Blake Redfield pasó unos cuantos minutos en su habitación con vistas a Venus del «Hesperus Hilton»; luego, con una camisa blanca, corbata marrón y traje de seda oscuro cortado con bastante estilo, salió para hacer una segunda y más respetable aparición en el «Museo Hesperiano».
Sus aventuras de los últimos tiempos lo habían dejado curiosamente indeciso, inquieto. El hecho de haber visto casualmente a Linda en aquella esquina de Manhattan había despertado en él algo, cierto sentimiento que no fue apremiante al principio, pero sí insistente y cada vez más intenso.
Le había resultado cosa fácil combinar sus investigaciones acerca de la misteriosa desaparición de una amiga de la infancia con su propia pasión de coleccionista, porque él se encontraba como en casa en las viejas librerías, en los depósitos de las bibliotecas y en los archivos de datos, ya fueran electrónicos o con base de fibra; solamente en estos lugares y en ninguno más. Y así había ido a dar con la pista, larga y deliberadamente oscura, del sombrío culto internacional que sólo en los últimos tiempos había podido relacionar con los prophetae del Espíritu Libre. Y guiado por su buen olfato para la deducción y las hipótesis susceptibles de comprobación, se había enterado de más cosas de las que esperaba.
Mucho antes de eso se le habían despertado otras pasiones más salvajes, pasiones que él había alimentado de muchacho cuando, medio en serio, se dedicaba a practicar ciertos juegos de agentes secretos con sus compañeros, allá en las montañas de Arizona. Se embadurnaban con betún. Se espiaban unos a otros. Volaban cosas, etc.
Blake había continuado sus lecciones privadamente. No más juegos con pintura.
Pero al seguir el rastro de Linda —Ellen, como se hacía llamar ahora—, se encontró con que a la investigación le faltaba algo de aquella cualidad fantástica que había imaginado de antemano. Cuando por fin encontró a la muchacha —una agradable sorpresa que él había organizado, además— se esperaba que ella lo saludara como a alguien de la familia; pero en cambio Linda se había mostrado preocupada por ciertos asuntos que no estaba dispuesta a compartir, capas y capas de preocupación, ramas de potencial entrelazadas; tantos crímenes, tantos criminales bailando una gavota invisible. Tantas lealtades que mantener en equilibrio. Tantos rincones que vigilar. Se había vuelto muy diestra en ocultar los pensamientos y los sentimientos a la gente, demasiado diestra. Y él había confiado en lograr conmover aquellos sentimientos.
Ahora se preguntaba qué parte de sorpresa habrían tenido en realidad las dramáticas revelaciones que le había hecho. La joven era misteriosamente experta en algunas cosas de las que él a duras penas se percataba.
Vincent Darlington, casi mareado por el éxito social, saludó a Blake efusivamente y lo condujo hasta una especie de capilla. La sociedad de la estación espacial era algo parecido a un invernadero, bastante fluida e incestuosa, y las exhibiciones llamativas formaban parte del juego. Múltiples plumas y trapecios relucientes se bamboleaban sobre cabezas cuyo pelo, cuando no estaba rapado por completo, había sido torturado hasta hacerle adquirir variadas y extraordinarias formas: ruedas de vagones, trinquetes y mazas de Estrella Matutina, zigurats, sacacorchos. Las caras que había debajo de aquellos cabellos presentaban toda la gama de colores naturales y algunos artificiales, bien resaltados por pinceladas de pintura; en los hombres se veía todo un extraño muestrario en forma de barbas, perillas y bigotes. La estancia, se encontraba llena hasta los topes, y daba la impresión de que todos los allí presentes se esforzasen por situarse en el mismo lugar, cerca de las mesas donde estaba la comida. Aquellas personas, obviamente, apreciaban el gusto de Darlington, si no en cuestión de arte, sí al menos en lo referente al champán y los entremeses.
