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Ignacio y Faustino acababan de llegar a la altura del tajo que Adolfo les había asignado cuando una lámpara les salió al paso.

—Faustino, vete a desencolar el pozo maestro.

Los dos prisioneros identificaron inmediatamente a Damián por su voz. Ignacio sospechaba que, por más que viviera, jamás podría olvidarla, y que su eco resonaría en sus peores pesadillas.

Damián era el vigilante de caballistas, y odiaba a Faustino. Así lo había entendido Ignacio el primer día de mina. Entonces, agobiado por la larga marcha a través de las galerías y aturdido por la oscuridad y la carencia de aire limpio, Ignacio siguió al picador que le habían asignado hasta lo que los mineros llamaban el taller, y allí le dieron permiso para sentarse a recuperar el resuello. Sin tiempo para pedir agua o preguntar qué se esperaba que hicieran allí, tras ellos apareció Damián. El vigilante y jefe de La Colonia, que todavía debía de estar caliente por la paliza dada a Agustín, reconoció a Faustino de inmediato.

—Qué, hijoputa, no te quisieron en Fondón, ¿eh?

Faustino, sin impresionarse lo más mínimo, replicó:

En realidad, creo que me trajeron porque aquí hacían falta hombres… pero de los de verdad, no de esos que pegan a los niños. Y veo que era cierto.

El resto de los mineros y prisioneros guardó un tenso silencio, enfrentados al miedo que les provocaba aquel falangista que la noche anterior había teñido de sangre la tierra de La Colonia. Pero Faustino, sin arredrarse, le dio la espalda, pica en mano, como disponiéndose a bajar al taller. La carcajada de Damián resonó en la galería.

—Tendrás huevos, cabrón. No te preocupes, cualquier noche unos cuantos amigos iremos a visitarte y te enseñaremos qué hacemos los hombres de verdad con cobardes como tú.

—Por mí no te molestes. Ya tuve prueba bastante con lo de mi hermano. Ahí sí fuisteis valientes. Era un peligroso subversivo de quince años.

—No era él quien nos interesaba, pero a ti te tenían en El Coto —se revolvió Damián—. Si hubieses estado tú en la casa en vez de en la cárcel, te habríamos llevado a ti.

—Pero no quisisteis regresaros de balde. Necesitabais vuestro baño de sangre.

El aire aparentemente indiferente de Faustino había desaparecido. La mano aferraba con fuerza la pica, separándola visiblemente del cuerpo, y Damián, al percibirlo, dio un paso atrás, echando mano al bolsillo donde guardaba la pistola. Pero el enfrentamiento no pasó a mayores porque Adolfo surgió de la nada, interponiéndose.

—¡Hace diez minutos que este taller tendría que estar produciendo! ¡Abajo tengo las mulas paradas! ¡Venga, haraganes, a vuestros puestos! Damián, necesito que las vagonetas de tierra lleguen a la cuarta.

Un suspiro colectivo agradeció la intervención del somatén. Cuando su mirada se posó primero en la pica y, después, en la mandíbula apretada y los ojos encolerizados de Faustino, éste, a un gesto suyo, sacudió la cabeza y relajó la mano que empuñaba la improvisada arma. Parecía que, para alivio de todos, iba a imperar la calma, cuando Damián, antes de emprender la marcha, se acercó a Faustino y le susurró:

—Tu amigo no estará siempre para cubrirte. Entonces, te darás la vuelta y me verás a mí.

Adolfo, que se había vuelto para ver cómo se las componían los nuevos en el descenso por la rampla, escuchó parte de la amenaza y se encaró con Damián.

—Escúchame bien, hijo de la grandísima puta. Si le ocurre algo a este hombre estando en La Colonia bajo tu cuidado, quiero que recuerdes que yo también tengo pistola.

