14

Dejaron al grupo de periodistas vociferando ante la puerta del sector de seguridad.

—Nunca los había visto así —masculló Proboda—. Cualquiera diría que hasta ahora no han tenido ocasión de hacer un reportaje sobre una historia real.

Sparta no tenía experiencia con los medios de comunicación. Siempre había pensado que se podían emplear con ellos las técnicas habituales de mando y control, ciertos trucos de voz y personalidad; y de hecho todo esto dio resultado hasta cierto punto. Pero la joven había subestimado la habilidad de aquella chusma para quebrarle la concentración, para malearle las funciones internas.

—Excúseme, Viktor… Necesito un momento.

Se detuvo en una esquina del pasadizo, que estaba vacío, y cerró los ojos, flotando en el aire; utilizó toda su voluntad para tratar de disolver la tensión que tenía en la nuca y en los hombros. Vació la mente de cualquier tipo de pensamiento consciente.

Proboda la miraba con curiosidad, confiando en que no viniese nadie a quien tuviera que dar explicaciones. La formidable y joven inspectora Troy se mostraba de pronto vulnerable, con los ojos cerrados, la cabeza echada hacia delante y flotando con las manos en alto como si fueran las patas de un pequeño animal; podía verle la parte inferior de la esbelta y blanca nuca, desnuda al caerle hacia delante el rubio y liso cabello.

Segundos más tarde Sparta permitió que los ojos se le abrieran por completo.

—Viktor, necesito un traje espacial. Tengo la talla cinco y medio —dijo; y con toda sencillez su expresión volvió a recuperar la firmeza.

—Veré lo que puedo encontrar en los armarios.

—Y también necesitaremos herramientas. Abrazaderas de lapa y ventosas. Y puntales de agarre. Una llave inglesa de inercia con un juego completo de cabezas y barrenas. Y bolsas, cinta y todo eso.

—De todo eso se encuentra en un equipo de mecánico de grado diez. ¿Algo especial?

—No. Me reuniré con usted en la escotilla.

Sparta se adelantó hacia el tubo de aterrizaje de la Star Queen, y Proboda se alejó en dirección al cobertizo de las herramientas.

Había dos patrulleros de guardia junto a la entrada del tubo vestidos con trajes espaciales azules y con los cascos puestos, aunque sin cerrar. Iban pertrechados con armas para aturdir, rifles de aire que disparaban balas de goma capaces de herir gravemente a un ser humano aunque llevase puesto un traje espacial, pero difícilmente capaces de causar daño a los sistemas cruciales de la estación espacial. Los cartuchos de metal y las armas que los disparaban estaban prohibidos en Port Hesperus.

A través de las ventanas de doble vidrio situadas detrás de los guardias, el enorme bulto de la Star Queen ocupaba enteramente la bahía de aterrizaje. La nave tenía el tamaño normal de carguero, pero era mucho más grande que las gabarras, lanchas y transbordadores que normalmente amarraban en Port Hesperus.

—¿Ha estado aquí alguien desde que sacamos a McNeil de la nave? —preguntó Sparta a los guardias.

Éstos se miraron y luego movieron la cabeza en un gesto negativo.

—No, inspectora.

—Nadie, inspectora.

Los traicionaron las voces: estaban mintiendo.

—Bien —dijo Sparta—. Quiero que me informen a mí o al inspector Proboda si alguien intenta pasar por aquí. Sea quien sea, aunque se trate de alguien de nuestro propio departamento. ¿Entendido?

—Muy bien, inspectora.

—Ciertamente, inspectora. Puede estar tranquila.

Sparta se metió en el tubo de embarque. El sello de plástico rojo seguía en su lugar sobre el borde de la escotilla. Puso una mano sobre el mismo y se inclinó hacia él.

El sello de plástico era poco más de lo que aparentaba, un simple parche adhesivo. No disimulaba ningún microcircuito, aunque sus polímeros conductores eran sensibles a los campos eléctricos y conservaban las huellas de cualquiera que se hubiera acercado recientemente. Poniendo la mano sobre el parche, inclinándose sobre el mismo e inhalando su olor, Sparta se enteró de lo que quería saber.

Los detectores magnéticos que tenía debajo de la palma de la mano recogieron la huella fuertemente impresa de un dispositivo de diagnóstico: alguien, a su vez, había pasado un detector magnético sobre el plástico con intención de descubrir sus secretos. Luego habían tenido la desfachatez de manipular el sello, presumiblemente con guantes. El curioso no había dejado huellas digitales; pero, por el olor que se desprendía de la superficie del plástico, Sparta no tuvo ninguna dificultad para identificar quién había estado allí.

La piel de cada persona transpira y rezuma grasas que contienen una mezcla de elementos químicos, especialmente aminoácidos, en una combinación tan única como el dibujo del iris. Cuando Sparta inhaló aquellos elementos químicos los analizó al instante. Era capaz de traer a la consciencia fórmulas químicas específicas y, lo que era aún más útil, asociarlas con modelos que ya tenía previamente almacenados. De forma rutinaria almacenaba las firmas de aminoácidos de la mayoría de las personas que conocía, descartando al cabo de algún tiempo aquéllas que no resultaban de interés.

Dos horas antes había almacenado la firma de aminoácidos de Kara Antreen. No se sorprendió al reconocerla en el sello. Y tampoco podía culpar a los guardias por haberle mentido. Les habían ordenado que guardasen silencio; y tenían que seguir viviendo con Antreen mucho después de que Sparta hubiera regresado a la Tierra.

