Tercera parte
MÁXIMA TENSIÓN

9

A Peter Grant le gustaba el mando. Se encontraba todo lo relajado que pueda estar un hombre trabajando; tumbado ingrávido, amarrado con correas al sillón del piloto de la cubierta de vuelo de la Star Queen, iba dictando el diario de navegación entre bocanadas de un rico cigarrillo turco, cuando de pronto un quebrantacráneos chocó contra el casco de la nave.

Durante un segundo o dos, el tiempo que tardó Grant en apagar el cigarrillo y volver a colocar las conexiones, varias luces rojas se encendieron y las sirenas empezaron a ulular, histéricas.

—¡Valoración de los daños e informe! —ladró Grant.

Sacó de la consola una máscara de oxígeno para las emergencias y se la colocó sobre la nariz y la boca; de pronto todo volvió a quedar en silencio. Mientras las gráficas de la consola cambiaban rápidamente de forma y de color, esperó durante lo que pareció una eternidad —por lo menos treinta segundos más— a que la computadora calculase los daños.

—Hemos sufrido un grave exceso de presión en el cuadrante sudeste de la cubierta de soporte de vida —anunció la computadora con un autosuficiente tono de contralto—. La célula de combustible número dos se ha quebrado. Ha tenido lugar el cambio automático a las células de combustible número uno y tres. Se han cortado las líneas de gas uno y dos de la provisión de oxígeno. Las válvulas de abastecimiento de aire para casos de emergencia se han abierto. —Grant ya conocía todo eso; precisamente estaba respirando aquella materia. Pero ¿qué demonios había pasado?—. Los sensores han registrado corrientes de aire supersónicas en el panel L-43 del casco exterior. La pérdida de presión en la cubierta de soporte de vida ha sido total al cabo de veintitrés segundos. La cubierta ha quedado sellada y ahora se ha hecho el vacío en ella. No se han producido más pérdidas de presión atmosférica en los pasajes de comunicación ni en ninguna otra parte del módulo de la tripulación. —Al oír esto último, Grant se apartó la máscara de la cara y la dejó que volviera sola hasta su lugar en el panel de la consola—. Aquí termina la valoración de los daños. ¿Alguna otra pregunta? —inquirió la computadora.

Sí, maldición. ¿Qué demonios había pasado? La computadora no contestaba a preguntas de esa clase a menos que supiera la respuesta, sin ambigüedades.

—No hay más preguntas —le indicó Grant; y pulsó el comunicador—: McNeil, ¿estás ahí? No hubo respuesta. Probó con la frecuencia alta.

—McNeil, aquí Grant. Te necesito inmediatamente en la cubierta de vuelo.

No hubo respuesta. McNeil no podía establecer contacto; posiblemente estuviese herido. Tras pensar durante un momento, Grant decidió robar sólo un par de segundos más en un intento por enterarse de la causa del apuro en que se encontraban. Con unos cuantos movimientos rápidos de los dedos envió uno de los ojos monitores externos a recorrer el casco del módulo de mando hacia el panel L-43, en la parte inferior de la esfera.

La imagen que apareció en la pantalla era sólo un borrón que se movía velozmente hasta que el ojo del robot se detuvo sobre el panel designado. Y allí estaba, fijo y claro en la pantalla de Grant: un punto negro en el cuadrante superior derecho del panel de acero pintado de blanco; era tan neto como el agujero de un perdigón en una diana de papel.

—Un meteoroide —susurró Grant. Proyectó una ampliación de la imagen del monitor y vio un agujero de poco menos de un milímetro de diámetro—. Uno grande.

¿Dónde demonios estaría McNeil? Había bajado a la bodega presurizada a comprobar los humidificadores. Una cosa bien sencilla, de modo que, ¿cuál sería el problema? El meteroide no había penetrado en las bodegas… Grant se zafó de las correas que lo sujetaban y se zambulló en el pasadizo central.

