Sparta se puso en contacto telefónico con Viktor Proboda: ya podía dejar de jugar. Los pasajeros de la Helios podían desembarcar.
Los puertos situados en el espacio —al contrario que los puertos para transbordadores espaciales construidos en la superficie de los planetas, que parecen aeropuertos normales— tienen un sabor propio. En parte son puertos, en parte estaciones de ferrocarril y en parte parada de camiones. Por todas partes se ven naves pequeñas, remolcadores, gabarras, taxis, cúteres y satélites autopropulsados que se deslizan y mueven continuamente en torno a las grandes estaciones. Hay muy pocas naves de placer en el espacio (la afición, propia de billonarios excéntricos, de navegar en yate por el sistema solar constituye una rara excepción) y, al contrario que en los puertos de tráfico intenso, en ellos no tienen cabida las fanfarronadas, los saltos por encima de las estelas de otras embarcaciones ni esos insolentes cruces por delante de la proa de otra nave. La rutina diaria consiste en igualar la órbita —exquisita precisión, con reajuste constante de los cálculos de las diferenciales de velocidad y las relaciones masa/combustible—, de manera que en el espacio hasta las naves más pequeñas se hallan rígidamente restringidas a navegar por senderos preestablecidos como si fueran vagones de carga en un patio de maniobras. Sólo que en el espacio grupos de ordenadores se encargan de cambiar continuamente la disposición de las vías.
Dejando aparte el tráfico local, los puertos de naves espaciales no tienen demasiado movimiento. Puede, como mucho, que los transbordadores espaciales de la superficie del planeta se acerquen por ellos unas cuantas veces al mes, y que las naves interplanetarias de pasajeros y de mercancías lo hagan unas cuantas veces al año. El alineamiento más favorable de los planetas tiende a concretar las temporadas de máximo movimiento; entonces las cámaras locales de comercio ponen en la calle un gran número de voluntarias disfrazadas que salen a recibir a las naves de pasajeros cuando éstas llegan, lo mismo que en otro tiempo Honolulú saludaba al Lurline y al Matsonia. A falta de faldas de hierba y de guirnaldas de flores indígenas, las animadoras de las estaciones espaciales han inventado nuevas «tradiciones» que son reflejo de la mezcla política y étnica existente en la estación, de su base económica y de las mitologías que han tomado prestadas: así, al llegar a la estación espacial de Marte, cabe que los pasajeros se encuentren con hombres y mujeres vestidos con corazas romanas que muestran las rodillas desnudas y llevan banderas rojas llenas de blasones con martillos y hoces.
En Port Hesperus los pasajeros de la Helios, al desembarcar tras aquella larga demora, atravesaron un tortuoso pasillo de acero inoxidable adornado con luces de colores, llamativos letreros que pregonaban con orgullo en inglés, árabe y ruso los productos minerales de la estación; banderas de papel salpicadas de kanji que ondeaban movidas por la brisa producida por los ventiladores y extractores de gases, ponían una nota adicional de festividad.
Cuando los pasajeros llegaron a un sector del pasillo que tenía el techo de vidrio, les llamó la atención un silencioso tumulto que se estaba produciendo por encima de sus cabezas; al mirar hacia arriba sintieron un sobresalto al ver a una Afrodita ataviada con túnica que cabalgaba sobre una concha de plástico al tiempo que les sonreía y les saludaba con la mano. Cerca de ella una diosa del sol Shinto se mecía graciosamente ataviada con un quimono de seda. Ambas mujeres flotaban libremente en gravedad cero, y cada una de ellas formaba extraños ángulos con respecto a la otra y el resto de la gente. Esta aparición de las diosas de la estación (los japoneses estaban propagando mucho su propia identidad) se hallaba rodeada de una docena de hombres, mujeres y niños sonrientes que les hacían gestos y que llevaban cestos llenos de frutas y flores, producto de las granjas y jardines hidropónicos de la estación.
