18

Los sistemas vitales de una estación espacial son autónomos. Alguien que conocía bastante bien Port Hesperus se las había ingeniado para dejar aislado todo el sector central que miraba a las estrellas, interrumpiendo la energía del recinto principal, procedente del reactor nuclear, y cortando las líneas de las tomas solares. Todo esto en el mismo instante en que una escotilla de presión estallaba en el sector de seguridad…

Hasta que entraron en acción las baterías de emergencia, iba a estar todo muy oscuro.

Pero no para Sparta, que sintonizó su corteza visual en la gama de infrarrojos y se dirigió a toda velocidad a través de un extraño mundo de formas fosforescentes, un entorno que recordaba misteriosamente alguna gigantesca maqueta de plástico de cualquier complejo organismo iluminado solamente con neón rojo. Exceptuando las instalaciones de luz, que aún brillaban a causa del calor que había en sus diodos, todo lo demás estaba oscuro. Los cables empotrados en los paneles de las paredes seguían brillando por la resistencia a la electricidad que unos instantes antes había fluido por ellos, y los propios paneles brillaban débilmente con calor prestado.

Aunque la mayoría de los aparatos microminiaturizados de la estación consumían sólo unas cantidades insignificantes de electricidad, su extremada densidad formaba puntos calientes que fosforecían en los teléfonos y cadenas de datos. Todas las pantallas planas y vídeos fosforescían con los mismos alfanuméricos, gráficas o imágenes de rostros humanos que tenían en pantalla en el momento de cortarse la energía. Y aquellos lugares que habían sido tocados por manos o pies humanos durante la última hora resplandecían a causa del calor ocasionado por el paso de tales seres humanos. De haber ratas en las paredes, Sparta las habría visto.

Afuera, en los salones y pasillos, las luces de emergencia destellaron rápidamente abastecidas por sus propias baterías autónomas; lanzaban rayos duros y desnudas sombras de estróbica sobre los pasillos, que estaban abarrotados. La gente se movía como bandadas de calamares, avanzando con un único propósito hacia la parte central del núcleo; la mayoría de ellos se movían en silencio, silencio roto únicamente por algunos gritos de miedo a los que se respondía de inmediato con órdenes tranquilas cuando el personal de emergencias cogía a remolque a los recién llegados, muy atemorizados, y los conducía con firmeza hasta un lugar seguro.

La pérdida de presión es el primordial temor en el espacio, pero los residentes habituales en Port Hesperus habían pasado con tanta frecuencia por simulacros rutinarios para ese tipo de eventos precisamente, que cuando se producía uno de verdad se consideraba casi como una rutina más. Los más antiguos se encontraban a sabiendas de que era tan enorme el volumen de aire existente en tan sólo un sector del núcleo de Port Hesperus, que harían falta ocho horas antes de que la presión bajase desde aquel lujoso valor habitual, propio del nivel del mar, a la escasez de la cima de las montañas de los Alpes. Y mucho antes de que eso sucediera, los equipos de reparaciones habrían terminado su trabajo.

Sparta procuró mantenerse en la oscuridad, evitando los pasillos y las muchedumbres; flotaba entre el tenue resplandor de infrarrojos existente en los pasadizos de acceso, avanzaba a lo largo de los conductos de carga y pasaba junto a las tuberías e hileras de cables que había en los túneles de ventilación mientras se dirigía hacia el lugar donde se encontraba la escotilla volada. Se movía en sentido opuesto al gentío, pero en la misma dirección que el aire; solamente necesitaría unos breves momentos de escucha para localizar con exactitud la dirección del viento, pues éste ululaba al pasar por la plancha de presión volada y hacía sonar el núcleo como si de un gigantesco órgano se tratase.

Mientras volaba sentía la brisa; al principio ésta se removía con suavidad, pero luego fue haciéndose cada vez más refrescante. A veinte o treinta metros del agujero, el flujo de aire alcanzaba una velocidad propia de huracán, y si Sparta se veía obligada a saltar por encima de aquella imaginaria linde, sería absorbida por aquel embudo supersónico y saldría disparada igual que una bala de rifle. Tendría que acercarse a aquel lugar, pero no tanto.

