15

Sola en la Star Queen, Sparta empezó una investigación a fondo.

Inmediatamente debajo de la escotilla interior de la cámara de descompresión de aire principal había un espacio claustrofóbico atestado de víveres y armarios con equipo diverso. Tres trajes espaciales colgaban normalmente de la pared en un cuadrante de la plataforma redonda. Faltaba uno. Era el de Grant. Otro de ellos parecía no haber sido usado. Era el de Wycherly, el desafortunado piloto. Sparta comprobó la provisión de oxígeno del traje y curiosamente se encontró con que estaba cargado en parte, lo suficiente para media hora. ¿Lo habría guardado McNeil como reserva por si las cosas salían mal y decidía perderse en el espacio él también? Sparta se asomó aquí y allá entre los armarios llenos de equipo —herramientas, pilas, botes de reserva de hidróxido de litio y cosas por el estilo—, pero no encontró nada que resultara significativo. Rápidamente bajó a la cubierta de vuelo.

La cubierta de vuelo, en comparación con la anterior, era bastante espaciosa, y ocupaba una franja que atravesaba los amplios trópicos de la esfera del módulo de la tripulación. Las consolas que circundaban la cubierta por debajo de las amplias ventanas se hallaban animadas con luces parpadeantes cuyos indicadores, de colores, azul, verde y amarillo, resplandecían suavemente gracias a la energía auxiliar de la nave. Ante las consolas de luces había asientos para el comandante, el segundo piloto y el ingeniero, aunque la Star Queen, como otros muchos cargueros modernos, podía ser controlada por un solo tripulante e incluso por ninguno, siempre que se conectara el piloto automático.

La habitación era una mezcla pragmática de lo exótico y lo mundano. Las computadoras alcanzaban el rango de arte, lo mismo que las persianas de las ventanas, aunque el arte de estas últimas no había cambiado mucho en el último siglo. Los extintores de incendios seguían siendo botellas metálicas pintadas de rojo sujetas con pinzas a las paredes. Había estantes y armarios, máquinas, pero también quedaba sitio suficiente para trabajar y se gozaba de una buena panorámica de las ventanas circundantes; la cubierta había sido diseñada teniendo en cuenta que los tripulantes pasarían muchos meses de su vida en aquel reducido espacio. A Sparta le resultó chocante, sin embargo, que no hubiera toques personales, ni recortes, pósters o calendarios en las paredes, ni siquiera algún detalle curioso. Quizás el lugarteniente Peter Grant no fuera de los que toleran el desorden individual.

Además de los programas de trabajo de la nave, los libros de a bordo —el cuaderno verbal de bitácora de Grant y las grabadoras de la caja negra de la nave— eran accesibles desde aquella consola. De hecho, casi toda la información codificable acerca de la nave y de su cargamento, excepto las fichas personales informatizadas de Grant y de McNeil, eran accesibles desde aquella cubierta.

Sparta dejó escapar un suspiro y se puso a trabajar. Por los rastros químicos dejados sobre las consolas, los brazos de los asientos, los pasamanos y otras superficies, pudo confirmar que nadie aparte de Grant y McNeil había estado en aquella cubierta desde hacía semanas. Todavía existía un gran revoltijo de huellas, pero la mayoría eran de hacía meses, y habían sido dejadas por los obreros que habían remozado la nave. Sparta había fijado en la memoria los códigos estándar de acceso a la computadora. En poco tiempo más de lo que tardó en quitarse los guantes y deslizar las sondas PIN en los soportes, había descargado la memoria del ordenador y la había introducido en sus propios mecanismos de almacenamiento celular, mucho más denso y mucho más capaz.

Recorrió por encima los primeros expedientes de interés. El manifiesto de carga era tal como ella lo había memorizado durante el viaje desde la Tierra, sin añadiduras, sustracciones ni sorpresas. Cuatro bodegas de carga desmontables que podían ser presurizadas. En aquella última travesía sólo se había presurizado el primer compartimiento de la bodega A —los comestibles acostumbrados, medicinas, etc.— y aquel diminuto pedazo de masa valorado en dos millones de libras esterlinas, un libro metido en su estuche de transporte…

Otros artículos de la bodega A estaban asegurados, bien por unidades o en conjunto, en sumas relativamente grandes de dinero; dos cajas de puros destinadas nada menos que a Kara Antreen y valoradas en dos mil libras cada una —Sparta sonrió ante la idea de aquella estirada capitana de la Junta de Control del Espacio saboreando sus vegueros—, y cuatro cajas de vino, una de las cuales McNeil ya había confesado haber saqueado, valoradas en un total de quince mil dólares americanos y destinada al mismo Vincent Darlington que era el nuevo propietario del famosísimo libro.