Los pasajeros, antes de que se les permitiera ascender hasta el nivel en que se encontraban aquellas criaturas celestiales, tuvieron que enfrentarse a un último obstáculo. Al final del pasillo el inspector Viktor Proboda, flanqueado por respetuosos guardas que llevaban al costado armas para aturdir, estaba esperándolos para conducirlos hasta una pequeña habitación cúbica cuyas seis caras se hallaban tapizadas con moqueta de color azul oscuro. Allí fueron entrando, unos individualmente, otros en grupo. En una de las paredes de aquel cubo enmoquetado, una pantalla de vidrio exhibía el rostro solemne de la inspectora Ellen Troy a un tamaño bastante mayor que el natural. La muchacha estaba estudiando con toda ostentación una pantalla de expedientes que tenía justo delante, pero cuya superficie quedaba fuera de la vista de aquéllos que contemplaban la pantalla de vídeo.
Sparta se encontraba en una habitación escondida, no lejos del tubo de desembarque, y en realidad no le estaba prestando atención a la pantalla de expedientes, que era sólo un apoyo. Había acordado con Proboda que traerían a los pasajeros a aquella habitación siguiendo un orden específico, y ya se había deshecho de la mayoría de ellos, incluidos el profesor japonés y los árabes con sus familias, además de varios ingenieros y viajantes de comercio.
En aquel momento estaba intentando meter prisa a las muchachas holandesas para que siguieran su camino.
—Ya no tendremos que retenerlas más —les dijo con una sonrisa amistosa—. Espero que el resto del viaje les resulte más divertido.
—Ésta ha sido la mejor parte —dijo una de ellas.
Y otra añadió con un rápido batir de pestañas que estaba dedicado a Proboda:
—Realmente nos está gustando su compañero.
La tercera muchacha, sin embargo, parecía tan remilgada como el propio Proboda.
—Por aquí, por favor —les dijo éste—. Todas ustedes. A la derecha. Vamos, vamos.
«Vikee» notó la divertida mirada de Sparta desde la pantalla de vídeo, pero consiguió meter prisa a las chicas para que salieran y después hizo entrar en la habitación a Percy Farnsworth, todo ello sin tener que mirar a la imagen de Sparta directamente a los ojos.
—El señor Percy Farnsworth, de Londres, representante de «Lloyd’s». —Farnsworth entró en el cubo de interrogatorios mordiéndose espasmódicamente el bigote—. Señor Farnsworth, la inspectora Troy —le indicó Proboda señalando la pantalla de vídeo.
Farnsworth se las arregló para mostrarse enérgico y sin aliento a la vez.
—Deseo servirle de ayuda en su investigación, inspectora. No tiene más que decirlo. Esta clase de cosas son mi especialidad, ya sabe.
Sparta se quedó mirándolo, inexpresiva, durante dos segundos; un timador veterano para el que ya habían pasado los buenos tiempos y ahora trabajaba para el otro lado. Ésa era su historia, de cualquier modo.
—Ya ha sido usted útil, señor. Nos ha dado muchas pistas. —Sparta fingió leer con detenimiento el expediente de aquel hombre en la pantalla simulada—. Mumm. Su compañía, «Lloyd’s», parece haberse mostrado bastante entusiasta respecto a la Star Queen. Aseguraron la nave, la mayor parte de la carga y la vida de los tripulantes.
—Así es. Y, como es natural, me gustaría ponerme en contacto con «Lloyd’s» lo más pronto posible, redactar un informe preliminar y…
Sparta lo interrumpió.
—Bien, de manera extraoficial yo diría que las compañías de seguros han dado por terminado todo este asunto un poco a la ligera…
Farnsworth reflexionó durante unos instantes sobre aquella información. ¿A qué se refería la mujer exactamente? Llegó a la conclusión de que, por lo visto, la inspectora estaba dispuesta a mostrarse amistosa con él.
—Eso es muy alentador —dijo; y luego bajó la voz hasta convertirla en un murmullo confidencial—. Pero ¿le importaría mucho a usted… este asunto de Grant…?
—Supongo que lo que a usted le gustaría saber es si legalmente ha sido un accidente o un suicidio. Ésta es la pregunta importante en este caso. Desgraciadamente los abogados tendrán que litigar para dilucidarlo, señor Farnsworth. Yo no tengo nada que añadir a la grabación que se ha hecho pública. —Utilizó un tono que no sonaba precisamente amistoso—. Aceptaré su amable ofrecimiento de prestarme ayuda. Por favor, pase por esa puerta de la izquierda y espéreme dentro.
—¿Ahí?
