, no entró en las bromas. Aguantó como pudo el interrogatorio de los demás, «¿son guapas?», «¿le tocaste el culo a alguna?», «dinos, ¿te dicen cosas guarras?». Hasta que Faustino terminó con las risas.
—Un poco de respeto, joder. Ésas son nuestras hermanas y nuestras madres.
—¡Vaya con el asturiano! Míralo. Menudo miedo que nos tiene. Será que esas bellezas no están acostumbradas a hombres como nosotros.
Ignacio temió que Faustino se enojara como había hecho con Damián, días atrás en el pozo, y se aprestó a interponerse. Pero Faustino siguió la broma.
—Es verdad, hombre. Mira, la próxima vez que venga mi hermano, daré recado por él a mi madre. Seguro que estará encantada de venir a conocerte. Lo que va a salvar a mi padre es que hayan prohibido el divorcio, porque de lo contrario…
Los hombres rieron con ganas.
En el fondo, el comentario malicioso era la consecuencia lógica de la envidia que muchos prisioneros tenían, sin poder remediarlo, a los compañeros naturales de la región. El mismo Ignacio no era inmune a estos sentimientos cuando, el domingo por la tarde, por el camino comenzaban a verse a las familias que acudían a visitar a los suyos. El ingeniero, tal y como prometiera, había dado permiso para este encuentro semanal, pero este privilegio al principio sólo estaba al alcance de los asturianos, aunque cada semana eran más las mujeres con niños pequeños o los padres que se mudaban desde cualquier punto del país para instalarse en Tuilla o en los alrededores. La paga que los penados recibían de la mina, seis pesetas a la semana, apenas daba para vivir, pero era más de lo que muchos obtenían en ciudades sitiadas por el hambre como Madrid. Estas familias llegaban casi con lo puesto, y alquilaban habitaciones con derecho a cocina, o a veces únicamente una cuadra abandonada donde los días de lluvia había que esquivar las goteras y los niños, acostumbrados a la sequedad de la meseta, tenían problemas bronquiales que se trataban inútilmente con vahos de eucalipto o agua de cocer cebolla. Mujeres de mirada baja, niños andrajosos a los que les costaba identificar a su padre y se escondían tras los faldones de su madre, o parejas de viejos que se ayudaban recíprocamente a caminar por las veredas pedregosas alrededor de La Colonia eran esperados con ansiedad por los hombres. Según se acercaba la hora de las visitas, los corrillos se deshacían, las conversaciones quedaban repentinamente interrumpidas, y los que no aguardaban a nadie se abandonaban a sus pensamientos envueltos en la melancolía o la desesperanza. Ignacio era de estos últimos, pero Faustino, al que casi siempre venía a ver su hermano Constante, y un par de veces su madre enlutada, no se separaba de él y lo entretenía con conversaciones intrascendentes para hacerle más llevaderas las ausencias. Luego, en cuanto su hermano se marchaba, le contaba las nuevas que había recibido de casa, le ponía al tanto de minucias por las que Ignacio fingía interesarse, y compartían la comida o el tabaco que su familia había reunido para él durante la semana.
—Ya les digo que no traigan nada de comer —repetía Faustino mientras liaba un cigarrillo para cada uno y oteaba el camino, a la espera de los suyos—. Posiblemente, nosotros tengamos más que ellos, pero no hay nada que hacer. Si no lo acepto, mi madre lo tomará como una ofensa, y el domingo siguiente la tendré aquí con la vara de avellano dispuesta a calentarme el trasero. Seguro que todavía no ha perdido mano.
Ignacio le escuchaba, trataba de reír las gracias y hasta preguntaba por Gelín, ese niño que era el ojillo derecho de su hermano mayor y al que todavía no conocía, pero su mente estaba a muchos kilómetros. Allá, en la cárcel de Guadalajara, todavía estaría su hermano. Por carta se enteró de que su padre, encarcelado con ellos, se había acogido al indulto de hacía unos meses. De vez en cuando le llegaban noticias escritas de mano de su hermana Trini, y en ellas le hablaban de la nueva vida en Zaragoza, donde la familia se había reubicado. Trini había entrado a servir en casa de unos señores de Teruel, su madre cosía y su padre todavía andaba buscando ocupación, pero todos decían encontrarse bien. De Manuel, su hermano mayor; le escribían que seguían los recursos a la pena de muerte que pesaba sobre él. Lo último, una carta al propio Caudillo implorando clemencia. Todavía aguardaban respuesta. Mientras tanto, a Manuel lo habían trasladado a una cárcel en Madrid. Esperaban poder ir a verlo pronto, en una de las dos visitas anuales que Prisiones concedía. De su otro hermano, de Joaquín, nada contaban. No hacía falta. ¿Qué podían decir? Seguiría internado. Así, hasta que la muerte lo liberase de su pequeña cárcel. Faustino seguía hablándole, pero no lo escuchaba. Y no habría regresado de sus recuerdos si no llega a ser por la aparición que surgió allá a lo lejos, de entre las sombras del camino.
—¡Por quinto! —juró.
Faustino se giró hacia él y, luego, hacia donde Ignacio miraba.
Pertrechada con un cesto pequeño, por el camino se acercaba una chica joven. No era una muchacha hermosa. Quizá en otro tiempo, cuando acostumbraba a pasear por los cafés de Alcalá o de Gran Vía, en Madrid, no se habría vuelto a contemplarla. Pero al descubrirla avanzando hacia ellos, no se fijó en su rostro de rasgos duros, ni en su estatura más bien baja, ni siquiera en sus piernas morenas bien torneadas. En realidad, su mirada se posó únicamente en el volumen exagerado de aquellos pechos que se movían con la cadencia de un paso firme, y ya no fue capaz de desprenderse.
—¡Vaya…!
Faustino, anticipándose a la terminación de la frase, le cortó:
—Cuidado. Es mi hermana.