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La antena parabólica que había en el botalón de comunicaciones estaba dirigida hacia el brillante faro de arco situado en Venus, a menos de veinte millones de kilómetros de distancia, que se movía en un sendero convergente con la nave. Un zumbido sonó en la consola indicando que habían recibido una señal procedente de Port Hesperus.

La convergencia física no tendría lugar hasta un mes más tarde, pero las ondas de tres milímetros que salían del transmisor de la nave realizarían el viaje en algo menos de un minuto. Qué bueno habría sido en aquel momento ser una onda de radio.

Grant agradeció el «adelante» y comenzó a hablar firme y, esperaba él, desapasionadamente. Dio un detallado análisis de la situación, adjuntando los datos pertinentes en telemetría, y terminó el discurso con una petición de consejo. No expresó los temores que tenía con respecto a McNeil, pues sin duda el ingeniero estaría monitorizando la transmisión.

Y en Port Hesperus —la estación orbital de Venus— la bomba estaba a punto de estallar, desencadenando oleadas de compasión en todos los mundos habitados cuando el vídeo y las hojas de fax adoptaran el mismo titular: «LA STAR QUEEN EN PELIGRO». Un accidente en el espacio posee cierta cualidad dramática que tiene tendencia a desplazar de los titulares a todas las demás noticias. Por lo menos hasta que se han acabado de contar los cadáveres.

La concreta respuesta de Port Hesperus, menos dramática, viajó todo lo rápida que permitió la velocidad de la luz: «Control de Port Hesperus a Star Queen, dándonos por enterados de vuestra situación de emergencia. En breve enviaremos un cuestionario detallado. Por favor, no os retiréis».

No se retiraron. Se quedaron allí, flotando en el aire.

Cuando llegaron las preguntas, Grant las imprimió. El mensaje tardó casi una hora en pasar por la impresora y el cuestionario era tan detallado, tan extremadamente detallado —tan extraordinariamente detallado, de hecho—, que Grant se preguntó malhumorado si McNeil y él vivirían el suficiente tiempo como para contestarlo. Dos semanas, más o menos.

La mayoría de las preguntas eran técnicas, concernientes al estado de la nave. Grant no albergaba la menor duda de que los expertos de la Tierra y de la estación de Venus se estarían estrujando el cerebro en un intento de salvar la Star Queen y su cargamento. Posiblemente, sobre todo, el cargamento.

—¿Y a ti qué te parece? —le preguntó Grant a McNeil una vez que el ingeniero hubo terminado de leer el mensaje. Se quedó mirando atentamente a su compañero en busca de algún signo de tensión en él.

Tras un prolongado y rígido silencio, McNeil se encogió de hombros. Sus primeras palabras fueron el eco de los pensamientos de Grant.

—Ciertamente, esto nos mantendrá ocupados. Dudo que podamos terminar en un día. Y tengo que admitir que la mitad de estas preguntas son una locura. —Grant hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, pero no dijo nada. Dejó que McNeil continuase hablando—. «Porcentaje de escapes en las zonas de la tripulación…» Es bastante sensato, pero eso ya se lo hemos dicho. ¿Y para qué quieren saber la eficiencia de las protecciones contra la radiación?

—Quizá tenga que ver con la erosión del cierre hermético, supongo yo —murmuró Grant.

McNeil lo miró.

—Si me lo preguntases, yo diría que están intentando mantenemos con la moral alta, fingiendo que se les han ocurrido un par de ideas brillantes. Y mientras tanto nosotros estamos demasiado ocupados para preocupamos.

Grant escudriñó a McNeil con una extraña mezcla de alivio y fastidio; alivio porque el escocés no había estallado con otra rabieta; y a la inversa, fastidio porque ahora se mostraba tan condenadamente tranquilo, negándose a encajar del todo en la categoría mental que Grant le había preparado. ¿Habría sido típico de aquel hombre el lapso momentáneo que había sufrido tras el choque del meteoroide? ¿O podría haberle ocurrido a cualquiera? Grant, para quien el mundo era en gran medida un lugar de blancos y negros, se sentía enojado al ser incapaz de determinar si McNeil era un cobarde o un valiente. Que pudiera ser ambas cosas a la vez, ni siquiera se le había pasado por la cabeza.