La escotilla abierta se hallaba en la cámara de descompresión Q3 y el propósito de este segundo acto de sabotaje estaba muy claro para Sparta: alguien había tenido necesidad de provocar algo que distrajera la atención de la gente de la Star Queen, algo que convirtiera las inmediaciones en un lugar inseguro. Alguien mucho más inteligente de lo que Sparta había sospechado. De modo que la muchacha atajó a toda velocidad por las calles traseras de la estación espacial para intentar llegar a la Star Queen mientras el culpable estuviera aún a bordo.

Se le ocurrió, mientras se aproximaba al compartimiento de descompresión a través del tramo final de uno de los conductos de ventilación, que aquella distracción no sólo había sido inteligente, sino también astuta, pues había provocado el máximo temor con un mínimo riesgo de daños personales. Las únicas personas en las inmediaciones de la escotilla que habían volado eran guardianes pertrechados con trajes espaciales, de manera que aunque hubiesen sido absorbidos al vacío de la bahía de aterrizaje habrían estado lo suficientemente protegidos. ¿Se trataría de un malvado con buen corazón?

No el que había volado el abastecimiento de oxígeno de la Star Queen. Quizás en este caso la seguridad fuera más aparente que real, producto accidental de un plan fundamentalmente pragmático.

Sparta golpeó el panel del extremo del conducto de ventilación y lo vio alejarse, arrastrado por la corriente de aire; se asomó por el agujero y contempló una desolación oscura y clamorosa. Las proximidades del comportamiento de descompresión de la zona de seguridad se hallaban desiertas. Los guardias, en el caso de que no se encontraran en un mal sitio a la hora precisa y no hubieran sido lanzados hacia afuera, habrían recibido ya órdenes de despejar la zona. Eso sería lo que el autor de los hechos planeaba, lo que necesitaba.

Y si Sparta estaba en lo cierto, el individuo aún se encontraría a bordo de la nave; habría dejado la escotilla abierta de par en par, sin malgastar el tiempo poniéndose el traje espacial, y estaría a punto de volver a salir en cualquier momento.

Sparta le impediría la huida. Se dio impulso y salió del conducto de ventilación. Pegándose a las paredes para resistir mejor el absorbente vacío, avanzó adelantando una mano detrás de la otra hasta entrar en el tubo de aterrizaje de la Star Queen. Siguió adelante lentamente mientras aquel viento atroz le desgarraba las orejas. Por fin llegó a la escotilla principal de la nave.

Una vez dentro de la misma manipuló los interruptores y contempló cómo la escotilla se cerraba sola herméticamente tras ella; dentro de la cámara de descompresión de aire reinaba el más absoluto silencio. Vio la fosforescencia de algunas huellas de manos en los interruptores y en los travesaños de la escalera, huellas de manos pertenecientes nada más a una persona.

Allí estaban los dos solos. Sparta se inclinó para acercarse más a una de aquellas huellas fosforescentes e inhaló su esencia química. No se trataba de nadie que hubiera conocido en Port Hesperus, nadie que hubiera tenido ocasión de tocar desde hacía semanas. Aquel penetrante dibujo de aminoácido, al hacerse plenamente visible para ella, le tomaba el pelo a su memoria, pues no se encontraba en ningún lugar a donde ella tuviera acceso…

En un posible guión, Sondra Sylvester habría estado en la bodega tratando de robar Los siete pilares de la sabiduría; pero dos minutos antes, Sylvester se encontraba a dos kilómetros de allí. En otro guión, que era el favorito de Sparta, habría sido Nikos Pavlakis quien se encontrase en la nave, en la cubierta de vuelo, disponiendo los sistemas automáticos para hacer despegar la nave y lanzarla disparada de la estación en dirección al sol, para enterrar allí definitivamente las pruebas de traición por parte suya y de sus socios. Pero, sin cómplices, Pavlakis no había tenido tiempo de poner en marcha un alboroto que causara distracción.