Pero había también otros artículos cuyo transporte había costado más de lo que valía asegurarlos: la recientísima obra épica de la «BBC» en vídeo, Mientras Roma arde, que ocupaba una masa de menos de un kilogramo (casi todo era embalaje de plástico protector), y que no estaba asegurada en absoluto. Aunque había costado millones reproducir el original, los vídeos eran mucho más baratos de reproducir que una anticuada película de celuloide o una cinta de cassette, y por supuesto (y admitiendo cierta pérdida de fidelidad), todo el espectáculo habría podido emitirse mediante rayos hasta Venus por sólo el coste del tiempo de transmisión que se emplease. Además había un artículo que ya le había resultado atractivo a Sparta antes como merecedor de la máxima atención: un estuche de «libros variados, veinticinco kilogramos, sin valor intrínseco» destinado a Sondra Sylvester.

El contenido de las bodegas B, C y D, que habían permanecido en vacío durante todo el vuelo, ofrecía mucho menos interés —herramientas, maquinaria, materia inerte (una tonelada de carbón en forma de ladrillos de grafito, por ejemplo, más barato de transportar desde la Tierra que de extraerlo del dióxido de carbono de la atmósfera de Venus)—, excepto los seis «Rolls Royce MPTV» —Mineros Pesados para Trabajar en Venus— de 5,5 toneladas cada uno, con una masa total de 33,5 toneladas más o menos incluyendo los ensamblajes de combustible que iban por separado, etc., destinados a la «Compañía Minera Ishtar». Sparta quedó satisfecha al ver que el manifiesto de a bordo era idéntico al que se había hecho público. Y ella y Proboda ya habían podido confirmar que era exacto.

Sparta se volvió rápidamente hacia el grabador de misión que contenía todas las grabaciones públicas de la travesía. Examinar a fondo toda la grabación, con el amplio lapso de tiempo que ocupaba, sería un proceso prolongado. De momento se contentó con un rápido e intenso examen, en busca de anomalías.

Una anomalía sobresalía, en espacio datos, en espacio olor, en espacio armonía —una explosión, otras explosiones secundarias, alarmas, llamadas de socorro…, voces humanas asustadas intentando hacer frente a los hechos, acusando—. La grabadora de misión de la caja negra contenía toda la sucesión de acontecimientos que habían tenido lugar al producirse el choque del meteorito.

Sparta lo oyó todo a la velocidad de la luz y lo reprodujo mentalmente para sus adentros. Todo ello confirmaba hasta en el más mínimo detalle lo que ya había obtenido en el primer vistazo que había echado al lugar del accidente.

Otra anomalía sobresalía en la corriente de datos de la grabadora de misión, una conversación que había tenido lugar inmediatamente antes de que el fatídico mensaje radiofónico de Grant hubiera sido transmitido a la Tierra y a Venus. «Habla Peter Grant, el comandante de la Star Queen. El oficial ingeniero y yo hemos llegado conjuntamente a la conclusión de que sólo queda oxígeno suficiente para un hombre…»

Pero justo en los momentos que precedían a este anuncio, Grant y McNeil no se encontraban en la plataforma de vuelo… Las voces de los dos hombres se escuchaban apagadas a causa de la mampara intermedia. Una de las voces —la de McNeil— se elevó un momento hasta alcanzar el umbral de la audibilidad, y sus palabras sonaban graves: «No estás en posición de acusarme de nada…»

¿Acusarlo…?

