Cuando ella dio alcance al hombre uniformado, éste caminaba a paso de marcha a lo largo del paseo fluvial que había en los terrenos del Consejo de los Mundos, alejándose de las oficinas de la Central en la Tierra de la Junta de Control del Espacio. Los jardines, muy cuidados, estaban verdes con las tiernas hojas de los árboles en flor; otra primavera había llegado a Manhattan…
—Inspector ayudante Troy, comandante. Me han dicho que lo alcanzase a usted antes de que se marchase.
El comandante siguió andando.
—No voy a ninguna parte, Troy. No hago más que salir del despacho.
La muchacha echó a andar a su lado. Él era un hombre enjuto, de ascendencia eslava a juzgar por su aspecto, con el pelo muy corto de color gris hierro y una voz con acento escocés tan ronca que apenas era más que un susurro. Llevaba el uniforme azul muy planchado e impecable; la insignia de oro del cuello de la chaqueta era resplandeciente; llevaba prendidas en el pecho solamente unas cuantas cintas, pero eran precisamente aquéllas que contaban. A pesar del traje azul y de su empleo en el cuartel general, el rostro profundamente arrugado del comandante, curtido hasta haber adquirido un color casi negro, traicionaba los años pasados en el espacio profundo.
Abrió un pastillero de plata y se metió en la boca una minúscula esfera de color púrpura; luego pareció acordarse de Sparta, que marchaba a su lado. Se detuvo ante la barandilla de acero y le tendió la caja abierta.
—¿Le apetece una? Rademas. —Al ver que la joven titubeaba, añadió—: Muchos de nosotros las usamos, seguro que usted ya lo sabe… Son un estímulo suave, le limpian a uno el organismo en veinte minutos.
—No, gracias, señor —repuso ella firmemente.
—Estaba bromeando —dijo el comandante con voz rasposa—. En realidad sólo son pastillas para el aliento. Con sabor a violeta. La sustancia más fuerte que contienen es azúcar. —Tensó el rostro hasta hacerle adquirir una forma que no se parecía demasiado a una sonrisa. Seguía sosteniendo la caja abierta. Sparta volvió a mover la cabeza en un gesto negativo y el comandante cerró la caja—. Como guste. —Con una mueca de desagrado, escupió la pastilla que había mantenido debajo de la lengua y la arrojó por encima de la barandilla hacia el gélido río East—. Me parece que he usado este truco demasiadas veces; ustedes los novatos son muy prudentes.
Se puso a contemplar el agua, cuya espesa superficie verde se hallaba atestada de cosechadoras de algas con largas patas, como patines de agua sobre un estanque, y en cuyos colectores de acero inoxidable se reflejaba el sol dorado de las primeras horas de la mañana. El comandante tenía los ojos fijos más allá de las mismas, miraba directamente al sol, probablemente deseando tener una panorámica diferente, una que no tuviera aquella gran cantidad de atmósfera húmeda y sofocante en medio. Tras algunos momentos, se volvió hacia Sparta al tiempo que se aclaraba ásperamente la garganta.
—Muy bien. Parece que la inspectora Bernstein tiene una elevada opinión de usted. Le escribió un buen E. R. Vamos a encomendarle una misión en solitario.
A Sparta se le aceleró el pulso. ¡Después de dos años al fin la perspectiva de llevar a cabo una misión propia!
—Le estoy agradecida por haberme recomendado.
—Apuesto a que sí. Especialmente porque usted pensaba que ella nunca estaría dispuesta a soltarla.
Sparta se permitió una sonrisa.
—Bien, señor, confieso que estaba llegando a conocer Newark mejor de lo que hubieran sido mis deseos.
—No le garantizo que no vaya a volver allí cuando esto haya terminado, Troy. Depende.
—¿Cuál es el destino, comandante?
—TDY a Port Hesperus. Por el asunto de la Star Queen. No creo que sea demasiado peliagudo. O bien la nave fue agujereada por un meteroide o no lo fue, en cuyo caso o se rompió o la rompió alguien. El propietario y la mayoría de las personas implicadas ya están de camino hacia Port Hesperus en la Helios, pero nosotros haremos que usted llegue antes. Trabajará con un tipo llamado Proboda, de la oficina de allí. Tiene más antigüedad, pero usted estará al mando. Lo cual me recuerda que… —Se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó de él una carpeta de cuero—. Puesto que no queremos que los funcionarios locales intenten quitarla de en medio… —Abrió la carpeta y le mostró una insignia de oro—, hemos decidido ascenderla. —Le tendió la placa—. He aquí la ayuda visual. La tarjeta electrónica en el estuche. Los datos electrónicos ya están insertados en el sistema.
Sparta tomó en las manos el estuche de la placa y estudió la complicada insignia. Un rubor delicado le floreció en los pómulos.
El comandante se quedó mirando a la muchacha durante un momento; luego, bruscamente, dijo:
—Siento que no haya tiempo para ceremonias, inspectora. De todos modos, enhorabuena.
—Gracias, señor.
—Aquí llega su medio de transporte. —Sparta se dio la vuelta al mismo tiempo que el comandante mientras un helicóptero blanco suspendido a poca altura descendía, produciendo un ruido estridente, hacia la pista para helicópteros situada delante de la torre del Consejo de los Mundos. El aparato se posó suavemente, con las turbinas dando vueltas cada vez más despacio hasta detenerse por completo y los rotores silbando en círculos perezosos—. Olvídese de su equipaje personal; una vez allí puede pedir lo que necesite —le indicó el comandante—. Dentro de lo razonable, naturalmente. Tiene usted que coger un transbordador en Newark y luego una antorcha que aguarda en órbita. Todo lo que necesite saber está en el sistema. La pondremos al día si es necesario.
