III
EL CAMINO PERDIDO

(i)
Los capítulos iniciales

[45]

Para los textos de El Camino Perdido y su relación con La caída de Númenor, véanse pp. 15-6. Doy aquí por entero los dos capítulos del principio de la obra, seguidos de un breve comentario.

Capítulo I
Un paso adelante. El joven Alboin[9]

—¡Alboin! ¡Alboin!

No hubo respuesta. En el cuarto de juegos no había nadie.

—¡Alboin! —Oswin Errol llamó desde la puerta en el jardín elevado que había en la parte posterior de la casa. Al cabo respondió una voz joven y distante, como la respuesta de alguien dormido o recién despertado.

—¿Sí?

—¿Dónde estás?

—¡Aquí!

—¿Dónde es «aquí»?

—Aquí: encima del muro, padre.

Oswin bajó rápidamente los escalones que iban de la puerta al jardín y recorrió el sendero bordeado de flores. Después de una vuelta llevaba a un muro bajo de piedra, oculto desde la casa por un seto. Tras el muro de piedra había un pequeño espacio de césped, y luego el borde de un acantilado detrás del cual se extendía, brillante en un tranquilo atardecer, el mar occidental. Sobre el muro, Oswin encontró a su hijo, un muchacho [46] de unos doce años, contemplando el mar con la barbilla en las manos.

—¡Así que aquí estás! —dijo—. Necesitas que te llamen muchas veces. ¿Es que no me oías?

—No hasta que respondí —dijo Alboin.

—Bueno, o estás sordo o estabas soñando —dijo su padre—. Soñando, por lo que parece. Se acerca la hora de acostarse, así que si quieres una historia esta noche tendremos que empezar en seguida.

—Lo siento, padre, pero estaba pensando.

—¿En qué?

—Oh, en muchas cosas juntas: el mar, y el mundo, y Alboin.

—¿Alboin?

—Sí. Me preguntaba por qué Alboin. ¿Por qué me llamo Alboin? En la escuela a menudo me preguntan «¿Por qué Alboin?», y me llaman All-bone.[10] Pero no lo soy, ¿verdad?

—Pareces bastante huesudo, pero no eres todo hueso, me alegra decirlo. Me temo que yo te llamé Alboin, y por eso te llamas así. Lo siento: nunca quise que te molestase.

—Pero es un nombre de verdad, ¿no? —dijo Alboin con impaciencia—. Quiero decir, ¿significa algo, y la gente se llamaba así? ¿No es sólo inventado?

—Claro que no. Es tan real y bueno como Oswin, y pertenece a la misma familia, podría decirse. Pero a mí nadie me ha molestado con Oswin. Aunque a menudo me llamaban Oswald por error. Recuerdo que me irritaba, aunque no sé por qué. Siempre fui bastante quisquilloso con mi nombre.

Siguieron hablando sobre el muro que miraba al mar; y no volvieron al jardín, o a la casa, hasta la hora de acostarse. La conversación, como les sucedía a menudo, derivó en un relato, y Oswin le contó a su hijo la historia de Alboin, hijo de Audoin, el rey lombardo; y de la gran batalla de los lombardos y los gépidos, recordada por su crueldad aun en el terrible siglo seis; de los reyes Thurisind y Cunimund, y de Rosamunda.

—No es una buena historia para la hora de acostarse —dijo, interrumpiendo de pronto los pensamientos de Alboin acerca de la calavera con piedras preciosas de Cunimund. [47]

—No me gusta mucho ese Alboin —dijo el muchacho—. Prefiero a los gépidos, y al rey Thurisind. Ojalá hubieran ganado. ¿Por qué no me llamaste Thurisind o Thurismod?

—Bueno, la verdad es que tu madre quería llamarte Rosamunda, pero resultaste ser un niño. Y no vivió para ayudarme a escoger otro nombre, ya sabes. Así que tomé uno de la historia, porque me parecía adecuado. Quiero decir, el nombre no sólo pertenece a esa historia, es mucho más antiguo. ¿Preferirías llamarte Amigo de los Elfos? Porque eso es lo que significa.

—Noo —dijo Alboin, no muy seguro—. Me gusta que los nombres signifiquen algo, pero no que digan algo.

—Bueno, podría haberte llamado Ælfwine, por supuesto; es la forma que tiene en inglés antiguo. Podría haberte llamado así, no sólo por Ælfwine de Italia, sino por todos los Amigos de los Elfos de antaño; por Ælfwine, nieto del rey Alfred, que cayó en la gran victoria de 937, y Ælfwine que cayó en la famosa derrota de Maldon, y muchos otros ingleses y nórdicos de la larga línea de los Amigos de los Elfos. Pero te di una forma latinizada. Creo que es lo mejor. Los días antiguos del Norte han sido olvidados, excepto en la medida en que se han introducido en la forma de las cosas que conocemos, en la Cristiandad. Así que escogí Alboin; porque no es ni latín ni nórdico, como la mayoría de los nombres del Oeste, y también de los hombres que los tienen. Podría haber escogido Albinus, pues así lo utilizaron a veces; y no habría hecho pensar en huesos a tus amigos. Pero es demasiado latino, y significa algo en latín. Y no eres ni blanco ni rubio, muchacho, sino oscuro. Así que eres Alboin. Y eso es todo lo que hay, excepto la cama. —Y entraron.