Blake reconoció a algunos de sus compañeros de viaje a bordo de la Helios, incluida la compañera de Sylvester, lo que no dejó de causarle cierta sorpresa. Nancybeth se pavoneó ante Blake cuando éste trataba de abrirse paso hasta la vitrina que contenía Los siete pilares de la sabiduría. Nancybeth estaba radiante; se había puesto unas botas verdes, altas hasta la rodilla, de plástico, y por encima una minifalda de piel auténtica teñida de blanco que le colgaba formando tiras desde el cinturón de cáñamo crudo. Llevaba la parte superior apenas cubierta con una malla de trama gruesa de aluminio color púrpura que le hacía juego con los ojos color violeta.
—Abre la boquita —le dijo la muchacha con zalamería al tiempo que levantaba la barbilla y formaba un mohín con los labios; y allá del «pa…», ya que al hacerlo abrió la boca lo suficientemente cuando Blake iba a preguntarle «para qué», no logró llegar más como para que Nancybeth le metiera por ella un tubo de algo blando y húmedo, de colores rosa y naranja, entre los dientes.
—Parecías hambriento —le explicó la muchacha mientras él masticaba.
—Lo estaba —repuso Blake una vez que hubo tragado y sin poder evitar una mueca de desagrado.
—No me refiero sólo a la tripita, Blakey. Tienes una mirada hambrienta. —Nancybeth bajó la voz unos decibelios a fin de que a él no le quedara otro remedio que acercarse mucho para poder oírla. Los pendientes de espejo de la joven, de al menos doce centímetros, le colgaban como péndulos y amenazaban con hipnotizarle—. Durante el tiempo que duró el viaje en la nave observé que me comías con los ojos.
—Qué horrible para ti —dijo. Pronunció estas palabras más altas de lo que había pensado; algunas cabezas cercanas se volvieron hacia ellos.
Nancybeth retrocedió.
—¡Blake, tonto! ¿No entiendes lo que te estoy diciendo?
—Ojalá no lo entendiera. —Blake aprovechó aquel temporal retroceso de la muchacha para avanzar unos cuantos centímetros hacia su objetivo—. ¿Has podido ver ya el libro? ¿Crees que Darlington le ha proporcionado un entierro decente en este mausoleo?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Nancybeth con suspicacia. Ahora tenía la barbilla atravesada en el hombro de él y corría peligro de ser empujada hacia atrás—. Vince tiene muy buen gusto. A mí me parece que el canto dorado de las páginas entona muy bien con el techo…
—A eso me refería.
Finalmente llegó al altar que albergaba la reliquia, pero sólo para descubrir que ésta resultaba prácticamente imposible de ver; los invitados a la fiesta que se hallaban en las inmediaciones utilizaban la parte de arriba de la vitrina, que era de cristal, a modo de útil mesa para dejar en ella los platos y las copas de vino. Blake se apartó de allí, asqueado, con Nancybeth todavía junto a él.
—Me sorprende verte aquí sin la señora Sylvester —le dijo sin tapujos a la muchacha.
Nancybeth no era en absoluto sofisticada, pero poseía un sexto sentido para apreciar las necesidades de los demás, y aquel aire flemático de Blake le causó efecto; le contestó con amabilidad.
—Vince no se habla con Sondra. A mí me invitó hace mucho…, porque pensó que me las arreglaría para conseguir que ella me acompañara. Tenía la idea de que Sondra le restregaría las narices conmigo y que él se las restregaría a ella con el libro.
Blake sonrió.
—Eso está muy bien, Nancybeth. Describes el asunto tal como lo ves.
—Ahora lo veo. Y ahora lo digo. Pero no es una respuesta.
—Perdona. El caso es que estoy buscando a otra persona.
La mirada de Nancybeth se enfrió. Se encogió de hombros y le dio la espalda a Blake.
Éste avanzó entre el gentío buscando entre los rostros de aquellos desconocidos. Después de llenar un plato trató de alejarse de la multitud, y se encontró solo de momento en una habitación pequeña parecida a una capilla que salía de un lateral de la grotesca nave con cúpula de vidrio de la catedral de Darlington. En esta pequeña habitación había vitrinas que mostraban objetos muy diferentes a la sucesión de execrables baratijas que Darlington había colocado en el centro del escenario. Dentro de aquellas vitrinas Blake reconoció los fósiles de la vida venusiana que habían proporcionado a aquella tonta galería de arte de Darlington un lugar en el mapa del sistema solar.