Toda la conversación podía recuperarse, pero para hacerlo Sparta tendría que ponerse ligeramente en trance. Y había otros fragmentos de datos que quizá cedieran a los análisis, pero debía posponer el momento de enfrentarse a ellos. Era demasiado pronto para sacrificar de nuevo el estado de alerta. Pero ahora tenía que moverse con rapidez…

El crucero rápido Helios, impulsado por un poderoso reactor atómico de corazón gaseoso, había salido de la Tierra hacía una semana; se encontraba a una semana y un día de distancia de Port Hesperus, cuando se recibió el sombrío mensaje por todo el sistema solar: «Al habla el comandante Peter Grant, de la Star Queen…»

Al cabo de unos minutos —incluso antes de que Peter Grant hubiera salido por última vez de la cámara de compresión de aire de la Star Queen— el capitán de la Helios había recibido órdenes de la Junta de Control del Espacio, que actuaba de acuerdo con las leyes interplanetarias, de notificar a sus pasajeros y tripulación que todas las transmisiones que se llevasen a cabo desde la Helios serían grabadas, y que cualquier información pertinente obtenida de ese modo sería usada en los subsiguientes procedimientos legales y administrativos, incluidos los procesamientos criminales, en caso de haberlos, que apuntasen hacia el incidente de la Star Queen.

En otras palabras, que todos los que se hallaban a bordo de la Helios eran sospechosos en la investigación de algún delito aún sin especificar cometido contra la Star Queen.

Y no sin razón. La Helios había salido de la Tierra en una órbita parabólica en dirección a Venus dos días después de que el meteoroide chocase contra la Star Queen. La fecha de salida del crucero rápido había estado durante meses en las listas, pero en el último minuto, después del choque del meteorito, la Helios admitió varios pasajeros nuevos. Entre ellos estaba Nikos Pavlakis, que representaba a los dueños del carguero accidentado. Otro era un hombre llamado Percy Farnsworth, representante del grupo «Lloyd’s» que había asegurado la nave, el cargamento y las vidas de la tripulación.

Otros pasajeros habían reservado pasaje en aquel vuelo con mucha antelación. Había un emérito profesor de arqueología de Osaka, tres adolescentes holandesas que emprendían una grandiosa gira interplanetaria y media docena de técnicos mineros árabes acompañados de sus esposas, cubiertas con velos, y de sus traviesos hijos. Las muchachas holandesas más bien sentían regocijo ante la idea de que se sospechase de ellas como criminales interplanetarias, mientras que a Sondra Sylvester, otra pasajera que había hecho la reserva con antelación, no le ocurría lo mismo. La joven compañera de viaje de Sylvester, Nancybeth Mokoroa, se mostraba sencillamente rígida de aburrimiento con todo aquel asunto.

Aquélla no era la clase de pasajeros que se puede mezclar fácilmente; el profesor japonés sonreía y guardaba las distancias, y los árabes se mantenían aparte sin molestarse siquiera en sonreír. Las quinceañeras se paseaban tambaleantes sobre los zapatos de tacón alto durante los períodos de aceleración constante y se movían con incomodidad dentro de aquellos vestidos tan ajustados a los que no estaban habituadas, se encontraran bajo aceleración o no, y tenían como objetivo principal a todas horas dirigirle miradas amorosas al único pasajero varón que no iba acompañado y cuya edad era superior a los quince años e inferior a los treinta. Él no les devolvía el cumplido. Se trataba de Blake Redfield, que se había sumado en el último minuto a la lista de pasajeros y que se mantuvo muy reservado durante toda la travesía.

Tales encuentros sociales, cuando se daban, tenían lugar en el salón de la nave. Allí Nikos Pavlakis, muy nervioso, hacía todo lo que podía para congraciarse con su cliente, Sondra Sylvester, siempre que sus caminos se cruzaban. Lo cual no sucedía a menudo; pues ella generalmente evitaba los encuentros. De todos modos, el pobre hombre estaba fuera de sí a causa de la preocupación; se pasaba la mayoría del tiempo solo, bebiendo ouzo acompañado de una bolsa de plástico de aceitunas de Kalamaca. A Farnsworth, el hombre de los seguros, a menudo se le encontraba merodeando en las sombras, cerca de Nikos; daba sorbos a un frasco de ginebra pura y le echaba ostensibles y furiosas miradas a Pavlakis. Tanto Pavlakis como Sylvester se habían propuesto evitar a Farnsworth.