Sparta tampoco podía culpar a Antreen por su curiosidad. Había estado examinando el sello, pero no había evidencias de que hubiese abierto la escotilla. Sólo había otra entrada a la nave, y era a través de la escotilla situada en la mitad de la misma, a popa de las bodegas de carga; y Sparta dudaba que la hubiera empleado. En el caso de que se hubiese puesto un traje espacial para entrar en la nave, Antreen se habría expuesto a que la vieran los cien controladores y estibadores que estaban trabajando en los muelles.

Llegó Viktor trayendo la bolsa de herramientas y un traje espacial para ella, uno azul, que era el uniforme de la ley local. Él ya se había puesto el suyo; llevaba prendida en el hombro la insignia dorada.

Minutos después se acercaban flotando al casco, iluminado con focos, de la Star Queen; tenían toda la atención puesta en un pequeño agujero redondo que había en una de las planchas de metal.

Detrás de ellos, en la cavernosa bahía de aterrizaje, unas grandes abrazaderas de metal chocaban con estruendo al encadenar naves a la estación, y varias mangueras y cables autodirigidos serpenteaban al salir de los colectores para repostar buscando los orificios de los tanques de combustible. Remolcadores y gabarras llegaban o se lanzaban al espacio desde la bahía, deslizándose dentro y fuera de las enormes puertas de la bahía, que estaban abiertas hacia las estrellas. Toda esta actividad tenía lugar en el silencio y muerto vacío. El cúter de la Junta de Control del Espacio se encontraba amarrado junto a la Star Queen en el sector de seguridad. Una lancha se hallaba ante la escotilla comercial al otro lado de la vía, con los depósitos llenos y lista para transportar pasajeros hasta la estación en cuanto llegase el transatlántico Helios. Toda la escena se hallaba presidida por la transparente cúpula de Control de Tráfico.

Habían pasado por una de las escotillas de los trabajadores, arrastrando tras de sí la bolsa de nailon transparente de las herramientas, que Proboda llevaba atada a la muñeca. Manteniendo una respetuosa distancia, Sparta se había abierto camino cuidadosamente alrededor de los anillos superconductores del escudo de radiación, que colgaba en un hemisferio transparente por encima de la parte superior del módulo de la tripulación de la Star Queen. Si Proboda se preguntó por qué, no dijo nada, y la joven no se molestó en explicarle aquello que había aprendido por medio de una experiencia personal perturbadora: que los campos magnéticos y las descargas eléctricas fuertes resultaban muy peligrosas para ella sobre todo en ciertos aspectos íntimos que los demás ni siquiera podían notar. Las corrientes inducidas en los elementos metálicos que tenía implantados cerca del esqueleto resultaban desorientadoras e, in extremis, amenazadoras para sus órganos vitales.

Pero maniobró sin dificultades para acercarse a la plancha L-43 del casco de la nave. No era un lugar de fácil acceso ni siquiera para una persona con traje espacial, pues estaba semioculta en la parte de abajo del módulo de la tripulación, justo por encima del extremo convexo del largo cilindro que era la bodega C.

—Echaré un vistazo —le dijo a Proboda acercándose mucho—. Ponga esto en otra parte.

Quitó el ojo robot, similar a un cangrejo, del lugar del casco en donde estaba situado, justo encima del agujero, y se lo tendió a Proboda; los rodillos magnéticos que el ojo tenía en los extremos de las patas chirriaron al buscar un punto donde agarrarse. Proboda lo colocó en un lugar más alto del módulo y el aparato salió correteando con rapidez hacia la escotilla donde se albergaba habitualmente.

Sparta subió hasta la plancha dañada y enfocó el ojo derecho sobre el agujero. Hizo un zoom hacia el interior y lo examinó con detalle microscópico.

—Desde aquí no parece gran cosa —dijo la voz de Proboda a través del auricular que la muchacha llevaba colocado en la oreja derecha.

—Espere hasta que vea el interior. Pero primero déjeme que saque una foto de esto —murmuró. Hizo un disparo con la cámara corriente de hacer fotogramas que llevaba colgada de la muñeca izquierda.

Lo que Sparta vio en la parte exterior del casco, incluso con una ampliación que hubiera dejado atónito a Proboda, correspondía exactamente a lo que ella habría esperado si un meteoroide de un gramo que viajase a cuarenta kilómetros por segundo hubiese hecho colisión con la plancha del casco. Un agujero del tamaño de un cojinete en el centro de un pequeño círculo de metal liso y brillante que se había derretido y cristalizado de nuevo.

El daño sufrido por el casco de una nave a causa de un meteoroide que viaja a velocidades interplanetarias típicas se aproxima a lo que sucede cuando, por ejemplo, un misil muy veloz da en un blindaje. La hendedura en el exterior de la plancha puede que sea modesta en sí misma, pero la energía depositada produce una fuerza de choque en forma de cono que viaja hacia el interior y astilla un amplio círculo de material arrancándolo de la parte interior de la plancha. Este material derretido continúa moviéndose y a su vez causa otros daños; mientras tanto, si el interior del casco está lleno de aire, la onda de choque se expande con gran rapidez produciendo excesos de presión que son intensamente destructivos cerca del agujero, aunque decrecen muy de prisa a medida que la distancia aumenta.

—¿Es uno de ésos que salen con facilidad? —le preguntó Proboda.

—No tenemos tanta suerte —repuso la joven—. ¿Quiere alcanzarme esa llave inglesa y un Philips normal?

Casi un tercio de la superficie de la cubierta de soporte de vida estaba formado por paneles desmontables, y el L-43 era uno de ellos…, aunque no era, desgraciadamente, una puerta que se abriera como las otras cercanas, sino una plancha que había que desmontar con paciencia, aflojando unos cincuenta tornillos de cabeza plana que estaban situados alrededor de los bordes. Proboda cogió un taladro de la bolsa de nailon de las herramientas y fijó en él una broca.

