19

Primero se encendieron las luces, y varios equipos de trabajadores vestidos de uniforme avanzaron eficientemente hacia el vacío sector de seguridad, evacuado de gente y de aire con el fin de reponer la escotilla de presión que había sido volada. Al cabo de media hora de comenzar la emergencia, ya se había presurizado de nuevo el núcleo y la vida se había reanudado como de costumbre.

Antes de eso, mientras el aire seguía fluyendo de nuevo hacia la cámara de descompresión Q3, una brigada de patrulla, con trajes de presión y las armas aturdidoras desenfundadas, irrumpió en la Star Queen. Eran policías curtidos, acostumbrados a vérselas con la furia de borrachos y homicidas y otras formas de locura que comúnmente afligen a los humanos residentes en estaciones espaciales. Pero aquella destrucción los dejó atónitos.

Por una parte, habían tenido pocas ocasiones de ver de cerca a los robots mineros que rondaban por la superficie del planeta, situado debajo de ellos; eran máquinas que les pagaban todos sus salarios. Pero encontrarse a uno de ellos surgiendo en medio de los escombros del puente de la Star Queen, aunque estuviera desguarnecido y debilitado, resultaba sencillamente aterrador. Se acercaron a la máquina con la misma cautela que unos buceadores se acercarían a un gran tiburón blanco en estado de coma.

Salvo por el robot, que resultó estar inutilizado, la nave se encontraba completamente desierta. Durante un largo rato ninguno de los patrulleros advirtió que faltaban los dos trajes espaciales que antes se encontraban colgados en la cubierta de víveres.

Cinco minutos después de habérselos puesto, Sparta y Blake ya se habían desembarazado de los trajes espaciales. De nuevo habían tomado la dirección de los conductos de ventilación, que estaban a oscuras. La muchacha conocía los caminos traseros de un modo que a él le era imposible conocerlos, pues había almacenado en la memoria mil diagramas de ingeniería. Pero Blake sí se había ocupado de memorizar lo que necesitaba saber acerca del trazado interno de Port Hesperus antes de salir de la Tierra, pues ya entonces planeaba el asalto a la Star Queen.

—Tres tacos de plástico montados sobre un reloj automático para la escotilla de presión —le dijo a Sparta—. Una carga cortará los cables auxiliares; también un reloj automático. Yo mismo desmonté los disyuntores, quería asegurarme de que no causaría ningún daño importante. Un par de trabajadores de la planta de energía tendrán resaca de éter…

—¿C-4? ¿No pusiste fulminato de oro? ¿Ni detonadores de acetileno?

Hablaban mientras avanzaban uno en pos del otro por entre aquel ensombrecido laberinto.

—¿Quién iba a usar esa chatarra? Es peligroso como mil demonios.

—Alguien a quien no le importase el daño que se produciría y quisiera que los escombros dieran la impresión de una explosión en una célula de combustible.

—¿La Star Queen saboteada?

—Debes de ser la última persona de todo el sistema solar en enterarte de la noticia. Eso suponiendo que no lo hicieras tú mismo.

Blake se echó a reír.

—Necesito que me cuentes el resto de lo que tú sabes, Blake, antes de decidir qué voy a hacer contigo.

—Detengámonos aquí un minuto —dijo él. Siguiendo una multiplicidad de tuberías y cables, habían llegado a la zona media del núcleo. Se encontraban en una subestación, rodeados de enormes aparatos de bombeo y voluminosos transformadores grises; la oscuridad crepuscular se hallaba surcada de brillantes barras de luz que se proyectaban desde un enrejado que había más abajo, deslizándose lentamente con la rotación de la estación. Por entre las barras podían ver directamente el interior de la esfera central, circundada de árboles y jardines, y las explanadas gemelas del centro social de la estación.

—Yo no seguí cursos de explosivos en «SPARTA», Linda…

—No me llames así. Nunca.

Aquella enojada advertencia resonó por toda la cámara de metal.

—Es demasiado tarde. Ya saben quién eres.

—¿Sí? Pues yo también sé quiénes son ellos. —La voz la traicionó, pues estaba cansada, y el miedo afloró a la superficie—. Lo que no sé es dónde están.