Pero Alboin miró por la ventana antes de meterse en la cama; podía ver el mar más allá del borde del acantilado. Anochecía tarde, pues era verano. El sol se hundía lentamente en el mar, tiñendo de rojo el horizonte. La luz y el color desaparecían rápidamente del agua; un viento frío se levantó del Oeste, y sobre el borde del sol poniente navegaban grandes nubes negras, extendiendo las grandes alas al norte y al sur, amenazando la tierra.

—Parecen las águilas del Señor del Oeste sobre Númenor —dijo Alboin en voz alta, y se preguntó por qué. Sin embargo, [48] no le pareció muy extraño. En aquellos días solía inventarse nombres. Al contemplar una colina familiar la veía de pronto en otro tiempo y otra historia: «las verdes laderas de Amon-ereb» decía. «Las olas resuenan en las costas de Beleriand», dijo un día, cuando la tormenta estrellaba el agua en el pie del acantilado que había bajo la casa.

Algunos de aquellos nombres eran realmente inventados, para divertirse con su sonido (o eso creía él); otros, en cambio, parecían «reales», como si él no hubiera sido el primero en pronunciarlos. Era el caso de Númenor. «Me gusta —se dijo—. Podría pensar una larga historia sobre la tierra de Númenor

Pero en la cama advirtió que la historia no quería ser pensada. Y pronto olvidó el nombre; y otros pensamientos acudieron en tropel, en parte debido a las palabras de su padre, en parte a sus ensoñaciones anteriores.

«Oscuro Alboin —pensó—. Me pregunto si tengo algo de latino. No mucho, creo. Me gustan las costas occidentales, y el mar de verdad; es muy distinto del Mediterráneo, aun en las historias. Me gustaría que no tuviera fin. Hubo pueblos de cabellos oscuros que no eran latinos. ¿Son latinos los portugueses? ¿Qué significa latino? Me pregunto qué gentes vivían en Portugal y España y en Irlanda y Gran Bretaña en los días antiguos, muy antiguos, antes que los romanos, o los cartagineses. Antes que nadie. Me pregunto qué pensó el primer hombre que vio el mar occidental.»

Entonces se durmió, y soñó. Pero cuando despertó no podía recordar lo que había soñado, y el sueño no le había dejado ninguna historia o imagen, sólo la sensación que éstos le habían producido: una especie de sensación de que Alboin estaba relacionado con nombres largos y extraños. Y se levantó. Y el verano pasó sin que se diera cuenta, y fue al colegio y siguió aprendiendo latín.

También aprendió griego. Y más tarde, cuando tenía unos quince años, empezó a aprender otras lenguas, sobre todo las del Norte: inglés antiguo, nórdico, escocés, irlandés. Nadie lo animó mucho a hacerlo, ni siquiera su padre, que era historiador. Al parecer, el latín y el griego se consideraban suficientes para cualquiera, y bastante anticuadas, habiendo tantas lenguas modernas y prósperas (con millones de hablantes); por no mencionar las matemáticas y todas las ciencias. [49]

Pero a Alboin le gustaba el aroma de las lenguas nórdicas de antaño, tanto como algunas de las cosas escritas con ellas. Tuvo que aprender algo de historia de las lenguas, por supuesto; advirtió que de algún modo parecían imponérselo a uno los escritores de gramáticas «no clásicas». No es que se quejara: los cambios de sonido eran un entretenimiento para él, a la edad en que otros estudiaban el interior de los motores de los coches. No obstante, aunque tenía cierta idea de las supuestas relaciones de las lenguas europeas, tenía la impresión de que ésa no era la historia completa. Las lenguas que le gustaban tenían un aroma definido, y, hasta cierto punto, compartían un aroma similar. Le parecía también que, de algún modo, tenía relación con las leyendas y mitos que se contaban en las lenguas.

Un día, cuando Alboin tenía casi dieciocho años, se encontraba en el estudio con su padre. Era otoño, y el fin de los días que pasaba casi por completo al aire libre. Volvía el tiempo de encender fuego. Era la época del año en que el saber de los libros resulta más atrayente (para quienes les gusta). Estaban hablando de «lenguas», pues Errol animaba al muchacho a hablar sobre cualquier cosa que le interesara; a pesar de que, secretamente, llevaba tiempo preguntándose si las lenguas y leyendas nórdicas le tomaban más tiempo y energía de lo que su valor práctico justificaría en la severidad del mundo. —Pero es mejor que sepa lo que está pasando, hasta donde puede saberlo un padre —pensaba—. No lo va a dejar de ningún modo, si le gusta de verdad, y es mejor que no se lo guarde dentro.

Alboin estaba intentando explicarle lo que sentía por la «atmósfera lingüística». —Te llegan ecos, ya sabes —decía—, en palabras extrañas, de vez en cuando; a menudo son palabras muy comunes en su propia lengua, pero que los etimologistas no pueden explicar; y en la forma y el sonido general de todas las palabras, de algún modo; como si asomara de lo profundo a la superficie.

—Por supuesto, yo no soy filólogo —dijo su padre—, pero nunca he podido ver que haya pruebas para atribuir los cambios lingüísticos a un substratum. Pero supongo que los componentes subyacentes influyen, aunque no es fácil definir, en la mezcla final de los pueblos tomados como conjunto, los distintos talentos [50] y temperamentos nacionales, y ese tipo de cosas. Pero las razas, las culturas, son diferentes de las lenguas.