—Aquí tiene —dijo al tiempo que se lo tendía a Sparta—. ¿Puedo ayudar en algo?

—Coja estos malditos tornillos.

Tardó casi diez minutos en sacar todos los tornillos. Proboda los iba cogiendo del vacío y los introducía en una bolsa de plástico.

—Vamos a probar ahora con la ventosa.

Él le tendió un pequeño y macizo electroimán que Sparta colocó contra el triángulo pintado de amarillo que había en el centro de la plancha y que servía para señalar la presencia de un punto duro de laminado férreo. La muchacha accionó el botón de encendido del imán y tiró con fuerza. El imán estaba fuertemente pegado al punto duro, pero…

—Esto es lo que me temía. ¿Puede usted apoyar los pies en algún sitio? Cuando lo haya hecho tíreme de las piernas.

Proboda buscó un punto de apoyo firme y agarró con fuerza a la joven por los pies. Tiró de ella, y la muchacha tiró de la plancha, pero ésta se encontraba fuertemente sujeta al casco.

—Tendremos que instalar un aparejo de agarre.

Proboda metió la mano en la bolsa de las herramientas y sacó de ella un juego de varillas de acero provisto de acoplamientos deslizantes. Le fue dando las piezas a Sparta una a una, y al cabo de unos cuantos minutos ésta había montado un puente de varillas paralelas sobre la recalcitrante plancha del casco; estaba dispuesto contra el casco, a ambos lados, y los puntos de apoyo eran balancines. Montó un mecanismo en forma de lombriz dentro de una sólida abrazadera, justo en el centro del puente. Fijó un asa de travesaños en la parte superior de la misma; el extremo inferior rotaba sobre una punta en la parte trasera del imán. Cuando Sparta hizo girar los travesaños, aquel mecanismo en forma de lombriz dio la vuelta y empezó a ejercer una tremenda fuerza de atracción. Después de tres vueltas completas la voluminosa plancha, como si fuera un rígido tapón de corcho deslizándose fuera de una botella, salió por fin.

—Esto era lo que le impedía salir —dijo Sparta mostrándole la parte interior de la plancha—. Hay lacre por toda la superficie.

Grumos de plástico amarillo y endurecido habían sujetado la plancha con gran fuerza; era espuma de plástico que había sido vomitada de los botes de emergencia del interior de la cubierta. Parte de ella había sido transportada por la fuerte corriente de aire hacia fuera, en dirección al agujero producido por el meteoroide, y se congeló sobre éste cerrando el escape herméticamente, cometido para el que la espuma había sido diseñada; el resto, sencillamente, había formado un enorme amasijo.

Sparta inspeccionó la parte interna de la plancha y el oscuro y duro montón de plástico que tapaba el agujero. Lo fotogramó, y luego miró hacia atrás por encima del hombro.

—Déjeme ver ese juego de cuchillos. —Proboda se lo tendió y ella escogió un cuchillo curvo de hoja fina—. Y deme unas cuantas bolsitas de éstas.

Con cuidado metió el filo del cuchillo debajo del quebradizo plástico. Se puso a pelar el plástico hacia atrás, y éste se desprendió en delgadas láminas como sedimento, como hebras de madera.

—¿Para qué hace eso?

—No se preocupe, no estoy destruyendo las pruebas. —Guardó las virutas en una bolsa transparente—. Quiero ver qué aspecto tiene el agujero debajo de todo ese engrudo. —Debajo del plástico se encontraba el lado ancho del agujero cónico, que tenía el tamaño de una moneda de cinco centavos, rodeado por una aureola de brillante metal recristalizado—. Bueno, ciertamente esto es de libro. —Volvió a fotogramarlo, y luego le pasó a su compañero la plancha del casco—. Vamos a poner todo esto dentro del saco.

Sparta alumbró con la lámpara de mano el ennegrecido interior de la cubierta de soporte de vida. Pasó unos momentos estudiando a su manera aquello que veía. Luego tomó más fotogramas.

—¿Puede meter la cabeza por aquí, Viktor? Quiero que vea esto.

Con grandes dificultades debidas a la falta de espacio, Proboda metió el casco al lado del de ella, de manera que se tocaban.

—Qué desorden. —La voz del hombre sonó muy fuerte tanto por la conducción a través de los propios cascos como por el intercomunicador.

Todo en un radio de dos metros a partir del punto en el que se encontraba el agujero del casco se hallaba seriamente dañado. Las tuberías se veían frenéticamente retorcidas y acabadas en bocas melladas, como gusanos retorcidos y congelados.

—Ambos tanques de oxígeno de un golpe. Difícilmente se encontraría un punto más vulnerable en toda la nave. —Una de las esferas de oxígeno estaba rasgada, mientras que la otra yacía en pedazos como el cascarón de un huevo roto. Fragmentos de la maltrecha célula de combustible flotaban cerca del techo, donde habían quedado reunidos bajo los efectos de la suave desaceleración de la maniobra de aterrizaje—. Excúseme un minuto, tengo que meter el brazo ahí dentro.

Sparta levantó la mano y recogió algunos brillantes pedazos de los escombros que había en el techo; con cuidado metió éstos, así como otras muestras, en bolsas de plástico. Echó una última mirada hacia el interior de la arrasada cubierta y luego se retiró.

Volvieron a colocar las herramientas y las pruebas que habían reunido en la red.

—Con esto tenemos suficiente por ahora.

—¿Ha encontrado lo que esperaba?

—Es posible que sí. Tendremos que esperar el resultado de los análisis. Antes de marchamos vamos a asomarnos al interior de la nave.

Se fueron impulsando a lo largo del voluminoso cilindro de la bodega (agarrándose de un asa a la siguiente), hasta que llegaron a la escotilla central de la Star Queen.