Apenas había quitado los pies de la cubierta cuando se agarró al peldaño de una escalera y, tirando de sí mismo, se detuvo. Justo debajo de la cubierta de vuelo se encontraba la cubierta del área doméstica. Al contrario que las cortinas de los otros dos camarotes, la cortina que separaba el camarote privado de McNeil de las zonas comunes se encontraba abierta. Y allí dentro estaba McNeil, doblado sobre sí mismo y vuelto hacia la mampara hermética; tenía el rostro oculto y los puños apretados en torno a los agarraderos del tabique.

—¿Qué te pasa, McNeil? ¿Estás enfermo?

El ingeniero sacudió la cabeza. Grant notó las pequeñas cuentas de líquido que le brotaban de la cabeza y atravesaban la habitación brillando. Las tomó por sudor, hasta que se percató de que McNeil estaba sollozando. Eran lágrimas.

Ver aquello le repugnó. De hecho, a Grant le sorprendió la fuerza de su propio sentimiento; inmediatamente reprimió la reacción por parecerle indigna.

—Angus, sobreponte —le animó—. Tenemos que reflexionar.

Pero McNeil no se movió, ni Grant hizo ademán de consolarlo ni de tocarlo.

Tras un momento de vacilación, Grant cerró con ira la cortina dando un tirón, para ocultar aquella exhibición de cobardía por parte de su compañero.

En un rápido recorrido de las cubiertas interiores y del pasadizo de acceso a las bodegas, Grant se aseguró de que, fuera cual fuese el daño que había sufrido la cubierta de soporte de vida, la integridad de las zonas de trabajo y vivienda de la tripulación no se viera amenazada. De un solo salto salió a través del centro de la popa de la nave hasta la cubierta de vuelo, sin ni siquiera echar una ojeada al pasar al camarote de McNeil, y se enganchó de nuevo al sillón de mando. Se puso a estudiar las gráficas.

Abastecimiento de oxígeno uno: plano. Abastecimiento de oxígeno dos: plano. Grant contempló las silenciosas gráficas igual que un hombre del Londres antiguo que, al volver a casa una tarde en época de la peste, hubiera podido contemplar una cruz mal hecha recién garabateada en su puerta. Manipuló algunos botones y las gráficas saltaron, pero la ecuación fundamental que producía una curva plana no se rendía ante sus mimos. A Grant le era imposible albergar la menor duda acerca del mensaje; la noticia que ya es de por sí suficientemente mala de algún modo trae consigo cierta garantía de verdad propia, y sólo los buenos informes necesitan confirmación.

—Lo siento, Grant.

Éste se dio la vuelta y vio a McNeil flotando junto a la escalera, con el rostro sofocado y ojeras debajo de los ojos, hinchados de llorar. Incluso a la distancia a que estaba, de más de un metro, Grant pudo notarle en el aliento el olor a brandy «medicinal».

—¿Qué ha sido, un meteoroide? —McNeil parecía decidido a mostrarse alegre, a reparar aquel lapso que había tenido, y cuando Grant le respondió que sí con la cabeza, incluso intentó tener una débil nota de humor—. Dicen que una nave de este tamaño sólo tiene posibilidades de recibir un golpe una vez cada siglo. Por lo visto hemos madrugado, pues falta para el siglo noventa y nueve coma nueve años.

—Peor suerte. Mira esto. —Grant le señaló con la mano la pantalla de vídeo que mostraba el panel dañado—. Por el lugar en que se ha producido el agujero, esa maldita cosa tenía que venir prácticamente en ángulo recto hacia nosotros. Desde cualquier otro punto no hubiera podido chocar contra ninguna parte vital. —Grant se dio la vuelta, quedando de cara a la consola y a las amplias ventanas de la cubierta de vuelo, que daban a una noche estrellada. Durante unos momentos guardó silencio e intentó poner en orden sus pensamientos. Lo que había sucedido era grave, mortalmente grave, pero no tenía por qué resultar fatal. Al fin y al cabo ya había transcurrido el cuarenta por ciento del tiempo de la travesía—. ¿Estás dispuesto a ayudar? —le preguntó a McNeil—. Tendríamos que hacer números.

—Lo estoy. —McNeil se dirigió hacia el puesto de trabajo del ingeniero.