Una puerta que daba a un horrible tubo de acero se había abierto de repente en la moqueta. Farnsworth se asomó vacilante, como si esperase que le saliera al encuentro un animal salvaje.
Sparta lo empujó.
—No lo retendré ahí más de diez minutos, señor Farnsworth. Siga, ¿eh?
Murmurando «de acuerdo», Farnsworth pasó por la puerta. Justo en el momento en que hubo pasado, la puerta se cerró tras de él. Proboda abrió rápidamente la puerta que daba al tubo de desembarque.
—El señor Nikos Pavlakis, de Atenas; es el representante de las «Líneas Pavlakis» —informó Proboda—. Ésta es la inspectora Troy.
Pavlakis movió de un lado a otro aquella gran cabeza suya y dijo:
—Buenos días, inspectora.
Sparta no se dio por enterada hasta que hubo terminado de leer algo en la pantalla. Entretanto Pavlakis se tiraba nerviosamente de los puños de la ceñida chaqueta.
—Veo que ésta es su primera visita a Venus, señor Pavlakis —le dijo Sparta al tiempo que levantaba la vista—. Y en circunstancias lamentables.
—¿Cómo está el señor McNeil, inspectora? —le preguntó Pavlakis—. ¿Se encuentra bien? ¿Puedo hablar con él?
—Los médicos ya le han dado de alta. Pronto podrá usted hablar con él. —A Sparta le pareció sincera la preocupación de aquel hombre, pero ello no la desvió ni un ápice de su línea—. Señor Pavlakis, advierto que la Star Queen tiene un número de registro nuevo, aunque, sin embargo, la nave tiene en realidad treinta años. ¿Cuál es su número de registro anterior?
El fornido hombre se encogió, asustado.
—Ha sido completamente restaurada, inspectora. Todo es nuevo, excepto el chasis básico, que ha sido reacondicionado con unos cuantos…
Viktor Proboda interrumpió la nerviosa improvisación de Pavlakis.
—La señorita le ha preguntado cuál era el número de registro anterior.
—Yo…, creo que era NSS 69376, inspectora.
—Kronos —dijo Sparta. La palabra fue como una acusación—. Ceres, en el 67, dos miembros de la tripulación muertos, una tercera mujer herida, todo el cargamento perdido. Estación de Marte en el 73, colisión al aterrizar, lo que produjo la muerte de cuatro trabajadores de la estación y la destrucción del cargamento de una de las bodegas. Desde entonces ha sufrido numerosos accidentes con pérdida de cargamento. Varias personas han resultado heridas, y por lo menos otra muerte más se ha atribuido a un mantenimiento por debajo de lo que suele ser normal. Tenía usted buenas razones para rebautizar la nave, señor Pavlakis.
—Kronos no era un buen nombre para una nave espacial —comentó Pavlakis.
Sparta asintió solemnemente.
—Un titán que se comía a sus propios hijos. Debía de resultar difícil reclutar tripulaciones cualificadas.
Los fuertes dedos de Pavlakis recorrían una y otra vez las cuentas de ámbar.
—¿Cuándo se me permitirá examinar la nave y el cargamento, inspectora?
—Responderé a sus preguntas lo mejor que sepa, señor Pavlakis. En cuanto termine con este procedimiento. Por favor, espéreme ahí…, pase por esa puerta que hay a su izquierda.
De nuevo la puerta invisible bostezó inesperadamente en el frío tubo de acero. Con un aspecto terrible y mirando por encima del bigote, Pavlakis pasó a través de la puerta sin pronunciar una palabra más.
Cuando la puerta se hubo cerrado, Proboda admitió al siguiente pasajero procedente del tubo de desembarque.
—La señora Nancybeth Mokoroa, de Port Hesperus, sin empleo conocido. —La muchacha entró enojada, mirando furiosa a Proboda y sin decir palabra; luego miró con desprecio hacia la pantalla de vídeo. Una vez que se cerró la puerta que daba acceso al pasillo y que la joven quedó encerrada dentro, Proboda dijo—: Ésta es la inspectora Troy.