—Uno de ellos está aquí, en la estación. Buscándote. Por eso encendí los fuegos artificiales…, para poder estar contigo a solas. Antes de que ellos te cogieran.

—¿Quién es?

—No creo que yo pueda reconocerlo. O reconocerla. Pero quizá tú sí.

—Maldición. —Sparta suspiró—. Empieza desde el principio, ¿quieres?

—«SPARTA» se disolvió un año después de marcharte tú. En aquel entonces los de mi nivel, los de dieciséis y diecisiete años, éramos aproximadamente una docena: Ron, Khalid, Sara, Louis, Rosaria…

La muchacha lo interrumpió.

—Me acuerdo perfectamente de esa época.

—En primavera, después de que tú te marchases, vinieron a vernos extraños personajes pertenecientes a una agencia del Gobierno. Estaban reclutando gente, buscaban voluntarios para un «programa de entrenamiento suplementario», y no dejaban de hacer insinuaciones pesadas acerca del lado negro. Nos produjeron la clara impresión de que tú habías ido antes que nosotros… Y, claro, tú eras un ídolo para todos.

—La que pagaba el pato por todos, querrás decir.

—Eso también, algunas veces. —Blake sonrió al recordar—. De todos modos, éramos unos primos, las víctimas propicias para comenzar el experimento. O por lo menos yo hice el primo. Me apunté —tuve que lanzarme a un combate a base de gritos con mi madre y mi padre, pero acabaron por ceder— y me fui a un campamento de verano con unos cuantos más. Quedaba en la parte este de Arizona, bien alto en el Mogollon Rim. Estuvimos allí unas tres semanas. Sabían que nos encontrábamos en buena forma, así que fueron directos al grano intelectual. Supervivencia. Cifras. Demolición. Asesinato silencioso. Luego me di cuenta que todo aquello no era más que peso ligero, un juego de niños. Como una audición, una criba, en realidad, para escoger a aquéllos de nosotros que tuvieran talento. Los que fueran psicológicamente susceptibles.

—¿Y a quiénes escogieron? ¿A ti y a quién más?

—A nadie. Tu padre apareció por allí una tarde. Le acompañaban unos forzudos de paisano, puede que del FBI. Nunca lo había visto tan enfadado; sencillamente aterrorizó a aquellos tipos supuestamente duros que dirigían el lugar. A nosotros, los muchachos, no nos dijo gran cosa, pero notamos que se le estaba rompiendo el corazón. Una hora más tarde nos llevaban de vuelta a Phoenix. Ahí acabó el campamento de verano. —Blake hizo una pausa—. Ésa fue la última vez que vi a tu padre. Tampoco vi nunca más a tu madre.

—Están muertos. Oficialmente. En un accidente de helicóptero ocurrido en Maryland.

—Sí. ¿Fuiste al funeral?

—Quizá. Pero quizá no. Ése es precisamente el año que me falta de la memoria.

—No he conseguido encontrar a nadie que fuera al funeral. Nos enteramos de eso, del accidente, un mes después de llegar a casa. «SPARTA» se disolvió entonces. El otoño siguiente nos dispersaron, a la mayoría nos metieron en colegios privados…, rodeados de personas que nos parecían retrasados mentales. Todavía teníamos mucho que aprender. De lo que te había ocurrido a ti, nadie supo nunca nada.

—¿Qué me pasó a mí?

Blake la miró, y la expresión de los ojos se le suavizó.

—Esto no lo sé por experiencia, esto lo sé porque lo he investigado —le dijo Blake—. En algunas publicaciones encontrarás noticias de que por aquella época hubo un programa para implantar biochips en sujetos humanos. Supuestamente, aquel programa estaba bajo el control de la Marina, porque ellos eran los expertos en biochips, en vez de estar bajo el control del Ministerio de Sanidad o el de Ciencia, como cabría esperar. El primer sujeto fue alguien que se suponía estaba clínicamente muerto, muerto cerebralmente.

—Una buena tapadera. —Sparta se echó a reír, pero la amargura se le reflejaba en la voz—. Todo lo que hicieron fue darle la vuelta a la relación causa y efecto.

Blake se quedó aguardando, pero ella no dijo nada más.

—Ese sujeto dio, supuestamente, muestras de una notable mejoría al principio, pero luego se transtornó de un modo bastante serio y lo tuvieron que poner bajo cuidados permanentes. En un sitio privado de Colorado.