—Sí —dijo Alboin—, pero están muy mezcladas, las tres juntas. Y después de todo, la lengua se remonta al pasado con una tradición continua, tanto como las otras dos. A menudo pienso que si conocieras los rostros en vida de los antepasados de alguien, muy en el pasado, podrías averiguar algunas cosas muy extrañas. Podrías saber que tiene la nariz de, pongamos, el bisabuelo de su madre; y no obstante, que su expresión o su porte o como quieras llamarlo provienen de mucho más atrás, por ejemplo, del tatarabuelo de su padre o más aún. En cualquier caso, me gusta retroceder, y no sólo con la raza, o sólo la cultura, o la lengua, sino con las tres. Ojalá pudiera retroceder con las tres que tenemos mezcladas, padre; sólo a los Errol, con una casa pequeña en Cornualles en el verano. Me pregunto qué vería.

—Depende de cuánto retrocedieras —dijo el Errol mayor—. Si retrocedieras más allá de las Edades del Hielo supongo que no encontrarías nada en estos lugares; cuando más una raza bastante animal y desgarbada, y una cultura de uñas y dientes, y una lengua desagradable sin ecos para ti, excepto los del ruido al comer.

—¿De veras? —dijo Alboin—. No lo sé.

—En cualquier caso, no puedes retroceder —dijo su padre—, excepto dentro de los límites dispuestos para nosotros, los mortales. Puedes retroceder en cierto sentido con un estudio serio, un trabajo largo y paciente. Deberías dedicarte a la arqueología, además de la filología: seguro que funcionan muy bien juntas, aunque no lo hagan muy a menudo.

—Buena idea —dijo Alboin—. Pero recuerda, hace mucho tiempo dijiste que yo no era todo hueso. Bueno, quiero algo de mitología, además. Quiero mitos, no sólo huesos y piedras.

—Bien, puedes tenerlos. ¡Tómalos todos! —dijo su padre, riendo—. Pero mientras tanto tienes un trabajo menos ambicioso a mano. Necesitas mejorar el latín (o eso me han dicho), para propósitos escolares. Y las becas son muy útiles, especialmente para gente como tú y yo, que nos dedicamos a las cosas antiguas. Tu primera oportunidad es este invierno, no lo olvides.

—Ojalá la prosa latina no fuera tan importante —dijo Alboin—. La verdad es que se me dan mucho mejor los poemas. [51]

—No vayas poniendo trozos de tu eressëano, o latín élfico, o comoquiera que lo llames, en los poemas en Oxford. Podría medirse, pero no pasaría.

—¡Claro que no! —dijo Alboin, sonrojándose. Era un asunto demasiado privado, aun para chistes íntimos—. Y no vayas soltando nada sobre el eressëano fuera de nosotros dos —suplicó—, o desearé haberlo guardado en secreto.

—Bueno, lo hiciste bastante bien. No creo que hubiera oído jamás nada sobre el tema si no te hubieras dejado los cuadernos en mi estudio. Aun así no sé gran cosa. Pero, mi querido muchacho, nunca se me ocurría soltarlo, aun cuando lo hice. Pero no pases mucho tiempo con eso. Me temo que estoy preocupado por esa b[eca], no sólo por los motivos más elevados. No hay mucho dinero.

—Oh, hace mucho tiempo que no lo toco, o al menos casi nada —dijo Alboin.

—¿Es que no te va muy bien?

—Últimamente no. Hay demasiado que hacer, supongo. Pero hace unos días descubrí un bonito montón de palabras nuevas: estoy seguro de que lömelindë significa ruiseñor, por ejemplo, y no hay duda de que lomees noche (aunque no oscuridad). El verbo está todavía muy poco desarrollado. Pero… —dudó. La reticencia (y una conciencia intranquila) luchaban con la costumbre de lo que él llamaba «compañerismo con el pater», y con su deseo de desembuchar el secreto de cualquier modo—. Pero el problema es que me está llegando otra lengua, además. Parece estar relacionada con la otra, pero es bastante distinta, mucho más… más nórdica. Alda era árbol (una palabra que conseguí hace mucho tiempo); en la nueva lengua es galadh, y orn. El Sol y la Luna parecen tener nombres similares en ambas: Anor e. Isil junto a Anor e Ithil Primero me gusta una, luego la otra, según me dé la vena. La verdad es que el beleriándico es muy atrayente, pero complica las cosas.

—¡Dios santo! —dijo su padre—, esto es serio. Respetaré los secretos no solicitados. Pero ten conciencia, además de corazón, y venas. O procura que te dé la vena por el latín o el griego.

—Ya me ha dado. Desde hace una semana, y aún no se me ha pasado; afortunadamente por el latín, y por Virgilio en particular. Así que lo dejamos aquí. —Se levantó—. Voy a leer un poco. [52] Pasaré por aquí cuando crea que debes acostarte. —Cerró la puerta cuando su padre bufó.

En realidad a Errol no le gustó la despedida. El cariño que había en ella lo reconfortaba y entristecía. Un matrimonio tardío lo había dejado a punto de retirarse y de perder una pequeña paga por una pensión menor, justo cuando Alboin llegaba a la edad de ingresar en la Universidad. Además, era un hombre cansado (había empezado a sentirlo, y este año a admitirlo en el corazón). Nunca había sido un hombre fuerte. Le hubiera gustado acompañar a Alboin un trecho muy grande en el camino, como probablemente habría hecho un padre más joven; pero de algún modo pensaba que no llegaría muy lejos. —Maldita sea —se dijo—, un muchacho de su edad no debería pensar esas cosas, preocupándose de si su padre descansa lo suficiente. ¿Dónde tengo el libro?