Sparta se adentró en la nave con cautela, pasó por la cubierta de almacenamiento de víveres y allí se detuvo; luego bajó flotando a través de la cubierta de vuelo. La fosforescencia de las luces de la consola, alimentadas por baterías, formaba un suave caleidoscopio circular en medio de la oscuridad. Se detuvo de nuevo, escuchando…

Un movimiento cauteloso y distante, el roce de un guante, quizás, o el suave roce de un pie contra la superficie metálica. Lo localizó; su presa estaba en la bodega A. Y no era quien ella esperaba encontrarse.

Si quienquiera que se hallase en la bodega no era Sylvester, entonces era uno de sus agentes. No Nancybeth, que, incapaz de concentrarse en nada que no fueran sus propias necesidades y placeres durante más de un minuto seguido, resultaba tan localizable somáticamente como un niño pequeño. Las comunicaciones dirigidas a y procedentes de la Helios habían sido rigurosamente monitorizadas; alguien que había estado a bordo de la Helios, pues. Sparta se dio cuenta de que había sido una tonta…

Se arrastró poco a poco, ingrávida, por el pasillo de la cubierta de soporte de vida con todos sus hiperdesarrollados sentidos alerta, y pasó por la escotilla de la cámara de descompresión de aire que había en la bodega —que estaba entreabierta— hasta que tuvo la cara a sólo unos centímetros de la escotilla exterior de la bodega A. Ésta también se encontraba abierta. Avanzó en silencio, dándose impulso con los dedos sin producir casi fricción, y entró en la cámara de descompresión.

—No tengas miedo de mí —le dijo él. Tenía la voz tan cálida como antes, pero esta vez se elevaba desde una base tonal más firme y profunda. Estaba bastante cerca—. Necesitaba averiguar una cosa.

Sparta pensó que aquel hombre hacía gala de un control extraordinario. Si hubiera tomado las huellas de su voz, las palabras de él no hubieran revelado falta de sinceridad.

La muchacha se detuvo donde estaba, sin aliento, a fin de poder pensar un poco. Podía oírlo y olerlo, sabía aproximadamente dónde estaba, pero iba desarmada y él no quedaba en el punto de mira.

—No tienes que dejarte ver —le dijo él—. No estoy seguro de dónde estás, en realidad, aunque creo que puedes oírme fácilmente. Déjame que te explique.

Transcurrieron unos segundos que Sparta aprovechó para acercarse centímetro a centímetro a la escotilla interior. La oscuridad de la bodega era fría y negra, al menos lo que ella podía ver, a no ser por el débil resplandor rojo que se percibía en los lugares que él había tocado.

El dibujo que formaban las huellas mostraba claramente lo que aquel hombre andaba buscando…, el espacio donde antes descansase el estuche de «Styrene» del libro ahora era un hueco frío y vacío.

—Voy a partir del supuesto de que estás dispuesta a escucharme —dijo él.

Sparta ya lo tenía localizado, pero no con tanta precisión como hubiera querido. Él acechaba en la parte de dentro de la cámara de descompresión. Aquel sonido… estaba producido probablemente por una mano o una cadera de aquel hombre al rozar ligeramente el revestimiento de la bodega, a no mucho más de unos cincuenta centímetros de la cabeza de ella. Tenía que hacer que siguiera hablando, hablando y moviéndose del modo inconsciente que entraña el hablar, que siguiera hablando un minuto más y ella sabría dónde agarrar…

—Necesitaba echarle un vistazo a este libro antes de que tú dieras permiso para que lo sacasen de la nave —siguió diciendo él—. Tú me dijiste que estaba aquí, pero yo tenía que saber si el libro que habías visto era el auténtico. Tú no eres una experta. Yo sí.

La muchacha avanzó unos centímetros más, respirando tanto hacia dentro como hacia fuera en largas, lentas y controladas inhalaciones y exhalaciones que ningún otro oído más que el de ella misma podía captar. La respiración del hombre, como Sparta se encontraba tan cerca, era una nube visible de calor que palpitaba lentamente en el aire oscuro al otro lado de la cámara de descompresión.