—Señora Mokoroa, hace un año usted puso un pleito para romper un contrato de compañerismo de tres años de duración con el señor Vincent Darlington; fue poco después de que ustedes dos llegasen aquí. Su demanda se basaba en incompatibilidades sexuales. ¿Estaba entonces el señor Darlington al corriente de que, de hecho, usted se había convertido en compañera de la señora Sondra Sylvester?
Nancybeth se quedó mirando fijamente y en silencio a la imagen que veía en la pantalla de vídeo; su rostro adoptó una expresión de desprecio, semejante a una máscara, que era producto de una larga práctica…
… y que Sparta reconoció fácilmente como tapadera de un desesperado nerviosismo. Decidió esperar.
—Somos amigas —repuso Nancybeth con voz ronca.
Sparta dijo:
—Eso es muy bonito. ¿Entonces el señor Darlington tenía conocimiento de que también eran ustedes amantes?
—¡Sólo amigas, eso es todo! —La joven lanzó una mirada enloquecida por toda aquella claustrofóbica habitación enmoquetada y miró al enorme policía que se encontraba a su lado—. ¿Qué demonios piensa usted que va a probar? ¿Qué es toda esta…?
—Muy bien, de momento dejaremos ese tema. Ahora, si es tan amable…
—Quiero un abogado —dijo Nancybeth gritando; había decidido que el ataque era la mejor defensa—. Aquí dentro, y ahora mismo. Conozco mis derechos.
—Haga el favor de contestar sólo una pregunta más —terminó tranquilamente Sparta.
—¡Ni una puñetera palabra más! Ni una palabra más, uniforme azul. Éste es un arresto ilegal. Registro irrazonable… —Sparta y Proboda intercambiaron una mirada. ¿Registro?—. Ofensa a la dignidad —continuó diciendo Nancybeth—. Calumnia. Premeditación maliciosa…
Sparta estaba a punto de sonreír.
—No nos ponga un pleito hasta que haya oído la pregunta, ¿de acuerdo?
—Así no tendremos que arrestarla antes de hacérsela —añadió Proboda.
Nancybeth se atragantó de rabia al darse cuenta de que se había precipitado. Todavía no la habían arrestado. Y posiblemente no lo harían.
—¿Qué quieren saber? —De pronto parecía agotada.
—Nancybeth, ¿cree que alguno de ellos, Sylvester o Darlington, sería capaz de cometer un asesinato…, por usted?
A Nancybeth le sorprendió tanto la pregunta que se echó a reír a carcajadas.
—¿A juzgar por cómo hablan el uno del otro? Los dos estarían dispuestos a hacerlo.
Proboda se inclinó hacia ella.
—La inspectora no le ha preguntado lo que ellos…
Pero Sparta lo hizo callar con una mirada desde la pantalla de vídeo.
—Muy bien, gracias, puede marcharse. Por esa puerta de la derecha.
—¿La de la derecha? —preguntó Proboda; y Sparta asintió vivamente con la cabeza. El policía abrió la puerta.
Nancybeth mostraba recelo.
—¿A dónde da?
—Al exterior —le dijo Proboda—. Fruta y disfraces. Está usted libre.
La joven miró otra vez en torno a la habitación con los ojos muy abiertos y los orificios temblándole casi imperceptiblemente a causa de la cólera que sentía. Después salió precipitadamente por la puerta, como un gato salvaje liberado de una trampa. Proboda miró a la pantalla de vídeo, exasperado.
—¿Por qué ella no? A mí me ha parecido que tiene mucho que ocultar.
—Lo que ella oculta no tiene nada que ver con la Star Queen, Viktor. Pertenece a su propio pasado, creo yo. ¿Quién es el próximo?
—La señora Sylvester. Mire, tengo que decirle que espero que ahora actúe con más tacto que…
—Llevemos el juego tal como acordamos.
Proboda lanzó un gruñido y abrió la puerta que comunicaba con el tubo.
—La señora Sylvester, de Port Hesperus, jefe ejecutivo de la «Compañía Minera Ishtar» —dijo con voz tan formal y tan cargada de respeto como la de un mayordomo.
Sondra Sylvester entró lentamente en la pequeña habitación enmoquetada; la pesada ropa de seda que llevaba se le ceñía al cuerpo.
—¿Viktor? ¿Tenemos que pasar otra vez por esto?
—Señora Sylvester, quisiera presentarle a la inspectora Troy —dijo Proboda en tono apologético.