En la antigua habitación de juegos, ahora convertida en estudio juvenil, Alboin contemplaba la oscuridad. Tardó un buen rato en volver con los libros. «Ojalá la vida no fuera tan breve —pensó—. Las lenguas requieren mucho tiempo, igual que todas las cosas de las que uno quiere saber. Y el pater parece cansado. Quiero que dure muchos años. Si viviera hasta los cien yo sólo sería tan mayor como él ahora, y seguiría queriéndolo. Pero no lo hará. Ojalá dejara de envejecer. El pater podría seguir trabajando y escribir ese libro del que solía hablar, sobre Cornualles; y podríamos seguir hablando. Siempre lo hace, aun cuando no lo aprueba o lo entiende. Qué fastidio de eressëano. Ojalá no lo hubiera mencionado. Estoy seguro de que esta noche soñaré; es tan emocionante… La vena por el latín funcionará. Está muy amable con el tema, a pesar de creer que me lo estoy inventando todo. Si así fuera, lo dejaría para complacerlo. Pero me viene, y entonces no lo puedo dejar de lado. Ahora es beleriándico.»

En el oeste la luna asomaba entre nubes irregulares. El mar brillaba pálidamente en las tinieblas, amplio, llano, hasta el borde del mundo. —¡Malditos sean los sueños! —dijo Alboin—. Dejadme en paz, dejadme trabajar un poco, al menos hasta diciembre, Una b[eca] alegraría al pater.

A las diez y media encontró a su padre dormido en la silla. [53] Subieron juntos a acostarse. Alboin se metió en la cama y durmió sin la sombra de un sueño. La vena por el latín estaba en pleno apogeo después del desayuno; también el tiempo se alió con la virtud y envió una lluvia torrencial.

Capítulo II
Alboin y Audoin

Mucho tiempo después Alboin recordó aquella tarde, que había marcado el extraño y repentino cese de los Sueños. Había obtenido una beca (el año siguiente) y había «alegrado al pater». Se había portado moderadamente bien en la universidad, sin demasiadas desviaciones (al menos lo que él llamaría no demasiadas), a pesar de que ni la vena por el latín ni por el griego le habían durado lo suficiente para sustentarlo en los «Honour Mods». Regresaron, por supuesto, tan pronto como acabaron los exámenes. Lo harían. De todas formas había cambiado a historia y de nuevo «alegrado al pater» con un «primera clase». Y el pater había necesitado que lo alegraran. El retiro resultó algo muy distinto a unas vacaciones: parecía haber ido desvaneciéndose lentamente. Había resistido lo justo para ver a Alboin en su primer trabajo: un puesto de profesor apunto en una escuela universitaria.

Era bastante desconcertante, pero los Sueños empezaron de nuevo justo antes de los «Schools», y fueron extraordinariamente fuertes en las vacaciones siguientes: las últimas que él y su padre pasarían juntos en Cornualles. Pero en ese entonces los Sueños habían tomado un nuevo rumbo, durante un tiempo.

Recordaba una de las últimas conversaciones, de las antiguas y agradables conversaciones, que pudo mantener con el anciano. Podía rememorarla con claridad.

—¿Cómo va el latín élfico eressëano, muchacho? —preguntó su padre, sonriendo, con la intención evidente de hacer un chiste, como alguien que menciona alegremente las locuras juveniles expiadas largo tiempo atrás.

—Es muy extraño —respondió— que no me haya llegado últimamente. Tengo montones de material diverso. Alguno es superior a mí, todavía. Otro podría ser celta, en cierto modo. [54] Alguno parece una forma muy antigua de germánico; anterior a las runas, apostaría la gorra y el bonete.

El anciano sonrió y casi soltó una carcajada.

—Un suelo más seguro, muchacho, un suelo más seguro para un historiador. Pero tendrás problemas si tiras de la manta delante de los filólogos. A menos, por supuesto, que no contradigan a las autoridades.

—De hecho, creo que no es así —dijo.

—Explícamelo, si puedes hacerlo sin los cuadernos —dijo su padre maliciosamente.

—«Westra lage wegas rehtas, nu isti sa wraithas.» —Citó esa parte porque se le había grabado en la mente, aunque no la entendía. Naturalmente, el sentido era bastante claro: un camino recto había hasta el oeste, ahora está curvo. Recordaba haberse levantado con la sensación de que era muy importante—. De hecho conseguí un poco de anglosajón la noche pasada —prosiguió. Pensó que el anglosajón sería del agrado de su padre; se trataba de una verdadera lengua histórica, que antaño el anciano había conocido bastante bien. Además, tenía la cita muy fresca en la memoria, y era la más larga y conexa que había tenido por el momento. Esa misma mañana se había despertado tarde, después de una noche de sueños, y se había encontrado diciendo esas líneas. Las apuntó en seguida, o podrían haber desaparecido (como era normal) antes del desayuno, aunque estaban en una lengua que conocía. Ahora la memoria despierta las guardaba seguras.

«Thus cwaeth Ælfwine Wídlást:
Fela bith on Westwegum werum uncúthra
wundra and wihta, wlitescéne land,
eardgeard elfa, and ésa bliss.
Lýt $nig wát hwylc his longath síe
thám the elfsíthes eldo getw$feth.»