En la oscuridad, a treinta centímetros de distancia, él continuaba dándole explicaciones.

—Siempre cabe dentro de lo posible que alguien que disponga de tiempo y de un montón de dinero para gastar falsifique un libro de principios del siglo XX. Habría tenido que buscar artesanos que trabajen tipos de metal, para empezar; e impresores dispuestos a imprimir un libro al estilo antiguo, línea a línea, a partir de un texto que consta casi de un tercio de millón de palabras. Habrían tenido que hacer los moldes de la linotipia, cosa que llevaría meses, y eso contando con que tal persona poseyera la habilidad necesaria, a no ser que la caja de tipos original aún existiera y hubiesen conseguido hacerse con ella. Habrían tenido que encontrar papel antiguo de la clase apropiada, o imitarlo, con filigrana y todo, y hacer que pareciera antiguo. Luego quedaría la encuadernación, el estuche jaspeado, las pastas de piel… ¡Figúrate qué maña, qué habilidad tan increíble!

En su apasionamiento ante el objeto que estaba describiendo, aquel libro peculiar y antiguo, dio la impresión momentáneamente de que se hubiese olvidado de Sparta.

Ésta titubeó, y luego habló en un susurro que sólo podía llegar hasta él.

—Te estoy escuchando. —No obtuvo respuesta Quizás él se hubiera sobresaltado por la proximidad—. ¿Por qué es tan importante ver el libro ahora? ¿Por qué no esperar? —susurró Sparta.

—Porque es posible que el libro auténtico aún se encuentre a bordo.

¿Esperaría ser él el primero en encontrar el libro auténtico? ¿O todo esto se trataba sólo de una elaborada coartada porque ella ya lo había sorprendido con el libro auténtico en las manos?

—Sondra Sylvester voló hasta Washington y luego volvió a Londres tres semanas antes de embarcar en la Helios —continuó diciendo la muchacha—. Hizo otros viajes de Francia a Inglaterra. ¿Qué estuvo haciendo allí?

—Fue a Oxford. Hizo construir un libro. —La voz del hombre era ahora más atrevida, más oscura, como madera dura y antigua—. Yo lo tengo ahora en la mano.

Un obturador chasqueó en la mente de Sparta, una pared descendió, tomó una decisión. Deslizó las manos por encima del borde de la escotilla y se dio impulso con fuerza, entrando velozmente en la bodega. Se incorporó contra los anaqueles de acero que se hallaban situados frente a la escotilla y se volvió de cara a él. Aquel hombre era, en la oscuridad, como un globo fosforescente de color rojo junto a la escotilla abierta. Lo que tenía en las manos era…, un libro…

… sólo un libro.

—¿Podemos dar la luz? —preguntó él.

—Adelante.

Él levantó la mano y tocó el interruptor que había junto a la escotilla. Varias luces piloto verdes iluminaron la bodega, y la joven cambió la visión al espectro visible. Durante un momento Blake le sostuvo la mirada. Parecía un poco tímido, como si lamentase todo aquel alboroto.

Entonces Sparta tuvo un extraño pensamiento: pensó que él presentaba un aspecto encantador con aquel pelo rojizo en desorden y el traje completamente arrugado.

Blake levantó el libro, mostrándoselo.

—Una bella falsificación. La linotipia es perfecta. El papel es perfecto, de la clase que todavía se utiliza para imprimir las Biblias. La encuadernación es extraordinariamente buena. Cualquier análisis químico probará que el libro es nuevo, pero si uno no hubiera visto nunca el original, tendría que leer gran parte del mismo para entrar en sospechas.

Sparta lo estuvo observando mientras escuchaba. Él era, desde luego, diferente.

—¿Qué es lo que revela? —le preguntó.

—Debía de haber un montón de gente en diferentes imprentas aporreando las teclas de la linotipia. Trescientas mil palabras. Y algunos de los impresores no fueron tan cuidadosos como los demás.

—¿Errores?

—Unos cuantos tipos. Sólo unos pocos, lo cual es extraordinario. —Blake sonrió—. Realmente no hubo tiempo para hacer una corrección de pruebas a conciencia.