La escotilla central estaba situada en el largo eje que separaba los tanques de combustible de la Star Queen de los motores nucleares de las bodegas y del módulo de la tripulación, justo en la popa de las propias bodegas. Sparta se puso a manipular los controles externos que abrían la escotilla —controles que estaban estandarizados en todas las naves, de acuerdo con las leyes vigentes— y luego penetró por aquel estrecho espacio. Proboda entró tras ella con dificultad, arrastrando la bolsa de las herramientas.

La muchacha cerró la compuerta exterior. Desde dentro podía presurizar el compartimiento de aire, siempre que no hubiera contraórdenes desde el interior de la nave. Pero una señal roja y muy brillante que estaba encendida en la parte superior, al lado de la rueda de la compuerta interior, indicaba: «PRECAUCIÓN, VACÍO».

—Voy a presurizar —dijo Sparta—. Esto no va a oler demasiado bien.

—¿Por qué no nos dejamos puestos los trajes espaciales?

—Tenemos que enfrentarnos a ello tarde o temprano, Viktor. Déjese el casco puesto, si quiere.

Proboda no discutió con ella, pero se quedó con el casco puesto. La joven no permitió que él viera la sonrisa irónica que esbozaban sus labios. Aquel hombre tenía unos sentimientos muy delicados para su tamaño y profesión.

Sparta hizo uso de los controles para presurizar el interior del conducto central de la nave. Al cabo de unos momentos el indicador de precaución cambió del rojo al verde —«Presión atmosférica ecualizada»—, pero la muchacha no abrió aún la compuerta interior. Primero se quitó el casco.

En el cerebro de Sparta penetró violentamente el olor a sudor, a comida rancia, a humo de cigarrillos, a vino derramado, a ozono, a pintura nueva, a aceite de engrasar, a grava, a excrementos humanos… y, por encima de todo, a dióxido de carbono. El aire ya no era tan malo como lo había sido para McNeil en aquellos últimos días, porque se había mezclado con aire fresco procedente de la estación, pero aún lo era bastante; Sparta necesitó unos momentos de consciente esfuerzo para despejarse la cabeza.

Lo que no le dijo a Proboda fue que no estaba haciendo aquello por el mero gusto de torturarse.

Al cabo de un rato no solamente era capaz de notar directamente los componentes químicos de aquello que la rodeaba, sino también evaluar y hacer salir a la consciencia lo que observaba. Tenía una pregunta urgente que hacer allí, antes de entrar: ¿había usado alguien aquella escotilla durante la travesía?

La escotilla principal no era problema. Si Grant y McNeil hubiesen abandonado la nave a través de ella durante el vuelo, el otro hombre se habría enterado… Hasta que salieron por ella juntos la última vez, naturalmente, y sólo McNeil regresó. Pero esta escotilla era otra cuestión. Podía concebirse que uno de ellos hubiese logrado deslizarse furtivamente fuera de la nave a través de esta escotilla secundaria mientras el otro dormía o estaba atareado en alguna otra parte. La cuestión había adquirido ahora nueva importancia.

El olor del lugar respondió a su pregunta.

—Bien, creo que ya consigo entenderlo.

Le dirigió a Proboda una sonrisa cargada de intención, y él la miró dubitativamente desde la seguridad del interior del casco.

Sparta le dio la vuelta a la rueda. Abrió la compuerta interior y entró en el pasillo central. Durante un momento la experiencia resultó profundamente desorientadora: estaba en un estrecho conducto de cien metros de longitud, un apretado tubo de superficie brillante tan recto que parecía desvanecerse en un punto negro. Durante un momento tuvo la perturbadora sensación de estar mirando al interior del cañón de un rifle.

—¿Sucede algo? —Oyó fuertemente la voz de Proboda por el comunicador.

—No…, estoy bien.

Sparta miró hacia «arriba», en dirección al arco de la nave y a la escotilla de la cámara de descompresión de la bodega que se encontraba a unos cuantos metros de altura. Por encima de la escotilla había un acceso a la bodega de carga, y de allí al propio módulo de la tripulación.

La luz junto a la misma era verde: «Presión atmosférica ecualizada». Sparta hizo girar la rueda, levantó la escotilla y entró en la gran cámara de descompresión que separaba las enormes bodegas desmontables —cada una de las cuales tenía su propia cámara de descompresión— del módulo de la tripulación. Las escotillas exteriores de las cuatro cámaras de descompresión de las bodegas la rodeaban; unos brillantes letreros rojos brillaban en tres de ellas. «PELIGRO. VACÍO.»

El letrero situado junto a la escotilla de la bodega A, sin embargo, resplandecía con un color amarillo frenético: «Estrictamente prohibida la entrada a toda persona que no posea autorización».

Todas ellas respondían al diseño estándar: pesadas ruedas con radios en medio de puertas circulares de acero montadas sobre bisagras. Cualquiera que diera con la correcta combinación de números situada en el panel que había junto a la rueda, obtendría rápidamente acceso.

Tardó unos momentos en acercar la cabeza a cada uno de ellos antes de que Proboda trepase hasta allí desde abajo llevando consigo la bolsa de herramientas. Las bodegas B y D no se habían tocado desde hacía semanas, pero el teclado de la bodega A y la rueda mostraban las esperadas señales de que habían sido manipulados. Igual que, aunque esto no era tan esperado, ocurría con la bodega C.

—La bodega A es la única que está cerrada, Viktor —le dijo Sparta cuando él se le acercó—. Tendremos que averiguar la combinación más tarde, o forzarla. ¿Quiere mirar dentro de la B? Yo revisaré la C.

—Claro —contestó Proboda. Apretó los botones pertinentes para presurizar la cámara de descompresión de la bodega B.