Su padre alzó la vista y sonrió ante el nombre de Ælfwine. Le tradujo las líneas; probablemente no era necesario, pero el anciano había olvidado muchas cosas que antaño conociera mejor que el anglosajón.

—Así dijo Ælfwine, el gran viajero: «Hay muchas cosas en las [55] regiones del Oeste desconocidas para los hombres, maravillas y criaturas extrañas, una tierra bella y encantadora, el hogar de los Elfos, y la beatitud de los Dioses. Poco sabe el hombre del anhelo de aquel a quien la vejez impide regresar».

De pronto se arrepintió de haber traducido los dos últimos versos. Su padre levantó la mirada con una extraña expresión.

—Los ancianos saben —dijo—. Pero la edad no nos impide irnos… forthsith. No hay eftsith: no podemos regresar. No tienes porqué decírmelo. Pero bien por Ælfwine-Alboin. Siempre podrás componer poemas.

Maldita sea. Como si hubiera querido hacer algo así, sólo para decírselo al anciano, prácticamente en su lecho de muerte. De hecho, su padre había muerto el invierno siguiente.

En conjunto había sido más feliz que su padre; en la mayoría de las cosas, pero no en una. Había obtenido una cátedra de historia bastante pronto; pero había perdido a su esposa, como su padre, y se había quedado con un único hijo cuando sólo tenía veintiocho años.

Como profesor era, quizá, bastante bueno. Sólo trabajaba en una pequeña universidad del sur, por supuesto, y no creía que lo trasladaran. En cualquier caso, ser profesor no le cansaba; y la historia, incluso al enseñarla, todavía le parecía interesante (y bastante importante). Cumplía con su deber, o así lo esperaba. Los límites eran un poco vagos. Porque, por supuesto, había seguido con lo demás, las leyendas y las lenguas, algo bastante raro para un profesor de historia. Pero así era: estaba bastante instruido en ese tipo de saber libresco, aunque en gran parte tenía muy poco que ver con su ámbito profesional.

Y los Sueños. Iban y venían. No obstante, últimamente se habían hecho más frecuentes, y absorbentes. Todavía eran seductores desde el punto de vista lingüístico. No recordaba historia alguna, ni escenas; sólo le quedaba la sensación de que había visto y oído cosas que quería ver, mucho, y de que daría mucho por volverlas a ver y oír; y esos fragmentos de palabras, oraciones, poemas. El eressëano, como lo llamaba de muchacho —aunque no recordaba por qué había estado tan seguro de que ése era el nombre correcto— empezaba a estar bastante completo. Tenía también mucho beleriándico, y comenzaba a comprenderlo, [56] y su relación con el eressëano. Y tenía un gran número de fragmentos inclasificables, cuyo significado en muchos casos ignoraba debido a que olvidó apuntarlo cuando lo sabía. Y extraños segmentos en lenguas reconocibles. Éstos podían justificarse, por supuesto. Pero, en cualquier caso, era imposible hacer algo con ellos: ni publicarlos ni nada por el estilo. Tenía la extraña sensación de que no eran esenciales: sólo lapsos ocasionales de olvido que tomaban forma lingüística debido a alguna peculiaridad de la naturaleza de su mente. Lo cierto era la sensación que le causaban los Sueños, cada vez más insistentes, que tomaba fuerza de la relación con las ocupaciones profesionales habituales de su mente. Examinando los últimos treinta años, creía poder decir que desde niño su deseo más permanente, aunque a menudo oculto o reprimido, había sido el de retroceder. Caminar por el Tiempo, tal vez, del mismo modo que los hombres recorren largos caminos; o contemplarlo, igual que los hombres pueden ver el mundo desde una montaña, o la tierra como un mapa viviente bajo una aeronave. En cualquier caso, ver con los ojos y oír con los oídos: ver la situación de tierras viejas y olvidadas, contemplar caminar a los hombres antiguos, y escuchar las lenguas que hablaban, en los días anteriores a los días, cuando las lenguas de linajes olvidados se oían en reinos caídos largo tiempo atrás, junto a las costas del Atlántico.

Pero tampoco podía hacer nada para cumplir ese deseo. Tiempo atrás podía hablar de él con su padre, un poco en serio pero no demasiado. Pero durante mucho tiempo no había tenido a nadie para hablar de ese tipo de cosas. Ahora en cambio tenía a Audoin. Iba creciendo. Tenía dieciséis años.

Había llamado a su hijo Audoin, invirtiendo el orden lombardo. Parecía adecuado. En cualquier caso, pertenecía a la misma familia de nombres, y hacía juego con el suyo propio. Además, era un tributo al recuerdo de su padre: otra razón para renunciar al Eadwine anglosajón, o incluso al vulgar Edwin. Audoin había resultado muy parecido a Alboin, al menos según lo que éste recordaba del joven Alboin, o su penetración en el interior del joven Audoin. En todo caso, parecía interesarse por las mismas cosas y formulaba las mismas preguntas, aunque con mucha menos afición por las palabras y los nombres y más por [57] las cosas y las descripciones. A diferencia de su padre, sabía dibujar, pero no era bueno en los «poemas». No obstante, en alguna ocasión había preguntado, por supuesto, por qué se llamaba Audoin. Pareció más bien contento de no llamarse Edwin. Pero la pregunta de su significado no había sido tan fácil de responder. ¿Era amigo de la fortuna, o del destino, de la suerte, de la riqueza, la beatitud? ¿Cuál?

