16

—Damas y caballeros, lamento tener que anunciarles que sufrimos un retraso en el desembarco. Un representante de Port Hesperus se reunirá en breve con nosotros para darles explicaciones. A fin de facilitar las cosas, todos los pasajeros deberán presentarse en el salón a la mayor brevedad posible. Los auxiliares de vuelo les ayudarán.

Al contrario que la Star Queen, la Helios había llegado a Port Hesperus de la forma habitual, colocándose en la órbita de estacionamiento por medio de breves aceleraciones. Plenamente visible desde las ventanas del salón de la nave, la estación espacial se hallaba suspendida en el cielo a un kilómetro de distancia, con las imponentes ruedas girando a contraluz ante aquella luna creciente que era Venus; el verde de sus famosos jardines brillaba a través de las claraboyas de la esfera central. Sin dejar de murmurar palabras de desagrado, los pasajeros se fueron reuniendo en el salón; los que se mostraban más reacios se vieron «ayudados» por unos auxiliares de vuelo que parecían haber olvidado lo que eran las deferencias. Todos a bordo de la nave, pasajeros y tripulantes, se sentían frustrados por el hecho de haber viajado millones de kilómetros a través de un mar sin estelas para encontrarse con que en el último momento se les impedía poner pie en tierra.

Una brillante chispa avanzaba a contraluz sobre un fondo que parecía una nube de insectos y que estaba formado por las otras naves que flotaban en torno a la estación. Pronto se reveló como una diminuta lancha blanca que llevaba la familiar banda azul y la insignia de estrellas doradas. La lancha se detuvo ante la cámara de descompresión principal, y unos momentos después un hombre rubio de mandíbula cuadrada entró impulsándose enérgicamente en el salón.

—Soy el inspector Viktor Proboda, de la oficina que la Junta de Control del Espacio tiene en Port Hesperus —les explicó a los pasajeros que se encontraban allí reunidos, la mayoría de los cuales le lanzaron miradas llenas de descontento con el ceño fruncido—. Se les va a retener aquí durante un tiempo mientras continuamos la investigación de los hechos que recientemente han tenido lugar en la Star Queen; lamentamos sinceramente todas las molestias que ello pueda ocasionarles. Primero tengo que cerciorarme de que las tarjetas magnéticas de registro que ustedes traen están en regla. Luego, a no tardar, hablaré en privado con algunos de ustedes para rogarles que nos ayuden en nuestras pesquisas…

Diez minutos después de haber salido de la Star Queen, Sparta llamó a la puerta de la habitación privada que Angus McNeil ocupaba en el hospital.

—Ellen Troy, señor McNeil.

—Pase —dijo éste alegremente; y cuando la joven abrió la puerta él se encontraba de pie, sonriéndole. Se acababa de afeitar; llevaba puestos una lujosa camisa de algodón recién planchada cuyas mangas había doblado por encima del codo y unos crujientes pantalones de plástico. No dejaba de dar ligeras chupadas a un cigarrillo que evidentemente había encendido pocos instantes antes.

—Siento interrumpirle —dijo Sparta al ver el equipo encima de la cama. McNeil había estado recogiendo los útiles de aseo; la joven advirtió que parecían haber sido proporcionadas por los mismos almacenes propiedad del Gobierno que el cepillo de dientes que ella había adquirido poco tiempo antes de manera tan apresurada.

—Buen momento para empezar de nuevo. Siento que usted me viera antes en un estado tan lamentable. Quizá lo tire todo cuando usted decida permitirme volver a bordo.

—Me temo que eso todavía tardará algún tiempo.

—¿Más preguntas, inspectora? —Al ver que la muchacha hacía un movimiento de asentimiento con la cabeza, McNeil le indicó una silla y tomó otra para sí mismo—. En ese caso será mejor que nos pongamos cómodos.