—Estoy segura de que usted arderá en deseos de llegar a su despacho en seguida —le dijo Sparta—, así que procuraré ser breve.
—Mi despacho puede esperar —repuso Sylvester con firmeza—. Me gustaría descargar mis robots de esa nave de carga.
Sparta hundió la mirada en la falsa pantalla de expedientes y luego miró a Sylvester a los ojos. Las dos mujeres se miraron a los ojos a través de la electrónica.
—Usted nunca antes había tenido tratos con las «Líneas Pavlakis» —comenzó a decir Sparta—, y sin embargo ayudó a convencer tanto a la Junta de Control del Espacio como a las compañías de seguros de la nave de que se saltasen la norma de la tripulación de tres.
—Creo que ya le he dicho al inspector Proboda por qué. Tengo seis robots mineros en la bodega, inspectora. Y necesito ponerlos a trabajar pronto.
—Pues ha tenido mucha suerte. —La voz relajada de Sparta no daba señales de sentirse presionada—. Habría podido perderlos todos.
—Poco probable. Menos probable aún que el hecho de que un meteoroide chocase con la nave. Lo cual en modo alguno tiene nada que ver con el número de miembros de la tripulación de la Star Queen.
—Entonces, ¿usted habría preferido confiarle sus robots, asegurados en aproximadamente novecientos millones de dólares, según creo, a una nave no tripulada?
Sylvester sonrió al oír aquello. Era una pregunta astuta, con connotaciones económicas y políticas que difícilmente nadie se hubiese esperado nunca de un inspector de investigación criminal.
—No hay cargueros interplanetarios sin tripulación, inspectora, gracias a la Junta de Control del Espacio y a una larga lista de otras instituciones que pertenecen a esa predecible clase de grupos de intereses. Yo no pierdo el tiempo con preguntas hipotéticas.
—¿Dónde pasó usted las últimas semanas de vacaciones en la Tierra, señora Sylvester?
Una pregunta decididamente no hipotética…, y a Sylvester le costó ocultar la sorpresa.
—Estuve de vacaciones en el sur de Francia.
—Alquiló usted una villa en la Isle du Levant, en la cual, excepto el primer día y el último y en otras dos ocasiones en que fue usted de visita, permaneció sola la señora Nancybeth Mokoroa. ¿Dónde estuvo usted el resto del tiempo?
Sylvester le dirigió una ojeada a Proboda, que evitó mirarla. El previo y superficial interrogatorio a que él la había sometido no la había preparado para enfrentarse con este tipo de detalles.
—Estuve…, estuve resolviendo asuntos privados.
—¿En los Estados Unidos? ¿En Inglaterra?
Sondra Sylvester no contestó nada. Con visibles esfuerzos, consiguió mantener serenas las facciones.
—Gracias, señora Sylvester —dijo Sparta con frialdad—. Pase por esa puerta de la izquierda. —La joven notó que Proboda tardaba un poco más en abrir la puerta oculta, para suavizar el impacto de la sorpresa—. Será necesario retenerla un rato. No más de cinco o seis minutos.
Sylvester mantuvo la máscara de tranquilidad mientras pasaba por la puerta, pero no pudo disimular que sentía cierta aprensión.
Proboda apresuró la entrada del siguiente pasajero en la habitación.
—El señor Blake Redfield. De Londres. Representa al señor Vincent Darlington, del «Museo Hesperiano».
En el instante en que Proboda abría la puerta del pasillo, Sparta tendió los dedos hacia el monitor, degradando la imagen de la pantalla de vídeo que resultaba visible para Redfield. Éste entró en la pequeña habitación en estado de alerta, aunque relajado, muy propio con aquel caro traje inglés que mostraba indicios de la tentación que un hombre joven tenía de dar cierto toque de presunción al corte de las solapas; llevaba el brillante cabello castaño rojizo bastante largo.
—La inspectora Troy, de la Junta de Control del Espacio —dijo Proboda indicando con un gesto de la cabeza la pantalla de vídeo y sin darse cuenta de que la pantalla ya no estaba enfocada tan nítidamente como antes.