La muchacha se cerró el casco y entró en la bodega C. El ritual de cerrar la escotilla exterior detrás de ella, evacuar la cámara de descompresión y abrir la escotilla interior que daba a la bodega sin aire —reprimiendo toda tentación de impaciencia—, tenía que llevarse a cabo cuidadosamente. Una vez hecho se encontró en el interior.

Era un cilindro de acero tan grande como un silo para almacenar grano y muy oscuro, con la excepción de una luz piloto que había situada junto a la cámara de descompresión. A la tenue luz verde de dicho piloto los monstruos metálicos, cada uno de casi seis toneladas métricas de masa, se alzaban contra la pared como una hilera de coristas. Todos estaban fuertemente encadenados a las costillas o cuerdas de aleación de acero de la bodega. En las sombras parecían hacerse más grandes a medida que Sparta se acercaba y los ojos compuestos que tenían, de diamante, parecían seguirla como los ojos de los retratos trompe l’oeil.

No eran nada más que máquinas inertes, desde luego. Sin sus varas de combustible, amontonadas allí cerca dentro de ensamblajes de grafito protectores, los enormes robots no podían moverse ni un milímetro. No obstante, Sparta no podía negar la impresión que le causaban aquellos cuerpos de titanio, segmentados y hechos para soportar temperaturas de horno, o aquellas piernas parecidas a las de los insectos hechas para enfrentarse con el terreno más abrupto; o aquella boca con bordes de diamante y las garras hechas para desgarrar las más recalcitrantes matrices naturales…

Y aquellos brillantes ojos de diamante. Cuando se acercaba al robot que tenía más próximo, Sparta notó un cosquilleo en el oído interno. Se detuvo un instante antes de reconocer los efectos de la radiactividad latente, identificables gracias a la misma clase de corriente de inducción —diminuta, en este caso— que ella había temido en el escudo contra radiación de la nave. Una ojeada rápida al número de serie de la máquina le confirmó que aquélla era la que Sondra Sylvester había hecho probar en los terrenos de prácticas de Salisbury tres semanas antes de que el robot fuera cargado a bordo de la Star Queen.

Con mucha cautela pasó junto al primer robot e inspeccionó los demás, uno a uno, escudriñando aquellas cabezas erguidas e imponentes. Todos, excepto el primero, estaban fríos como la piedra.

De regreso a la cámara de descompresión de acceso, después de haber cerrado la escotilla tras ella, Sparta aguardó a que Proboda saliera de la bodega D. Al parecer había quedado satisfecho con lo que había visto —fuera lo que fuese— en la bodega B y había decidido pasar a la bodega restante, en cuyo interior estaba hecho el vacío, mientras ella se encontraba aún admirando los robots. El hombre asomó la parte superior de la cabeza por la escotilla; con el casco puesto parecía la cabeza de una hormiga. La muchacha le dio unos golpecitos en el vaso de plástico azul.

—¿Por qué no se quita ese chisme? —le preguntó—. La peste no lo matará.

Proboda la miró y comenzó a desenroscarse el casco hasta que se lo quitó. Le llegó una bocanada de olor y arrugó aquella enérgica nariz eslava hasta la frente.

—Aquí vivió durante una semana —dijo. Pensó que quizás aquel olor hiciera que Proboda apreciase un poco más a McNeil, ya que no respetarlo—. Viktor, quiero que haga una cosa por mí. Y significa que nos tendremos que separar durante algunos minutos.

—¿Antes de que hayamos terminado aquí? Todavía tenemos que comprobar la historia que nos ha contado McNeil.

—Estoy convencida casi del todo de que ya tenemos lo verdaderamente importante. Quiero que lleve usted estas pruebas al laboratorio.

—Inspectora Troy —dijo Proboda poniéndose muy formal con ella—. Tengo órdenes de permanecer con usted. De no apartarme de su lado.

—Vale, Viktor, dígale a la capitana Antreen todo lo que crea que debe decirle.

—Primero tendrá que decírmelo usted a —insistió él, exasperado.

—Lo haré. Después, tan pronto como haya dejado usted todo eso en el laboratorio, quiero que vaya a interceptar a la Helios. Antes de que nadie desembarque. Entreténgalos con cualquier excusa…

En cuanto Sparta le hubo manifestado sus sospechas y él las hubo comprendido, Proboda se marchó. Aquello de ser persuasiva resultaba algo agobiador, pensó ella. La inteligencia social —la inteligencia para manipular a la gente— era la que más difícil se le hacía. Casi inmediatamente, casi involuntariamente, volvió a caer en trance.

La breve meditación le devolvió las fuerzas. Cuando permitió que el mundo de afuera le volviera a la consciencia empezó a escuchar.

Al principio no filtró ni enfocó lo que oía, sino que aceptó toda aquélla sinfonía de la gran estación orbital que giraba en el espacio por encima de Venus; su repertorio de sonidos vibraba a través de las paredes de la Star Queen. Gases y fluidos seguían su curso a través de bombas y conductos, los cojinetes de los grandes centros y anillos rodaban suavemente en sus rondas eternas, el zumbido de miles de circuitos y autobuses de alto voltaje hacían temblar el éter. Sparta podía oír las voces apagadas de los cien mil habitantes de la estación, un tercio de ellos trabajando, un tercio respirando profundamente dormidos, y otro tercio ocupado en las ricas trivialidades de la existencia, comprando, vendiendo, enseñando, aprendiendo, cocinando, comiendo, peleando, jugando…