Sparta comprendió a dónde quería ir él a parar.

—Pero, de todos modos, lo más probable es que Darlington no hubiera leído el libro.

—Por lo que yo sé de ese hombre, ni siquiera habría llegado a abrirlo. —Sonrió—. Bueno, puede que hubiese leído la página del título.

—¿Qué te hace pensar que el original sigue a bordo?

—Porque yo traje personalmente el libro en un transbordador y lo aseguré en ese anaquel sólo unas cuantas horas antes de que la Star Queen partiera. A no ser que lo sacaran de la nave inmediatamente, tiene que estar aquí.

—¿Es ése el estuche donde venía?

La caja gris de «Styrene» flotaba junto a él.

—Estoy casi seguro. No estaba tan preocupado por la cerradura. Un ladrón decidido que dispusiera de tiempo de sobra y tuviera acceso a la computadora de la nave… Me pareció saber lo que Sylvester tramaba, ¿sabes? Pero no se me había ocurrido que pudiera actuar tan de prisa. La noticia del choque con el meteoroide me hizo pensar en lo ansiosa que ella se había mostrado porque la Star Queen emprendiera el viaje según el programa. Luego me enteré de que la inspectora Ellen Troy había sido asignada…

¿Cómo se había enterado de eso? Ya se preocuparía por ello más tarde; iba a tener tiempo de sobra para interrogar a Blake Redfield.

—Muy bien, señor Redfield. Tenga la bondad de darme esta exquisita falsificación. Prueba A. —Con tristeza, añadió—: Gracias por su ayuda, intercederé a su favor en el juicio. Con un poco de suerte puede salir bien librado.

—Siento haber tenido que volar un agujero en la estación. Pero el alboroto que produje no fue sólo por el libro… y no es que no lo valga. —No hizo ademán alguno de entregarle el libro—. Un sabio vendedor me dijo una vez que cualquier cosa que esté en venta vale exactamente lo que el vendedor y el comprador acuerden que vale. Según eso, el auténtico Siete pilares vale un millón y medio de libras. Esta falsificación puede haberle costado a Sondra Sylvester medio millón de libras. Mano de obra y materiales. Más los sobornos y pagas.

A la muchacha le gustaba la voz de él, pero estaba hablando demasiado.

—El libro, por favor.

Blake no dejaba de mirarla a los ojos.

—Ya ves, yo sabía que si alguien venía antes de que yo abandonase la Star Queen, tendrías que ser tú. En realidad contaba con ello.

Otra vez algo se le había pasado por alto a Sparta. Otra vez el corazón le latía apresuradamente. En otro tiempo había conocido bastante bien a Blake Redfield, todo lo bien que un adolescente puede conocer a otro. ¿Por qué ahora aquel hombre era un misterio para ella?

—«SPARTA» —dijo él tranquilamente—. Nunca me creí todo aquello que nos contaron que te había pasado, lo que les había pasado a los tuyos, por qué cancelaban el programa. Te reconocí en el preciso momento en que te vi en aquella calle de Manhattan. Pero tú no estabas dispuesta a que supiera ni siquiera que existías. De modo que…

Un gran ruido de metal al ser roto y rasgado lo interrumpió a media frase; aquel rechinar obsceno aplastó la calidez de su voz. Antes de saber de quién se trataba, mientras se acercaba sigilosamente a él, Sparta había visto abierta aquella otra bodega, pero no le había prestado atención.

—Sígueme —le gritó zambulléndose en la cámara de descompresión tras pasar junto a él a toda prisa. En el pasillo una bocanada de calor le abrasó la cara. La cámara de descompresión de la bodega C, que se hallaba abierta, parecía la boca de un homo. Cerró la escotilla violentamente e hizo girar la rueda—. ¡Blake, muévete!

Éste salió a toda velocidad de la bodega, sin soltar el libro falsificado.

—Súbete aquí —le urgió Sparta—. ¡Tenemos que salir de la nave, rápido!