La joven se sobresaltó ante aquella súbita e inminente partida, pero se esforzó por no demostrarlo.
—Una pregunta, señor.
—Adelante.
—¿Por qué enviar a alguien de la Central de la Tierra, señor? ¿Por qué no dejar que investigue Port Hesperus?
—A Port Hesperus les falta una persona. La capitana Antreen se encuentra allí al mando; estuvo estudiando las personas que nosotros teníamos disponibles y la pidió a usted con su nombre y apellido. —El comandante sonrió de nuevo—. Dele las gracias a ella. Bernstein nunca habría permitido que abandonase usted la Aduana.
Sparta saludó y se dirigió a paso vivo hacia el helicóptero que aguardaba. El comandante la estuvo mirando mientras avanzaba y no consiguió disimular su envidia.
Aparte de la tripulación de tres personas, el cúter impulsado por antorcha sólo transportaba a bordo a Sparta. La esbelta nave blanca, portadora de la banda azul y la estrella dorada de la Junta de Control del Espacio, avanzó como un rayo en dirección al sol describiendo una órbita hiperbólica y se acercó a Port Hesperus una semana después de que Sparta subiera apresuradamente a ella. Al cabo de dos días de viaje, cuando estaban a menos de una semana del encuentro con Port Hesperus, llegó un mensaje por radio. «Aquí la Star Queen; habla el comandante Peter Grant. El oficial ingeniero McNeil y yo hemos llegado conjuntamente a la conclusión de que queda suficiente oxígeno para un solo hombre…»
En menos de una hora la Central de la Tierra estaba al habla con Sparta; la arrugada y ennegrecida cara del comandante apareció en la pantalla del vídeo de la cabina de comunicaciones del cúter.
—Muy bien, Troy; esto viene a añadir una complicación más al asunto. Necesitamos saber si ese miembro de la tripulación salió esta mañana por la escotilla por propia iniciativa o si lo empujaron.
—Sí, señor. ¿Están disponibles los informes que pedí acerca de los pasajeros de la Helios?
Hubo una demora de un minuto en lo que las palabras de la muchacha hacían el viaje a la Tierra y las de él el camino de vuelta.
—Estamos metiéndole en la computadora lo que nosotros tenemos en los canales negros —le dijo—. Puedo asegurarle que se las va a ver usted con un puñado de tipos raros ahí. Un tipo que trabaja para las compañías de seguros es un conocido timador; ellos también están al corriente, así que se ve que están conformes con ello. La temperamental novia de éste. Otro tipo que es el propietario de una nave con una historia tan extraña que tuvo que cambiársele el nombre. Y otro tipo prácticamente sin historia.
—Gracias, comandante.
Un minuto después él dijo:
—Cuídese, inspectora.
Y cortó.
Tres días antes de llegar a Port Hesperus, el cúter atravesó la trayectoria de la Helios, y un día después la de la Star Queen. Si Sparta hubiera tenido un telescopio, habría podido mirar las rápidas naves con la perspectiva de un observador cósmico. Pero eran las personas que iban a bordo lo que le interesaba.
Con la poderosa antorcha resplandeciendo, el cúter disminuía la velocidad en dirección a los grandes anillos, radios y cilindros que era la estación espacial, suspendida en elevada órbita sobre las deslumbrantes nubes de Venus y con el eje apuntando directamente al centro del planeta.
Al llegar al perímetro de radiación, la antorcha del cúter lanzó una llamarada y se apagó. Se aproximó bajo energía química, cautelosamente.
Port Hesperus era uno de los triunfos de la ingeniería del siglo XXI, construido casi enteramente con materias primas procedentes de asteroides capturados. Explotando los recursos de la superficie del planeta, se había amortizado su coste en dos décadas; corrientemente albergaba a cien mil personas en unas condiciones que los habitantes de la Tierra del siglo XX hubieran considerado lujosas. Parques, por ejemplo, y espacios verdes… La gran esfera central de vidrio de la estación estaba llena de exuberantes jardines, algunos de los cuales eran un tributo a los viejos sueños sobre Venus como un mundo lleno de pantanos y junglas. Vengan a Venus y podrán ver junglas, de acuerdo, a condición de limitarse a los senderos de la brillantemente iluminada esfera central de Port Hesperus. No intenten visitar la superficie del planeta, ni siquiera pregunten. De los cinco seres humanos que lo habían intentado en naves de aterrizaje blindadas y protegidas contra el calor, sólo dos habían regresado para contarlo.
El cúter en que viajaba Sparta se puso a girar al mismo ritmo que la bahía de aterrizaje, que miraba hacia las estrellas impulsada por energía química; al cabo de quince minutos, y con los controles de aterrizaje puestos en automático, se había adentrado en la enorme bahía del eje, que se hallaba atestada de tráfico local.
El lado de alta seguridad de la bahía de aterrizaje estaba ideado de un modo totalmente funcional, sin tonterías ni comodidades superfluas, todo acero blanco y vidrio negro, tuberías, mangueras y luces cegadoras. Un tubo como una sanguijuela gigantesca se cerró sobre la cámara de descompresión del cúter; el aire entró de golpe bajo una elevada presión y la escotilla del cúter saltó.