Se trataba de polvorientos objetos rojos y grises, fragmentos y morfológicamente ambiguos. Él no sabía nada de paleontología, pero comprendía que aquellos objetos habían sido autentificados como restos de ciertos seres autores de los túneles en la tierra, seres que se arrastraban, que quizás aleteaban y se deslizaban, durante el lapso de tiempo, un breve paraíso de agua líquida y oxígeno libre, que había prevalecido hacía millones de años, antes de la catastrófica regeneración positiva del efecto de invernadero que había convertido a Venus en el infierno de elevada presión y anegado de ácido que era actualmente.
Aquellos restos eran más sugerentes que descriptivos.
Volúmenes eruditos se habían dedicado a aquella docena de fragmentos de piedras, pero ninguno de ellos podía decir con seguridad de qué cosas procedían o qué había quedado detrás de ellos, excepto que, fueran lo que fuesen, habían sido seres vivos.
Aunque no era precisamente nuevo para él, Blake se quedó meditando con aire triste sobre el rompecabezas que era el hecho de que tantas personas iguales a Vincent Darlington poseyeran tesoros de cuyo valor no tenían ni la menor idea…, aparte de que valían un montón de dinero y aparte de la posesión en sí misma.
Pero aquellas meditaciones se vieron bruscamente interrumpidas.
En la habitación contigua un grito de mujer se elevó por encima de las conversaciones; un hombre gritó y, en rápida sucesión, se oyeron siete golpes muy ruidosos, sobrepasados sólo por el largo estruendo de vidrios al romperse.
Durante un momento el aire quedó en calma, aunque resonando, antes de que todo aquel gentío empezase a vociferar, a gritar y a pelearse unos con otros en su afán por salir de allí. Blake consiguió esquivar a aquellas personas, que ya huían presa del pánico, y segundos después se encontró en una habitación vacía; se enfrentaba a un cuadro sangriento.
Sondra Sylvester se retorcía de dolor sujeta por Percy Farnsworth y por Nancybeth, que estaba horrorizada. Los cristales, al caer, habían acuchillado la pesada túnica de seda de Sylvester, a la que regueros de sangre procedentes de cortes en la cabeza le corrían por la pálida cara. Tenía el brazo derecho levantado rígidamente por encima de la cabeza; Nancybeth intentaba bajárselo para hacerse con la pistola negra que Sylvester todavía mantenía fuertemente agarrada al tiempo que le gritaba:
—Syl, ya no más, ya no más…
Mientras tanto Farnsworth tenía a Sylvester agarrada por la cintura e intentaba arrojarla al suelo sembrado de vidrios rotos; él y Nancybeth también habían sufrido cortes en la cabeza y en los hombros. Sylvester curvó el dedo sobre el gatillo y una octava bala fue a chocar contra la vidriera ya acribillada del techo desprendiendo otra lluvia de fragmentos.
Luego Sylvester dejó caer la pistola; ya había agotado la munición. Se relajó casi con fruición en brazos de los otros, que de pronto se encontraron proporcionándole apoyo.
Blake los ayudó a moverla hasta un lado de la habitación, lejos de los cristales rotos. A Sylvester le corría tanta sangre por los ojos que debía de estar cegada por ella —los cortes en el cuero cabelludo sangran copiosamente aunque no revistan gravedad—, aunque había tenido la vista muy despejada cuando le metió los primeros tiros de aquella arma ilegal a Vincent Darlington en el cuerpo.
Darlington yacía de espaldas en medio de un charco color carmesí que a cada momento se hacía más extenso; miraba fijamente con los ojos muy abiertos a través de la cúpula hecha añicos; con el cuerpo rociado de polvo de vidrio miraba hacia las copas de los altos árboles que se hallaban al otro lado de la superficie de la esfera central.
Detrás de él, a salvo en el interior de una vitrina que servía de mesa para los platos sucios y copas vacías, descansaba el objeto de la pasión de Sylvester.