—Entonces dame las cifras de las reservas totales, en el peor y en el mejor de las casos. Aire en la bodega A. Reservas de emergencia. Y no te olvides de lo que hay en los depósitos adaptables y en los packs portátiles O-dos.

—Bien —dijo McNeil.

—Yo trabajaré en las proporciones de masa. Veré si podemos ganar algo soltando las bodegas y echando a correr.

McNeil titubeó y masculló.

—Uh…

Grant hizo una pausa. Pero fuera lo que fuese aquello que McNeil había estado a punto de decir, lo había pensado mejor y había decidido callarse. Grant dejó escapar un profundo suspiro. Él era el que estaba al mando allí, y comprendía lo que era obvio: que deshacerse de la carga haría que los propietarios perdiesen el negocio, a pesar del seguro, y lo más probable es que metiera a los aseguradores en el asilo para pobres. Pero, al fin y al cabo, si se trataba de dos vidas humanas contra unas cuantas toneladas de peso muerto, no había demasiadas dudas al respecto.

El dominio de Grant sobre la nave en aquel momento era algo más firme que el que tenía sobre sí mismo. Estaba tan enfadado como asustado; enfadado con McNeil por venirse abajo, enfadado con los que habían diseñado la nave por suponer que una probabilidad entre un billón era decir lo mismo que imposible y haber dejado por ello de proporcionarle a la nave protección adicional contra meteoroides en el suave vientre del módulo de mando. Pero el brazo límite de las reservas de oxígeno no tocaría a su fin hasta por lo menos un par de semanas más tarde, y hasta entonces podía suceder un gran número de cosas. Aquella idea le ayudó, aunque sólo durante unos momentos, a mantener a raya sus temores.

Aquello era una emergencia sin duda alguna, pero era una de esas emergencias peculiarmente prolongadas, en otro tiempo características del mar, y en estos días más típicas del espacio, una de esas emergencias donde había tiempo de sobra para pensar. Quizá demasiado tiempo.

A Grant le vino a la memoria un viejo marino cretense que había conocido en el hangar de la empresa de Pavlakis en Heathrow, un pariente lejano de un pariente del viejo, que se encontraba allí por una invitación de cortesía. El marino había mantenido cautivada a una audiencia de empleados y mecánicos mientras recitaba la historia de una travesía desastrosa en la que había tomado parte de joven a bordo de un vapor mercante por el mar Rojo. Al capitán del navío, inexplicablemente, se le había olvidado dotar a su barco con suficiente agua potable para casos de emergencia. La radio se estropeó, y luego los motores. El barco estuvo navegando a la deriva durante semanas antes de llamar la atención de otros barcos que pasaban cerca, y para entonces la tripulación se había visto obligada a estirar el agua potable a base de agua salada. El viejo cretense se encontraba entre los supervivientes que lograron salir de aquélla con tan sólo unas semanas de hospital. Otros no habían tenido tanta suerte, y murieron horriblemente a causa de la sed y envenenados por sal.

Los desastres lentos son así: ocurre una cosa improbable que se complica con otro suceso improbable, y al final un tercero se cobra la vida de alguien.

McNeil había simplificado en exceso las cosas al decir que la Star Queen solamente podía ser alcanzada por un meteoroide una vez cada siglo. En realidad la respuesta dependía de tantos factores que tres generaciones de especialistas en estadística y sus computadoras habían hecho poco más que establecer unas cuantas reglas tan vagas que las compañías de seguros todavía se echaban a temblar de aprensión cada vez que los grandes enjambres de meteoroides barrían como vendavales las órbitas de los mundos interiores. Por otra parte, las compañías aseguradoras dejaban fuera de los límites aquellas trayectorias interplanetarias que requerían que las naves intersectasen la órbita de los Leonids, aunque la posibilidad real de que una nave y un meteoroide coincidiesen en su trayectoria era, en el peor de los casos, remota.