En el espacio, cuando se está en vuelo, el tiempo no tiene límites. En la Tierra está el gran reloj que es el propio globo dando vueltas y marcando las horas con continentes enteros a modo de manecillas. Incluso en la luna las sombras se deslizan perezosamente de cráter en cráter al describir el sol su lenta marcha a través del cielo. Pero en el espacio las estrellas están fijas, o es como si lo estuviesen; el sol se mueve sólo si el piloto decide mover la nave, y los cronómetros parpadean números que dicen los días y las horas; pero, en cuanto a sensaciones se refiere, carecen de sentido.

Hacía ya mucho tiempo que Grant y McNeil habían aprendido a regular sus vidas de acuerdo con eso; mientras estaban en el espacio profundo se movían y pensaban sumidos en una especie de ocio —que se desvanecía rápidamente cuando la travesía estaba tocando a su fin y llegaba la hora de las maniobras de frenado—, y aunque ahora se hallaban bajo sentencia de muerte, continuaron por los trillados surcos de la costumbre. Cada día Grant dictaba cuidadosamente el libro de navegación, confirmaba la posición de la nave y llevaba a cabo todos los deberes rutinarios de mantenimiento. McNeil también se comportaba con normalidad, por lo que Grant podía ver, aunque tenía sospechas de que parte del mantenimiento técnico se estaba llevando a cabo con mano muy ligera, y había tenido ya unas cuantas palabras cortantes con el ingeniero acerca de la acumulación de bandejas de comida sucias cuando a McNeil le tocaba el turno en la cocina.

Habían pasado tres días desde que el meteoroide chocase con ellos. Grant no dejaba de recibir mensajes de «ánimo» del control de tráfico de Port Hesperus en términos de «Perdón por el retraso, amigos; tendremos algo para vosotros en cuanto podamos». Y esperaba los resultados del panel de revisión de alto nivel convocado por la Junta de Control del Espacio, que tenía especialistas en dos plantas llevando a cabo simulaciones de frenéticos planes para rescatar a la Star Queen. Al principio había esperado con impaciencia, pero lentamente la ansiedad había ido menguando. Dudaba que los mejores cerebros técnicos del sistema solar pudieran ya salvarlos…, aunque resultaba difícil abandonar la esperanza cuando todo parecía aún tan normal y el aire seguía siendo limpio y fresco.

Al cuarto día habló Venus:

—Bien, muchachos, esto es lo que tenemos para vosotros. Vamos a adoptar un único sistema, y parte de él es complicado, de manera que aseguraros bien y pedir las aclaraciones que necesitéis. Muy bien, primero entraremos en el registro del sistema de atmósfera de la cabina, punto dos tres nueve coma cuatro. Ahora os daré un momento para que localicéis ese punto.

Desprovistos de la jerga, todo el mensaje era una oración fúnebre; aquella avalancha de instrucciones no era más que para asegurar que la Star Queen llegara a Port Hesperus por control remoto con el cargamento intacto, aunque hubieran dos cuerpos muertos en el módulo de comando. Grant y McNeil ya habían sido dados por perdidos.

Un consuelo: Grant ya sabía, por el entrenamiento al que se había sometido en cámaras de gran altitud, que la muerte por hipoxia hace que el final sea un asunto positivamente vertiginoso.

McNeil, sin el menor comentario, desapareció poco después de que concluyera el mensaje. Grant no lo vio durante horas. Al principio se sintió francamente aliviado. Él tampoco tenía ganas de hablar, y si McNeil quería ocuparse de sí mismo era cosa suya. Además tenía que escribir varias cartas, ciertos cabos sueltos de los que ocuparse…, aunque la última voluntad y el testamento eran asuntos que aún podían esperar. Les quedaban un par de semanas.

A la hora de la cena Grant bajó a la zona común confiado en encontrar a McNeil trabajando en la cocina. McNeil era buen cocinero, dentro de las limitaciones culinarias de una nave espacial, y solía disfrutar cuando le tocaba el turno de cocina. Ciertamente cuidaba bastante bien de su estómago.

Pero no había nadie en el área común. La cortina que tapaba el camarote de McNeil se encontraba cerrada.

Grant abrió la cortina y encontró a McNeil tumbado en mitad del aire cerca de la litera, muy en paz con el universo. Allí, colgando a su lado, había una gran caja de embalaje de plástico, cuya cerradura magnética había sido forzada de algún modo con una palanqueta. Grant no tuvo necesidad de examinarla para saber qué contenía; una rápida mirada a McNeil le bastó.