Sparta se encontraba dentro de un caleidoscopio; rotos fragmentos de vidrio caían con rápidos y repentinos saltos para formar nuevos dibujos, también simétricos, que se repetían interminablemente y avanzaban hacia el borde de la visión de la muchacha hasta que consiguieron sobrepasarla. Aquel vórtice de colores sesgados que giraba lentamente parecía estar absorbiéndola hacia el infinito. A cada cambio, una sibilante explosión hacia afuera le resonaba dentro de la mente. La escena era mareante y vívida…
Y una parte de su consciente se quedaba a un lado y la miraba con regocijo. Esa parte se acordaba de un póster que Sparta había visto en la pared de la consulta de un oculista, el dibujo de un coche cruzando a toda velocidad un desierto por una larga carretera recta. A un lado, un indicador rezaba: «Punto de fuga, a quince kilómetros».
Se echó a reír ante aquel recuerdo, y el sonido de su propia risa la despertó.
Al abrir los ojos azules se encontró con los de Viktor Proboda; más brillantes y más azules, estaban muy abiertos en aquella sonrosada y cuadrada cara, a sólo unos centímetros de ella.
—¿Cómo se siente?
Tenía las rubias cejas contraídas a causa de la preocupación.
—Como si alguien me hubiera golpeado en la cabeza. ¿De qué me estaba riendo? —Con la ayuda de Proboda, se sentó. Sentía un fuerte dolor en el músculo de la mandíbula que recordaba remotamente un flemón que tuvo en la muela del juicio catorce años atrás. Con cautela se tocó la mejilla—. ¡Ouuuu! Apuesto a que está bonito.
—No creo que la mandíbula esté rota. Usted lo notaría.
—Estupendo. ¿Siempre mira usted el lado bueno, Viktor? —Se puso en pie con ayuda de él.
—Deberíamos llevarla a la clínica. Una conmoción cerebral requiere inmediata…
—Un minuto. ¿Se cruzó con su amiga Sondra Sylvester cuando se dirigía hacia aquí?
Proboda se notaba incómodo a todas luces.
—Sí, en el núcleo, justo delante de la Cancela de Ishtar. Adiviné que pasaba algo malo por la expresión que tenía. Me miró, pero ni siquiera me vio. Yo iba pensando en lo que le había hecho a la Star Queen ese robot minero, y me figuré que por eso usted había venido aquí, así que decidí que lo mejor sería buscarla a usted.
—Gracias…, maldita sea. —Se agarró una oreja, pero el intercomunicador se le había caído—. Esa mujer lo golpeó y se ha soltado. Viktor, llame para que me envíen rápidamente una patrulla al «Museo Hesperiano». Llame también al museo e intente prevenir a Darlington. Creo que ella ha ido a matarlo.
Proboda comprendía que no era momento de pedir explicaciones. Buscó el canal de emergencias, pero en cuanto mencionó el «Museo Hesperiano» la persona que enviaba las patrullas lo interrumpió.
Proboda se quedó escuchando con las mandíbulas apretadas; luego cortó la comunicación. Miró a Sparta.
—Demasiado tarde.
—¿Está muerto?
Él hizo un gesto afirmativo con un brusco tirón de la mandíbula.
—Le ha metido en el cuerpo varias balas del 32. Cuando la sujetaron logró meter cuatro más por la cristalera del techo. Ha sido una suerte que no matase a alguien al otro lado de la estación.
Aquel hombre seguía mirando el lado bueno de las cosas.
Sparta le tocó el brazo, en parte para animarle a ponerse en marcha y en parte para consolar a aquel policía grande y triste, pues se daba cuenta de que se sentía apenado por Sylvester, a quien había admirado, y no por Darlington, que no era más que una sanguijuela tonta.
—Venga, vámonos —le dijo ella.
Una mujer alta estaba en la puerta, Kara Antreen. Rígida y gris, tenía una severidad en aquellos hombros cuadrados que estaba reñida con el lujo del despacho de Sylvester.
—Viktor, quiero que se haga cargo inmediatamente de la investigación sobre el tiroteo de Vincent Darlington.
Proboda se detuvo, perplejo.
—No hay mucho que investigar, capitana. Había una habitación llena de testigos.
—Sí, no debería llevar mucho tiempo —dijo Antreen.
—Pero la Star Queen…
—Queda relevado de sus responsabilidades con respecto a la Star Queen —le comunicó llanamente Antreen. Miró con intención a Sparta, como desafiándola a que la contradijera—. Ahora tenemos un nuevo caso.