Desde luego, depende mucho de la noción subjetiva de cada uno lo que significan las palabras meteoro, meteorito y meteoroide. Cada terrón de escoria cósmica que llega a la superficie de la Tierra —ganándose de este modo el apelativo de «meteorito»— tiene un millón de hermanos más pequeños que perecen por completo en esa tierra de nadie donde la atmósfera no ha terminado del todo y el espacio está aún por empezar, esa región fantasmal donde Aurora camina de noche. Éstos son meteoros —manifestaciones del aire en su parte superior, original significado de la palabra—, las conocidas estrellas fugaces, que rara vez son más grandes que una cabeza de alfiler. Y éstas, a su vez sobrepasadas en número hasta multiplicarse por un millón, son partículas demasiado pequeñas para dejar rastro alguno visible de su muerte cuando caen del cielo. Todos ellos, las incontables motas de polvo, los raros cantos rodados e incluso las montañas errantes que se encuentran con la Tierra puede que cada doce millones de años, todos ellos, cuando se encuentran volando libres en el espacio, son meteoroides.

Para los propósitos de vuelo espacial, un meteoroide sólo tiene interés si, al golpear el casco, la explosión resultante pone en entredicho las funciones vitales, produce excesos de presión que puedan resultar destructivos o abre un agujero en algún compartimiento presurizado demasiado grande para poder evitar la rápida pérdida de atmósfera. Éstas son cuestiones tanto de tamaño como de velocidad relativa. Los esfuerzos de los encargados de hacer las estadísticas habían dado como resultado unas tablas que mostraban las probabilidades aproximadas de colisión en distintos radios a partir del sol para meteoroides cuya masa alcanzara unos cuantos miligramos. En el radio de la órbita de la Tierra, por ejemplo, sólo uno de cada tres días podía esperarse que cualquier kilómetro cúbico fuera atravesado por un meteoroide de un gramo que viajase hacia el sol a una velocidad de quizá cuarenta kilómetros por segundo. Las probabilidades de que una nave espacial ocupase el mismo kilómetro cúbico de espacio (excepto muy cerca ya de la propia Tierra) era aún mucho más baja, y así se calculaba la incidencia de meteoroides más grandes… De modo que la colisión estimada por McNeil de «una vez cada siglo» era, en realidad, absurdamente elevada.

El meteoroide que había chocado contra la Star Queen era grande, probablemente el equivalente a un gramo en polvo solidificado y hielo, y del tamaño de un cojinete. Y de alguna manera había eludido golpear tanto el hemisferio superior del módulo de la tripulación como las grandes bodegas de carga cilíndricas situadas más abajo, dado el ángulo casi perpendicular en que había atacado a la cubierta de soporte de vida. La virtual certeza de que un incidente como aquél no volvería a pasar en el transcurso de la historia humana no les servía de mucho consuelo a Grant y McNeil.

Aun así, las cosas podían haber ido peor. La Star Queen llevaba ya catorce días de trayectoria, y le faltaban todavía veintiuno para llegar a Port Hesperus. Gracias a los motores ascendentes viajaba mucho más de prisa que los cargueros espaciales, los lentos vapores mercantes que surcaban los caminos del espacio y que estaban restringidos a las elipses Hohmann, unos largos senderos tangenciales que gastaban un mínimo de energía besando justamente las órbitas de la Tierra y Venus en los lados opuestos del sol. Las naves de viajeros equipadas con reactores de núcleo gaseoso aún más poderosos, o los veloces cúters que empleaban nuevos mecanismos de tracción por fusión, podían cruzar de planeta a planeta en un plazo de tiempo tan corto como quince días, dado el alineamiento favorable de los planetas —y dado también un margen de beneficios que les permitía gastar mucho más combustible—, pero la Star Queen estaba enclavada justo en medio de la ecuación. Su aceleración y desaceleración óptimas determinaban tanto su lanzamiento como su hora de llegada.

Resulta sorprendente lo largo que se hace ejecutar un sencillo programa de ordenador cuando la vida de uno depende del resultado. Grant tecleó los números pertinentes de una docena de maneras distintas antes de abandonar la esperanza de que la línea de fondo fuera a cambiar.

Se dirigió a McNeil, que seguía inclinado sobre la consola del ingeniero, al otro lado de la habitación circular.

—Me parece que podremos esquivar la ETA sólo por un pelo, casi medio día —dijo—. Eso suponiendo que soltemos todas las bodegas en cosa de una hora más o menos.