Blake se dio impulso para salir de la cámara de descompresión…, justo cuando la tapadera de la escotilla se abombó a causa de un impacto impresionante y lo arrojó violentamente hacia un lado de la escalera. Sparta lo empujó y saltó tras él un instante antes de que aquella trompa ribeteada de diamantes se abriera paso a través de la plancha de acero de la escotilla como una sierra a través de una lámina de madera contrachapada, salpicando por todas partes metralla ingrávida. El robot «Rolls Royce» iba recortando rápidamente un agujero a su medida para poder pasar a través de la cámara de descompresión, cerrada herméticamente.

El robot minero, al que habían cargado en la nave por una escotilla de presión exterior, no sólo resultaba demasiado grande para la cámara de descompresión de aire, sino también para el pasillo; el hecho de que tuviera que romper la nave en pedazos para avanzar no lo detendría.

Blake pasó por delante de los camarotes y atravesó la cubierta de vuelo y la de víveres en dirección a la cámara de descompresión de aire principal; en la oscuridad, se daba impulso y se guiaba con una mano, y agarraba el libro con la otra. Sparta lo seguía de cerca, deteniéndose sólo para cerrar con fuerza la escotilla del pasillo inferior detrás de ellos.

Blake llegó a la parte superior del módulo de la tripulación. Se detuvo contra la escotilla exterior de la cámara de descompresión de aire principal, alargó una mano para accionar los interruptores…

… y volvió a retirar la mano como si se la hubiera escaldado.

Sparta se detuvo debajo de él.

—¡Vete, Blake! ¡Vete! —le gritó antes de ver lo que él veía, la señal roja resplandeciente que decía: «AVISO, VACÍO».

—Deben de haber cerrado el área de seguridad —dijo la muchacha—. La deben de haber dejado en vacío.

—Trajes espaciales…, en la pared, a tu lado.

El avance del robot era como un campeonato de demolición, un interminable aplastar y romper metal y plástico. En cualquier momento desgarraría el casco, y entonces ellos dos perecerían en el vacío.

—No hay tiempo —dijo ella—. Nuestra única oportunidad es inutilizarlo.

—¿Hacer qué?

—Aquí no. Estamos atrapados.

Sparta volvió a zambullirse hacia la cubierta de vuelo. Blake la siguió torpemente. Para él aquel lugar estaba tan negro como la boca de un lobo, excepto por la fosforescencia de las luces que había en la consola, pero al parecer la muchacha lo veía todo. Era capaz de ver a través de la cubierta de acero lo que parecía el resplandor de una estrella blanca enana que se acercaba.

—¡Olvídate de ese maldito libro! —le gritó a Blake.

Pero éste sujetaba la exquisita falsificación como si valiera tanto como su propia vida. El robot llegó a la cubierta de vuelo al mismo tiempo que él; era un ser de pesadilla que iba precedido por el fulgor de sus radiadores. Tras haber ensanchado la abertura del pasillo con aquella trompa provista de dientes de sierra, sus sensores erizados fueron lo primero en aparecer por encima del borde del agujero, seguidos unas milésimas de segundo después por su gran cabeza, semejante a un casco de samurai, arremetiendo hacia el interior de la habitación. La cabeza giraba dando rápidos tirones, y los ojos compuestos de láminas de diamante reflejaban el resplandor multicolor del panel de instrumentos.

La oleada de calor que emitían aquellos radiadores fue suficiente para arrojar lejos de allí, dando volteretas, a Blake y a Sparta.

Los brillantes ojos del robot se fijaron en Sparta. Los motores de las patas de aceleraron produciendo un chirrido, y el robot saltó —cinco toneladas y media de masa ingrávida con las palas para extraer mineral extendidas— hacia el ángulo del techo donde la muchacha se encontraba, toda encogida. Ella poseía una pequeña fracción de la misma masa que la máquina, y podía acelerar mucho más de prisa; para cuando el robot llegó a chocar contra el techo de la cubierta de vuelo, Sparta ya estaba botando en el suelo.