Sparta titubeó; luego asintió.
—Tiene razón, Viktor. Me ha sido de mucha ayuda y se lo agradezco. —La triste cara de Proboda se puso todavía más larga—. La capitana y yo podremos concluir el caso rápidamente —concluyó Sparta.
Proboda se alejó unos cuantos pasos. Había quedado impresionado por la inspectora Ellen Troy, a la que se había abierto lo suficiente para que ella lo notase. Incluso la había defendido ante su jefe. Y ahora ésta se agarraba a la primera oportunidad que encontraba para sacarlo del caso.
—Como usted diga —gruñó. Echó a andar con paso firme pasando junto a Antreen y sin dignarse siquiera a volver la vista hacia Sparta.
A solas, las dos mujeres se estuvieron mirando en silencio. Antreen estaba impecable con un traje de chaqueta de lana gris. Sparta parecía un golfillo cansado, vapuleada pero con la sabiduría que proporcionaba la experiencia en las calles. Sólo que ahora Sparta ya no se sentía en desventaja. Sólo tenía necesidad de descansar.
—Repetida e ingeniosamente se las ha arreglado usted para esquivarme, inspectora Troy —le dijo Antreen—. ¿Por qué este repentino cambio de actitud?
—No creo que éste sea el lugar apropiado para que hablemos, capitana —respondió Sparta haciendo un gesto con la barbilla para indicarle los micrófonos y ojos de la habitación—. Las corporaciones como ésta son buenas escondiendo secretos. Pero podría considerarse una violación de los derechos establecidos para los sospechosos.
—Sí, tiene razón. —Antreen dejó caer los párpados sobre los ojos grises; he ahí, notó Sparta, una excelente mentirosa que no se traicionaba a sí misma cuando esperaba algo—. ¿Volvemos entonces al cuartel general? —le sugirió Sparta.
Confiadamente, ésta pasó por delante; Antreen echó a andar inmediatamente detrás. Se adentraron en el pasillo transparente en forma de espiral que daba a las salas de control.
Sparta se detuvo ante el pasamanos.
—¿Ocurre algo? —preguntó Antreen.
—Nada. No me di cuenta de todo esto cuando venía. Estaba demasiado ocupada. Para alguien que no había salido nunca antes de la Tierra, esta vista es impresionante.
—Supongo que sí.
Desde diez metros por encima de ellos, detrás del vidrio curvo, Sparta y Antreen contemplaron a los hombres y mujeres de la «Ishtar» que se encontraban ante las consolas. Algunos estaban alerta y trabajando de firme, otros hacían el vago y charlaban perezosamente entre ellos tomando café y fumando cigarrillos mientras contemplaban gigantescas pantallas por las que se veía a los leales robots cortando y sacando tierra en el mundo interior.
Antreen tenía la mano derecha metida en el bolsillo exterior derecho de la chaqueta. Se inclinó y se acercó a Sparta con un gesto que un árabe o un japonés quizá no hubieran percibido. Pero se acercó lo suficiente como para poner nerviosa a una persona euroamericana.
Sparta se volvió hacia ella, relajada y alerta.
—Aquí podemos hablar —susurró Sparta—. En este tramo no han puesto ojos ni oídos.
—¿Está segura?
—Comprobé el pasillo al venir —le dijo Sparta—. De modo que ya podemos dejar de jugar.
—¿Qué?
En el tono de Antreen, y por encima de la cautela, Sparta percibió dignidad ofendida, no culpa…, aquella mujer era excelente. Sparta empleó un tono exagerado.
—Ya habrá recibido usted los expedientes que pedí a la Central, ¿no es así?
Estaba haciendo el papel de policía duro del Cuartel General que se dirige a otro de provincias.
—Sí, naturalmente.
Enojo, persuasivamente superpuesto a confusión; pero Sparta se le echó a reír en la cara.
—No sabe usted de qué demonios le estoy hablando.
De repente Antreen se erizó de recelo. No dijo nada. Sparta decidió molestarla con fuerza.