Sparta se sentó. Durante unos instantes estuvo mirando a aquel hombre sin hablar. McNeil tenía ahora mucho mejor color y, aunque seguiría estando delgado durante algún tiempo, no parecía que hubiese perdido el tono muscular. Incluso tras haber pasado días prácticamente de inanición, tenía los antebrazos poderosamente musculados.

—Bien, señor McNeil, es fascinante lo que las más recientes técnicas de diagnóstico pueden recuperar incluso de los más oscuros depósitos de datos. Pongamos por caso la grabadora de misión de la Star Queen. —McNeil dio una chupada al cigarrillo y la miró. La expresión placentera que tenía no se alteró—. Todos los datos de los sistemas automáticos son completos, desde luego. Y los micrófonos captan cada palabra que se pronuncia en la cubierta de vuelo. Lo que yo he tenido ocasión de escuchar confirma el relato que hizo usted del incidente en todos sus detalles.

McNeil levantó una ceja.

—Dudo que haya tenido usted tiempo de sacar en pantalla lo correspondiente a un par de semanas de tiempo real grabado, inspectora.

—Tiene usted razón, desde luego. Una revisión concienzuda llevaría varios meses. Yo he empleado un algoritmo que identifica las áreas de máximo interés. De lo que quiero hablar con usted ahora es de la conversación que tuvo lugar en el área común poco antes de que Grant y usted llevaran a cabo la última transmisión.

—No estoy seguro de acordarme…

—Por eso es por lo que son tan útiles estas nuevas técnicas de diagnóstico, ya ve. —Sparta se inclinó hacia delante, como para compartir el entusiasmo que sentía—. Aunque no haya micrófonos en las zonas donde se habita, sin embargo el sonido viaja lo suficiente como para que lo capte la grabadora principal de vuelo. En el pasado no habríamos podido recuperar las palabras exactas.

Dejó que aquellas palabras calasen hondo. Pero la expresión de McNeil siguió sin alterarse, aunque las facciones se le tensaron de un modo casi imperceptible. Sparta estaba segura de que aquel hombre se estaría preguntando si ella no se estaría tirando un farol.

Le arrancaría tales esperanzas.

—Acabaron ustedes de cenar juntos. Grant le había servido café…, estaba más caliente que de costumbre. Él lo dejó a usted allí y se dirigió al pasillo. «¿Qué prisa tienes? —le preguntó usted—. Creía que teníamos algo que decidir…»

Ahora el último vestigio de relajación abandonó la mirada de McNeil. Mientras aplastaba el cigarrillo las carnosas mejillas se le removieron.

—Bien, señor McNeil —continuó diciendo Sparta suavemente—. ¿Tenemos algo de que hablar usted y yo?

Durante un momento McNeil dio la impresión de mirar hacia la pared blanca y vacía que había detrás de la cabeza de la muchacha, aunque sin verla. Luego enfocó la mirada otra vez en el rostro de ella. Asintió.

—Sí, se lo contaré todo —convino en un susurro—. Me gustaría hacerle un ruego. No es una condición, ya comprendo que no estoy en situación de poner condiciones; se trata simplemente de un ruego; que una vez me haya usted oído, y si está de acuerdo con mi razonamiento, no haga constar lo que estoy a punto de decirle.

—Tendré en cuenta ese ruego —dijo ella.

McNeil respiró profundamente.

—Entonces he aquí toda la verdad, inspectora…

Grant había llegado ya al pasillo central cuando McNeil lo llamó suavemente.

—¿Qué prisa te ha entrado? Creí que teníamos algo que decidir.

Grant se agarró a un pasamanos para detener su precipitada huida. Se dio la vuelta despacio y se quedó mirando fijamente y lleno de incredulidad al ingeniero. McNeil ya debía estar muerto… Pero estaba allí, sentado cómodamente, y lo miraba con una extrañísima expresión.

—Ven aquí —dijo bruscamente McNeil; y en aquel momento pareció que toda la autoridad había pasado de pronto a él. Grant regresó a la mesa sin voluntad propia, revoloteando cerca de la silla. Algo había salido mal, aunque no podía imaginarse el qué.