Simplemente escuchando, la muchacha no era capaz de entresacar conversaciones individuales. Nadie parecía estar hablando en las inmediaciones. Naturalmente, habría podido sintonizar las transmisiones radiofónicas y las redes de comunicaciones si hubiese querido entrar en estado receptor, pero no era ése su propósito. Quería hacerse una idea de aquel lugar. ¿Cómo sería vivir en un mundo de metal que se halla en órbita constante alrededor de un planeta infernal? Un mundo con parques y jardines, tiendas, escuelas y restaurantes, seguro; un mundo con vistas no paralelas de la noche estrellada y el sol brillante, pero un mundo contenido, un mundo del cual sólo los ricos podían aliviarse con facilidad. Era un mundo donde personas de culturas dispares —japoneses, árabes, rusos, norteamericanos— se veían arrojados a una estrecha proximidad bajo condiciones que inevitablemente acababan por producir tensión. Algunos iban allá por dinero, otros porque habían imaginado que el espacio de algún modo se vería libre de las restricciones de la superpoblada Tierra. Algunos venían, desde luego, porque los traían sus padres. Pero sólo unos pocos poseían el espíritu pionero que convertía las dificultades en un fin en sí mismas. Port Hesperus era una ciudad industrial, como una plataforma petrolífera en el Atlántico Norte o una ciudad industrial de los bosques canadienses.

El mensaje que recibió Sparta a través de las paredes de metal fue el de una tensión en reserva, el de la espera de un tiempo propicio, el de un sentimiento próximo a la servidumbre bajo contrato de aprendizaje. Y había algo más, en parte entre los recientes y reacios inmigrantes, pero especialmente entre los residentes más jóvenes, aquéllos que habían nacido en la estación: una sensación de monotonía, cierto resentimiento, la semisubconsciente corriente de un descontento en ciernes; de momento la generación de los más mayores aún ostentaba con firmeza el mando, y éstos tenían en la cabeza pocas cosas más que explorar vigorosamente los recursos de la superficie de Venus, hacerse la vida lo más cómoda posible mientras llevaban a cabo tal tarea y ganar los medios necesarios para abandonar para siempre Port Hesperus…

A casi un kilómetro del carguero, del lugar donde Sparta flotaba y soñaba, la vida de ocio de Port Hesperus se encontraba en pleno apogeo. La enorme esfera central de la estación se hallaba circundada por un cinturón de árboles altos —todos con la copa apuntando hacia dentro— y con una red de ventanas de vidrio provistas de persianas graduables que constantemente se ajustaban para compensar el giro de la luz de Venus y la luz del sol. Entre los árboles se entretejían senderos en medio de exuberantes jardines llenos de flores de la pasión, orquídeas y bromiláceas; las cicadáceas y helechos gigantes se alzaban junto a arroyos que fluían en chorro tenue y estanques que aún reflejaban la luz en sus aguas continuamente recicladas, sobre los que se tendían puentes arqueados de madera o de piedra.

Un paseante que recorriera todo el circuito, de tres kilómetros y medio, se encontraría con siete vistas sorprendentemente diferentes de climas controlados por separado. Estaban dispuestas por un arquitecto de paisajes, el maestro Seno Sato, y sugerían la diversidad de culturas que habían contribuido a construir Port Hesperus así como el mítico pasado de su planeta madre. Pasen por este torii: he aquí Kyoto, un castillo con aleros, guijarros rastrillados y pinos retorcidos. Aparten a un lado estas ramas de tamarisco y podrán ver Smarkand, con sus pabellones de arabescos de piedra azul incrustada reflejados en estanques perfumados. A través de estos desnudos abedules pasen a Kiev, con cúpulas semejantes a cebollas azules por encima de un canal helado donde hoy describen círculos los patinadores. Allá abajo la nieve se convierte en mármol pulverizado, y luego en simple arena. Y he aquí la Esfinge, en medio de un jardín de desnudas rocas rojas. Subiendo por este sendero rocoso, y más allá del ciruelo en flor, llegamos a la desaparecida Changan, una pagoda de piedra de siete pisos salpicada de florones dorados. A través de estos gingos amarillos aparece el estanque lleno de barcas de Central Park, en Nueva York, completado con goletas de juguete bajo la perpleja y divertida vigilancia del bien pulido bronce de Alicia. Una avenida de silenciosas cicutas conduce a Vancouver, con cedros chorreantes, postes de tótems y gárgolas cubiertas de cardenillo. Y bajo estas chorreantes plantas gigantes pasamos a los pantanos de helechos del legendario y ficticio Venus, con una notable colección de plantas carnívoras que brillan bajo eterna lluvia. Alrededor de esta elevada arancaria vemos la puerta de Kyoto…

A cada lado de los magníficos jardines, en cinturones paralelos alrededor de la esfera central, se hallaban la kesbah, la plaka, los Campos Elíseos, la Plaza Roja, la Quinta Avenida y la Calle Mayor de Port Hesperus, con tiendas, galerías, almacenes de baratijas, salones de té rusos, mercaderes de alfombras, restaurantes de quince sectas étnicas distintas, mercados de pescado (una de las especialidades era la brema de piscifactoría), mercados de frutas y verduras, puestos de flores, templos, mezquitas, sinagogas, iglesias, cabarets discretamente pícaros, el «Performing Arts Center» de Port Hesperus y las calles más exteriores atiborradas de compradores, vendedores ambulantes, malabaristas y músicos, gente vestida de brillantes metales y plásticos y con la piel pintada de colores. Los jardines de Sato atraían turistas adinerados de todo el sistema solar. Los comerciantes y publicistas de Port Hesperus estaban preparados para recibirlos.

La esfera central era frecuentada también por los trabajadores de la estación y sus familiares, naturalmente. Sólo que una cosa como Disneylandia —aunque fuera una Disneylandia equipada con una cosmopolita selección de comidas, bebidas y gente real, a veces incluso peculiar— empieza a hacérsele a uno familiar después de la quinta o sexta visita, y se convierte en algo mortalmente aburrido después de la que hace el número cien. Cualquier excusa que suponga novedad, variación, se hace preciosa…

Por eso es por lo que Vincent Darlington se encontraba tan agitado.