—Los expedientes de las «Líneas Pavlakis». Ponga en forma a su gente, ¿quiere? —Pero detrás de la mofa desdeñosa que expresaba con el rostro, magullado y ennegrecido, Sparta se estaba esforzando terriblemente por evitar que el palpitante consciente volviera a partírsele en pedazos. Los pedacitos rotos de caleidoscopio empezaban a girar en remolinos en los bordes de su visión—. Si hubiera leído los informes sabría que fue ese mono de Dimitrios para vengarse del joven Pavlakis. Venganza. Porque el muchacho puso fin al fraude de seguros que Dimitrios había estado llevando a cabo con Pavlakis padre durante cuarenta años. Pavlakis cayó él sólo en la trampa al contratar a Wycherly para que lo protegiera…, un tipo que habría hecho lo que fuera para quedar bien, que necesitaba dinero más que nada en el mundo y que además tenía la ventaja de que ya era hombre muerto. ¿Tiene usted toda esa información?
—Tenemos esa información —repuso Antreen con brusquedad. De nuevo enojo, esta vez extendido sobre un alivio engreído al comprobar que Sparta sólo estaba hablando de trabajo policial, al fin y al cabo—. Tenemos la declaración de Dimitrios, la declaración de la viuda. El mismo Pavlakis acudió a nosotros por su cuenta antes de que lo localizásemos…, antes de la voladura. Dice que todo el tiempo sospechaba algo, sospechaba que Dimitrios tramaba un falso accidente.
—¿Ah, sí? —Sparta sonrió, pero la suya resultó una sonrisa extraña saliendo de aquella cara hinchada, chamuscada—. Entonces, ¿qué estaba usted haciendo aquí en realidad?
—Vine para decirle… —Pero esta vez Antreen no pudo disimular el susto—. Usted…
—Vino por mí. Aquí me tiene. Le ha costado una eternidad cogerme a solas.
—¡Usted lo sabe!
Antreen miró a su alrededor, frenética. No podía decirse que estuvieran a solas. Pero se encontraban aisladas de los trabajadores de allá abajo, en medio un tubo de vidrio sin oídos. Después, ¿qué iban a pensar los testigos respecto a lo que estaba a punto de ocurrir?
Lo que la capitana Antreen les dijera que pensasen.
Antreen levantó bruscamente la mano derecha y la sacó rápidamente del bolsillo, pero estaba demasiado cerca, había sido un error acercarse tanto. Sparta, a su vez, había interpuesto la mano derecha entre los cuerpos de las dos, de modo que le agarró la muñeca a Antreen al sacar ésta la mano del bolsillo. En una milésima de segundo Antreen se tambaleaba; Sparta la estaba haciendo caer de lado en la dirección del brazo con el que le oponía resistencia, aprovechando esa misma resistencia. Sobresaltada, Antreen intentó hallar el equilibrio extendiendo la pierna izquierda, pero no encontró otro punto de apoyo más que el muslo izquierdo de Sparta, sólidamente plantado en el suelo. Antreen se tiró de cabeza, pero Sparta no se lo permitió; sin dejar de controlar el arma, Sparta no le soltó a Antreen la muñeca derecha, por lo que ésta giró sobre la espalda al tiempo que caía. Se golpeó fuertemente contra el suelo alfombrado.
Si Sparta hubiera sido un poco más fuerte, un poco más grande, si hubiera estado un poco menos cansada —si hubiera sido perfecta—, quizás habría podido evitar lo que sucedió a continuación. Pero Antreen era rápida, más fuerte y tenía tanta práctica en el combate sin armas como Sparta. Haciendo palanca con las largas piernas y el brazo libre dio una voltereta y tiró de Sparta hacia ella. Sparta dio un brusco tirón del brazo de Antreen por detrás de su espalda al tiempo que rodaba. Cuando diera media vuelta más, Sparta tendría que soltarla; y Antreen quedaría encima de ella…
Antreen lanzó un grito agudo cuando ella misma se clavó el punzón en la columna vertebral.
Fue un dolor creciente, pero gritaba por algo más que por el dolor. Gritaba horrorizada por lo que estaba pasando, por lo que estaba a punto de pasarle…, lo que le iba a pasar rápidamente, aunque no lo suficientemente rápido.