—Sí, una sucia vergüenza —dijo el ingeniero sin el menor rastro de apuro— sorber esto por un tubo. —Le guiñó un ojo a Grant—. Te diré una cosa, capitán. ¿Por qué no le das la vuelta a esta vasija para que podamos beber como es debido? —Grant le echó una mirada llena de enojo y desprecio, pero McNeil se la devolvió sin vergüenza alguna—. Oh, no seas soso, hombre… ¡Toma un poco tú también! ¿Qué más da?

Le lanzó una botella a Grant, que la cogió en el aire con destreza. Era un «Cabernet Sauvignon» del Valle de Napa; Grant conocía la remesa, de un valor fabuloso. El contenido de aquel embalaje de plástico valía muchos miles.

—No creo que haya ninguna necesidad —dijo Grant con tono grave— de comportarse como un cerdo… Ni siquiera en estas condiciones.

McNeil no estaba borracho aún. Sólo había alcanzado la brillante iluminación de la antesala de la embriaguez, pero no había perdido por completo el contacto con el triste mundo exterior.

—Estoy dispuesto —anunció con gran solemnidad— a escuchar cualquier buen argumento en contra de mi actual modo de comportarme. Un modo que a mí me parece eminentemente sensato. —Bendijo a Grant con una sonrisa angelical—. Pero será mejor que me convenzas de prisa, mientras todavía se me pueda hacer entrar en razón.

Y tras decir esto apretó el bulbo de plástico en el cual había descargado al menos un tercio del contenido de la botella, y se disparó un gran disparo rojizo en la boca, que mantenía abierta.

—Estás robando algo que es propiedad de la compañía… para cuyo salvamento se han hecho planes —anunció Grant sin ser consciente de lo absurdo de aquello, pero sí de que al decirlo su voz había adoptado la misma nasalidad, la misma constricción de un joven maestro de escuela—. Y además…, difícilmente vas a poder estar borracho dos semanas.

—Eso —dijo McNeil, pensativo— aún está por ver.

—Yo no lo creo —replicó Grant. Con la mano derecha se sujetó a la mampara mientras con la izquierda golpeaba fuertemente el embalaje y lo mandaba de un empujón más allá de la cortina abierta.

Al darse la vuelta y lanzarse tras la caja oyó un grito de dolor de McNeil:

—¡Eres un hijo de puta estreñido! ¡Qué putada!

En el estado en que se encontraba, a McNeil le costaría algún tiempo organizar una persecución. Grant guio el embalaje hacia la escotilla de la bodega, y lo metió en el mismo compartimiento presurizado y sometido a temperatura controlada del que había salido. Selló herméticamente el embalaje y lo volvió a colocar en su estante, atándolo firmemente en su sitio. No servía de nada tratar de cerrar la caja con llave: McNeil había destrozado la cerradura.

Pero Grant quería estar seguro de que McNeil no volvería a entrar allí: cambiaría la combinación de la escotilla de la bodega y guardaría en secreto la nueva combinación. Tal como se desarrollaron las cosas, dispuso de tiempo de sobra para hacerlo. McNeil no se había molestado en seguirlo.

Cuando Grant volvía flotando hacia la cubierta de vuelo pasó por delante de la cortina abierta del camarote de McNeil. McNeil seguía allí, cantando.

No nos importa a dónde vaya a parar

el oxígeno, mientras no se meta en el vino…

Evidentemente había conseguido sacar un par de botellas antes de que Grant llegara a coger la caja. «Dejemos que le duren las dos semanas si es que no se las bebe esta noche».

No nos importa a dónde vaya a parar

el oxígeno, mientras no se meta en el vino…

¿Dónde demonios había oído aquel estribillo? Grant, cuya educación era severamente técnica, hubiera asegurado que McNeil estaba cambiando adrede la letra de algún madrigal obsceno de la época isabelina o algo por el estilo; y sólo para mofarse de él. De pronto se vio sacudido por una emoción que, para hacerle justicia, no reconoció durante unos instantes, y que pasó tan rápidamente como había venido.

Pero cuando llegó a la cubierta de vuelo estaba temblando y se sentía un poco mareado. Se dio cuenta de que el desagrado que le inspiraba McNeil se iba convirtiendo lentamente en odio.