—Me gusta Aud —había dicho el joven Audoin, que por entonces tenía unos trece años— si significa todo eso. Es un buen principio para un nombre. Me pregunto qué aspecto tenían los lombardos. ¿Eran todos barbiluengos?

Alboin había diseminado historias y leyendas a lo largo de toda la infancia y la juventud de Audoin, como quien deja una estela, aunque no sabía adonde conducía. Audoin escuchaba con voracidad, con tanta como leía (recientemente). Alboin sentía grandes tentaciones de compartir sus extraños secretos lingüísticos con el muchacho. Al menos podrían haber tenido un entretenimiento privado y placentero. Pero ahora comprendía a su propio padre: había un límite al tiempo. Los jóvenes tienen mucho que hacer.

De todas formas, bien pensado, Audoin regresaba al día siguiente del colegio. Ambos casi habían acabado los exámenes ese año. El papel del examinador era sin duda el más duro (pensaba el profesor), pero estaba a punto de librarse al fin de él. Dentro de pocos días estarían en la costa, juntos.

Llegó una noche, y Alboin estaba de nuevo en una habitación de una casa junto al mar: no la casita de su juventud, pero sí el mismo mar. El tiempo estaba en calma, y el agua parecía una vasta llanura de sílex astillado y pulido, petrificado bajo la fría luz de la Luna. El sendero de la luz lunar iba de la costa al fin de la vista.

No podía dormir, aunque lo estaba deseando. No por descansar, porque no estaba cansado, sino debido al Sueño de la noche anterior. Esperaba completar un fragmento que le había llegado vivamente esa mañana. Tenía a mano un cuaderno junto a la cama; no era probable que lo olvidara una vez estuviera escrito. [58]

image2.jpeg

Luego parecía haber un gran hueco.

image3.jpeg

Había una o dos palabras nuevas cuyo significado quería descubrir: había escapado antes de que pudiera anotarlo por la mañana. Probablemente fueran nombres: estaba casi seguro de que tarkalion era un nombre de rey, puesto que tar era habitual en los nombres reales. Resultaba curioso cuán a menudo los fragmentos que recordaba hablaban de un «camino recto». ¿Qué era Atalantë? Parecía significar ruina o caída, pero también un nombre.

Alboin estaba inquieto. Dejó la cama y se dirigió a la ventana. Permaneció de pie durante un buen rato, contemplando el mar, mientras tanto se levantó un viento helado del Oeste. Lentamente, sobre el borde oscuro donde se encontraban el cielo y el agua, las nubes alzaron unas grandes cabezas y se levantaron, extendiendo las vastas alas al sur y al norte.

—Parecen las águilas del Señor del Oeste sobre Númenor —dijo en voz alta, y se sobresaltó. No había querido hablar. [59] Por un momento había sentido que se aproximaba un desastre previsto desde mucho tiempo atrás. El recuerdo se agitó, pero no pudo aprehenderlo. Se estremeció. Volvió a la cama y se echó, pensando. De pronto lo invadió el antiguo deseo. Llevaba mucho tiempo creciendo otra vez, pero no lo había sentido así, una sensación tan vivida como el hambre o la sed, durante años, desde que tenía la edad de Audoin.

»Ojalá existiera una “Máquina del Tiempo” —dijo en voz alta—. Pero el tiempo no será conquistado por las máquinas. Y yo iría hacia atrás, no hacia adelante; creo que ir hacia atrás sería más posible.

Las nubes invadieron el cielo, y el viento se levantó y sopló; y en sus oídos, cuando al fin cayó dormido, había un estruendo en las hojas de muchos árboles, y un estruendo de largas olas en la orilla. —¡La tormenta está llegando a Númenor! —dijo, y abandonó el mundo consciente.

En un lugar amplio y sombrío oyó una voz.

—¡Elendil! —decía—. Alboin, ¿adónde caminas?

—¿Quién eres? —respondió—. ¿Y dónde estás?

Una figura alta apareció, como si descendiera de una escalera invisible hacia él. Por un momento se le ocurrió que el rostro, que entreveía apenas, le recordaba a su padre.

—Estoy contigo. Era de Númenor, el padre de muchos padres antes de ti. Soy Elendil, que en eressëano significa «Amigo de los Elfos», y muchos se han llamado así desde entonces. Puedes tener tu deseo.

—¿Qué deseo?

—El que has ocultado durante mucho tiempo y apenas has formulado: retroceder.

—Pero eso no puede ser, aunque quisiera. Va contra la ley.

—Va contra la regla. Las leyes son órdenes sobre la voluntad y son vinculantes. Las reglas son condiciones; pueden tener excepciones.

—Pero ¿hay excepciones?

—Las reglas pueden ser estrictas, pero son el medio del gobierno, no el fin. Hay excepciones; porque existe lo que gobierna y está por encima de las reglas. Date cuenta, es por las grietas del muro por donde pasa la luz, lo que hace que los hombres [60] adviertan la luz y por tanto el muro y su situación. El velo está tejido, y cada hebra sigue un curso designado, trazando un diseño; pero el tejido no es impenetrable, o el diseño no se desvelaría; y si el diseño no fuera desvelado todos viviríamos en la oscuridad. Pero esto son viejas parábolas, y no vine para hablar de esas cosas. El mundo no es una máquina que haga otras máquinas a la manera de Sauron. A cada hombre sometido a la regla se le concede un destino único, y está excluido de lo que para otros es una regla. Te pregunto ¿tomarías lo que deseas?