—El extintor de incendios —le gritó Blake; y durante medio segundo la muchacha pensó que aquel hombre había sido presa del pánico, que había perdido el juicio… ¿Para qué sirve un extintor de incendios contra un reactor nuclear? Pero en el medio segundo siguiente se dio cuenta de que el calor había inspirado a Blake.

El hecho de que el robot minero no estuviese construido para trabajar en caída libre les proporcionaba una pequeña ventaja en aquella batalla. Y otra ventaja, apenas mayor, se le había ocurrido a Sparta mientras saltaba para esquivar el abrazo del robot: aquella máquina brutal actuaba como si tuviera alguna queja personal…, contra ella. No sólo quería abrir un agujero en la nave y dejar morir a Sparta, ebria de hypoxia. Quería hacerla pedazos. Y además quería verlo.

Alguien estaba mirando a través de los ojos del robot, alguien controlaba todos sus movimientos…

… hasta que Blake voló hábilmente hacia la cabeza de la máquina; mientras avanzaba lo apuntó con un extintor de incendios, apretó el gatillo y le cubrió los ojos con espesa espuma…

—¡Aaaah!

Blake lanzó un grito agudo, rápidamente ahogado. El robot se había vuelto al pasar él y un radiador le había quedado a tan sólo unos centímetros del brazo; Los siete pilares de la sabiduría había estallado en llamas. Dirigió frenéticamente el extintor hacia el libro y luego hacia sí mismo, hacia la chaqueta que estaba ardiendo.

El enorme robot se lanzó sumido en una especie de frenesí, retorciéndose y azotando sin cesar. Había perdido uno de sus agarres y se había quedado sin visibilidad, igual que un escarabajo vuelto de espaldas en el suelo. Pero en cuestión de segundos encontraría dónde agarrarse, se aferraría a cualquier estructura fija. Y entonces seguramente la persona que lo manejaba por control remoto, obligada a establecer una muerte eficaz, se olvidaría de la venganza personal y se pondría sencillamente a usar la máquina para aplastar y romper las ventanas de la Star Queen.

Mientras tanto el enloquecido y fiero robot dominaba la cubierta de vuelo, bloqueándoles la huida; aunque no llegara a encontrar un buen apoyo para ponerse en pie, los mataría prendiéndoles fuego, derritiendo la cabina en torno a ellos.

Sparta sabía muy bien lo que tenía que hacer. Ello la dejaría completamente vulnerable. De modo intermitente le pasó por el cerebro la idea de que no podía fiarse de Blake Redfield, e instantáneamente el resto del cerebro dijo: «Déjalo para luego; lo primero es lo primero».

Sparta cayó en trance. La corriente de datos de frecuencia ultraelevada —la corriente de datos de un olfato frenético, la corriente de datos llena de odio de la transmisión de control del robot— fluyó hacia la mente de la muchacha. Levantó los brazos y las manos y los curvó formando un arco de antena. El vientre le ardía. Emitió el rayo del mensaje.

El robot dio una sacudida espasmódica y luego se quedó paralizado.

Sparta lo tenía cogido igual que a un gato, por el pescuezo, sólo que agarrado con la mente en lugar de con la mano, pero tenía que concentrarse totalmente para hacerlo. Era capaz de contrarrestar la potente señal procedente de aquel cercano transmisor sólo porque se hallaba a unos cuantos metros de distancia del robot; la energía que tenía almacenada en las baterías implantadas debajo de los pulmones se agotaría en poco menos de un minuto.

—¡Blake! —la palabra sonó oclusiva, hueca—. Tírale de la cápsula de combustible.

Lo dijo en un jadeo. El rayo que Sparta emitía osciló y la criatura hizo un violento y espasmódico movimiento.

Blake la miró boquiabierto. La muchacha flotaba como una sacerdotisa cretense en levitación bajo aquella luz misteriosa; tenía los brazos curvados en forma de ganchos, como si estuviese otorgando una salvaje bendición. Sparta se forzó a sí misma a pronunciar las palabras, que salieron débiles como roncos susurros.

—En la panza. Tira de ella.

