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Tuilla (Asturias), febrero de 1943
El silbido agudo de la locomotora se prolongó hasta que una boca de luz los arrancó de la oscuridad del túnel. Ignacio, acuclillado con la espalda apoyada en una de las paredes de madera, sintió cómo el tren aminoraba su marcha y, finalmente, con un suspiro, se detenía. Los hombres, apretujados unos contra otros, se empujaban para alcanzar una de las rendijas y averiguar qué estaba sucediendo. No hacía ni media hora que los habían hecho volver a subir al tren en el apeadero de El Berrón, tras un viaje agotador desde la estación de León, atravesando la cordillera Cantábrica en una sucesión interminable de vueltas y revueltas por la montaña, y el rato que pasaron detenidos en El Berrón, con números de la Guardia Civil apuntándolos con los naranjeros, les había servido para estirar un poco las piernas y salir de la sofocante atmósfera del habitáculo.
—¿Hemos llegado?
Ignacio, que se había incorporado y, como el resto, trataba de saber qué ocurría, no tenía respuesta a la pregunta de Agustín, pero sonrió al joven para tranquilizarlo.
—Nos van a matar —musitó para sí el muchacho.
—Quizá se averió la máquina.
Lo dijo por decir, pero podía haber inventado cualquier otra cosa porque Agustín ya no lo escuchaba. Con la mirada en fuga al interior de sus terrores, el chico llevaba sus dedos renegridos a la boca y sus dientes roían donde ya no existían uñas que morder. A lo largo de todo el viaje no había cejado en repetir que los iban a sacar en cualquier lugar recóndito para ametrallarlos como alimañas, y esta parada inesperada lo estaba enloqueciendo. Ignacio, al que los nervios del joven no hacían más que exacerbar los suyos propios, se había visto en la obligación de confortarlo durante horas como compensación al trozo de pan duro que Agustín había compartido con él, pero ahora, en la mirada alucinada del joven, comprendió que ya se encontraba fuera de su alcance.
—¡Vamos, basura roja, abajo!
El portón de madera se abrió con estrépito, y dos uniformados comenzaron a gritarles mientras los hombres, deslumbrados por el sol repentino, saltaban a tierra. Ignacio apretó con fuerza el hombro huesudo de Agustín hasta que éste dejó de gimotear, le susurró un «venga, chico, que no te vean llorar», y casi lo empujó fuera del tren.
En la explanada de tierra los aguardaban los soldados que habían servido de escolta durante el viaje. Cumplidas las órdenes, se desentendieron de ellos y se juntaron a fumar, charlando y desperezándose bajo el tibio sol de mediodía. La primavera se anticipaba. Los presos, entre tanto, como si un frío repentino les hubiese llegado sólo a ellos, se agruparon como un rebaño de ovejas amedrentadas ante la proximidad de los lobos. El tren detenido humeaba, contribuyendo con toses negras a los trapos blanquecinos que corrían por el cielo. Alrededor, dos montes de castaños y robles cerraban el breve valle, en el que apenas había sitio para la vía del tren, un riachuelo vivaracho y la explanada que se prolongaba a ambos lados. A la derecha de la vía, trepando por la ladera, las casas se amontonaban en un pueblo del que surgían pequeñas columnas de humo que hablaban de cocinas de carbón y leña y de la hora de la comida, y el estómago de Ignacio rugió con el desgarro de la necesidad.
—¿Qué van a hacer con nosotros?
El tiempo pasaba sin proporcionar respuestas. Unos cuantos soldados habían hecho piña sobre unos troncos abandonados y apostaban la paga con una baraja sobada. Nadie parecía hacer caso de los prisioneros. Lo más curioso era que únicamente habían permitido bajar a los hombres de uno de los vagones. Otros dos, con su carga humana hacinada, decenas de ojos y dedos sobresaliendo por entre las maderas, esperaban su destino. Unos y otros, los de la explanada y los de los vagones, se estudiaban en silencio con una mezcla de envidia, cansancio y miedo, y todos hacían cábalas inútiles acerca de la fortuna o desgracia que el destino depararía a cada uno de ellos, deseando y temiendo estar en el lugar del otro.
—¡Nos vamos!
El capitán, que venía de dialogar con un individuo de paisano delante de la cantina de la estación, ordenó a sus hombres moverse. Cuando los prisioneros hicieron amago de regresar también al vagón, se dirigió a ellos con un lacónico «vosotros no», y les volvió la espalda. En cinco minutos, el tren reinició la marcha y, entre suspiros y bufidos, desapareció. Los prisioneros, inquietos, se atuvieron a la última orden, quedándose allí varados. En total, eran treinta y dos.