Pero fue en el salón, no mucho después del sacrificio público de Grant, donde Sylvester se encontró a Farnsworth agasajando a Nancybeth con un bulbo templado de Calvados. El hombre de mediana edad y la mujer de veinte años estaban flotando, ingrávidos y ligeramente beodos, ante un espectacular telón de fondo formado por estrellas auténticas. Aquella visión enfureció a Sylvester, tal como Nancybeth, sin duda alguna, se había propuesto. Antes de acercarse a ellos, Sylvester pensó en la situación: al fin y al cabo, ¿qué necesidad tenía de preocuparse? La muchacha poseía una belleza como para pararle el pulso a cualquiera, pero era leal como un visón. No obstante, Sylvester creyó que no podía permitirse ignorar al taimado Farnsworth durante más tiempo.

Nancybeth, con una malicia apagada sólo ligeramente por la ingravidez y el alcohol, contempló a Sylvester mientras ésta se acercaba a ellos.

—Hola, Sondra. Te presento a un amigo mío. Prissy Farnsworth.

—Percy Farnsworth, señora Sylvester.

Uno no puede ponerse de pie cuando se halla en microgravidez, pero a pesar de ello Farnsworth se incorporó admirablemente y metió hacia delante la barbilla en una reverencia que resultó bastante creíble.

Sylvester lo miró con desagrado: aunque se aproximaba a los cincuenta años, Farnsworth adoptaba la apariencia de un joven oficial del ejército que se hallase fuera de servicio durante el fin de semana y se dedicase un poco a la matanza de faisanes, por decirlo así. El teniente coronel Witherspoon, al que Sylvester acababa de conocer en los terrenos de maniobras de Salisbury, era también un modelo de aquel tipo. Farnsworth tenía el mismo bigote, la misma cazadora de tiro con coderas y la misma rigidez en el cuello. El acento de colegio de pago y la recortada dicción de Rata del Desierto eran, no obstante, estrictamente de segunda mano.

Sylvester hizo que no veía la mano que el hombre le tendía.

—Deberías tener más cuidado, Nancybeth. Una resaca de coñac no resulta nada agradable.

—Querida mamá Sylvester —dijo la muchacha con una sonrisa afectada—. ¿Qué te había dicho, Fanny? Es una experta en todo. Yo no había oído hablar en toda mi vida de este mejunje hasta que ella me inició.

Nancybeth se pasó el bulbo de brandy de manzana de una mano a otra. Al lanzarlo la tercera vez falló, y Farnsworth lo rescató cogiéndolo en el aire y se lo devolvió sin hacer ningún comentario.

—Tengo entendido que disfrutó usted de una visita muy agradable al sur de Francia, señora Sylvester —dijo Farnsworth desafiando los obstinados desplantes de la mujer.

Sylvester le lanzó una mirada con intención de hacerlo callar, pero inesperadamente, Nancybeth se puso a hablar, muy animada.

Ella se lo pasó muy bien dos días. ¿O fueron tres días? Yo me aburrí durante tres semanas.

—Señor Farnsworth —se apresuró a interrumpirla Sylvester—, ese intento de sonsacarle a mi compañera información que usted imagina puede serle útil de alguna manera…, resulta muy evidente.

Nancybeth abrió mucho los ojos.

—¿Sonsacarme? Pero señor Farnsworth… Y se agarró con gesto teatral la ondulante falda del vestido estampado de flores.

—Y despreciable —añadió Sylvester.

Pero Farnsworth hizo como que no se daba por aludido.

—No he pretendido ofenderla, señora Sylvester. Sólo hablaba por hablar, nada más. En lo que se refiere a los negocios, francamente, yo prefiero hablar con usted cara a cara, ¿eh?

Nancybeth soltó un gruñido.

—De hombre a hombre, por así decirlo —comentó. Y luego fingió encogerse atemorizada cuando Sylvester la miró con furia. Estaba claro que se había tomado más copas de más de lo que Sylvester se temía.

—Me malinterpreta usted, señora Sylvester —continuó diciendo Farnsworth con suavidad—. También represento los intereses de usted, ¿sabe? En un sentido.

—¿En el sentido de que se verá usted forzado a pagar a sus clientes cualquier suma que no consiga escatimar?

Él se dio un poco de impulso hacia arriba.

—No tiene usted nada que temer, señora Sylvester. La Star Queen aterrizaría a salvo con el envío que usted ha hecho aunque fuera una nave fantasma. Es necesario algo más que un miserable meteoroide para hacer algo en un robot «Rolls Royce»… ¿qué?