—Biochips no fue lo único que le implantaron, Blake —susurró la joven—. Tenían mucho que ocultar.

—Ya he empezado a darme cuenta de ello —dijo él—. Hicieron todo lo que pudieron. Hace cuatro años ese lugar de Colorado se destruyó en un incendio. Doce personas murieron. Y ahí se acaba la pista.

—Todo lo que me has contado ya lo he reconstruido por mí misma —dijo ella con impaciencia.

—Si no te hubiera visto viva, me habría dado por vencido. ¿Cómo lograste escapar?

—Por el médico que se suponía era mi perro guardián… Al parecer la conciencia empezó a molestarle. Empleó biochips para reparar las lesiones que me habían causado. Empecé a recordar… —Se dio la vuelta hacia Blake y, sin pensarlo, le agarró con fuerza de un brazo—. ¿Qué ocurrió durante ese año que me falta? ¿Qué intentaban hacerme realmente? ¿Qué hice yo que los asustó y les obligó a convertirme en un vegetal?

—Puede que te enterases de algo —insinuó él.

Sparta iba a empezar a hablar, pero titubeó; el tono de Blake le alertó de que a lo mejor no le gustaba lo que iba a oír. Retiró la mano y preguntó con calma:

—¿Qué supones tú que fue?

—Yo creo que te enteraste de que «SPARTA» era algo más que lo que afirmaban tus padres. La punta de un enorme iceberg, un antiguo iceberg. —Blake se quedó mirándola mientras la estación giraba en el espacio y las brillantes barras de luz que penetraban por la reja se cortaban en cintas—. Hay una teoría. Un ideal. Se han quemado hombres y mujeres con la excusa de ese ideal. Y a otros que creyeron en ello se les ha ensalzado como grandes filósofos. Y algunos de los creyentes ganaron poder y se convirtieron en monstruos. Cuanto más profundizo en el estudio de este tema, más conexiones encuentro y más se adentran en el pasado. En el siglo XIII se les conocía como adeptos del Espíritu Libre, los prophetae, pero usaran el nombre que usasen, nunca han sido erradicados del todo. Su meta ha sido siempre la divinidad. La perfección de esta vida. El superhombre.

A Sparta le hormigueaba el cerebro; las imágenes danzaban a media luz, pero se encendían y se apagaban como un estroboscopio antes de que consiguiera traerlas a la consciencia. Aquella vibración peculiar sobrepasaba su sentido normal de la vista; se apretó los párpados cerrados con los dedos.

—Mis padres eran psicólogos, científicos —dijo en un susurro.

—Siempre ha habido un lado oscuro y un lado iluminado, un lado negro y un lado blanco. —Con paciencia, Blake esperó a que ella volviera a abrir los ojos—. El hombre que dirigía Inteligencia Múltiple se llamaba Laird —le dijo Blake—. Trató de mantener en secreto que estaba implicado en el asunto.

—Reconozco el nombre.

—Laird conocía a tus padres desde hacía muchos años, desde hacía décadas. Desde antes de que inmigraran. Es posible que estuviera al corriente de algo que los colocara en una situación embarazosa.

—No —susurró Sparta—. No, Blake. Creo que él los sedujo con visiones de un camino más fácil hacia la perfección.

—¿Te has acordado de algo nuevo?

La muchacha miró a su alrededor, distraída y nerviosa.

—Me has sido de gran utilidad, Blake. Ya es hora de que pasemos al resto de nuestro asunto.

—Laird se ha cambiado el nombre, puede que hasta el aspecto, pero creo que sigue teniendo influencias en el Gobierno.

—Ya me preocuparé por eso más tarde.

—Si hubiera conseguido controlarte a ti, habría podido convertirse a sí mismo en lo que hubiera querido. —Hizo una pausa—. Puede que hasta en presidente.

—Pero fracasó a la hora de controlarme. Y también fracasó en hacerme perfecta.

—Me parece que le gustaría enterrar las pruebas de su fracaso.

—Eso lo comprendo bastante bien. Pero es problema mío.

—Yo lo he hecho mío —dijo Blake.

—Lo siento, pero no puedes tomar parte en este juego. Y sigamos con el juego al que estábamos jugando antes. Atrapar a un ladrón.