El silencio que se hizo en el área común pareció durar siglos. Entonces McNeil dijo tristemente:

—Esperaba algo mejor de ti, Grant.

Por fin Grant recuperó la voz, aunque apenas logró reconocerla.

—¿A qué te refieres? —susurró.

—¿A qué crees que me refiero? —repuso McNeil con lo que parecía nada más que una suave irritación—. A ese pequeño intento tuyo de envenenarme, naturalmente.

El vacilante mundo de Grant se vino por fin abajo. Y cosa extraña, descubrió aliviado que no le importaba mucho que lo hubieran descubierto.

McNeil se puso a mirarse con cierta atención las cuidadas uñas.

—Sólo por curiosidad —inquirió como quien pregunta la hora—. ¿Cuándo decidiste matarme?

La sensación de irrealidad era tan abrumadora que a Grant le dio la impresión de estar representando un papel, de que aquello no tenía nada que ver con la vida real.

—Esta mañana —repuso; y se lo creyó realmente.

—Hum —comentó McNeil sin demasiada convicción, obviamente. Se puso en pie y se aproximó al armario de las medicinas. Grant lo siguió con la mirada mientras McNeil revolvía en el compartimiento y luego regresaba llevando el frasquito de veneno. En apariencia continuaba lleno, pues Grant se había cuidado de que así fuera—. Supongo que debería enfadarme mucho por todo este asunto —continuó diciendo en tono coloquial mientras sostenía el frasco entre los dedos pulgar e índice—. Pero por alguna razón no estoy enfadado. Puede que sea porque nunca me he hecho muchas ilusiones acerca de la naturaleza humana. Y, desde luego, porque es algo que veía venir hace mucho tiempo.

Sólo esta última frase llegó a la conciencia de Grant.

—Tú…, ¿lo veías venir?

—¡Cielos, claro! Me temo que eres demasiado transparente para ser un buen asesino. Y ahora que tu pequeña imaginación ha fallado, ello nos deja a los dos en una posición bastante embarazosa, ¿no es así?

No parecía haber respuesta posible a aquella magistral exposición de los hechos.

—Tengo toda la razón —continuó diciendo el ingeniero, pensativo— para enfadarme mucho ahora, llamar a Port Hesperus y denunciarte a las autoridades. Pero sería una cosa más bien inútil; y, de todos modos, nunca se me ha dado muy bien ponerme de mal humor. Naturalmente, tú dirás que es porque soy demasiado perezoso. Pero yo no lo creo así. —Le dirigió a Grant una sonrisa retorcida—. Oh, ya sé lo que piensas de mí. Me tienes claramente clasificado en esa ordenada mente tuya, ¿verdad? Soy blando y autocomplaciente, no poseo el menor sentido moral —ninguna moral en absoluto, por lo que a eso respecta— y me importa un rábano cualquiera que no sea yo mismo. Bien, no lo niego. Puede que en un noventa por ciento sea verdad. Pero ese raro diez por ciento que queda es poderosamente importante, Grant. Por lo menos para mí.

Grant no se sentía en condiciones de recrearse en análisis psicológicos, y aquél no parecía el momento apropiado para hacer algo por el estilo. Seguía obsesionado con el problema de su fracaso y el misterio de que McNeil continuase existiendo. Y McNeil, que sabía todo esto perfectamente bien, no parecía tener prisa por satisfacerle la curiosidad.

—Bueno, ¿qué piensas hacer ahora? —le preguntó Grant deseoso de acabar de una vez.

—Me gustaría —respondió McNeil con calma— continuar la conversación donde la dejamos cuando tomábamos café.

—No querrás decir…

—Pues sí. Exactamente como si nada hubiera pasado.

—¡Eso no tiene sentido! ¡Tienes algo guardado en la manga! —le gritó Grant.

McNeil suspiró.