En el transcurso de esta conversación Nancybeth había ido poniendo una serie de caras exageradas, imitando con mímica primero el frío desprecio de Sylvester y luego la herida inocencia de Farnsworth. Era esa clase de exhibición infantil lo que en algunas circunstancias le confería cierto atractivo de golfillo. Pero en aquel momento resultaba tan poco atractiva como una rabieta.

—Gracias por su interés, señor Farnsworth —dijo Sylvester con frialdad—. Y quizá sea usted tan amable de dejarnos en paz ahora.

—Permítame que sea directo, señora Sylvester, y le pido perdón…

—No. ¿Por qué no es indirecto? —sugirió animadamente Nancybeth.

Farnsworth continuó hablando:

—Al fin y al cabo, ambos somos conscientes de las dificultades por las que atraviesan las «Líneas Pavlakis», ¿no es así?

—Yo no soy consciente de tal cosa.

—No hace falta mucha imaginación para darse cuenta de lo que Pavlakis habría podido ganar hundiendo su propia nave, ¿eh?

—Nancybeth, me gustaría que te vinieras conmigo ahora mismo —dijo Sylvester al tiempo que se daba la vuelta.

—Pero lo hizo bastante mal, ¿no es cierto? —continuó diciendo Farnsworth y con voz más profunda y ronca al tiempo que se acercaba a Sylvester—. ¿Ningún daño de importancia en la nave, ningún daño en absoluto en lo que se refiere al cargamento? ¿Ni siquiera en ese famoso libro por el que usted demostraba tanto interés?

—No se olvide de la tripulación —gritó Nancybeth todavía mareada como un diablillo—. ¡Intentó matarlos a todos!

—Buen Dios, Nancybeth… —Sylvester echó una rápida mirada al otro lado del salón, hacia el lugar donde Nikos Pavlakis revoloteaba sobre el ouzo—. ¿Cómo puedes decir semejante cosa de un hombre al que ni siquiera conoces?

—Pero sólo se cargó a la mitad —terminó la muchacha—. El bueno de Angus se libró.

—Ésa es una suposición muy sagaz, señora Sylvester, y yo apostaría a que tiene razón. —La mirada insinuante de Farnsworth se agudizó melodramáticamente—. En caso de accidente las «Líneas Pavlakis» pagan unas primas de seguro de vida para los tripulantes bastante grandes… ¿Lo sabía usted?

Ella lo miró fijamente a los ojos, casi en contra de su voluntad.

—No, señor Farnsworth, realmente no lo sabía.

—Excluyendo el suicidio, no obstante. Y además hay otra cuestión…

Sylvester desvió la mirada de la del hombre. Había algo en aquellos dientes, en el pelo rojizo, que hizo que el estómago se le revolviera. Miró con enojo a Nancybeth, la cual le devolvió una mirada de aturdida y exagerada inocencia. Agarrándose a un pasamanos cercano, Sylvester les volvió la espalda a los dos y se lanzó apresuradamente hacia el exterior, adentrándose en la penumbra.

—Adiós, Sondra…, perdónanos por haberte hecho enfadar —cacareó Nancybeth al tiempo que Sylvester desaparecía por la puerta más cercana. Miró de reojo a Farnsworth—. ¿Suicidio? ¿Eso significa que no tendrá usted que pagar a Grant? Quiero decir por Grant. ¿Por qué él se quitó la vida?

—Puede que signifique eso. —Farnsworth le devolvió una mirada como la de un búho—. A no ser que no lo hiciera así, naturalmente.

—¿Qué no lo hiciera? Ah, sí… ¿Y si lo asesinaron?

—Ah, asesinato. Ésa es una zona gris. —Farnsworth se dio un tirón del nudo de la corbata de polímero color sangre—. Oye, lo he pasado estupendamente. Pero me temo que ahora tengo que marcharme.

—Sí. Wurspercy —dijo en un arrullo la recién abandonada Nancybeth. De modo que eso era lo que aquel tipo pretendía de ella, nada más que la oportunidad de entablar conversación con Syl—. Hala, vete corriendo. ¿Por qué no te vas de una vez? Y en lo que hacer, toma ejemplo del comandante Grant. Piérdete también.