—Inspectora Ellen Troy, de la Junta de Control del Espacio.

La expresión de la redonda cara de Vincent Darlington ondeó entre desagrado e incredulidad.

—¿Qué demonios había podido…?

Por fin se decidió por adoptar una expresión de deferencia ante la autoridad. De mala gana abrió las puertas del «Museo Hesperiano».

Sparta se metió la insignia en el bolsillo. Todavía llevaba el disfraz de rata de muelle, y en aquel momento se sentía más como una rata de muelle que como una policía.

—Creo que conoce usted a Blake Redfield, de Londres —continuó Sparta.

—Cielos, señor Redfield —exclamó Darlington, emocionado—. Oh, pasen, adelante los dos. Por favor, perdonen este espantoso desorden, íbamos a haber tenido una celebración…

El lugar parecía un depósito de cadáveres. Numerosos trapos blancos cubrían abultados montones encima de unas mesas largas que se alzaban contra las paredes. Escenas lujuriosas y reverentes en óleos densos colgaban en marcos muy recargados. Una luz coloreada procedente de la cúpula de cristal se extendía sobre todo ello.

—¡Bien! —Darlington, titubeante, le tendió a Blake una rolliza mano—. Es…, es estupendo conocerle a usted en persona por fin.

Blake le estrechó la mano con firmeza, mientras la escandalizada mirada de Darlington se posaba en la manga chamuscada de la chaqueta. Blake siguió la dirección de la mirada.

—Lo siento, pero me acabo de ver implicado en el incidente de la pérdida de presión —le explicó— y no he tenido tiempo de asearme.

—Dios mío, eso ha sido espantoso. ¿Qué demonios ha sucedido? Es la clase de cosas que le hacen anhelar a uno volver a tierra firme.

—El incidente se está investigando —dijo Sparta—. Entretanto se ha decidido permitirle a usted sacar su propiedad de la Star Queen. Creo que estará exactamente igual de segura aquí con usted.

En la curva del brazo izquierdo, Blake sostenía un paquete en forma de adoquín envuelto en plástico blanco.

—Aquí tiene el libro, señor —le dijo al tiempo que le tendía el paquete. Retiró el plástico revelando el prístino papel jaspeado del estuche.

Darlington abrió mucho los ojos detrás de las gruesas gafas redondas y frunció la boca con deleite. Tranquilamente cogió el libro de las manos de Blake, lo contempló durante un momento y luego lo llevó ceremoniosamente a la vitrina que se hallaba en la cabecera de la sala.

Depositó el libro sobre el vidrio y sacó del estuche el volumen de cubiertas de piel. Los cantos dorados de las páginas brillaron bajo aquella luz extraña y dramática. Darlington acarició la portada marrón tostado con tanta suavidad como si de una piel viva se tratase; luego le dio la vuelta a aquel precioso objeto en sus manos para inspeccionar la impecable encuadernación. Lo colocó reverentemente de nuevo sobre el vidrio y comenzó a hojearlo…, hasta que llegó a la página del título.

Allí lo dejó. Blake miró a Sparta. Ésta sonrió.

—¿Lo envió usted así? —le preguntó bruscamente Darlington—. Este hermoso libro podría haberse ensuciado gravemente.

—Nos hemos quedado la caja de embalaje como evidencia —dijo Sparta—. Yo le pedí al señor Redfield que inspeccionase el libro a fin de garantizar su autenticidad.

—Yo deseaba ver que estaba a salvo en sus manos, señor Darlington.

—Sí, desde luego. ¡Bien! —Darlington sonrió alegremente; luego echó una ojeada por la sala presa de una súbita inspiración—. ¡La recepción! ¡Al fin y al cabo, todavía no es demasiado tarde! ¿No les parece? Voy a llamar a todos inmediatamente.

Darlington echó a andar hacia su despacho, dio unos pasos y se acordó de que había dejado Los siete pilares de la sabiduría al descubierto. Tímidamente, regresó.

Se puso a manipular las complicadas cerraduras de la vitrina y después colocó cuidadosamente el libro en unos almohadones de terciopelo que había en el interior. Empujó la puerta de la vitrina y la cerró.