Sparta se tapó los doloridos oídos con las manos. Flotando en la cámara de descompresión se encontró de repente cara a cara con una delegación del cuartel general local de la Junta de Control del Espacio que avanzaba hacia ella por el tubo de aterrizaje. No parecían muy amistosos.
El más alto de los lugareños era la capitana de la unidad de Port Hesperus, Kara Antreen. Llevaba un traje gris de lana que costaba al menos un mes de su muy respetable salario; tenía el cabello cortado de un modo severo, estilo paje, y los ojos de color gris pálido estaban fijos en Sparta por debajo de unas tupidas cejas negras.
Incluso quitándose las manos de las orejas, Sparta se encontraba en desventaja social. Era cuestión de la ropa que llevaba. Había hallado poca cosa que pedir de los almacenes de la nave, a pesar de la invitación del comandante —la imaginación del furriel parecía limitarse a los pantalones cortos de gimnasia, algunos productos para aseo personal, cerveza sin alcohol y varios artículos de «entretenimiento», haciendo énfasis en unos vídeos de porno suave—, de modo que, aparte de coger unas cuantas mudas de calcetines y ropa interior y adquirir un peine y un cepillo de dientes, había llegado a Port Hesperus vistiendo todavía el traje de paisano de un inspector ayudante destinado en aduanas y entradas de un puerto de transbordadores espaciales, es decir, el disfraz de paisano de una rata de muelle sobornable: pantalones de plástico con bolsillos de parche, camisa de un color oliva desvaído y chubasquero de lona de polímero. El conjunto era claramente informal, pero por lo menos estaba pulcro y limpio.
—Ellen Troy, capitana —se presentó Sparta—. Estoy impaciente por trabajar con usted y su gente.
—Troy. —Antreen le sonrió haciendo que disminuyera la tensión—. Y nosotros estamos impacientes por trabajar con usted. Cualquier tipo de cooperación que podamos prestarle, cualquiera absolutamente, queremos que sepa que la ayudaremos.
—Eso es muy…
—¿Entendido?
—Desde luego, capitana. Gracias.
Antreen le tendió la mano; se dieron un fuerte apretón.
—Inspectora Troy, le presento a mi ayudante la teniente Kitamuki. Y éste es el inspector Proboda.
Sparta estrechó la mano de los demás. Kitamuki, una esbelta mujer con el pelo largo y negro anudado en la nuca que le caía sobre un hombro en una sinuosa cola de caballo, y Proboda, un gigantesco rubio y tosco, polaco o quizás ucraniano, con un toque de antiguo cosaco en aquellos ojos sesgados que tenía. Antreen era toda sonrisas, pero sus dos compinches estudiaban a Sparta como si estuvieran considerando la posibilidad de arrestarla en el acto.
—Vayamos adonde haya un poco de gravedad —dijo Antreen—. Le enseñaremos dónde va a alojarse usted, Troy. Y cuando esté instalada, veremos si podemos despejarle un escritorio en el cuartel general. —Echó a andar rápidamente; Kitamuki y Proboda se apartaron para dejarle paso a Sparta; luego se cerraron en apretada formación detrás de ella.
Sparta siguió fácilmente a Antreen por el pasadizo ingrávido —había pasado tres días sin aceleración en mitad del viaje y no había perdido la memoria física de cómo se tienen las piernas en el espacio— pasando desde el centro inmóvil de la estación a través de los tabiques de metal gris del sector de la estación. Sparta se detuvo un momento para adaptarse al movimiento giratorio. Siguieron avanzando a través de escotillas de emergencia pintadas a rayas negras y amarillas, y fueron a dar a unos pasillos más amplios, hasta llegar finalmente a una de las salas principales en la sección de giro de la estación que estaba lo bastante alejada del centro como para generar curvas fraccionales hacia la derecha que establecieran un «suelo», siendo éste la superficie cilíndrica de la propia sala. Una vez en la sala, Antreen torció en dirección al planeta, hacia el cuartel general de la Junta de Control del Espacio en la esfera central de la estación.
Sparta se detuvo. Kitamuki y Proboda casi se tropezaron con ella.
—¿Ocurre algo, inspectora? —preguntó Antreen.
—Es muy amable por su parte —le dijo Sparta sonriendo—. Pero no dispongo de mucho tiempo, de modo que ya veré mi alojamiento más tarde.
—Como usted quiera. De todos modos, estoy segura de que podemos instalarla en el cuartel general.
—Primero voy a ir a control de tráfico. La llegada de la Star Queen se espera para dentro de una hora.
—Aún no hemos tramitado la autorización para usted —dijo Antreen.
—No hay problema —repuso Sparta.
Antreen asintió con la cabeza.
—Tiene usted razón, desde luego. Con su insignia es suficiente. ¿Conoce el camino?
—Si alguno de ustedes quiere acompañarme… —dijo Sparta.
—El inspector Proboda la acompañará. Él se encargará de atenderla en el caso de que necesite cualquier cosa —le dijo Antreen.
—Muy bien, gracias. Vamos.
Sparta ya había echado a andar en dirección a las estrellas, hacia la cúpula transparente de control de tráfico que coronaba la enorme estación espacial. Aunque nunca había viajado más allá de la luna de la Tierra, conocía el trazado de Port Hesperus con tanto detalle que hubiera dejado atónitos a los residentes más antiguos, incluso a los propios diseñadores y constructores.