Al otro lado de la habitación, no muy lejos, Nikos Pavlakis flotaba cerca de la barra en compañía del bulbo de ouzo y la bolsa de aceitunas. Se daba perfecta cuenta de que habían estado hablando de él. El genio le decía que se enfrentase a Farnsworth, que le pidiera cuentas inmediatamente, pero el sentido de los negocios le indicaba que era mejor mantener la calma a toda costa. Estaba frenético por las condiciones en que se hallaba su preciosa y nueva nave. Y casi lo mismo de apesadumbrado se sentía por Grant, que había sido un empleado de confianza de su padre y de él mismo durante muchos años, y por la viuda y los hijos de Grant. Y más aprensivo aún se sentía acerca de la perspectiva de McNeil, otro buen hombre…

Pavlakis creía saber lo que le había sucedido a la Star Queen. Para él resultaba retrospectivamente evidente, transparentemente evidente…, pero esperaba que no lo fuera para nadie más. Tampoco podía permitirse el lujo de que se le escapara ni el menor asomo de sus sospechas delante de nadie. Y delante de Farnsworth menos aún.

Al mismo tiempo que la Helios se deslizaba para entrar en la órbita de estacionamiento cercana a Port Hesperus, Sparta se encontraba husmeando en el camarote privado de Angus McNeil, en la Star Queen.

Había revisado rápidamente la cocina, la instalación de higiene personal y las zonas comunes. No había hallado nada que no coincidiese con el relato de McNeil. Una hornacina en el armario de las medicinas, la que había contenido el diminuto vial de veneno insípido e inodoro, se encontraba vacía. Había dos barajas de naipes en el cajón de la mesa de la sala común, una de las cuales no había sido abierta; la otra había sido utilizada tanto por McNeil como por Grant. Las huellas de McNeil eran más fuertes, aunque Grant había sujetado con fuerza una de las cartas. Sparta se fijó en la cara de dicho naipe.

Después de las zonas comunes, Sparta había visitado el camarote del piloto. Nadie había entrado allí desde la última vez que Wycherly estuviera en la nave, antes de que ésta abandonase los «Astilleros Faralon».

Y a continuación el camarote de Grant, notable sobre todo por la falta de indicios reveladores. La cama seguía hecha, las esquinas ajustadas hacia afuera y la manta tan tirante que uno hubiera podido hacer botar en ella una moneda. La ropa estaba pulcramente doblada en los contenedores respectivos. La estantería y los archivos del ordenador privado eran en su mayoría manuales de electrónica y libros de mejora personal; no había señales de que Grant tuviera costumbre de leer nada por el mero placer de hacerlo, ni de cualquier otra afición que no fuera juguetear con la microelectrónica. Las prometidas cartas a su esposa e hijos estaban sujetas con clips al pequeño escritorio plegable; Sparta las dejó donde estaban después de asegurarse de que nadie más que Grant las había tocado. Si McNeil había sentido curiosidad por el contenido de las mismas —como de hecho habría podido ocurrir—, había tenido la decencia de no tocarlas. De hecho, no había el menor rastro de la presencia de McNeil en toda la habitación.

Había otra carta, dirigida al propio McNeil, en el cajón del escritorio de Grant. Pero como McNeil no había registrado el cajón, presumiblemente no estaba al tanto de la existencia de la misma.

El camarote de McNeil proporcionaba el retrato de un hombre completamente diferente. La cama llevaba días sin hacer, puede que semanas; Sparta advirtió la presencia de algunas salpicaduras de un color tirando a púrpura producidas por el vino derramado que, si McNeil había dicho la verdad al afirmar que no había entrado en la bodega A después de que Grant hubiera cambiado la combinación, llevaban allí desde cuatro días después de acaecida la explosión. La ropa se hallaba toda revuelta, apretada de cualquier manera en los contenedores del armario. La biblioteca de vídeos era una fascinante mezcla de títulos. Había obras de mística; el Tao Te Ching de Lao Tsu, un tratado de alquimia, otro de la cábala. Y de filosofía: Prolegómenos de cualquier metafísica futura, de Kant, El nacimiento de la tragedia, de Nietzsche.

Algunos de los libros de McNeil eran auténticos, estaban fotograbados en cuartillas de plástico que imitaban el papel de cien años atrás. Juegos: un delgado librito de magia de salón, otro de ajedrez, otro de go[3]. Novelas: aquella tan rara, Jurgen, de Cabell, y una obra reciente de los futuristas marcianos, Dionysus Redivivus.