Una vez que Darlington hubo acabado de ajustar la cerradura magnética, levantó la vista y le dirigió una afectada sonrisa a Sparta; ésta le hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

—Pues nosotros nos vamos. Por favor, tenga el libro a mano por si fuera requerido como prueba.

—¡Estará aquí mismo, inspectora! ¡Estará aquí mismo! —Darlington dio unas palmaditas en la vitrina; luego salió disparado hacia una de las mesas y quitó con una reverencia la sábana que la cubría, poniendo al descubierto un montón de canapés de gambas. Estaba tan emocionado que casi se pone a aplaudir.

Blake y Sparta se encaminaron hacia las puertas.

—Oh, por cierto, tienen ustedes que venir a la fiesta —les dijo Darlington cuando la puerta de entrada se abría ante ellos—. ¡Los dos! Cuando hayan tenido oportunidad de asearse.

La avenida que discurría por delante del museo estaba atestada de peatones. Se encontraban enfrente del jardín de Vancouver; echaron a andar con paso rápido atravesando el pavimento de metal y siguieron un sendero entre rocas de granito cubiertas de helechos buscando el abrigo de las arqueadas ramas de pino y postes de tótems. Una vez que estuvieron a solas, Blake dijo:

—Si no me dejas ir contigo, voy a aceptar la invitación de Darlington. Estoy muerto de hambre.

Sparta asintió con la cabeza.

—Veo, Blake, que disimulas tan bien como yo. «Implicado en el incidente…»

—Es una distinción que no supone diferencia alguna, ¿no? Dar una falsa impresión a sabiendas es mentir, y punto.

—Mi trabajo es de esa naturaleza —respondió la muchacha brevemente—. ¿Y tú en qué te basas?

Cuando Sparta se daba la vuelta, él la cogió suavemente por el codo.

—Guárdate la espalda. No sé qué se proponen hacer contra ti, pero han sacado los instintos asesinos.

Sparta recuperó el paquete que había ocultado en la sala de los transformadores y luego se apretó el intercomunicador, cuyo timbre insistente había apagado ella misma hacía media hora, contra la oreja.

—¿Dónde ha estado?

La pregunta de Proboda, mitad de preocupación y mitad de pánico, resultaba casi conmovedora.

—Había subestimado a nuestra presa, Viktor. Fui a la Star Queen esperando que…

—¿Ha estado a bordo? —gritó él tan fuerte que la joven se arrancó el intercomunicador de la oreja.

—Maldita sea, Viktor…, esperaba coger al culpable in fraganti —resumió la muchacha volviéndose a poner el intercomunicador en la oreja—. Pero desgraciadamente me tropecé con un enorme robot.

—Dios mío, ¿se ha enterado de lo que ha ocurrido dentro de esa nave?

—Acabo de decirle que he estado allí —repitió Sparta, exasperada—. Quiero que se reúna conmigo en las oficinas de la «Compañía Minera Ishtar». Vaya usted solo y hágalo ahora mismo.

—La comandante Antreen está terriblemente enfadada, Ellen. Quiere que venga usted aquí inmediatamente.

—No tengo tiempo. Dígale que le entregaré un informe completo en cuanto me sea posible.

—Yo no puedo…, es decir, por mi propia inicia…

—Viktor, si no se reúne conmigo en la «Ishtar» tendré que ocuparme de Sondra Sylvester yo sola. Y estoy demasiado cansada para ser amable.

Desconectó el intercomunicador. Esta vez no mentía; consternada, se dio cuenta de que estaba temblando de fatiga. Confiaba en que el cansancio no le impediría llevar a cabo el resto de la tarea.

Las dos compañías mineras más importantes de Port Hesperus constituían la base económica de la colonia; «Ishtar» y «Dragón Azul» eran rivales cordiales aunque serios, y sus respectivos cuarteles generales se encontraban en lados opuestos, en brazos salientes situados en el extremo de la estación que apuntaba hacia el planeta. Por la parte de fuera, estas instalaciones se hallaban erizadas de antenas que transmitían y recibían telemetría codificada. Sólo los espías veían el interior de los transbordadores acorazados de metal de la competencia. Las instalaciones de fundición y acabado estaban ubicadas en algunas estaciones satélites que se hallaban a varios kilómetros de distancia.