—¿Sabes, Grant? No estás en posición de acusarme de planear ninguna maquinación. —Soltó la botella y la dejó flotar por encima de la superficie de la mesa, entre ambos; después miró con expresión seria a Grant—. Para repetir mis observaciones anteriores, sugiero que decidamos cuál de nosotros será el que tome el veneno, sólo que ya no habrá más decisiones unilaterales. Y además —ahora sacó otro vial del bolsillo de la chaqueta; era parecido en tamaño al primero, pero de un color azul vivo; lo dejó flotando al lado del otro— esta vez será en serio. El líquido está aquí —dijo señalando hacia el frasco transparente—, sólo deja un poco de mal sabor de boca.

Por fin se hizo la luz en la mente de Grant.

—Tú lo cambiaste.

—Naturalmente. Puede que te creas un buen actor, Grant, pero, francamente, vista desde las gradas la función me pareció malísima. Adiviné que tramabas algo probablemente antes de que tú mismo lo supieras. En estos últimos días he espurgado la nave a fondo. Pensar en todos los medios con los que hubieras podido acabar conmigo resultó muy entretenido; hasta me ayudó a pasar el rato. El veneno resultaba tan evidente que fue casi lo primero que tuve en cuenta. —Sonrió tristemente—. De hecho, yo exageré la señal de peligro. Casi me traicioné cuando di el primer sorbo…, la sal no va nada bien con el café. —Antes de continuar, McNeil fijó la mirada, sin parpadear, en el amargado Grant—. Realmente me esperaba algo más sutil. Hasta ahora he hallado quince medios infalibles de asesinar a alguien a bordo de una nave espacial. —Sonrió de nuevo, ahora con una expresión horrible—. No tengo intención de describírtelos ahora.

«Aquello era sencillamente fantástico», pensó Grant. McNeil lo estaba tratando no como a un asesino, sino como a un colegial bastante estúpido que no hubiera hecho los deberes como es debido.

—¿Estás dispuesto a empezarlo todo de nuevo? —preguntó con incredulidad—. ¿Y tú te tomarías el veneno si perdieras?

McNeil permaneció en silencio un largo rato. Luego dijo lentamente:

—Veo que todavía no me crees. Esto no encaja bien en la ordenada imagen que tú te habías formado, ¿verdad? Pero quizá yo pueda hacértelo entender. Es muy sencillo. —Hizo una pausa y luego continuó con más viveza—. Yo he disfrutado de la vida, Grant, pero muchas veces te he admirado, y por eso siento haber tenido que llegar a esto. Cuando más te admiré fue el día en que la nave recibió el golpe. —Parecía tener dificultades para encontrar las palabras adecuadas. Evitaba mirar a Grant a los ojos—. No me porté bien entonces. Yo siempre me había sentido muy seguro, muy satisfecho conmigo mismo, realmente, de que nunca perdería la cabeza en una emergencia, pero aquello tuvo lugar justo a mi lado, algo que comprendí al instante y que siempre había considerado imposible, y ocurrió de forma tan repentina y con un ruido tan fuerte que me desconcertó. —Intentó disfrazar la vergüenza con el humor—. Desde luego, yo tendría que haber recordado que una cosa prácticamente igual me sucedió en mi primer viaje. Mareo del espacio, aquella vez…, y estaba absolutamente convencido de que a mí aquello no podía pasarme. Probablemente eso empeoró las cosas. Pero me rehíce. —Volvió a mirar a Grant a los ojos—. Y esta vez también me rehíce…, para llevarme luego la tercera gran sorpresa de mi vida. Te vi a ti, nada menos que a ti, empezar a resquebrajarte. —Grant se puso rojo a causa de la ira que sentía, pero McNeil no lo dejó hablar—. Oh, sí, no nos olvidemos del asunto de los vinos. No hay duda de que no se te ha marchado de la cabeza. Tu primer motivo serio de queja contra mí. Pero eso es una cosa que yo no lamento. Un hombre civilizado debería saber siempre cuándo emborracharse. Y cuándo ponerse sobrio otra vez. Aunque quizá tú no lo entenderías.