Darlington caminaba anadeando por el espectacularmente llamativo salón principal del «Museo Hesperiano» sin ningún propósito fijo; enderezaba los cuadros barrocos y rococó de recargados marcos, trataba de mantener los dedos alejados de los camarones y del caviar cultivados, de las pequeñísimas colas de langosta y de los panecillos rellenos de jamón sintético que los proveedores habían llevado a montones y que ahora brillaban bajo la extraña luz de la cúpula de vidrieras de colores de la estancia. Cada varios segundos Darlington volvía a la vitrina vacía que se encontraba en la cabecera de la sala, dispuesta donde, de haber sido el lugar aquel una iglesia, como sugería la apoteosis de sus vidrieras que formaban una arcada espectacularmente intrincada, habría estado situado el altar. Tamborileó con dedos gordezuelos en el marco dorado. Había sido construido especialmente para contener su más reciente adquisición, y lo habían colocado donde nadie que entrase en el museo pudiera en modo alguno dejar de verla, especialmente aquella mujer, Sylvester, si es que tenía la desfachatez de acudir allí.

Sólo por una única razón él había organizado la recepción. E invitado a una persona, a aquella persona tan especial que con toda probabilidad arrastraría consigo a Sylvester hasta allí. Confiaba en que viniera; estaba impaciente por verle la envidia reflejada en el rostro…

Pero ahora todo se había echado a perder. O por lo menos habría que posponerlo. Primero la noticia de que su adquisición había sido confiscada. Y luego la otra noticia que acababa de producirse: ¡qué la Policía estaba retrasando el desembarco de la Helios! ¿Qué podría tener tan complicado, en nombre del cielo, un simple accidente en el espacio…?

Horriblemente embarazoso, pero lo cierto era que él no tenía intención de volver a abrir el «Museo Hesperiano» hasta que su tesoro se hallase entronizado y a salvo.

Darlington se alejó del altar vacío. Había retrocedido espantado ante la idea de mezclarse con la multitud de personas de los medios informativos y demás chusma que se había precipitado hacia el sector de seguridad cuando la Star Queen por fin llegó. A continuación había llamado discretamente a las autoridades, urgiéndolas —de hecho se podría decir que suplicando, pero eso realmente sería la manera más suave posible de llamarlo— para que se hiciera algo acerca del precinto rojo que impedía que él pudiera recibir la entrega inmediata del libro más valioso de toda la historia de la lengua inglesa; y, honestamente, si no fuera el libro más valioso, ¿por qué se había visto obligado a pagar una suma tan escandalosa por él, seguramente la suma más grande pagada jamás por un libro en lengua inglesa en toda la historia de la propia lengua inglesa? Y eso seguramente significaba algo…, y además había salido de sus propios bolsillos, que, al fin y al cabo, no eran, digamos, un saco sin fondo…

No era, desde luego, que a él le importase el libro en realidad, el contenido concreto del libro, es decir, las palabras del libro. Historias de guerra, ya saben. Se decía que ese tipo, Lawrence, había sido un escritor bastante bueno, y además estaban aquellas aprobaciones, G. B. Shaw, Robert Graves, quienesquiera que fuesen. Pero se decía que ellos también habían sido a su vez buenos escritores; para su época, claro está. De todos modos alguien lo había dicho, y realmente una reputación que dura un siglo tiene cierto valor, ¿no les parece? Pero no era realmente lo que él pensaba que estaba adquiriendo, de hecho —se permitió hacerse a sí mismo una pequeña confesión— allí había habido alguna confusión, bastante comprensible, con otro tipo llamado Lawrence del mismo período. Al fin y al cabo eso era hacía más de cien años.

Lo cual no hacía que el asunto en cuestión variase. El caso es que él había pagado dinero por aquel puñetero libro. Sólo había cinco ejemplares en todo el Universo, y tres de ellos se habían perdido, de modo que ahora sólo quedaba el de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos de América y el suyo —bueno, el del «Museo Hesperiano», que a su vez era de él—. Y lo había comprado por una sola razón, para humillar a aquella mujer que lo había humillado a él como consecuencia de la escandalosa persecución pública a que ella había sometido a su…, bueno, a aquella persona tan especial que en otro tiempo había sido la compañera legal de él.

Darlington daba por supuesto que simplemente debía decirle a aquella pequeña marrana: «¡Vete con viento fresco!» Pero no podía hacerlo. Ella poseía algunos encantos muy notables, casi extraordinarios, y a Darlington no le iba a resultar fácil encontrar a alguien parecido en aquella lata de sardinas espacial.

Lo cual hacía que se pusiera meditabundo, cosa que le ocurría constantemente cuando pensaba si alguna vez lograría marcharse de Port Hesperus, si alguna vez podría volver a casa. En el fondo estaba seguro de que no. Enterrarían al pobre Vince Darlington en el espacio, a no ser que por algún milagro enterrasen primero a sus hermanas. La cuestión no era la controvertida extradición a la Tierra, nada tan público ni tan legal. No, aquél era el precio que la familia —sus venenosas hermanas concretamente— le habían impuesto a cambio de mantener fuertemente cerrados los labios, para librarlo del encierro en una cárcel de Suiza, para ser más precisos. Naturalmente, habría tenido que ser dinero de ellas

Éste era el retiro que se había buscado a sí mismo, y allí se quedaría, en unas cuantas habitaciones pequeñas con paredes de terciopelo y esta…, realmente sorprendente cúpula de vidrio (¿habría quizá sido construida como iglesia?), rodeado de sus tesoros muertos.