Tras mostrar su placa a un monitor de vídeo, a Sparta se le permitió la entrada en la «Ishtar» a través de sus puertas principales tachonadas de bronce, la llamada Cancela Ishtar, que daba a un largo pasillo en espiral tapizado con paneles de cuero oscuro y que conducía hacia fuera desde el núcleo ingrávido hasta llegar a una gravedad semejante a la que es normal en la Tierra. No había vigilantes a la vista, pero la joven era consciente de que su avance sería seguido por medio de monitores durante todo el trayecto.

Al final del pasillo se encontró en una habitación lujosamente recubierta de paneles de caoba tallada; el suelo estaba cubierto de alfombras chinas y persas. Aparentemente la estancia no tenía otra salida, aunque Sparta sabía que no era así. En el centro de la habitación en sombras una pequeña lámpara iluminaba una estatuilla de oro de la antigua diosa babilónica Ishtar, una versión moderna realizada por Fricca, la popular artista del Cinturón Principal.

Sparta se detuvo, atraída por la estatuilla, y realizó con su ojo macrozoom una inspección microscópica. Se trataba de un trabajo maravilloso, pequeño pero henchido de poder, flexible pero nudoso, como un estudio en cera de Rodin. Alrededor de la base se habían esculpido los versos de un himno primitivo en letras que imitaban la escritura cuneiforme: «Ishtar, la diosa del crepúsculo, soy yo. Ishtar, la diosa del amanecer, soy yo. Los cielos destruyo, la tierra devasto en mi supremacía. La montaña arraso de una vez, en mi supremacía».

—¿En qué puedo ayudarla?

La pregunta, hecha en tono no de ofrecimiento de ayuda, sino de desdén, procedía de una joven que había emergido en silencio de las sombras.

—Soy la inspectora Troy, de la Junta de Control del Espacio —dijo Sparta volviéndose hacia ella. La alta recepcionista llevaba puesta una larga túnica púrpura de algún tejido que tenía la misma textura que el terciopelo chafado; Sparta se sintió avergonzada de recordar que ella tenía el pelo chamuscado, las mejillas tiznadas, y los pantalones rotos y manchados—. Por favor, informe a la señora Sylvester —se aclaró la garganta— de que he venido para hablar con ella.

—¿La está esperando, inspectora? —preguntó aquella voz suave, fría y decididamente poco dispuesta a cooperar…

El nombre de la recepcionista estaba grabado en un sólido broche de oro que llevaba prendido debajo de la garganta, un broche que habría resultado invisible para los ojos normales. Pero no para los de Sparta.

Uno de los talentos que debe poseer un policía que vale más que el término medio de sus compañeros, es ser capaz de decir más de una cosa a la vez; algunas frases sencillas llevan una rica carga de implicaciones (obedéceme o vas a la cárcel), y el truco de emplear el nombre de pila nunca está de más, aunque sólo consiga hacer enfadar al interpelado.

—Necesito su entera cooperación, Barbara. —Barbara reaccionó con un movimiento brusco congelando la imagen en la pantalla de vídeo que llevaba en la mano y que había estado consultando—. He venido a ver a Sondra Sylvester por un asunto oficial y urgente —le dijo Sparta— concerniente a Los siete pilares de la sabiduría.

La recepcionista tecleó con aire estirado un código de tres dígitos y le habló en voz baja al artilugio. Un momento después la voz ronca y exuberante de Sondra Sylvester llenaba la habitación.

—Acompañe inmediatamente a mi despacho a la inspectora Troy.

A la joven recepcionista se le bajaron los humos.

—Sígame, por favor —susurró.

Sparta pasó tras ella a través de unos dobles paneles que se abrieron deslizándose en silencio. Un pasillo curvo conducía a otro, y éste pronto se abría mostrando escenas de una gran ambigüedad; debajo de Sparta, y a un lado, unas ventanas ahumadas y curvas daban a salas de control ocupadas por docenas de operarios que estaban sentados ante pantallas y vídeos de color verde y anaranjado. Otro pasillo de cristal curvo cruzaba por arriba y por abajo, y otras salas de control se veían a través de las distantes ventanas. Muchas de las pantallas que Sparta contemplaba mostraban gráficas o columnas de números, pero en otras se veían imágenes de vídeo en directo que presentaban un extraño mundo, semejante a una pecera, desenrollado igual que la panorámica de un paseo por una feria.