Sparta, casi instantáneamente, le sacó de un tirón a Antreen el objeto de la espalda.
Sólo entonces vio de qué arma se trataba en realidad. Sabía que era demasiado tarde…
Porque la aguja telescópica ya había salido disparada y se retorcía como un gusano del grosor de un cabello dentro de la médula espinal buscando el cerebro. Aunque ya no pudiera sentir la muerte mental que se le acercaba rápidamente, Antreen continuaba aullando.
Sparta tiró el cilindro de la vacía jeringuilla hipodérmica sobre la alfombra y se sentó, recostándose con las piernas extendidas y apoyándose en los brazos, rígidamente tendidos hacia atrás, mientras aspiraba grandes bocanadas de aire. En el pasillo resonó el sonido de pies calzados con botas y por la curva apareció una patrulla cuyos miembros iban vestidos con trajes azules; llevaban las armas aturdidoras desenfundadas. Se detuvieron, tropezándose, en orden, la primera fila arrodillada. Media docena de morros de pistola apuntaban a Sparta.
Antreen había seguido rodando, de espaldas. Ahora estaba llorando entre grandes sollozos de pena porque la consciencia le iba disminuyendo cada vez más.
Viktor Proboda se abrió paso a empujones entre los patrulleros y se arrodilló junto a ella. Extendió aquellas grandes manos suyas hacia la mujer, pero después titubeó, temeroso de tocarla.
—No puede hacer nada por ella, Viktor —le susurró Sparta—. Y no tiene dolores.
—¿Qué le pasa?
—Está olvidando. Olvidará todo esto. En unos pocos segundos dejará de llorar, porque ni siquiera podrá recordar por qué llora.
Proboda miró la cara de Antreen, aquella cara atractiva enmarcada en pelo liso gris; era un rostro momentáneamente estirado como la máscara de Medusa, pero en el que el temor ya se estaba desvaneciendo y las lágrimas se iban secando.
—¿Hay algo que yo pueda hacer por ella?
Sparta movió negativamente la cabeza.
—Ahora no. Quizá más tarde, si ellos quieren. Pero probablemente no querrán.
—¿Quiénes son ellos?
Sparta le hizo un gesto con la mano.
—Luego, Viktor.
Proboda decidió esperar; la inspectora Troy decía muchas cosas que no alcanzaba a comprender la primera vez. Se puso en pie y gritó en dirección al techo.
—¿Dónde está esa camilla? Vámonos de aquí. —Pasó por encima de Antreen con la mano extendida en dirección a Sparta. Ésta le cogió la mano y Proboda tiró de ella hasta conseguir ponerla en pie—. Prácticamente toda la empresa las estaba observando. Nos avisaron inmediatamente.
—Yo le dije que el pasillo estaba limpio de micrófonos. Tenía tantas ganas de cogerme que me creyó. Lo que le está pasando a ella es lo que me habría pasado a mí…
—¿Cómo sabía usted que ellos nos avisarían?
—Yo… —Sparta se lo pensó mejor—. Fue una afortunada suposición.
Hubo un revuelo entre la Policía, y apareció la camilla. Cuando los dos portadores se estaban arrodillando junto a Antreen, ésta habló, con calma y claridad.
—La consciencia lo es todo —dijo.
—¿Están vivos mis padres? —le pregunto Sparta.
—Los secretos de los adeptos no deben compartirse con los no iniciados —repuso Antreen.
—¿Son mis padres adeptos? —quiso saber Sparta—. ¿Es Laird un adepto?
—Eso no está en el lado blanco —le contestó Antreen.
—Ahora me acuerdo de usted —dijo Sparta—. Me acuerdo de las cosas que me hizo.
—¿Tiene un pase Q?
—Recuerdo su casa de Maryland. Tenían ustedes una ardilla que bajaba por un cable.
—¿La recuerdo yo a usted? —le preguntó Antreen.
—Y recuerdo lo que me hicieron.
—¿La recuerdo yo a usted? —repitió Antreen.
—¿Significa algo para usted la palabra «SPARTA»? —inquirió Sparta.
El ceño de Antreen se frunció con incertidumbre.