Cosa rara, justamente eso era lo que Grant empezaba a hacer, por fin. Por primera vez vislumbraba realmente la intrincada y atormentada personalidad de McNeil y se daba cuenta de lo mal que lo había juzgado. No, juzgar mal no era la expresión exacta. De algún modo sus juicios habían sido correctos. Pero sólo había tocado la superficie; nunca había sospechado lo que yacía debajo, en lo más profundo.

Y en aquel momento de perspicacia psicológica Grant comprendió por qué McNeil le estaba dando una segunda oportunidad. No se trataba de algo tan simple como un cobarde tratando de rehabilitarse a los ojos del mundo; nadie tenía por qué enterarse nunca de lo ocurrido a bordo de la Star Queen. Y en cualquier caso, a McNeil probablemente no le importase nada la opinión del mundo gracias a aquella pulcra autosuficiencia suya que tanto había fastidiado a Grant. Pero esa misma autosuficiencia significaba que a toda costa él debía conservar la buena opinión que tenía de sí mismo. Sin ella la vida no valdría la pena ser vivida; McNeil nunca había aceptado la vida salvo en sus propias condiciones.

McNeil estaba observando atentamente a Grant y debió suponer que éste se estaba acercando a la verdad. De pronto cambió el tono de voz, como si lamentara haber revelado tantas cosas de su propio carácter.

—No creas que me proporciona alguna especie de placer quijotesco el hecho de poner la otra mejilla —dijo cortante—; lo que sucede es que tú has pasado por alto algunas dificultades de base bastante lógicas. Realmente, Grant, ¿no se te había ocurrido que si sólo sobreviviera uno de nosotros sin un mensaje de cobertura del otro, pasaría por muchas dificultades para explicar lo ocurrido?

Grant se quedó mudo de la impresión. En lo más profundo de sus emociones en ebullición, en la ceguera producto de la furia que sentía, sencillamente había omitido considerar cómo iba a exculparse a sí mismo. Su honradez le había parecido algo tan…, tan evidente.

—Sí, supongo que tienes razón —murmuró. Sin embargo se estaba preguntando para sus adentros si un mensaje de cobertura era realmente algo tan importante en los pensamientos de McNeil. Quizás éste estuviera sencillamente tratando de convencerle de que su sinceridad se basaba en la fría razón. No obstante, Grant se sentía ya mejor. Todo el odio había salido de él y se sentía, casi, en paz. La verdad ya se sabía y él la aceptaba. Que tal verdad fuera bastante diferente de como él la había imaginado era algo que parecía importar poco—. Bien, acabemos de una vez —dijo sin manifestar la menor emoción—. ¿Tenemos aún aquella baraja nueva?

—Sí, hay un par en ese cajón de ahí. —McNeil se había quitado la chaqueta y se estaba remangando las mangas de la camisa—. Coge la que tú quieras, pero antes de que la abras, Grant —esto lo dijo con peculiar énfasis—, creo que será mejor que hablemos con Port Hesperus. Los dos. Y que nuestro acuerdo quede registrado en las grabaciones.

Grant asintió con aire ausente; ahora ya no le importaba demasiado hacer las cosas de una manera o de otra. Cogió la baraja precintada de naipes metalizados del cajón de juegos y siguió a McNeil por el pasillo en dirección a la cubierta de vuelo. Dejaron los brillantes frascos de veneno flotando donde estaban.

Grant se las arregló para esbozar una sonrisa fantasmal cuando, diez minutos después, sacaba una carta de la baraja y la dejaba boca arriba al lado de la de McNeil. El naipe se ajustó a la consola de metal con un chasquido apenas perceptible.

McNeil guardó silencio. Durante un minuto se dedicó a encender un nuevo cigarrillo. Inhaló profundamente el fragante y venenoso humo. Luego dijo:

—Y el resto ya lo conoce usted, inspectora.

—Excepto unos cuantos detalles de menor importancia —observó tranquilamente Sparta—. ¿Qué ha sido de los dos frascos, el de veneno real y el otro?