—Sí.

—No preguntas cómo o con qué condiciones.

—Me imagino que no entendería cómo, y no creo que sea necesario. Vamos hacia adelante, como regla, aunque no sabemos cómo. Pero ¿cuáles son las condiciones?

—Que el camino y los altos estén dispuestos. Que no puedas regresar a voluntad, sino como sea decretado (si regresas). Porque no serás como quien lee un libro o contempla un espejo, sino como quien camina en un peligro viviente. Además, no te aventurarás solo.

—Entonces, ¿me aconsejas que acepte? ¿Deseas que lo rechace por miedo?

—No te aconsejo sí o no. No soy consejero. Soy mensajero, una voz permitida. El deseo y la elección son tuyos.

—Pero yo no entiendo las condiciones, al menos la última. Debería comprenderlas completamente.

—Si escoges retroceder, debes llevar contigo a Herendil, que en otra lengua es Audoin, tu hijo; pues tú eres los oídos y él es los ojos. Pero no puedes pedir que sea protegido de las consecuencias de tu elección, salvo por tu propia voluntad y coraje.

—Pero ¿puedo preguntarle si está dispuesto?

—Diría que sí, porque te quiere y es valiente; pero eso no resolvería tu elección.

—¿Y cuándo puedo o podemos retroceder?

—Cuando hayas escogido.

La figura subió y se alejó. Hubo un rugido como de mares que caían de una gran altura. Alboin podía oír el tumulto a lo lejos, aun después de que los ojos despiertos recorrieran la habitación en la luz gris de la mañana. Soplaba un vendaval del [61] oeste. Las cortinas de la ventana abierta estaban empapadas, y el viento llenaba la habitación.

Guardó silencio en la mesa del desayuno. Sus ojos vagaban continuamente por el rostro de su hijo, observando sus gestos. Se preguntó si Alboin había tenido algún Sueño. Nada que dejara recuerdo, se diría. Audoin parecía de un humor alegre, y su propia charla le bastó, durante un rato. Pero al cabo advirtió el silencio de su padre, poco habitual aun en el desayuno.

—Tienes aspecto abatido, padre —dijo—. ¿Hay algún problema?

—Sí… bueno, no, la verdad es que no —repuso Alboin—. Creo que estaba pensando, entre otras cosas, que hace un día tenebroso y que no es un buen final para las vacaciones. ¿Qué vas a hacer?

—¡Vaya! —exclamó Audoin—. Pensaba que te gustaba el viento. A mí me gusta. Especialmente un buen viejo viento del Oeste. Voy a ir a la orilla.

—¿Por alguna razón?

—No, por nada en especial. Sólo el viento.

—Bueno, ¿qué pasa con el maldito viento? —dijo Alboin, extrañamente irritado.

El muchacho pareció incómodo.

—No lo sé —dijo—. Pero me gusta que me envuelva, sobre todo junto al mar; y pensaba que a ti también. —Hubo un silencio.

Al cabo Audoin habló otra vez, inseguro.

—¿Te acuerdas del otro día, en los acantilados cerca de Predannack, cuando por la tarde se levantaron aquellas nubes extrañas y el viento empezó a soplar?

—Sí —dijo Alboin, en un tono poco alentador.

—Bueno, tú dijiste cuando llegamos a casa que era como si te recordara algo, y que el viento parecía soplar a través de ti, como, como una leyenda que no podías comprender. Y te sentías, de nuevo en calma, como si hubieras escuchado una larga historia, que te había emocionado, aunque no te había dejado ninguna imagen.

—¿Eso dije? —dijo Alboin—. Me acuerdo de que tenía mucho frío, y de que me alegré cuando volvimos al fuego. —Inmediatamente se arrepintió, y se sintió avergonzado. Porque Audoin no volvió a hablar, aunque estaba seguro de que el muchacho iba a [62] decir algo más, algo en lo que estaba pensando. Pero no pudo evitarlo. No podía hablar de esas cosas ese día. Tenía frío. Quería paz, no viento.

Poco después de desayunar, Audoin salió, diciendo que iba a dar una larga caminata y que no volvería al menos hasta la hora del té. Alboin se quedó atrás. No había olvidado la visión del día anterior, algo distinta a los sueños que solía tener. Además, era (para él) extrañamente poco lingüística, aunque estaba claramente relacionada, por el nombre Númenor, con sus sueños de lenguas. No podía decir si había conversado con Elendil en eressëano o inglés.

Vagó por la casa, inquieto. No le apetecía leer libros, ni fumar en pipa. El día transcurrió sin que se diera cuenta, desperdiciado sin ninguna razón. No vio a su hijo, que no volvió ni a la hora del té, como había medio prometido. La oscuridad parecía llegar demasiado temprano.

Al final de la tarde Alboin se sentó en una silla junto al fuego. «Me da miedo escoger», se dijo. No dudaba de que tenía que tomar una decisión. Tendría que escoger, una cosa u otra, independientemente de cómo se lo planteara. Aunque considerara el sueño como «sólo un sueño», sería una elección, una elección equivalente a un no.

«Pero no puedo decidirme por un no —pensó—. Creo, estoy casi seguro, de que Audoin diría que sí. Y tarde o temprano conocerá mi decisión. Cada vez me resulta más difícil ocultarle mis pensamientos: somos demasiado parecidos, en muchos aspectos además de la sangre, para que haya secretos entre nosotros. El secreto se volvería insoportable, si quisiera guardarlo. El deseo se intensificaría al saber lo que podría haber sido, y se haría intolerable. Y probablemente Audoin pensaría que se lo he robado por gallina.