Los archivos personales del ordenador de McNeil revelaban una gama diferente pero igualmente variada de aficiones. Sparta sólo tardó unos instantes en descubrir que aquel hombre había estado siguiendo atentamente los cambios de la bolsa de Londres, Nueva York, Tokyo y Hong Kong, y que estaba suscrito a varios clubs, desde «Rosa-del-mes» a «Vino-del-mes». Vino y rosas. Entre viaje y viaje debía recoger los ejemplares de varios meses.

Había otros ficheros en el ordenador protegidos por claves que habrían bastado para detener a cualquier merodeador accidental, pero que eran tan triviales que Sparta apenas si advirtió su presencia, ficheros que hacían uso completo de las gráficas de alta resolución de la máquina. La invención del vídeo casero un siglo antes había llevado las películas eróticas al cuarto de estar, pero aquella innovación no había sido nada comparada con lo que vino después, cuando la invención de la computadora barata a base de un chip llevó un nuevo significado a la expresión «fantasía interactiva». El id[4] de McNeil se mostraba, en gran medida, tal cual era en aquellos archivos privados que Sparta se apresuró a cerrar; a pesar de la opinión que tenía de sí misma de ser más sofisticada de lo que era normal a su edad, la cara se le había puesto de un color rosa encendido.

Se dirigió al pasillo que atravesaba por el centro la cubierta de soporte de vida. Justo al otro lado de estas paredes finales de acero, curvadas y monótonas, había tenido lugar la explosión; en el mismo momento los paneles de acceso se habían cerrado automáticamente para impedir la descompresión en el módulo tripulación.

Pasó a través de la cámara de descompresión hasta el acceso a las bodegas, a las tres cámaras que advertían «VACÍO», y a aquella otra que lucía una brillante e intermitente luz amarilla: «Prohibida terminantemente la entrada a toda persona no autorizada».

McNeil había dicho la verdad. En el tablero estaban impresas sus huellas y las de muchas otras manos, pero el rastro más reciente era el de Peter Grant —el contacto de éste sobre seis de las teclas se superponía a todos los demás—. Sparta no fue capaz de reconstruir el orden de aquellos contactos —seis teclas dan pie a múltiples combinaciones de seis factores—, pero si ella hubiera querido jugar una partida consigo misma, con toda seguridad habría podido deducir en unos cuantos segundos cuáles eran los que contaban con mayores posibilidades, dado el gran conocimiento de probabilidades de que hacía gala y, sobre todo, por lo que había tenido ocasión de aprender acerca del hombre en cuestión.

De nada iba a servirle gastar el tiempo en ello. Ya había encontrado la combinación en el lugar en que Grant la había anotado, en los archivos de su ordenador personal.

Tecleó sobre los botones. El diodo indicador que había junto a la cerradura parpadeó al pasar del rojo al verde. Sparta hizo girar la rueda y tiró de la escotilla. Dentro de la cámara de descompresión de aire, los indicadores confirmaban que la presión interior de la bodega era igual a la que había fuera de la cámara. Hizo girar la rueda de la escotilla interior, y un momento después entró flotando en la bodega.

Era un espacio circular bastante estrecho, apenas lo suficientemente grande para que una persona pudiera mantenerse erguida allí dentro, y estaba rodeado de estantes de acero llenos de bolsas y cajas de metal o plástico. El techo del compartimiento era la bóveda reforzada de la bodega propiamente dicha; el suelo era una división de acero desmontable sellada a las paredes. Las naves de madera que en otro tiempo navegaran por los océanos de la Tierra solían transportar arena y rocas a modo de lastre cuando viajaban sin cargamento de pago, pero el lastre no servía de nada en el espacio. Desde aquellos cuantos anaqueles hacinados que circundaban la parte superior presurizada de la bodega y el resto, hasta la popa, no era más que una gran botella de vacío.

Los jergones cercanos a la cámara de descompresión de aire estaban firmemente sujetos con cinturones y transportaban sacos de arroz silvestre, puntas de espárragos en gelatina, cajas de animales de caza congelados vivos en animación suspendida y algunos manjares exquisitos que, tras haber hecho el viaje desde la Tierra, valían mucho más que su peso en oro.