—Salieron por la cámara de descompresión con Grant —repuso McNeil brevemente—. Pensé que sería mejor poner las cosas fáciles, y no correr el riesgo de un análisis químico…, que revelase restos de sal, y esas cosas.

Sparta sacó una baraja de cartas metalizadas del bolsillo de su chaqueta.

—¿Las reconoce usted? —dijo al tiempo que se las tendía al hombre que tenía enfrente.

McNeil las cogió con aquellas grandes y curiosamente limpias manos, sin molestarse apenas en mirarlas.

—Es posible que sean las mismas que usamos. U otras parecidas.

—¿Le importaría barajarlas, señor McNeil?

El ingeniero la miró con agudeza; luego hizo lo que ella le había pedido y comenzó a barajar con manos expertas las delgadas y flexibles cartas en el aire, entre las palmas curvadas y los ágiles dedos. Una vez que terminó, miró inquisitivamente a la joven.

—Corte, si no le molesta —le dijo Sparta.

—Ése habría de ser privilegio de usted, ¿no?

—Hágalo usted.

McNeil dejó la baraja en la mesita central y rápidamente levantó un montón de cartas y lo puso a un lado; a continuación colocó el montón inferior encima del primero. Luego se echó hacia atrás.

—¿Y ahora qué?

—Ahora me gustaría que volviera a barajar. La expresión del rostro de aquel hombre, a pesar de que él se esforzaba por que pareciera neutral, apenas lograba ocultar el desprecio. Había compartido con la joven uno de los episodios más significativos de su vida, y la reacción de ella era pedirle que se pusiera a hacer juegos, sin duda con intención de hacerle caer en alguna trampa. Pero se puso a barajar las cartas de prisa y no hizo comentario alguno; dejó que el siseo y los roces que las cartas producían al separarse y mezclarse hicieran los comentarios.

—¿Y ahora?

—Ahora yo escogeré una carta.

Él desplegó la baraja en abanico y se lo tendió a Sparta. Ésta alargó una mano, pero dejó revolotear los dedos por encima de las cartas, moviéndolos adelante y atrás como si estuviera tratando de decidir cuál de ellas escoger. Todavía concentrándose, dijo:

—Es usted un experto manejándolas, señor McNeil.

—Nunca lo he mantenido en secreto, inspectora.

—No ha sido ningún secreto desde el principio, señor McNeil.

Tiró de una carta de un extremo de la baraja y la levantó enseñándosela a él y sin molestarse siquiera en mirarla.

McNeil se quedó mirándola, sorprendido.

—Es la J de picas, ¿verdad, señor McNeil? ¿Es ésa la carta que usted sacó cuando jugaba contra el comandante Grant? —El hombre a duras penas susurró un sí antes de que ella sacase otra carta de la baraja que seguía extendida. De nuevo Sparta se la mostró sin mirarla—. Y ésa debe ser el tres de tréboles. La carta que sacó Grant y que lo envió a la muerte. —Dejó caer las dos cartas en la cama—. Ya puede dejar la baraja, señor McNeil.

El cigarrillo se consumía olvidado en el cenicero. McNeil ya se imaginaba el objeto de aquella demostración, y esperaba que la muchacha lo expusiera.

—Las cartas metalizadas no están permitidas en el juego profesional por una razón muy sencilla con la cual estoy segura de que se encuentra usted familiarizado —dijo ella—. No son tan fáciles de marcar con alfileres como las de cartón, pero es cosa fácil dotarlas de un dibujo débil, bien sea eléctrico o magnético, que pueda ser captado por un detector apropiado. Y ese detector puede ser muy pequeño…, lo suficientemente pequeño, digamos, como para caber en un anillo como el que lleva usted en la mano derecha. Un artículo atractivo…, de oro venusiano, ¿no es así?