»Pero es arriesgado, extremadamente peligroso… me lo han advertido. No me importa por mí, sino por Audoin. Pero ¿hay mayor peligro que la paternidad? Venir al mundo es peligroso, en cualquier momento del Tiempo. No obstante, siento la sombra de este peligro mucho más pesada. ¿Por qué? ¿Porque es una excepción a las reglas? ¿O acaso estoy experimentando una alternativa repetida, el peligro de la paternidad? Ser padre dos veces de la misma persona lo hace pensar a uno. [63] Quizá ya estoy retrocediendo. No lo sé. Me lo pregunto. La paternidad es una elección, y sin embargo no depende exclusivamente de la voluntad de un hombre. Quizás el peligro sea mi elección, y sin embargo no dependa de mi voluntad. No lo sé. Está oscureciendo mucho. Qué alto suena el viento. Hay tormenta en Númenor.» Alboin se durmió en la silla.

Estaba subiendo, arriba, arriba, en una montaña elevada. Sentía, y creía que podía oír, a Audoin que lo seguía, ascendiendo detrás de él. Se detuvo, porque de algún modo le pareció que estaba de nuevo en el mismo lugar que la noche anterior; sin embargo, no veía ninguna figura.

—He elegido —dijo—. Retrocederé con Herendil.

Entonces se tumbó en el suelo, como para descansar. Volviéndose a medias murmuró:

—¡Buenas noches! ¡Qué duermas bien, Herendil! Empezaremos cuando llegue la llamada.

—Has elegido —dijo una voz encima de él—. La llamada está al llegar.

Alboin creyó entonces caer en una oscuridad y un silencio, profundos y absolutos. Era como si hubiera abandonado el mundo completamente, donde todo el silencio está al borde del sonido, lleno de ecos, y donde todo descanso no es más que reposo de una actividad mayor. Había abandonado el mundo y estaba fuera. Guardó silencio, descansando: era un punto.

Estaba en equilibrio, pero sabía que sólo tenía que desearlo y se movería.

—¿Adónde? —Advirtió la pregunta, pero no provenía ni de una voz exterior ni de sí mismo.

—Al lugar designado. ¿Dónde está Herendil?

—Esperando. Tú mueves.

—¡Vamos!

Audoin paseaba sin perder de vista el mar siempre que podía. Comió en una posada, y luego volvió a pasear, más lejos de lo que había pensado. Disfrutaba del viento y la lluvia, y sin embargo lo invadía una extraña inquietud. Su padre había estado algo raro esa mañana.

«Qué lástima —se dijo—. Hoy me apetecía especialmente dar una larga caminata con él. Hablamos mejor caminando, y [64] necesito tener una oportunidad de hablarle de los Sueños. Puedo hablar de ese tipo de cosas con mi padre, si los dos animamos. No es que suela ser difícil, pocas veces como hoy. Normalmente te trata como tú quieres: en serio o en broma, no mezcla las dos cosas ni se ríe cuando no debe. Nunca lo he visto tan frío.»

Siguió caminando. «Sueños —pensó—. Pero no los típicos sueños, sino unos muy distintos: muy vividos, y aunque no se repiten todos forman gradualmente una historia. Sólo imágenes, pero ningún sonido, ni una sola palabra. Barcos que llegan a tierra. Torres en la orilla. Batallas, con espadas brillantes pero silenciosas. Y está esa imagen ominosa: el gran templo en la montaña, humeando como un volcán. Y esa visión horrible del abismo de los mares, una tierra entera deslizándose hacia un lado, montañas derrumbándose; barcos oscuros huyendo a la oscuridad. Quiero comentárselo a alguien, y sacar algo en claro. Padre me ayudaría: juntos podríamos inventar una buena historia con ellos. Si supiera el nombre del lugar convertiría la pesadilla en una historia.»

La oscuridad empezó a caer mucho antes de que llegara a casa. «Espero que padre ya esté cansado de sentirse solo y esté hablador esta noche —pensó—. El fuego es lo segundo mejor después de una caminata para comentar sueños.» Era casi de noche cuando subió el sendero y vio una luz en la sala de estar.

Encontró a su padre sentado junto al fuego. La habitación parecía muy tranquila, y en silencio; y demasiado cálida después de un día al aire libre. Alboin estaba sentado, con la cabeza apoyada en un brazo. Tenía los ojos cerrados. Parecía dormido. No hizo ninguna señal.

Audoin se deslizó fuera de la habitación, profundamente decepcionado. No había nada que hacer, excepto acostarse temprano y esperar que el día siguiente hubiera un poco más de suerte. Cuando llegaba a la puerta creyó oír que la silla crujía, y luego la voz de su padre (lejana y con un tono bastante extraño) murmurando algo: sonaba como herendil.

Estaba acostumbrado a que su padre murmurara palabras y nombres extraños. A veces tejía luego una larga historia con ellos. Se volvió, esperanzado.

—¡Buenas noches! —dijo Alboin—. ¡Duerme bien, Herendil! [65] Empezaremos cuando llegue la llamada. —Volvió a dejar caer la cabeza contra la silla.

«Soñando —pensó Audoin—. ¡Buenas noches!»

Y salió, y entró en una súbita oscuridad.