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Los domingos era obligatoria la asistencia a misa. Hilario, el cura párroco de Nuestra Señora del Amparo, de Tuilla, había dejado orden de que no diesen el desayuno a los hombres de La Colonia, pues para recibir el sagrado sacramento de la eucaristía había que estar en ayunas. Los prisioneros, como cada día, eran llamados a formar al despuntar el alba. Desde que el ingeniero había sustituido a Damián y sus hombres por el Ejército, los golpes y las vejaciones se habían terminado. Al menos, así era dentro del recinto de La Colonia custodiado por los soldados. El oficial al mando, el capitán Ordóñez, había recibido orden expresa de someterse a la voluntad de Santiago de Rosas. Pero otra cosa era en Mosquitera, donde Damián y los suyos seguían campando a sus anchas, obligando a los condenados a moverse con mil ojos para no dar pie a represalias.

Tras hacerlos formar y pasar lista, los treinta y cinco hombres cantaban con una sola voz el Cara al sol mientras era izada la bandera a la que debían saludar brazo en alto cada vez que pasaban a su lado. Al concluir, el capitán Ordóñez distribuía las labores del campo por grupos. El ingeniero jefe les había dado el domingo como día de descanso, pero este descanso se refería al trabajo dentro de la mina. La Colonia requería cuidados de mantenimiento y limpieza, y esas tareas había que ejecutarlas a lo largo de la mañana dominical. Los reclusos cumplían con más o menos dedicación las órdenes recibidas mientras vigilaban, hambrientos, el camino que llevaba a Tuilla; por él tenía que aparecer en algún momento de la mañana Hilario. Y éste siempre se demoraba.

El jefe local de Falange, Isidro, desde que el ingeniero había excluido a los suyos de La Colonia, había puesto mayor empeño en que los prisioneros recibiesen una instrucción adecuada para su reeducación. «Debo defender los principios del Movimiento, y supongo que usted estará plenamente de acuerdo». Santiago había cedido ante este chantaje ideológico, aunque luego trató de servirse de una argucia geográfica para desembarazarse de la sombra del falangista. Tanto La Colonia como el pozo Mosquitera, a pesar de la cercanía a Tuilla, pertenecían al concejo de Siero, mientras que el pueblo era de Langreo. La «riega Miguel», un pequeño riachuelo que moría en el Candín, servía de frontera natural entre los dos concejos. Valiéndose de estos datos viajó hasta Pola de Siero para entrevistarse con su alcalde. Su intención era que el jefe de la Falange sierense se hiciese cargo del pozo y del batallón de trabajadores, pero no había calculado hasta dónde se extendían los tentáculos de Isidro. «Es cierto que Isidro es el jefe de Falange de Tuilla, pero usted no debe de estar enterado de que también lo es de Carbayín Alto. En su día, estando aquí el otro ingeniero al que usted sustituyó, me solicitaron que le adjudicara el puesto de Carbayín para que así pudiese hacerse cargo del control de Mosquitera. Pero lo mismo que el anterior jefe lo puso, podrá usted quitarlo, ¿verdad?». Santiago de Rosas, mientras regresaba en auto a las oficinas, calculó sus propias fuerzas y, resignado, capituló. Al menos, se consolaba, aquel malnacido no podría inmiscuirse en la vida de La Colonia. Isidro, como si le hubiese leído la mente o, más probablemente, como si el alcalde de Siero le hubiese puesto sobre aviso, quiso demostrar al ingeniero que también en esto estaba equivocado. Cada domingo desde que Damián había sido destituido se vestía de falangista y, seguido de su grupo, escoltaba al curaba La Colonia. El capitán Ordóñez pidió instrucciones a Santiago, y éste se vio obligado de nuevo a ceder. Oponerse habría sido dar razones al enemigo para que la rumorología que poco a poco se iba extendiendo de que el ingeniero simpatizaba con los prisioneros pudiese volverse contra él. Así, por fin, cuando ya el sol estaba alto y los hombres ansiaban la eucaristía por el bramido de sus estómagos, Hilario surgía entre los castaños, y la comitiva que le acompañaba parecía más propia de un obispo que de un curilla de pueblo. El capitán Ordóñez ordenaba formar en filas y el cura, sentado en una silla que un soldado le procuraba, escuchaba en confesión los pecados de los prisioneros. A pesar de los intentos del sacerdote, la fila avanzaba rauda, entre malos pensamientos carnales y pequeños pecados como maldiciones o mentiras mientras el silencio era la respuesta a las preguntas políticas que formulaba el cura. Después, de nuevo en formación, durante una larga hora los penados asistían de pie a los latinajos, soportando con estoicismo los insultos y las recriminaciones que el oficiante les dedicaba en la homilía. En todas las misas sin excepción salían a colación las checas, las violaciones de monjas, el asesinato de religiosos, los pecados capitales cometidos por el régimen republicano, el fusilamiento de santos como José Antonio, y esto último el cura lo repetía volviéndose hacia Isidro, quien, cortés, asentía. Al terminar la eucaristía, y a pesar de haberlos tenido en ayunas para prepararlos para el sacramento de la comunión, Hilario, que en la confesión individual aplazaba la absolución para la misa, les negaba el perdón de los pecados justificándolo en la falta total de arrepentimiento de aquel hatajo de rojos y daba de comulgar únicamente a los soldados y a los hombres de Isidro.

Para irritación del cura y también del falangista, la humillación terminaba en cuanto aparecía la pelota.

Entre los prisioneros había uno que había sido jugador de fútbol. Su hermano, tras ahorrar parte del sueldo a lo largo de un año, le había enviado un balón de cuero a La Colonia, y el prisionero había solicitado permiso al ingeniero jefe para jugar el domingo.

—De acuerdo, podrán jugar cuando terminen con sus deberes religiosos —concedió Santiago—, pero si se lesionan jugando al fútbol, cada día que no trabajen se les descontará de la paga.

El primer domingo en que Isidro, al romper filas los prisioneros, vio la pelota, no dio crédito.

—¡Capitán! —chilló—, ¿qué es esto?

El capitán Ordóñez, firme como si estuviese ante un superior, informó:

—Órdenes del ingeniero, señor. El ingeniero opina que a los internos les conviene hacer ejercicio.

Mientras Isidro, maldiciendo las entrañas de Santiago y toda su estirpe, se retiraba seguido de los suyos, los prisioneros, ilusionados como niños, jugaron su primer partido.

En realidad, más que un partido, fue una pachanga. La mayoría no había tocado nunca un balón, así que el hombre que había sido jugador de fútbol se vio obligado a explicar las reglas una y otra vez hasta que todos las comprendieron. Los soldados se acercaron, curiosos, y, ante la torpeza de los prisioneros, rompían en risas que terminaron por herir la susceptibilidad de alguno.

—Probad vosotros, si sabéis tanto.

Un par de soldados echaron manos a su fusil al ver a un minero en jarras, pero uno de los uniformados se adelantó, corrió hacia la pelota y, con un potente derechazo, hizo que ésta entrase por la improvisada portería señalada con dos grandes piedras.

—¡Gol! —gritaron los soldados.

El domingo siguiente, el equipo de los vigilantes ganó al de los presos por un contundente nueve a dos. Para entonces, ya habían levantado las metas con palos y habían pintado las rayas al campo. El ingeniero, gran aficionado al fútbol, fue uno de los espectadores.