Era atractivo y rebuscado; representaba a un hombre y a una mujer abrazados; en realidad, si se examinaba de cerca era más que un poco curioso. Sin dudarlo un instante, McNeil se quitó el anillo pesadamente esculpido haciéndolo girar para que le pasase por la articulación del dedo. Salió fácilmente, porque tenía el dedo más delgado que una semana antes. Se lo tendió a Sparta, pero vio con sorpresa que ésta hacía un gesto negativo con la cabeza…

… y sonreía.

—No necesito mirarlo, señor McNeil. Los únicos dibujos coherentes que hay en esas cartas los he puesto yo misma hace unos minutos. —Se recostó, apartándose de él y relajándose en el sillón; daba la impresión de estar invitándole a él a hacer lo mismo—. Empleé estos métodos para determinar qué cartas habían sacado usted y Grant. Eran las dos únicas cartas de la baraja que parecían más tocadas que las demás, que sólo habían sido ligeramente barajadas. Francamente, en parte sólo estaba adivinando.

—Pues ha estado usted de suerte —dijo McNeil con voz ronca una vez que recuperó el habla—. Pero si no me está usted acusando de hacerle trampas a Grant, ¿a qué ha venido toda esta demostración? Algunos la tacharían de poco corriente, puede que hasta de cruel.

—Oh, pero usted —dijo Sparta con fiereza— no habría necesitado dibujos electromagnéticos para hacer trampas, ¿verdad, señor McNeil? —Le miró los antebrazos, que descansaban en los muslos del hombre con las manos entrelazadas entre las rodillas—. Hasta con las mangas subidas.

McNeil movió negativamente la cabeza.

—Habría podido engañarle con bastante facilidad, inspectora Troy. Pero juro que no lo hice.

—Gracias por decirlo. Aunque confiaba en que usted diría la verdad. —Sparta se puso en pie—. «La vida y el honor parecían estar en categorías diferentes, cuanto más se perdía, más preciado se hacía lo poco que quedaba».

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó McNeil con un gruñido.

—Es de un libro viejo que he estado hojeando hace un rato…, un pasaje que ha hecho que me entren ganas de leer el libro entero en alguna ocasión. Me ayudó considerablemente a penetrar psicológicamente en la situación por la que pasa usted. Es usted muy bueno disfrazando las verdades, señor McNeil, pero su peculiar sentido del honor hace que le resulte muy difícil mentir abiertamente. —Sonrió—. No me extraña que estuviera a punto de atragantarse con aquel café.

La expresión de McNeil era ahora de confusión casi humilde. ¿Cómo podía aquella niña pálida y delgada haber penetrado tan profundamente en su alma?

—Sigo sin comprender lo que se propone hacer.

Sparta se metió la mano en la chaqueta y sacó un librito.

—Otras personas inspeccionarán la Star Queen después de mí, y lo harán por lo menos tan concienzudamente como lo he hecho yo. Puesto que usted y yo sabemos que no le hizo ninguna trampa a Grant que le costase la vida, quizá sea una buena cosa que usted haya sacado este libro de la nave y que yo no lo haya encontrado nunca, y que yo nunca haya sospechado que sea usted un mago aficionado tan bueno. —Dejó caer el libro sobre la cama, al lado de las cartas. Éste quedó con la portada hacia arriba: Harry Blackstone sobre Magia—. Y quédese también con las cartas. Son un pequeño obsequio de mi parte para ayudarle a que se reponga bien pronto. Las he comprado hace diez minutos en un quiosco de la estación.

—Tengo la impresión de que nada de lo que he dicho la ha cogido muy de sorpresa, inspectora —dijo McNeil.

Sparta tenía la mano en la puerta, dispuesta a marcharse.

—No crea que lo admiro a usted, señor McNeil. Su vida y el modo en que usted decida vivirla son asunto suyo. Pero da la casualidad de que estoy de acuerdo en que no hay justificación alguna para destruir la reputación del difunto y desafortunado Peter Grant. —Ahora la joven no sonreía—. Lo digo a título personal, no desde el punto de vista legal. Si me ha ocultado usted alguna otra cosa, la descubriré; y si es constitutiva de delito, lo cogeré por ello.