En algún lugar de la superficie de aquel planeta situado debajo —en el lado visible e iluminado o a lo lejos, en la oscuridad de más allá del límite— algunas señales de radio transmitidas por satélites sincrónicos movían los robots por control remoto, haciéndoles buscar, cavar, moler y apilar. Las panorámicas que mostraban las pantallas en movimiento eran vistas del infierno a través de ojos de robot.

Pasaron de pronto más allá de las salas de control. Sparta siguió a la recepcionista a través de una puerta que iba a dar a otro pasillo, y por fin entraron en un despacho de tal opulencia que Sparta titubeó antes de entrar.

Un escritorio de calcedonia pulida se alzaba delante de una pared de bronce curvado y tosca textura. Una luz rojiza caía a intervalos sobre la superficie de la pared iluminando las estatuas colocadas en nichos, obras exquisitas de los mejores y más importantes artistas del sistema solar: un duplicado en escayola de Ishtar, obra de Fricca, flanqueado por Innanna, Astarté, Cibeles, Mariana, Afrodita y Laksmi. Otra pared contenía, de arriba abajo, una serie de estantes llenos de libros encuadernados en piel de colores y estampados en oro y plata. A través de las ventanas provistas de poderosos filtros las sulfurosas nubes del planeta rodaban en medio de una luz crepuscular.

Era una habitación que, paradójicamente, hablaba de desesperación; una prisión cuyos estáticos lujos estaban pensados para sustituir las fortuitas simplicidades de la libertad.

—Puedes retirarte, Barbara.

Al darse la vuelta Sparta se encontró detrás de ella a Sylvester, que llevaba puesta la misma túnica de seda oscura que vestía al desembarcar de la Helios. Y cuando Sparta se volvió para mirar a la recepcionista, ésta ya no estaba; aquellas mujeres conocían un misterioso truco para moverse silenciosamente. Sparta se sorprendió a sí misma deseando que Proboda ya hubiese hecho acto de presencia.

—Es usted mucho más pequeña de lo que me esperaba, inspectora Troy.

—Las imágenes de vídeo producen a veces ese efecto.

—Y no me cabe la menor duda de que ése es el efecto que usted buscaba —le dijo Sylvester. Cruzó la alfombrada habitación hacia el escritorio de piedra y se sentó tras él—. En circunstancias normales la invitaría a que se pusiera cómoda, pero realmente en estos momentos me encuentro en extremo ocupada. ¿O es que está usted dispuesta a liberar mi cargamento?

—No.

—¿Y qué puedo yo decirle de Los siete pilares de la sabiduría?

Sparta se daba cuenta de que estaba demasiado cansada para andarse con sutilezas; se sorprendió a sí misma por lo directo de la pregunta que formuló.

—¿Cuánto se gastó usted en falsificarlo? ¿Tanto como habría pagado por el auténtico?

Sylvester se echó a reír con una especie de ladrido sobresaltado.

—Una pregunta muy ingeniosa para la que no hay respuesta.

Pero, al contrario que Sparta, Sylvester no sabía mentir bien; se sostenía en una cuerda floja, y lo que pretendía pasar por frialdad era el resultado de una larga práctica en refrenar una naturaleza tempestuosa.

—Se marchó usted de la villa que había arrendado en la Isle du Levant el día después de llegar allí; tomó un magnoplano de Tolón a París y luego un reactor hasta Washington, D. C., donde empleó un día visitando la Biblioteca del Congreso para grabar todo el contenido del único ejemplar que queda de la edición de Oxford de Los siete pilares de la sabiduría y que aún es accesible para el público. Luego voló a Londres, donde con la ayuda de la librera Hermione Scrutton, cuya implicación en el fraude literario quizás hasta llegue a considerarse distinguido en ciertos círculos, concertó usted encuentros con algunos grupos de Oxford, una ciudad donde se mima el arte de la imprenta y se conservan los antiguos instrumentos para el mismo, donde hasta los tipos que se empleaban en el pasado se muestran como tesoros de museo, y donde las veneradas técnicas todavía se practican de vez en cuando, con la ayuda de varios impresores y un encuadernador, personas cuyo amor por el arte de hacer libros es tan grande que se permiten intervenir en falsificaciones sólo por el placer de poner en práctica sus habilidades, aunque las muy sustanciosas sumas que usted les pagó no sirvieron precisamente para enfriar su entusiasmo, usted consiguió una copia casi perfecta de Los siete pilares de la sabiduría. Le fue todavía más fácil sobornar a un miembro de la tripulación de la Star Queen, hombre notorio por su amor al lujo, para que practicase su bien calculada destreza en una caja cerrada y robase un libro del cargamento de su propia nave, sustituyéndolo por la falsificación que usted le dio.