Durante uno o dos segundos McNeil no le contestó. Cuando por fin se incorporó y se volvió de cara a Grant, tenía una expresión sobria y serena.

—Parece que el oxígeno nos durará dieciocho días en el mejor de los casos…, quince en el peor. Nos van a faltar unos cuantos días.

Los hombres se miraron con una calma semejante a un trance que hubiese resultado extraordinaria de no haber sido evidente lo que les estaba pasando por la cabeza: ¡Tiene que haber una salida!

¡Fabricar oxígeno!

Cultivar plantas, por ejemplo; pero no llevaban nada verde a bordo, ni siquiera un paquete de semillas de hierba. Y aunque lo hubiesen llevado, y a pesar de tantos cuentos increíbles, si se tiene en cuenta todo el ciclo de energía, las plantas de tierra no son productoras eficientes de oxígeno en una escala menor que un mundo pequeño. Para lo único que les hubiera servido llevar a bordo aquellos plantones de pino habría sido para tener un mayor volumen de aire en la bodega presurizada.

Electrolizar agua, entonces, invirtiendo el ciclo de las células de combustible para obtener hidrógeno y oxígeno elementales; pero no había suficiente agua en las células de combustible o en los depósitos de agua, ni siquiera en el cuerpo de los dos hombres, para mantenerlos con aliento los siete días más que necesitaban. Por lo menos no después de que murieran deshidratados.

No había manera de obtener oxígeno extra. Lo cual dejaba ese último recurso de ópera espacial, el deus ex machina de una nave que pasase, una que casualmente se emparejase convenientemente con su exacta trayectoria y velocidad.

Pero no habría tales naves, naturalmente. Casi por definición, la nave que «casualmente pasase por allí» era imposible. Aun en el caso de que otros cargueros viajaran ya hacia Venus siguiendo la misma trayectoria —y si los hubiese habido, Grant y McNeil lo habrían sabido—, entonces, de acuerdo con las leyes propuestas por Newton, debían conservar sus distancias originales sin pretender llevar a cabo un heroico sacrificio de masa y un posiblemente fatal derroche de combustible. Cualquier nave que pasase a una velocidad significativamente más grande —pongamos por caso, una nave de pasajeros— estaría siguiendo una trayectoria hiperbólica propia, y probablemente resultaría tan inaccesible como Plutón. Pero un cúter enteramente abastecido, si saliera en aquel momento de Venus…

—¿Qué hay atracado ahora en Port Hesperus? —inquirió McNeil como si sus pensamientos hubieran seguido la misma trayectoria que los de Grant.

Éste aguardó unos instantes, el tiempo que tardó en consultar la computadora, antes de responder.

—Un par de viejos cargueros Hohmann, según el Registro de «Lloyd»… y el desbarajuste acostumbrado de lanchas y remolcadores. —Se echó a reír bruscamente—. Y un par de yates solares. Ahí no hay ayuda.

—Parece que nos va a resultar imposible encontrar nada —observó McNeil—. Quizá deberíamos tener una conversación con los controladores de la Tierra y de Venus.

—Precisamente estaba a punto de hacerlo —dijo Grant con tono irritado—; en cuanto haya decidido cómo redactar la pregunta. —Tomó aire rápidamente—. Mira, aquí has sido de gran ayuda. Podrías hacernos otro favor a ambos y efectuar un chequeo personal de posibles escapes de aire en el sistema. ¿De acuerdo, entonces?

—Claro, de acuerdo.

La voz de McNeil sonaba tranquila.

Grant observó a McNeil de reojo, mientras éste se soltaba las correas y se alejaba flotando de la cubierta de vuelo. Probablemente el ingeniero iba a traerle problemas en los días venideros, reflexionó Grant. Aquel asunto tan vergonzoso…, desmoronarse igual que una criatura… Hasta el momento se habían llevado bastante bien —como la mayoría de los hombres de sustancial gordura, McNeil tenía buen carácter y era bastante acomodadizo—, pero ahora Grant se daba cuenta de que a McNeil le faltaba un poco de fibra. Era evidente que se había vuelto flojo física y mentalmente a fuerza de vivir tanto tiempo en el espacio.