Blake se movió por fin y se metió debajo del robot, entre aquellas temblorosas patas y garras. Por encima de la paralizada máquina el techo se estaba chamuscando a causa del calor de los radiadores; el recubrimiento de plástico, recalentado, empezó a derramar un humo acre que se extendía por toda la habitación. Blake manoseó torpemente la portilla del combustible —Sparta quería decirle lo que tenía que hacer, pero no se atrevía—, y al cabo de un momento descubrió cómo hacerlo y consiguió abrir la portilla.

Entonces volvió a quedarse atascado. Se detuvo a estudiar el ensamblaje de la célula de combustible durante unos segundos que se hicieron interminables.

Comprobó que estaba hecho tanto para seguridad como para resultar de simple manejo. Al fin y al cabo, era un «Rolls Royce». Blake cerró los dedos en torno a las grapas de cromo del ensamblaje de combustible, se sujetó firmemente con los pies contra el caparazón del robot y tiró de él.

El ensamblaje de combustible salió. El revestimiento se cerró como un telescopio para protegerlo cuando él lo retiraba. En aquel instante el voluminoso robot quedó destripado, muerto. Los radiadores se empezaron a enfriar…

… pero no a tiempo de impedir que el techo estallase envuelto en llamas.

—Maldita sea, más vale que haya otro extintor aquí dentro —gritó Blake.

Y lo había. Sparta lo sacó del soporte de un tirón, pasó como una flecha junto a Blake y cubrió el llameante acolchado del techo con espuma cremosa. Vació toda la botella y luego la tiró lejos.

Se miraron —los dos emocionados— exasperados, chamuscados, tiznados y atragantándose con el humo; y entonces él se las arregló para esbozar una sonrisa. Sparta hizo un esfuerzo por devolvérsela.

—Vamos a ponernos los trajes espaciales antes de que nos asfixiemos.

Él se puso el de McNeil, ella el de Wycherly. Cuando Sparta estaba pasando parte del oxígeno de Wycherly al depósito vacío de McNeil, se detuvo. Había tenido otra inspiración.

—Blake…, fue Sylvester quien robó el libro, quien hizo que lo robaran, y creo que sé dónde se encuentra ahora.

—Tenía una caja con otros libros a bordo, pero ya he mirado allí…

—Yo también. Esto es una suposición. No me lo eches en cara si me equivoco.

Retorció los guantes del traje espacial, excesivamente grande para ella, y se los arrancó.

—¿A dónde vas?

—Necesito los dedos para lo que voy a hacer. Volvió a darse impulso hasta la cubierta de vuelo. Se movió entre las garras y patas del robot inerte hasta que encontró la entrada al procesador principal. Abrió la portilla y metió la mano dentro.

Blake la observaba desde el techo, apenas visible en la oscuridad.

—¿Qué haces ahí dentro?

La muchacha llevaba en ello lo que ya empezaba a parecer mucho tiempo.

—Voy a tener que volver a insertar el ensamblaje del combustible. No te preocupes, ahora está lobotomizado.

Blake no dijo nada. No se le ocurría nada que decir, excepto que la muchacha debía estar loca.

Cuando el ensamblaje del combustible se deslizó dentro del robot, la cabeza de éste se tambaleó y las garras batieron débilmente, pero sus movimientos eran como los de un rinoceronte drogado. Sparta, que parecía pequeñísima dentro del traje de Wycherly, se situó de nuevo en el inerte abrazo del robot y metió la mano en el procesador. Los motores comenzaron a silbar. El abdomen del robot se abrió por el centro y se puso a desplegar una capa tras otra de cámaras compuestas, hasta que todos aquellos complicados intestinos de metal de la cavidad del procesador de metales quedaron al descubierto. Con aquella horrible luz parecía que la máquina se hubiera sacado las entrañas a sí misma.

Sparta se dio impulso por encima del destripado robot y se asomó al interior. Allí, sujeto entre dos enormes y macizos engranajes de tomillo sin fin y en medio de una malla de extremos de tubo y parrillas, se hallaba un frágil y hermoso libro, abrigado en su estuche.