Blake se dio la vuelta hacia la pantalla con esa media sonrisa expectante y reservada que tienen las personas acostumbradas a las relaciones sociales. Si reconoció a Sparta, no dio muestras de ello, pero la joven estaba convencida de que aquel hombre era tan bueno como ella en esta clase de juegos. Si tenía algo que ocultar, sabría ocultarlo mejor que cualquiera de los demás.
Sparta lo examinó concienzudamente, aunque el ojo macrozoom había perdido gran parte de su capacidad al estar limitado por la pantalla de vídeo, de modo que no era capaz de captar el menor rastro de presencias químicas en Redfield. Hacía dos años que no lo veía; no parecía más viejo, pero sí más seguro de sí mismo. Se notaba que guardaba algo en reserva, algo en lo que ella no había reparado antes. El único sonido procedente del hombre, que flotaba ingrávido en aquella habitación acústicamente muerta, era la respiración, muy tranquila. Redfield esperó a que fuese ella quien hablase.
Si alguien hubiese hecho un gráfico de la voz de Sparta cuando por fin se puso a hablar, la falta de matices que se notaba en la misma habría resultado sospechosa.
—¿Actuó usted como agente del señor Darlington en la compra de Los siete pilares de la sabiduría, señor Redfield?
—Así es. —La voz de él, por el contrario, era cálida y alerta; una gráfica de la misma habría dicho: «Si tú no traicionas nada, yo tampoco».
—¿Cuál es el objeto de su viaje?
—Estoy aquí para encargarme de que ese famoso libro que acaba usted de mencionar le sea entregado sano y salvo al señor Darlington.
Sparta hizo una pausa. Parecía una respuesta ilógica, deliberadamente provocativa, y no podía dejarla pasar sin responder al desafío.
—Si planeaba usted asegurarse personalmente de dicha entrega, ¿por qué lo envió a bordo de la Star Queen? ¿Por qué no lo trajo usted mismo?
Redfield sonrió con malicia.
—Quizá lo haya hecho.
Comprendía que Sparta estaba al corriente de que no era así.
—He confirmado que el libro se encuentra a bordo de la Star Queen, señor Redfield.
—Eso resulta muy tranquilizador. ¿Puedo verlo yo también?
A Sparta le latía el corazón con fuerza, y muy de prisa. Por debajo de cualquier cosa que pudiera traer rápidamente a la consciencia, se daba cuenta de que iba a ocurrir algo que no había previsto. Y en aquel momento decidió que al señor Blake Redfield no se le iba a proporcionar más información de la que ya tenía.
—Bien, señor Redfield. Pase por esa puerta de la derecha, por favor. Siento haberle hecho esperar.
Cuando el hombre salía, Sparta advirtió que iba sonriendo. Y lo hacía con intención de que la muchacha lo viera así de sonriente. Con impaciencia, dijo:
—Muy bien, Viktor, era la última de las ovejas.
—¿La última qué?
—Las cabras están en el corral. Vamos a por ellas.
La reducida habitación a la que Farnsworth, Pavlakis y Sylvester fueron a parar tras pasar con dificultad por un retorcido recodo del tubo de acero, era otro cubo, éste de acero desnudo y tan impersonal como un submarino. La celda no tenía salida visible; el camino de vuelta se había cerrado mediante unos paneles corredizos. Una pantalla de vídeo sin imagen llenaba todo el techo.
La malhumorada conversación que sostenían los tres compañeros de encierro estaba a punto de convertirse en enconada riña cuando, de pronto, se iluminó la pantalla. Un primer plano de la inspectora Ellen Troy, ahora a tres veces el tamaño natural, se formó en la pantalla.
—Les prometí que esto no duraría mucho tiempo, y así será —anunció aquel icónico rostro. La imagen de Sparta fue sustituida por la nítida visión de una plancha de metal convexamente curvada—. Esta plancha del casco de la cubierta de soporte de vida de la Star Queen, designada como L-34, presenta un agujero. —La imagen se acercó en un zoom rápido a la esquina superior derecha, hasta un nítido agujero negro que se notaba en la pintura. La pantalla varió ahora para dar la imagen de la plancha desde otro punto de vista, desde la superficie interior, cóncava y ennegrecida—. La plancha presenta unas astillas internas que son características de un proyectil de alta velocidad, tal como un meteoroide —y de nuevo la imagen cambió, acercándose más para mostrar un cráter en el acero tan extenso como el del Etna—, que se halla cubierto de espuma de plástico endurecida para cerrar herméticamente el agujero.