Y, por supuesto, aquella miscelánea que le había llamado la atención a Sparta al leer el manifiesto. Los puros cubanos de Kara Antreen y los «libros sin valor intrínseco» de Sondra Sylvester. Los libros de Sylvester se encontraban dentro de un estuche «Styrene» de color gris que mostraba pocas señales de que alguien lo hubiese manipulado. Sparta se fijó en las huellas de la propia Sylvester, en las de McNeil, en las de Grant y en otras desconocidas, pero ninguna de ellas era reciente. La muchacha dedujo rápidamente la sencilla combinación. En el interior se encontró con una gran cantidad de libros de papel envueltos en plástico, algunos encuadernados en tela o en piel, otros con cubiertas ilustradas, muy pintorescas y llamativas, pero nada que en realidad no esperase encontrar. Volvió a sellar el estuche.

A continuación se acercó al envío de Darlington, una caja gris «Styrene» similar a la anterior, aunque no idéntica, que estaba equipada con una elaborada cerradura magnética, algo incluso más complejo que el tablero numérico de la propia cámara de descompresión de aire. El estuche no mostraba signo alguno de haber sido manipulado. Las únicas señales químicas en toda la caja eran los fuertes olores opuestos a detergente, alcohol metílico, acetona y tetracloruro de carbono. Parecía que la hubieran fregado a conciencia.

¿Una medida defensiva, aquélla, como el cabello que se deja atravesado en la ranura de la puerta del armario con la intención de descubrir cualquier intento de registro o manipulación? Pues bien, nadie la había manipulado.

Sparta procedió a hacerlo. El código de la cerradura se basaba en una breve cantidad de números primos más bien pequeños. Nadie que no poseyera las capacidades sensoriales de Sparta habría podido poner al descubierto la combinación sin emplear en ello unos cuantos días, a no ser que utilizara la ayuda de un ordenador de tamaño considerable; tardaría todo ese tiempo sólo para comprobar la mitad de las combinaciones posibles. Pero Sparta eliminó millones y billones de posibilidades en un instante leyendo simplemente los senderos electrónicos en lo más profundo de los circuitos de la cerradura y descartando aquéllos que estaban inactivos.

Entró en trance mientras lo hacía. Cinco minutos después tenía la cerradura abierta. Dentro del estuche se encontraba el libro.

El hombre que había encargado hacer aquel libro se deleitaba con las cosas de calidad. Para él la presentación de las palabras impresas con tanto esfuerzo tenía un valor tan grande, que no estaba dispuesto a permitir que aquéllos a los que esperaba impresionar con ellas, ni siquiera sus amigos, vieran algo que no fuese lo mejor. A Los siete pilares de la sabiduría se les había otorgado no sólo los adornos propios de un estuche de mármol, encuadernación en piel y papel precioso, sino que además estaba impresa como la mismísima Biblia del rey James, en papel biblia, con linotipia y a dos columnas.

Sparta había oído hablar de los caracteres de imprenta, aunque en realidad nunca había visto el resultado de los mismos. Sacó el libro del estuche y dejó que se abriera suavemente. Desde luego, cada letra individual y cada carácter habían sido impresos sobre el papel; no eran simplemente como una capa transparente, sino que estaban hechos con la cantidad precisa de tinta aplicada vigorosamente sobre la pasta de papel. Aquella clase de artesanía en un objeto de «producción en serie» quedaba fuera del alcance de la experiencia de Sparta. El papel era delgado y flexible, no como aquellas hojas descoloridas y ruinosas que había visto en la Biblioteca de Nueva York, donde eran expuestas como una reliquia del pasado.

La riqueza y esplendor del libro que tenía en la mano resultaban hipnóticos y la impulsaban a pasar las páginas. De momento se olvidó de la investigación. Lo único que deseaba era experimentar aquel objeto. Observó la página por la que el libro se había abierto espontáneamente.

«Un accidente era más mezquino que una falta deliberada —había escrito el autor—. Si yo no titubeaba en arriesgar mi vida, ¿por qué alborotar ensuciándola? Pero la vida y el honor parecen pertenecer a categorías diferentes… ¿O acaso es el honor como las hojas de papel biblia, que cuanto más se pierde más preciado resulta lo poco que queda…?»

Un pensamiento extraño. El «honor» considerado como un artículo de consumo que cuanto más se perdía, más preciado era lo que quedaba.

Sparta cerró el fabuloso libro y lo metió de nuevo en el estuche; luego volvió a colocar todo el grueso paquete en el embalaje acolchado. Ya había visto lo que necesitaba ver de la Star Queen.