Le costó sólo unos momentos abrirse paso por los pasadizos y pasillos, pasando al hacerlo por delante de atareados trabajadores y oficinistas. Cuando llegó a la doble puerta de vidrio del centro, Proboda, que venía detrás de ella, le dio alcance. Tenía el mismo rango que Sparta, pero más antiguo; manejar un asunto de éste iba a ser el primer desafío que la joven iba a encontrar en aquella misión.
El policía local que custodiaba la estación echó una ojeada a la insignia de Sparta y luego al jadeante Proboda, a quien reconoció. El guardia les hizo seña con la mano para que pasaran a la brillante oscuridad del Control de Tráfico de Hesperus.
A través de la arqueada cúpula de cristal, Sparta pudo ver los duros puntos que eran las miles de estrellas fijas. Debajo de la cúpula unas hileras circulares sobre otras terminales suavemente resplandecientes estaban dispuestas como las gradas de un anfiteatro romano. Delante de cada consola flotaba un controlador ingrávido con las correas de sujeción flojas. Las puertas por la que habían entrado Sparta y Proboda se encontraban en el centro del círculo, de modo que hicieron su aparición como un par de gladiadores en la arena, aunque nadie se percató de su llegada. En lo alto, por encima de sus cabezas, más arriba de la consola más elevada, la plataforma del controlador jefe estaba suspendida sobre tres finas tornapuntas ante el foco parabólico en forma de plato de la sala.
Sparta se dio impulso hacia arriba.
Se dio la vuelta en el momento en que se posaba con ligereza sobre el borde de la plataforma. El controlador jefe y el adjunto solamente dieron muestras de un ligero interés por la llegada de la muchacha.
—Soy la inspectora Ellen Troy, de los Servicios Centrales de Investigación, señor Tanaka… —Se había aprendido los nombres de todo el personal clave de la estación—. Y éste es el inspector Proboda —añadió cuando llegó la mole rubia detrás de ella, con el ceño fruncido—. Tengo instrucciones de dirigir la investigación de la Star Queen.
—Hola, Vik —dijo el controlador alegremente dirigiéndole una sonrisa al aturullado policía. Le hizo una inclinación de cabeza a Sparta—. Muy bien, inspectora. Hemos mantenido a la Star Queen en automático durante las últimas treinta y seis horas. Esperamos tenerla a bordo dentro de unos setenta y dos minutos.
—¿Dónde va a hacer atracar usted la nave, señor?
—No vamos a hacerlo. Tiene usted razón, normalmente no albergaríamos en la plataforma de aterrizaje a una nave de este calibre, sino que la dejaríamos en uno de los caminos. Pero la capitana Antreen, del departamento al que usted pertenece, nos ha sugerido que traigamos a la Star Queen al sector de seguridad para facilitar de ese modo la extracción del…, superviviente. De modo que la operación tendrá lugar en la plataforma Q3, inspectora.
Sparta se quedó un poco sorprendida ante aquella orden de Antreen; el tripulante de la Star Queen había sobrevivido él solo durante una semana, y la media hora extra que costaría traerlo desde una órbita de atraque en un transbordador utilitario no supondría mucha diferencia para él.
—Me gustaría quedarme para observar el procedimiento de aterrizaje en la plataforma, si no le importa —dijo la muchacha—. Y quiero ser la primera de la fila cuando se abra la escotilla, si es usted tan amable de informar de ello a su personal. —Volvió la cabeza al advertir que Proboda estaba a punto de poner objeciones—. Naturalmente, usted estará ante la escotilla, inspector —concluyó.
—Por nosotros muy bien —dijo Tanaka. A él todo aquello no podía importarle menos—. Nuestro trabajo termina una vez que la nave se encuentra dentro y a salvo. Y ahora, si me disculpa…
Aquel musculoso hombre de pequeño tamaño se pasó ligeramente una mano compacta por el pelo negro, que llevaba muy corto. No fue hasta que se adelantó y se desprendió de las correas que lo sujetaban y en las que había estado flotando, que Sparta se dio cuenta de que no tenía piernas.
Pasó una hora en el Control de Tráfico; el caliente sol salió por algún punto situado debajo. Desde su puesto en la plataforma del controlador jefe, Sparta podía ver las estrellas y, más allá, el intenso sol naciente; divisaba hasta el primer anillo de los muchos que tenía Port Hesperus, que giraba incesantemente en torno a su centro estacionario como un tiovivo celestial. No alcanzaba a ver el disco de Venus, que quedaba inmediatamente debajo de la estación, pero el resplandor de las nubes de ácido sulfúrico del planeta que se reflejaba sobre el metal pintado de la estación resultaba casi tan brillante, procedente de abajo, como lo eran los rayos directos del sol, que venían de arriba.
La atención de Sparta no estaba puesta en la estación, sino en la nave blanca de cien metros que se alzaba vertical contra las estrellas; iba bajando centímetro a centímetro a base de acelerones de sus impulsores de maniobras, dirigiéndose hacia la gran apertura de la bahía en el centro de la estación, debajo de la cúpula de control de tráfico.