Una nueva imagen mostró un grumo brillante y viscoso de plástico amarillo amontonado sobre el punto de la plancha donde se había mostrado el cráter, una vista del agujero antes de haber quitado de allí el plástico protector.
La voz de Sparta, pedante y casi intimidante, continuó hablando sobre la sucesión de imágenes.
—El daño, ciertamente significativo, causado a la Star Queen fue producido por una explosión que destruyó a la vez los tanques de oxígeno principales y la célula de combustible —dijo al tiempo que aparecía en pantalla una vista del ennegrecido desorden del interior de la cubierta de vuelo. Hizo una momentánea pausa para permitirles estudiar los daños antes de continuar—. No obstante, ni el agujero de la plancha del casco ni la explosión interna fueron causados por un meteoroide.
Los rostros solemnes de las tres personas se vieron bañados por la fría luz de la pantalla. Si aquel público formado por tres personas se había sorprendido ante aquella noticia, ninguno hizo nada que lo traicionara; reinaba un profundo silencio.
Otro primer plano, éste de una micrográfica, saltó a la pantalla.
—El dibujo derretido alrededor del agujero muestra grandes cristales irregulares de metal que son característicos de una fusión y un enfriamiento lentos, y no los dos finos y regulares cristales que habrían resultado de una deposición instantánea de energía. Este agujero probablemente se efectuó con una antorcha de plasma. —Otro micrográfico—. Aquí ven ustedes que en realidad hay dos estratos separados del tapón de plástico endurecido. El primero es muy delgado, y sus laminaciones no muestran los dibujos de turbulencia que serían de esperar de un flujo de aire supersónico a través del agujero. Pueden ver ustedes la suave exfoliación que se da en este caso. —Ahora apareció una tabla computarizada—. Como demuestra este espectrógrafo, la capa de plástico se catalizó en realidad hace más de dos meses. En otras palabras, el agujero estaba en la plancha y fue sellado con plástico antes de que la Star Queen abandonase la Tierra. Observen que esta misma capa delgada está hecha pedazos en el centro, y que ha sido volada hacia afuera. La explosión se produjo dentro de la nave, abrió el agujero, permitiendo que escapase el aire, y luego volvió a sellarse rápidamente por los sistemas de emergencia de la nave. Más tablas y gráficos.
—La explosión interior fue causada por una carga de fulminato de oro que se hizo detonar mediante acetileno, y que se colocó dentro del revestimiento de la célula de combustible… Estos espectrogramas revelan la naturaleza de los explosivos. La ignición fue eléctrica y probablemente detonada a través del monitor de la célula de combustible mediante una señal preestablecida en la computadora de la nave.
La severa imagen de Sparta volvió a aparecer en la pantalla, brillando con fuerza en aquella austera celda de acero.
—¿Quién saboteó la Star Queen? ¿Por qué la sabotearon? Cualquiera de ustedes puede arrojar alguna luz en esto; hablen ahora o, si lo prefieren, hagan el favor de ponerse en contacto privadamente con la oficina local de la Junta de Control del Espacio. La Star Queen permanecerá precintada hasta que haya finalizado nuestra investigación.
Un rayo de luz penetró en la habitación y borró parcialmente la pantalla. Una doble puerta se había abierto en la parte trasera de la celda; allí afuera se encontraba justamente uno de los pasillos más concurridos del corazón de la estación.
Mientras tanto Sparta había accionado un interruptor que completaba el ciclo de su austera imagen en la pantalla de vídeo. La diminuta sala de control donde se encontraba la muchacha, poco más que un armario lleno de paneles brillantes, estaba oculta en una hendidura entre pasillos. Físicamente se encontraba más cerca de ellos de lo que ninguna de las personas de la celda se habría podido imaginar. Bajo la tapadera que le proporcionaba la pantalla se dirigió a Proboda, que revoloteaba cerca de ella en la sala de control.
—Viktor, usted cree que me mostré impertinente con la señora Sylvester. Sígala, entonces. Si va a su despacho o se acerca a la Star Queen, hágamelo saber inmediatamente. Dondequiera que vaya, comuníquemelo con la mayor brevedad. Ya se va… ¡Venga, vaya tras ella!