Desde aquel incidente, Faustino y Damián no habían vuelto a intercambiar ninguna palabra, y por eso fue sorprendente que, entre todos los hombres que esa mañana se afanaban en el taller, el falangista hubiese escogido precisamente a Faustino para la misión de limpiar el pozo maestro. Y, sobre todo, ¿por qué el vigilante de caballistas se preocupaba de una labor que no era la suya?

Como si Faustino no se hubiese hecho las mismas preguntas, en cuanto recibió la orden de su enemigo, respondió con un lacónico «voy».

Ignacio vio como el picador abandonaba su puesto y comenzaba a descender ayudándose de pies y manos. Habían comenzado una rampla casi vertical, y precisaban de todos los apoyos para no resbalar y caer. Damián, tras asegurarse de que Faustino cumplía su orden, regresó a la galería superior. Ignacio, sin saber qué hacer, se quedó parado mirando alejarse los resplandores de las dos lámparas, cada una en un sentido. Al poco, oyó que le llamaban.

—Guadalajara.

Por lo que se veía, su apodo se estaba haciendo famoso.

—Avisa arriba que no usen el maestro. Ese cabrón seguro que no lo ha hecho. Luego baja hasta aquí y tráete el hacho y la palanqueta contigo.

El pozo maestro era el lugar por el que el carbón arrancado a las entrañas de la tierra caía hasta la tolva, cien metros más abajo, donde lo recogían las vagonetas de los caballistas. Por allí se paleaba la piedra negra, pero también las maderas sobrantes del posteado, tanto los recortes como mampostas demasiado largas, y, en ocasiones, alguna de ellas quedaba bloqueada entre la malla lateral y algún cuadro, provocando peligrosas retenciones de carbón.

Ignacio ya tenía pericia suficiente como para moverse por el pozo auxiliar llevando herramientas en las manos, pero aun así era una tortuga en comparación con los compañeros. Cuando por fin logró llegar hasta la altura de Faustino, lo encontró tirando del bastidor que obstruía el paso y sobre el que había depositado al menos un par de quintales de piedra.

—Trae, dame el hacho. Voy a intentar romper la madera desde abajo.

La operación era arriesgada, pues implicaba colocarse parcialmente bajo la carga, golpear y apartarse lo suficientemente rápido como para que ésta, liberada del obstáculo, no lo arrastrara pozo abajo. Pero Faustino dudaba dónde golpear.

—¿Hay algún problema?

El picador chasqueó la lengua.

—Es una maniobra difícil. Si la madera rompe mal, podría desviar todo el carbón hacia nosotros y nos aplastaría. Creo que será mejor usar la palanqueta. Ven, agárrame de las piernas, voy a ver cómo está la madera por el otro apoyo.

Faustino se tumbó boca arriba y, con la lámpara en la mano, reptando sobre los hombros y caderas, comenzó a arrastrarse hacia el pozo hasta que parte del cuerpo quedó bajo el obstáculo. Ignacio, las manos agarrotadas por el esfuerzo y con los pies haciendo tope contra dos mampostas, contenía la respiración.

El gran golpe seco contra el carbón acumulado sobre ellos los pilló desprevenidos. Ambos quedaron inmóviles. Entonces Ignacio sintió el chasquido. A pesar de su falta de experiencia en el trabajo de la mina, nadie tenía que enseñarle a qué sonaba un leño al partirse. Durante años cortó álamos y pinos con la ayuda de su padre y sus dos hermanos. Por eso, al escuchar el crujido seco tiró con fuerza de las piernas de Faustino, arrastrándolo los centímetros justos para alejar su cabeza de la riada de madera rota y carbón que se precipitaba pozo abajo.

—¡Desencolao el maestro! —oyeron que alguien gritaba al fondo. Y luego—: ¿De dónde coño ha salido este pedrusco?