Contempló los camarones. No se podía decir que se estuvieran poniendo más frescos.

Se puso a hacer otra ronda y volvió a poner derechos los cuadros. ¿Cuándo se le permitiría tomar posesión de una vez? Quizá debiera cancelarlo todo. La capitana Antreen se había mostrado muy poco servicial. Oh, sí, muchas sonrisas y todo eso, y mucho decir que haría todo lo que estuviera en su mano, pero…, ¿y los resultados? Nada de promesas, cariño. Todo aquello tenía un gusto agrio, más bien servía para agriarle su pretendido triunfo sobre Sylvester.

Darlington pasó nerviosamente a una de las habitaciones laterales más pequeñas y oscuras. Se detuvo junto a una vitrina de vidrio atraído por su propia imagen, que se reflejaba en la tapa. Se dio unas palmaditas en el escaso cabello negro, se colocó las gafas de anticuada montura de asta —todavía no había perdido del todo el buen aspecto, gracias a Dios—, contrajo los labios en un pequeño mohín y luego siguió adelante, sin hacer caso al contenido de la vitrina.

Lo que Darlington dejaba atrás en aquella pequeña habitación eran sus verdaderos tesoros, aunque él se negase a reconocerlos como tales. Allí estaban aquellos raros fragmentos de huellas fósiles hallados en la superficie de Venus por robots exploradores, y que habían conseguido hacer del «Museo Hesperiano» un lugar de intenso interés para científicos y eruditos. Y además, después de los jardines de Sato, era una de las principales atracciones turísticas de Port Hesperus. Pero Darlington, absurdamente acaudalado incluso a partir de una asignación previamente negociada, era un coleccionista de segunda fila de arte europeo, especialmente de los períodos de melodrama y plumada, y para él el lugar que realmente les correspondía a las rocas y a los huesos era alguna gasolinera abandonada o cualquier tienda de viejas curiosidades de la Tierra. Los fósiles venusianos que tenía atraían la atención de todos los lugares del sistema solar; por eso, aunque a regañadientes, les hacía un lugar en el museo.

Continuó paseando y contemplando sus llamativos cuadros y esculturas, y sus costosas curiosidades; meditaba sobre lo que aquella entrometida mujer policía venida de la Tierra se propondría al meter la nariz en la nave abandonada que contenía su precioso libro.

Poco antes de la hora esperada para la cita de la Helios con Port Hesperus, y poco después que Sparta le hubiese pedido que se asegurase de que la nave permaneciera en cuarentena mientras ella se marchaba sola para resolver un asunto, Viktor Proboda se presentó en el cuartel general local de la Junta de Control del Espacio. La capitana Antreen lo llamó en seguida a su despacho; la teniente Kitamuki, su ayudante, ya se encontraba allí.

—Las instrucciones que tenía eran muy simples, Viktor. —La sonriente máscara de Antreen se había evaporado; estaba rígida a causa de la ira—. No tiene usted que apartarse ni un instante del lado de Troy.

—Ella confía en mí, capitana. Ha prometido informarme puntualmente de todo lo que descubra.

—¿Y usted confía en ella? —le exigió Kitamuki.

—Solicitamos un sustituto. No pedimos que nos quitaran de las manos la investigación —dijo Antreen.

—A mí no me gusta eso más de lo que le gusta a usted, capitana —dijo Proboda resueltamente—. En realidad al principio me lo tomé como algo personal, sobre todo teniendo en cuenta que usted ya me había asignado a mí la misión. Pero, al fin y al cabo, la mayoría de los principales implicados en el caso tienen su base en la Tierra…

—La mayoría de los implicados son euroamericanos —le dijo Kitamuki—. ¿No le proporciona eso ninguna pista?

—Lo siento —repuso Proboda tenazmente. Ya veía que la teoría de una conspiración se avecinaba (a Kitamuki se le daban muy bien), pero aquellas teorías a él no le convencían. Proboda ponía toda su fe en otras motivaciones más simples tales como la venganza, la avaricia y la estupidez—. Realmente creo que ustedes deberían echar una mirada a todos esos resultados del laboratorio. Nosotros hemos hecho, en realidad lo ha hecho Troy, una inspección minuciosa del lugar del impacto, y lo que encontró…

—Alguien de allá, de la Tierra, ha hecho correr la voz de que se trata de desacreditar este departamento —le interrumpió Kitamuki—. Aquí, en Port Hesperus, «Dragón Azul» está produciendo unos resultados espectaculares, y a algunos de los euroamericanos residentes en la estación o de allá abajo, de la Tierra, no les gusta. —Hizo una pausa para dejar que se amainasen sus oscuras sospechas.

—Tenemos que fijarnos en el terreno que pisamos, Viktor —le dijo Antreen sin alterarse—. Para conservar nuestra integridad, Port Hesperus es un modelo de cooperación, y desgraciadamente hay alguien a quien le gustaría destruirnos.

Proboda sospechaba que alguien le estaba echando humo a la cara… No estaba seguro de quién era. Pero aunque la capitana Antreen no siempre decidía dejar claros sus razonamientos, sí que expresaba su objetivo principal.

—Entonces, ¿cómo quiere usted que maneje este asunto?

—Haga lo que le pida Troy. Pero sepa que nosotros también estaremos trabajando con usted, a veces entre bastidores. Troy no tiene que darse cuenta de esto. Queremos que la situación se resuelva, pero no hay necesidad de ir más allá de lo que sea pertinente.

—Muy bien, entonces —convino Proboda—. ¿Debo ocuparme de la Helios?

—Usted haga eso —dijo la teniente Kitamuki—. A Troy déjenosla a nosotras.

—Y ahora, ¿qué es lo que quería contarnos de esos resultados del laboratorio? —le preguntó Antreen.