Aquella visión le evocó un extraño recuerdo, una barbacoa en un jardín trasero, en Maryland. ¿Quiénes estaban allí? ¿Su padre? ¿Su madre? No. Un hombre, una mujer con el pelo canoso, y otros matrimonios mayores a quienes ahora no lograba situar ni imaginarse del todo. Pero no era eso el recuerdo; el recuerdo era un comedero para pájaros suspendido de la rama de un olmo por medio de un cable largo y fino, esa clase que se usa para embalar. Al final de dicho cable se encontraba el comedero lleno de semillas, que colgaba allí a dos metros largos por debajo de la rama y a un metro por encima del suelo, con el fin de proteger las semillas de las ardillas. Pero había una ardilla que no iba a permitir que la estorbasen; esta ardilla había aprendido a agarrarse al cable con las cuatro patas y a deslizarse —poco a poco y con evidente agitación— cabeza abajo por el alambre, desde la rama hasta el comedero. Las personas que celebraban la barbacoa quedaron tan impresionadas por el atrevimiento del animalito que ni siquiera se molestaron en inventar otro sistema para impedirle que lo hiciera. Estaban tan orgullosos de ello que quisieron que Sparta viera al animal llevando a cabo aquella artimaña.
Y ahora he aquí aquel enorme carguero espacial de color blanco, deslizándose cabeza abajo por un cable invisible hacia la gran boca de la bahía de aterrizaje.
Aquel recuerdo trataba de decirle algo más…, pero Sparta no lograba traerlo a la mente. Se esforzó por volver a poner la atención en el momento presente. La Star Queen casi había acabado la maniobra de aterrizaje.
A la salida del sector de seguridad, todo el pasadizo hasta la compuerta se hallaba atestado de gente de los medios de información. Sparta, con Proboda siguiéndole los pasos, llegó a la parte de atrás de aquella multitud.
—Me pregunto cómo se sentirá ahora —estaba diciendo uno de los cámaras mientras manipulaba su fotograma de vídeos.
—Yo puedo decírtelo —repuso un tipo pulcro con el pelo cortado a cepillo, otro reportero—. Se encuentra tan contento de estar vivo…
Sparta notó que Proboda, a su lado, se hallaba a punto de hacer valer su rango para alejar a los sabuesos de los medios de comunicación de aquel pasadizo. Suavemente, la muchacha hizo valer sus derechos sobre él.
—Quiero oír esto —murmuró tocándole un brazo.
—… que le importa un rábano cualquier otra cosa —concluyó el periodista.
—Pues yo no estoy segura de ser capaz de abandonar a un compañero en el espacio para poder llegar a casa.
—¿Y quién haría eso? Pero ya oíste la transmisión…, lo estuvieron hablando entre los dos y el que perdió salió por la escotilla. Era el único camino sensato.
—¿Sensato? Si tú lo dices… Pero resulta totalmente horrible dejar que alguien se sacrifique para que tú puedas vivir…
—No te hagas el sentimental. Si eso nos ocurriera a nosotros, tú me sacarías a empujones antes de que yo tuviera oportunidad de decir siquiera mis oraciones.
—A no ser que tú me lo hicieras a mí antes…
Sparta ya había oído bastante. Se acercó al reportero y le dijo con calma:
—Control del Espacio. Apártense, por favor. —Y continuó adelante repitiéndolo—: Control del Espacio, apártense, por favor…
Abrieron paso ante ella sin mayores esfuerzos. Proboda la siguió.
Dejaron el fardo en el compartimiento del sector de seguridad. Más allá del anillo, cerrado herméticamente, de la parte central, llegaron a la escotilla Q3, que se hallaba casi abarrotada de técnicos y personal sanitario. A través del gran soporte de vidrio la bulbosa cabeza de la Star Queen estaba encajándose en su lugar a sólo unos metros de distancia de allí, arrastrada y empujada pacientemente por varios tractores mecánicos. Sparta intercambió unas palabras con el personal sanitario y los demás mientras el tubo se ajustaba sobre la escotilla principal de la nave.
Cuando la presión saltó y la escotilla de la Star Queen se abrió, Sparta, totalmente sola, se encontraba delante de la misma.
El olor procedente del interior de la nave fue como un ataque. A pesar de ello la muchacha hizo una profunda inspiración y saboreó el aire con la lengua. Por el sabor del aire se enteró de cosas que ninguno de los tests subsiguientes hubiera podido decirle.
Pasó casi un minuto antes de que, surgiendo de las profundidades de la nave, un hombre ojeroso entrase flotando en el círculo de luz. Se detuvo todavía dentro de la Star Queen, asustado del tubo de aterrizaje. Tomó aire profundamente, tiritando, y luego repitió la operación. Finalmente enfocó a Sparta con ojos acuosos.
—Nos alegramos de tenerlo a salvo con nosotros, señor McNeil —le dijo ésta. Él se quedó mirándola durante un momento, y luego hizo un gesto de asentimiento con la cabeza—. Me llamo Ellen Troy. Soy de la Junta de Control del Espacio. Iré con usted mientras lo examinan los médicos. Debo pedirle que no hable con nadie excepto conmigo hasta que yo le dé permiso para otra cosa. No importa quién sea el que pregunta ni lo que le pregunta. ¿Puede usted aceptar eso, señor? —Con gran cansancio, McNeil volvió a asentir—. Haga usted el favor de avanzar hacia mí. —McNeil hizo lo que ella le decía. Cuando el tripulante se hubo apartado de la compuerta, Sparta pasó rápidamente junto a él y torció la manilla de la escotilla exterior. La maciza puerta se deslizó hasta cerrarse y se asentó con un sensible y seco golpe. Sparta se metió la mano en el bolsillo derecho de sus pantalones de carga y sacó un disco rojo de plástico flexible y brillante que pegó en el borde de la escotilla, sellándolo como un lacre cierra la solapa de un sobre. Se dio la vuelta y cogió del brazo a McNeil—. Venga conmigo, por favor.