El hombre con el que se había reunido el capitán se acercó con un andar rígido, como si la espalda no acompañase la cadencia de sus caderas. Iba vestido con una chaqueta de pana en buen estado y una gorra, y desde el cinturón asomaba la culata de una pistola sobre la que jugueteaba su mano. Antes de hablarles, recorrió al grupo con una mirada feroz.
—Muy bien, inútiles. Soy Isidro, el jefe de Falange de Tuilla. No os preocupéis, tendréis tiempo de sobra para conocerme. Ya que Franco ha sido tan misericordioso como para no enviaros al paredón, donde sin duda os mandaría yo, tal y como vosotros hicisteis con José Antonio, me encargaré de que, en compensación, aprendáis a servir a España y ganaros así el derecho a tamaña clemencia.
Parecía que había estado preparando el discurso durante horas porque, satisfecho, se palmeó la barriga. Luego, como si no tuviese nada más que decir, se dio la vuelta, alejándose. Bernabé, un penado que había compartido celda con Ignacio en la cárcel de Astorga, le susurró:
—Es nuestro momento. Escapemos.
Y señaló el cercano bosque de castaños.
Pero entonces Isidro volvió sobre sus pasos.
—El ingeniero os hablará. Os esperáis aquí quietecitos aunque caigan piedras de arriba. Por cierto, si alguno tiene intención de huir, os aconsejo que os fijéis en el comité de bienvenida que os vigila desde allá.
Con un leve movimiento de barbilla indicó una mancha de avellanos situada a la ribera del río. A su sombra, vestidos con los característicos zaragüelles, fajas, chilabas, y fumando pipas de kiffi, una patrulla de regulares los contemplaba. Isidro dejó escapar una risa burlona y desapareció por la puerta de la cantina de la estación.
Poco a poco, los hombres, recuperados del miedo inicial, comenzaron a moverse en paseos cortos, con la mirada baja y el mentón hundido sobre el pecho. Deambulaban recelosos de los moros. No hablaban, simplemente se movían por no permanecer allí anclados sin saber qué hacer. Una sirena, entonces, rompió la mañana con un sonido estridente. Ignacio, al igual que una docena más de compañeros, se acurrucó inmediatamente sobre la tierra, las manos cubriendo la cabeza, con la intención de protegerse. Casi cuatro años sin guerra y aún no se habían olvidado de los bombardeos, la lluvia aleatoria y letal de la metralla y los edificios derrumbándose como castillos de naipes. De la sombra del avellanar les llegó una sonora carcajada. Las tropas moras les hacían muecas y se reían enseñando sus bocas desdentadas. Luego, uno de ellos, viendo cómo Ignacio, enfurecido, le sostenía la mirada, hizo ademán de sacar la gumía de su funda y, con el índice, dibujó un arco bajo el gaznate. Inmediatamente, Ignacio humilló la cabeza y continuó su paseo hacia ninguna parte.
Al este, en los límites de la explanada, había una casa. El vacío del hambre, apenas mitigado con el chusco de pan compartido con Agustín, se hacía más presente que el miedo y, viendo que pasada media hora nadie les prestaba demasiada atención, Ignacio decidió ampliar el perímetro de sus pasos erráticos con la intención de acercarse hasta la casa. Quizá allí alguien pudiese brindarle algo de alimento o, al menos, un poco de agua. Había visto a varios presos agacharse junto al río para beber de sus aguas inquietantemente negras, y el miedo a la disentería, que tantos compañeros había exterminado durante la guerra y el cautiverio, le contuvo. Entonces, desde detrás de la casa, por un camino que desaparecía entre los árboles, surgió una fila de hombres.
—¿Quiénes son?
Ignacio oyó la pregunta de Agustín a Carlos, un anarquista de El Bierzo con el que también había coincidido en la cárcel de Astorga.
—Son mineros. A eso hemos venido, ¿no? A ser mineros.
El grupo avanzaba cansinamente en dirección al pueblo, aunque alguno desaparecía dentro de la casa avistada por Ignacio para reaparecer a los pocos minutos y seguir la estela de los otros. Los mineros, al pasar cerca del grupo de prisioneros, levantaron la vista con curiosidad, pero no se detuvieron. Alguno inclinó levemente la cabeza a modo de saludo, luego cayó en la cuenta de la presencia de los moros y… nada más.