Mientras Sylvester escuchaba estas explicaciones, el color de las pálidas mejillas se le iba acentuando.

—Ése es un guión extraordinario, inspectora. No puedo imaginarme qué comentario desea que le haga.

—Sólo que lo confirme.

—No soy un estanque preparado para que usted pesque en él. —Sylvester deseaba poder relajarse—. Por favor, márchese ya. No dispongo de más tiempo.

—Fui muy descuidada en mi primera inspección de la Star Queen… Sabía que uno de sus robots había sido probado sobre el terreno; creí que eso era lo que explicaba la radiactividad residual que tenía. No me molesté en examinar los ensamblajes de combustible.

—Salga de aquí —le dijo llanamente Sylvester.

—Pero a veces saber poco resulta peligroso. Si hubiera inspeccionado a fondo aquel robot caliente, me habría dado cuenta de que McNeil había reinsertado las varas de combustible para poder abrir la máquina. Ese descuido estuvo a punto de costarnos la vida a Blake Redfield y a mí. A manos de usted.

—Lo que está diciendo es una completa tontería…

De dos rápidos pasos Sparta se colocó ante el escritorio. Levantó el paquete envuelto en plástico que llevaba todo el tiempo en un costado y lo dejó con un golpe sobre la piedra pulida.

—Aquí está todo lo que queda de su libro, señora Sylvester.

Sylvester se quedó helada. Miró fijamente el paquete. La indecisión era tan evidente, tan atormentadora, que Sparta pudo sentir la aprensión y el dolor de aquella mujer.

—Un farol sólo servirá para hacerle ganar un poco más de tiempo —continuó diciéndole Sparta—. Puede que yo no esté acertada del todo en los detalles, pero investigaré a fondo sus archivos financieros, hablaré con los que están al corriente. Con McNeil, para empezar. Los detalles y los testigos irán apareciendo en breve. Y además está ese libro. —El libro yacía allí; un envoltorio rectangular envuelto en plástico—. Es difícil de reconocer en su actual estado —comentó roncamente Sparta, cuyo miedo y rencor por el ataque cometido contra su vida por fin dejaban paso a la ira y borraban la apatía que había amenazado su capacidad de criterio—, de modo que quizá tenga usted la bondad de decirme de cuál de las dos copias se trata.

Sylvester suspiró. Temblando, alargó la mano hacia el plástico transparente y lo retiró… El chamuscado bloque de páginas yacía entre cenizas dentro de los fragmentos destrozados del estuche.

—Esto es demasiado cruel —dijo en un susurro. Sylvester se afirmó en su sillón, agarrándose con tanta fuerza al borde del escritorio que los nudillos se le pusieron blancos—. ¿Cómo quiere usted que lo sepa?

Sparta le dio la vuelta al libro y empezó a curiosear abriendo las tostadas páginas.

—«Los soñadores del día son hombres peligrosos —leyó—, porque pueden actuar en sueños con los ojos abiertos para hacerlo posible». Donde dice «sueños» debería decir «sueño», en singular. —Sparta le dio otra vez la vuelta al libro e, inclinándose sobre el escritorio, lo empujó hacia Sylvester—. Blake Redfield me ha informado de que el texto contiene muchas otras erratas del estilo. Éste es el falsificado. El original ya ha sido devuelto a su dueño.

—¿A Darlington?

—Eso es correc…

En un estado casi de total agotamiento, en la embriagadora oleada de venganza contra la mujer que había tratado de quitarle la vida, Sparta no había escuchado… Su reacción ante la pistola negra que apareció en la mano de Sylvester apuntando hacia ella, fue lamentablemente lenta.