Viktor Proboda estaba bloqueando la salida del tubo.
—Inspectora Troy, tengo entendido que este hombre ha de ser puesto bajo arresto, y que la nave ha de ser inspeccionada sin dilación.
—Se equivoca, inspector Proboda. —«Bien —pensaba Sparta—, no ha empleado la palabra "órdenes", como por ejemplo "mis órdenes son…", lo que significa que puedo posponer la inevitable confrontación un poco más.»—. El señor McNeil ha de ser tratado con cortesía. Ahora mismo voy a llevarlo a la clínica. Cuando se encuentre en condiciones para ello, él y yo mantendremos una conversación. Y hasta entonces, nadie, absolutamente nadie, entrará en la Star Queen. —No había apartado la mirada de los pálidos ojos azules de Proboda—. Confío en que mostrará usted la diligencia debida en llevar a cabo las órdenes de la Central, Viktor.
Aquél era un viejo truco, pero él se sorprendió cuando la muchacha lo llamó por el nombre de pila; era lo que Sparta pretendía. Aquella esbelta muchacha tendría quizá veinticinco años y él se hallaba bien adentrado ya en la treintena. Se había esforzado mucho durante una década por conseguir el rango que ostentaba ahora, pero la facilidad con que ella asumía la autoridad era auténtica, y Proboda, como buen soldado, la reconoció.
—Como usted diga —consintió en tono gruñón.
Sparta guio al ingeniero McNeil, que parecía estar a punto de quedarse dormido, hasta donde lo esperaban los médicos. Uno de ellos le colocó a McNeil una máscara de oxígeno en la cara; la expresión de McNeil fue la de un hombre que bebe un trago de agua fresca después de pasarse una semana bajo el sol tropical. Sparta les repitió a los médicos sus órdenes acerca de que no debían hablar con los medios de comunicación; la desobedecerían, naturalmente, pero no antes de que ella se hubiera apartado del lado de McNeil.
El pequeño grupo emergió de la escotilla de seguridad. McNeil, con una máscara de oxígeno tapándole la nariz y la boca y conducido por los médicos, y con Sparta y Proboda cerrando la marcha, recorrió la gama de preguntas frenéticas…
Pero, después de otra semana de espera, los medios de comunicación sólo obtuvieron la llegada de la Star Queen y la confirmación de la supervivencia de McNeil; poca cosa para añadir a los electrificantes mensajes por radio con que habían iniciado su observación de la muerte. La transmisión había sido tan sucinta como escalofriante.
«Aquí la Star Queen, habla el comandante Peter Grant. El ingeniero Angus McNeil y yo hemos llegado conjuntamente a la conclusión de que en estos momentos queda oxígeno suficiente para que un hombre, y sólo un hombre, sobreviva hasta que nuestra nave aterrice en Port Hesperus. Por tanto, si uno de los dos ha de vivir, uno de nosotros debe morir. Hemos acordado decidir el asunto sacando un solo naipe. El que saque la carta más baja se quitará la vida».
Luego había hablado una segunda voz:
«Aquí McNeil para confirmar que estoy de acuerdo con todo lo que ha dicho el comandante».
A continuación la conexión radiofónica había quedado en silencio durante varios segundos por el ruido seco que producían los naipes mientras los barajaban. Luego la voz de Grant volvió al aire:
«Aquí Grant. Yo he sacado la carta más baja. Quiero dejar claro que lo que estoy a punto de hacer es una decisión personal mía tomada libremente. Me gustaría confirmarles a mi esposa e hijos mi amor hacia ellos; les he dejado algunas cartas en mi camarote. Una última petición: deseo que me entierren en el espacio. Ahora mismo, antes de hacer cualquier otra cosa, voy a ponerme el traje. Pido al oficial McNeil que me saque por la escotilla cuando todo haya pasado y me envíe lejos de la nave. Por favor, no busquen mi cadáver».
Aparte de la telemetría rutinaria y automatizada, aquello fue lo último que se había oído de la Star Queen hasta el presente.
La clínica de Port Hesperus se encontraba en mitad del saliente derecho de la estación. Una hora después de su llegada, McNeil yacía recostado entre sábanas limpias. Tenía el color sonrosado, aunque las ojeras oscuras seguían allí y la antes rolliza carne de las mejillas le colgaba ahora formando pliegues. Era un hombre mucho más delgado de lo que fuera al salir de la Tierra. Había comida más que suficiente en la Star Queen, pero durante los últimos días, bajo los efectos de la desaceleración, apenas había tenido bastantes energías para arrastrarse hasta la cocina de la nave.
Acababa de empezar a remediar aquella carencia con una cena consistente en un Chateaubriand acompañado de buñuelos de patata y verduras, y precedido de una crujiente ensalada verde con una ligera salsa de vinagreta con hierbas y acompañada de media botella de aterciopelado «Zinfandel» de California, todo lo cual le había sido proporcionado por la Junta de Control del Espacio de acuerdo con las instrucciones de Sparta.
Ésta llamó suavemente a la puerta, y cuando él contestó con un «Adelante», entró en la habitación seguida del meditabundo Proboda.
—Espero que todo haya sido de su gusto, ¿es así? —le preguntó Sparta. La ensalada había desaparecido, pero McNeil sólo había comido la mitad del Chateaubriand y gran parte de la verdura ni siquiera la había tocado. No así el vino; botella y vaso estaban vacíos. McNeil se hallaba coronado del humo de tabaco procedente de un cigarrillo sin filtro de olor acre a medio consumir.