El carbón volvió a descender mientras ambos recuperaban el control de sus corazones desbocados. Faustino, que había perdido la lámpara, se tocó un reguero que humedecía su cara. Era sangre de una brecha que un trozo de madera, apenas una esquirla, le había dibujado en la frente. En la nuca le brotaba un chichón a consecuencia del golpe contra el suelo, pero de éste no se daría cuenta hasta más tarde, cuando la tensión pasase y el dolor se sobrepusiese a las demás emociones.

—Gracias.

—Fue Damián. Todos estaban avisados.

El picador se encogió de hombros.

—Supongo. En la mina nunca se sabe. ¿Estás bien?

Ignacio no pudo contenerse. La tensión acumulada, la muerte, otra vez tan cerca, y la inacabable convivencia con la injusticia, que como una telaraña pegajosa envolvía cada uno de sus días, le hicieron estallar.

—¿Cómo que supones? ¡Me cago en quinto, joder! ¿Eso es todo lo que se te ocurre? ¿Casi nos matan y tú sólo lo supones?

—¿Qué más quieres que haga? Soy un prisionero de guerra, como tú. Ese cabrón me la tiene jurada y puede que haya intentado matarme o puede que no. Si es que sí, no lo ha conseguido. Por esta vez he tenido suerte. Si te parece, puedo subir y clavarle la pica entre los ojos. En una hora, yo estaría también muerto. ¿Qué habría ganado?

—¡Dignidad! ¡Mejor morir de pie…!

—Que vivir de rodillas. Sí, ese discurso de la Pasionaria ya me lo sé. Sigo vivo, eso es todo.

El ruido del carbón al caer por el pozo, golpeando los topes de madera, ahogaba su conversación para oídos ajenos.

—¿Y nada más? Todo este tiempo te he venido observando. Trabajas como si te fuese en ello la vida. Picas más que nadie, haces rentable este negocio para los que nos someten por nuestras ideas y, además, parece que lo haces con verdadera dedicación. Podrías trabajar menos, sabotearles la explotación, rebelarte… ¡cualquier cosa, coño! En cambio, eres un esclavo agradecido, y, como un borrego, te da igual que traten de matarte.

Por un segundo, en las pupilas de Faustino, iluminadas por la lámpara de Ignacio, resurgió la furia, pero fue nada más que un segundo.

—También tú estás aquí. Podrías estar en el monte, pegando tiros. No veo la diferencia, salvo que yo soy minero y éste es mi trabajo, como también lo fue de mi padre y, antes, de mi abuelo.

—Tu trabajo —replicó despectivo Ignacio—. Picar carbón para sus fábricas. Sí, yo podría estar en la montaña pegando tiros. Y puede que sea lo que haga, pero mientras tanto no les sigo la corriente. No colaboro. Si pudiese, no estaría aquí contigo, arrastrándome.

Faustino, que había comenzado a recoger la herramienta, se volvió hacia él, pensativo. Luego, le ordenó:

—Pon aquí la mano.

—¿Qué?

—La mano izquierda. Extiéndela aquí, sobre esta madera.

Ignacio, sin saber qué pretendía el picador, obedeció.

—Tienes razón, Guadalajara. Si ésas son tus ideas, lo mejor sería que no sacases carbón para sus fábricas. Sin un par de dedos no podrás manejar la pica. Todo el mundo entenderá que te hayas hecho daño con lo de hoy —y, levantando el hacho en plano sobre la mano de Ignacio, prosiguió—: Con una mano te mandarán afuera, a otro destino. Quién sabe. Hasta puede que te den la libertad.

El golpe estuvo a punto de partir la tabla, pero allí ya no había más que madera.

—¡Estás loco!

Faustino sonrió. Posó el hacho y le ofreció su propia mano, abierta. Su mirada era franca.

—Me alegro de que la hayas quitado. Las manos son sagradas. Son lo único que tenemos.

Le concedió tiempo para que lo pensara. Ignacio trató de comprender, pero, al final, lo único que tuvo claro era que Faustino le brindaba su amistad. Cuando se estrecharon las manos, sellaron un vínculo que sólo se quebraría con la muerte.