Declinaba el sol. El estómago dolía. Era un dolor viejo, conocido, ronco, un dolor que había pasado épocas peores, días en los que había creído que jamás volvería a comer y noches en vela interminables. Pero, por más tiempo que transcurriese, Ignacio no se acostumbraba a su presencia. Así que, haciendo acopio del escaso valor que le restaba para vencer el miedo, decidió moverse en pos de saciar esa hambre inacabable. Caminó despacio, arrastrando sus botas sin cordones, notando en las plantas de los pies la humedad que traspasaba el cartón de las suelas, hundiendo más la cabeza entre los hombros como un avestruz en presencia del león, mientras un reguero de sudor le bañaba la espalda allí donde temía la bala de los moros. «¿Será primero el impacto y, después, el ruido? —se preguntó—, ¿dolerá?». «No más que el hambre». Nunca le habían herido. En tres años de contienda jamás recibió ni siquiera una esquirla de metralla, pero nada peor que esa necesidad feroz que le agarrotaba las entrañas y le hizo desear, en tantas ocasiones, la liberación de la muerte.
Estremecido, llegó al umbral de la casa sin haber escuchado una voz de alto ni el castigo del disparo. Antes de entrar, tuvo que apartarse para dejar vía libre a un demonio negro al que no se atrevió a mirar a la cara tiznada donde resaltaban, tan blancos, los dientes, Cuando se adentró en la estancia, lo recibió un zumbar de moscas.
La luz del día que iluminaba la estancia se colaba por un pequeño ventanuco y por la puerta, cuyo hueco cubría él con su presencia. Pellejos de vino colgaban del techo, bajo el ventanuco había un par de mesas y varios taburetes de tres patas, y un largo tablón de madera apoyado en dos poyetes de roble servía de barra a la rasca tras la que le esperaba el dueño, quien al entrar Ignacio había detenido el ritmo de su navaja. Sobre el piso de tierra quedaban las astillas, restos de la vara de avellano llamada a ser bastón. El tabernero, un hombre de mejillas hundidas que se cubría con una boina negra hasta casi las cejas, posó la navaja, se sacudió los pantalones y esperó.
—¿Tiene algo para comer?
Sólo con preguntarlo, la boca de Ignacio comenzó a salivar.
—Sardinas salonas.
No sabía lo que eran, pero aceptó. Si allí lo comían, no podía ser malo. El hombre desapareció tras una cortinilla y reapareció con media docena de sardinas sobre una tabla y papel de estraza. Cuando ya llevaba engullidas dos, apenas sin masticar, Ignacio se percató de que las sardinas estaban prácticamente crudas, pero le dio igual. La guerra y la cárcel le habían curado de remilgos. Al fin y al cabo, eran sardinas, y no ratas, y sólo el recuerdo le estremeció. Sin percatarse, comía como si estuviese en la prisión de Astorga, medio agazapado, los codos a modo de barrera como protegiendo su ración, como si temiese que el tabernero, que le observaba en silencio, pudiese arrebatarle algo. Al terminar, exhaló un largo suspiro, se chupó los dedos salados y pidió:
—Más.
Tenía dinero. Estuvo a punto de enseñarlo por si el otro dudaba en servirle, pero éste ya había vuelto a desaparecer tras la cortinilla. Aun así, Ignacio se palpó el bulto escondido entre la ropa. En un atadillo, dentro de los calzones, guardaba el tesoro de lo que fue su abrigo, aquel hermoso abrigo que, en el otoño del 34, antes de incorporarse con su quinta al servicio militar, encargó a un sastre de Cuatro Caminos, en Madrid. Apenas lo había usado en diez ocasiones cuando la guerra relegó la ropa de paisano al fondo de un armario que custodió su hermana, primero en Yunquera de Henares y luego en Zaragoza. Ella se lo guardó hasta que llegó la carta. En ella, Ignacio le pedía que vendiese el abrigo porque a él, de no cambiar su situación, pronto le bastaría el que utilizaba el tío Eladio. La carta pasó la censura de la cárcel, y Trini, su hermana, entendió. Supo que su hermano necesitaba urgentemente el dinero porque, de seguir padeciendo penurias, en breve se reuniría con el tío, cuyo abrigo no era más que la caja de pino que lo abrigaba bajo tierra, allá en el pueblo. Con los cuatro duros que le llegaron sobrevivió al terrible invierno leonés, lejos de su padre y de su hermano, y seis pesetas eran el tesoro restante protegido en el atadillo.
—¿De dónde viene?
—De Guadalajara.
Esta vez, cuando le sirvió las sardinas, el tabernero las metió una a una en el papel de estraza y las golpeó, enseñando así a Ignacio a comerlas desmigadas, ahora que parte de la furia del hambre se había calmado y tenía tiempo para aprender.
—Así que Guadalajara.
A punto de terminar las últimas sardinas, la sed emergió acuciante, exacerbada por la sal que preservaba al pescado del paso del tiempo.
—¿Me pone vino?
El tabernero negó con la cabeza y señaló con la punta de la navaja la puerta.
—No hay tiempo, Guadalajara. Isidro te busca.