—Estaba delicioso, sencillamente delicioso, y siento desperdiciar el resto. Pero me temo que se me ha encogido el estómago…, lo poco que he comido me ha dejado saturado por completo.
—Ciertamente, eso es comprensible, señor. Bien, si se encuentra usted descansado…
McNeil sonrió pacientemente.
—Sí, habrá montones de preguntas ahora, ¿no es así?
—Si lo prefiere volveremos más tarde…
—De nada sirve posponer lo inevitable.
—Agradecemos sinceramente su cooperación. El inspector Proboda grabará nuestra conversación.
Cuando todos se hubieron instalado, McNeil comenzó a contar su narración. Habló de un modo bastante tranquilo e impersonal, como si estuviera relatando alguna aventura que le hubiera sucedido a otra persona, o que de hecho ni siquiera hubiera llegado a suceder nunca, lo cual, sospechó Sparta, hasta cierto punto era el caso, aunque sería injusto insinuar que McNeil estuviera mintiendo. No se estaba inventando nada. Ella lo habría detectado al instante por el ritmo en la forma de hablar de aquel hombre, pero sí que estaba omitiendo una buena parte en su bien ensayada narración.
Cuando, al cabo de varios minutos, terminó de hablar, Sparta permaneció sentada, pensativa y silenciosa. Luego dijo:
—Eso parece resumirlo todo, entonces. —Se volvió hacia Proboda—. ¿Hay algún punto en el que quiera usted indagar con más detalle, inspector?
De nuevo Proboda se vio cogido por sorpresa. ¿Algún punto que él quisiera indagar? Ya se había resignado a desempeñar un papel pasivo en la investigación.
—En realidad, sí —dijo, aclarándose la garganta—. Un par de puntos.
McNeil dio una chupada al cigarrillo.
—Ataque —dijo con una cínica sonrisa.
—Veamos. Dice usted que se derrumbó cuando el meteoroide o lo que fuese chocó contra la nave, ¿no es así? ¿Qué hizo usted exactamente?
Las pálidas facciones de McNeil se oscurecieron.
—Me puse a lloriquear, si quiere usted conocer los detalles. Me acurruqué en mi camarote como un niño con una rodilla desollada y di rienda suelta a las lágrimas. Grant era un hombre mucho mejor que yo, se mantuvo muy tranquilo todo el tiempo. Pero yo estaba a menos de un metro de distancia de los depósitos de oxígeno cuando explotaron, ¿sabe? Justo al otro lado de la pared, en realidad; aquel maldito ruido fue el más fuerte que he oído en mi vida.
—¿Y cómo es que casualmente se encontraba usted en aquel preciso lugar justo en aquel momento? —le preguntó Proboda.
—Pues porque había estado llevando a cabo la comprobación periódica de la temperatura y la humedad en la bodega A. El compartimiento superior de dicha bodega está sometido a presión y temperatura controladas porque allí transportamos algunas mercancías tales como alimentos especiales, puros y cosas así, mercancías orgánicas, mientras que en las bodegas donde está hecho el vacío llevamos el material inerte, en su mayor parte maquinaria. Yo acababa de salir por la escotilla de la bodega y me hallaba en aquella parte del pasillo central que pasa por la cubierta de soporte de vida, de camino hacia la cubierta de vuelo, cuando…, ¡pum!
—¿La cubierta de soporte de vida también estaba presurizada?
—Normalmente la mantenemos así para poder entrar en ella desde dentro del módulo de la tripulación. En realidad es un espacio muy pequeño que está atestado de tanques y tuberías, pero uno puede meterse allí si tiene necesidad de hacerlo. Cuando recibió el golpe las compuertas interiores quedaron bloqueadas automáticamente.
—Y ahora, el asunto del embalaje de vino…
McNeil esbozó una sonrisa tímida.
—Sí, en eso me comporté bastante mal. Supongo que tendré que pagarle a alguien una buena pasta por las botellas que conseguí tragarme antes de que Grant me pescase.
—Ese vino era propiedad personal del director del «Museo Hesperiano», el señor Darlington —gruñó Proboda—. Imagino que él tendrá algo que decir acerca de este asunto… Pero ¿dice usted que Grant volvió a poner lo que quedaba del embalaje en el lugar de donde usted lo había sacado?
—Sí, y luego cambió la combinación de la escotilla para que yo no pudiera volver a entrar.
Cierto brillo salvaje apareció en la pálida mirada de Proboda.
—Y usted asegura que la escotilla de esa bodega no ha vuelto a abrirse desde el día siguiente al del accidente, ¿no es así?
—Eso es, señor.
—Pero el compartimiento superior de esta bodega está sometido a presión. Es un recipiente cuyo volumen es casi la mitad del módulo de mando. ¡Y estaba lleno de aire fresco!
—Sí, sí lo estaba, y si hubiéramos tenido otro igual, Peter Grant aún estaría con vida —respondió tranquilamente McNeil—. En principio teníamos que haber transportado ciertas plantas. No hubieran servido para salvarnos, pero el aire extra que habría venido con ellas sí que lo hubiese hecho. —Por primera vez pareció notar la confusión de Proboda—. Oh, ya veo qué es lo que no entiende, señor. Y tiene razón en lo que se refiere a las naves antiguas…, pero la Star Queen, al igual que la mayoría de los cargueros más recientes, tiene una red de tuberías que permite cualquier combinación de intercambio de gas a través de todos los compartimientos herméticos, sin necesidad de tener que abrir las escotillas. Eso nos permite transportar cargas que el remitente no quiere que conozcamos ni que lleguemos hasta ellas, ¿sabe usted? Siempre que estén dispuestos a pagar la carga de la bodega entera. Ése es el procedimiento habitual en el caso de los contratos militares.