Sparta devolvió su imagen a la pantalla. Farnsworth y Pavlakis seguían en la habitación, aunque Pavlakis tenía ya un pie en el otro lado de la puerta y Farnsworth se encaminaba descaradamente hacia la pantalla de vídeo.
—Cosa rara ésta —le dijo Farnsworth a la pantalla gigante que quedaba por encima de su cabeza—. Lo de revelar las pruebas sin acusar a nadie.
—Nos encontramos a bordo de una estación espacial, señor Farnsworth. Más aislados que un pueblo de Kansas.
—¿Y si el malo no está aquí con nosotros?
—Entonces no hay malo alguno —repuso Sparta. El hombre era transparente, pero se comportaba con cierto descaro; estaba allí de pie, como diciéndole que ya se había dado cuenta de que Sparta conocía su pasado, pero que cometía un error al sospechar de él.
—¿Espera usted que las revelaciones que nos ha hecho permanezcan en secreto más que unos pocos minutos? ¿Incluso aunque se trate de la Tierra?
—¿Tenía usted algún comentario específico que hacer, señor Farnsworth?
Farnsworth hizo un gesto con el pulgar hacia Pavlakis, cuya mole seguía en el fondo, una silueta recortada contra el pasillo de fuera, brillantemente iluminado.
—Ése. La misma y familiar historia de timar a las compañías de seguros. Nunca se ha podido probar. Pero si ése no es el hombre que busca, seguro que él puede decirle quién es.
Era un hombre insolente, aunque en ese caso fuera, como Sparta ya había decidido, completamente inocente.
—¿Qué diría si yo le confiara que lo hizo Sylvester? —le preguntó Sparta. Bien. Al parecer esto lo echó un poco para atrás…
Pero Farnsworth se lo tomó en serio.
—¿Por celos, quiere usted decir? —Hablaba como si a él no se le hubiera ocurrido—. Este tipo, Darlington, compra el libro que Sylvester quería, de manera que ella se asegura de que él nunca…
—¿Etcétera?
—Una teoría muy original, ésa… —masculló Farnsworth.
—No es una teoría, Farnsworth. —El rostro de Sparta, de un tamaño el triple del natural, se inclinó hacia él.
—¿No es una teoría?
—En absoluto.
—Entonces ya ha dicho bastante. Por favor, perdóneme… —De pronto le había entrado mucha prisa por llamar a sus jefes. Fue flotando con dificultad hacia la puerta.
Pavlakis había desaparecido.
El intercomunicador le sonó a Sparta en la oreja derecha.
—Adelante.
—Aquí Proboda. La señora Sylvester se ha ido directamente al cuartel general de la «Compañía Minera Ishtar». En estos momentos estoy a la puerta de la verja de la «Ishtar».
La «Compañía Minera Ishtar» estaba situada a casi dos kilómetros de allí en el extremo más alejado de la estación espacial; desde allí sus ventanas y antenas podían mirar directamente a las brillantes nubes de Venus.
—Eso parece eliminarla a ella también. Reúnase otra vez aquí conmigo lo más pronto posible.
—¿Y ahora qué va a pasar? —Proboda daba la impresión de estar irritado. La inspectora había vuelto a mandarlo a la caza de gansos salvajes.
—Esperaremos. Nuestra lista es muy corta, Viktor. Creo que vamos a presenciar una confesión o un acto de desesperación. Y a no tardar. Puede que dentro de diez o quince min…
Notó tanto como oyó el contundente golpe. Las luces se apagaron, todas, todas a la vez, y en la oscuridad el sordo gemido de las sirenas de alarma fue elevándose hasta convertirse en un aullido agudo y desesperado. Unos altavoces situados en las paredes se dirigieron urgentemente a todos los que pudieran oírlos, repitiendo en inglés, árabe, ruso y japonés: «Evacúen el sector uno del núcleo central inmediatamente. Hay una pérdida de presión catastrófica en la sección uno del módulo central. Evacúen la sección uno del núcleo central inmediatamente…»
Proboda gritó al intercomunicador lo bastante fuerte como para ensordecerla.
—¿Se encuentra bien? ¿Qué ha pasado ahí? ¿Troy?
Pero nadie respondió.