—¿Es eso…, es eso un hombre? Sparta notó un nudo en la garganta y que las lágrimas se le agolpaban en los ojos.
—Adiós, señora gris. Vuelve usted a ser inocente.
Blake Redfield esperaba en el pasillo ingrávido, fuera de la Cancela de Ishtar, mezclado con el grupo flotante de mirones y sabuesos de los medios de información que habían seguido a los policías con ansiosa desesperación. Sparta se introdujo por debajo de la cinta amarilla y lo buscó entre la gente.
Cuando él le vio la cara, primero se sorprendió, pero luego sintió preocupación. La muchacha le permitió que le examinara las heridas.
—Me guardé la espalda, tal como dijiste. —Trató de sonreír con los labios hinchados—. Me atacó de frente.
Cuando Blake le tendió la mano, ella se la dio. De la mano de aquel hombre era más fácil ignorar las preguntas que los periodistas le gritaban, las maldiciones de aquéllos que parecían dispuestos a matar por unas palabras. Pero cuando Kara Antreen pasó ante ellos en una camilla flotante, las grabadoras de fotogramas giraron en su totalidad para seguir a aquella procesión, y la muchedumbre de periodistas se fue detrás como tiburones tras la presa. Sparta y Blake se quedaron rezagados unos instantes…
—¿Quieres que cojamos un atajo?
Y unos segundos más tarde habían desaparecido.
Caminando el uno al lado del otro, atravesaron a toda velocidad los oscuros túneles y conductos en dirección a la esfera central.
—¿Sabías desde el principio que era Antreen? —le preguntó Blake.
—No, pero cuando la vi por primera vez se me estimuló la memoria. Algo que había muy en el fondo, algo que yo no conseguía hacer salir a la consciencia, me hizo saber que era buena idea apartarme de su camino. Éste que acaba de tener lugar ha sido su segundo intento. Era ella quien manejaba el robot contra nosotros.
—¡Yo creía que había sido Sylvester!
—Yo también. La ira es enemiga de la razón, y yo estaba tan enfadada que no era capaz de pensar correctamente. Sondra Sylvester deseaba ese libro más que nada, mucho más de lo que deseaba a Nancybeth, incluso más que humillar a Darlington. Nunca habría arriesgado el libro auténtico, aunque nos hubiera oído hablar y supiera que ya estaba atrapada. Fue Antreen la que puso micrófonos en la nave para oírnos.
Después siguieron flotando en silencio hasta que llegaron a un puesto de observación que daba a los jardines centrales, y salieron al suelo. Completamente solos en aquella balanceante caja de luz, se sintieron tímidos de forma repentina e inexplicable.
Sparta hizo un esfuerzo para continuar.
—Antreen subió a bordo de la Star Queen y puso el combustible en el robot mientras yo hilvanaba poco a poco mi conferencia sobre sabotaje. Les tendió una trampa a personas que no eran los indicados. —Se echó a reír con cansancio—. Tuvo la oportunidad que buscaba antes de que yo me encontrase preparada para ello. Seguramente no esperaba tener que vérselas contigo. Al ver que el robot no había hecho el trabajo, supongo que se daría cuenta de lo difícil que iba a resultarle matarme abiertamente, por lo menos de una manera que no atrajera las sospechas sobre sí misma. De modo que decidió atacar mi memoria. Después habría ido a por ti.
—¿Te has enterado de algo acerca de tus padres? —le preguntó Blake con voz tranquila aunque llena de interés—. ¿Y de los demás?
Sparta negó sacudiendo la cabeza.
—Demasiado tarde —dijo tristemente—. Antreen ya no podría decirnos nada aunque quisiera.
Esta vez la muchacha tendió una mano hacia él y le cogió suavemente una de las suyas.
Blake le cubrió la mano con la suya, y luego le alzó la barbilla.
—Entonces tendremos que hacerlo solos, supongo. Los dos juntos. Tendremos que encontrarlos. Si es que estás dispuesta a dejarme participar en este juego.
El sabroso aroma de Blake era especialmente delicioso cuando se encontraba a sólo unos centímetros de distancia.
—Debí dejarte hacerlo antes.
Sparta se inclinó ingrávidamente hacia delante y dejó descansar los magullados labios en los de él.