—¿De modo que ustedes tenían acceso al aire de aquel compartimiento aunque no pudieran entrar en él?
—Exacto. Si hubiéramos querido, habríamos podido bombear el aire, sacarlo de aquella bodega y desprender la bodega entera de la nave dejándola en el espacio y librándonos así de aquella masa. De hecho Grant llevó a cabo algunos cálculos, pero no hubiéramos ahorrado tiempo suficiente.
Proboda estaba decepcionado, pero insistió.
—Pero después que Grant hubo…, eh…, abandonado la nave…, usted bien pudo haber encontrado la nueva combinación de la escotilla, ¿no?
—Quizá, pero lo dudo. Aun suponiendo que hubiera tenido interés en hacerlo, no soy un genio con las computadoras, y los archivos privados de un hombre no son fáciles de forzar para abrirlos. Y además, ¿para qué iba yo a querer hacerlo?
Proboda lanzó una significativa y rápida mirada a la botella y al vaso vacíos que se hallaban al lado del plato medio lleno de McNeil.
—Por una parte, porque todavía quedaban allí tres embalajes y medio de vino. Y nadie le habría podido impedir a usted que se los bebiera.
McNeil estudió al rubio inspector con una expresión que a Sparta le chocó, por lo que tenía de calculadora.
—A mí me gusta una copa tanto como a cualquiera, inspector. Puede que más. Puede que quizás hasta mucho más. Me llaman hedonista y es muy posible que lo sea, pero lo que no soy es un completo idiota.
McNeil aplastó lo que le quedaba de cigarrillo.
—¿Qué tenía usted que temer —insistió Proboda—, aparte, naturalmente, de cometer una felonía, si eso en realidad no le importaba?
—Precisamente eso —dijo McNeil tranquilamente; y el filo de acero de su afable personalidad por fin se deslizó brillando desde debajo de la sonrisa—. El alcohol interfiere en el funcionamiento de los pulmones y es un vasoconstrictor. Si de todos modos uno va a morir, puede que eso no le importe. Pero si uno tiene intención de sobrevivir en un medio pobre en oxígeno, no va uno a ponerse a beber.
—¿Y los cigarrillos? ¿Interfieren en el funcionamiento de los pulmones?
—Después de dos paquetes diarios durante veinte años, inspector, dos cigarrillos al día no son más que una muleta para los nervios.
Proboda estaba a punto de arremeter de nuevo cuando Sparta intervino.
—Creo que deberíamos dejar en paz al señor McNeil por ahora, Viktor. Podemos continuar en otro momento.
La joven había estado observando la conversación con interés. Como policía, Proboda tenía sus puntos fuertes —a ella le gustaba aquella persistencia de bulldog aun cuando él mismo sabía que parecía tonto—, pero sus deficiencias eran numerosas. Se apartaba fácilmente del tema principal, como lo había hecho al insistir tanto en una cosa tan trivial como la destrucción de la propiedad privada (Sparta sospechaba que ello era debido a una excesiva preocupación por los poderosos intereses de la comunidad de Port Hesperus), y no se sabía bien la lección, pues de otro modo hubiese estado al corriente de lo de las escotillas de la bodega.
Pero el error más grave que había cometido era que ya se había formado un juicio moral sobre McNeil. Mas éste no era tan fácil de juzgar. Todo lo que había dicho de sí mismo era verdad. No era tonto. Y tenía intención de sobrevivir.
Sparta se levantó y dijo:
—Es usted libre de moverse a su gusto por la estación en cuanto los médicos se lo permitan, señor McNeil, aunque si prefiere evitar a los medios de comunicación, lo más probable es que éste sea el mejor lugar para hacerlo. La Star Queen queda fuera de los límites, naturalmente. Estoy segura de que usted lo comprenderá.
—Perfectamente, inspectora. Gracias de nuevo por proporcionarme esta estupenda cena.
Le dirigió un desenvuelto saludo desde la comodidad de la cama.
Antes de llegar al pasillo, Sparta se volvió hacia Proboda y sonrió.
—Usted y yo formamos un buen equipo, Viktor. El bueno y el malo, ya sabe. Somos naturales.
—¿Quién es el bueno? —le preguntó el otro.
La muchacha se echó a reír.
—De acuerdo. Usted estuvo bastante duro con McNeil, pero interpreto que usted es el bueno cuando se trata de sus vecinos. Por ello tengo intención de no mostrar ninguna piedad hacia ellos.
—No la sigo. ¿Cómo podría alguien de Port Hesperus estar implicado en esto?
—Viktor, vamos a ponernos un traje espacial y luego vayamos a echar una mirada a ese agujero que hay en el casco de la nave, ¿quiere?
—Muy bien.
—Pero primero tendremos que abrirnos paso entre toda esa chusma.
Pasaron fácilmente por las puertas de la clínica y se adentraron en una multitud de expectantes sabuesos de los medios de comunicación.
—¡Inspectora Troy!
—¡Eh, Vik, amigo…!
—Por favor, inspector, ¿qué tiene usted para nosotros? Tiene usted algo para nosotros, ¿verdad que sí?