A Londres no le había ido tan bien como a Manhattan en el nuevo siglo; se encontraba tan apretada y ennegrecida a causa del hollín como lo había estado siempre, y tan severamente balcanizada por diferencias de acento, color de la piel y clase. En unos instantes el taxi negro y cuadrado en el que uno viajaba pasaba de las elegantes casas hechas de ladrillo y de las casas para carruajes inteligentemente transformadas en pintorescas caballerizas, a barrios bajos destartalados y humeantes. También el clima era tan espantoso como siempre, con nubes de vientre gris que dejaban caer una tenue llovizna y con la esporádica niebla del fondo del río, que traía consigo a partes iguales romanticismo y enfermedades respiratorias. A pesar de ello, a Sondra Sylvester le agradaba aquel lugar, aunque no tanto como le gustaban París o Florencia, ciudades que habían cambiado menos con respecto a lo que habían sido antaño; e incluso bastante más de lo que le gustaba Nueva York, que ya ni siquiera era real. Como vivía en Port Hesperus, Sylvester tenía un cupo de diez meses de lujo artificial al año; pero cuando realizaba el viaje anual a la Tierra quería tenerla tal como era, con lo sucio y lo limpio, con el ruido y la música, con lo agrio y lo dulce.
El taxi se detuvo en la calle New Bond, Sylvester metió la tarjeta electromagnética en la ranura del taxímetro; luego abrió la puerta y salió a la acera húmeda. Mientras esperaba a que la máquina terminara la transacción, se colocó debidamente la costura de la falda de seda y se ciñó el abrigo de chinchilla para protegerse de la pegajosa niebla. La tarjeta electromagnética salió de la ranura y la voz de robot del taxi le dijo:
—Muy agradecido, señora.
Se abrió paso entre una multitud de personas de aspecto hambriento que transitaba por la acera y entró a paso vivo en el edificio, saludando con un movimiento de cabeza a la joven portera de mejillas rosadas, que le devolvió una sonrisa de reconocimiento. Penetró en la apretada sala de subastas donde se llevaba a cabo la venta de manuscritos y libros. Había estado allí muchas veces, la última precisamente el día anterior por la tarde, en que había hecho una visita previa para conocer las ofertas. Formaban parte de la subasta fragmentos y piezas de dos colecciones privadas, una de ellas procedente del patrimonio del recientemente fallecido Lord Lancelot Quayle, la otra anónima. Las dos colecciones habían sido divididas en cien lotes, y la mayoría de ellos no tenían demasiado interés para Sylvester.
Aunque llegó bastante pronto, la sala ya había empezado a llenarse. Se acercó a una silla plegable que había en el medio de la sala y se sentó, dispuesta a esperar. Era como llegar temprano a la iglesia. A su derecha se extendía una pequeña ala que resultaba difícil de ver desde donde ella se encontraba; aquéllos que participaban en la subasta y preferían permanecer en el anonimato a menudo tomaban asiento allí. Los libreros más antiguos, como «Magg’s», «Blackwell’s», «Quaritch» y los demás, ya se hallaban en los lugares que tradicionalmente solían ocupar alrededor de la mesa situada delante del estrado. Las primeras filas de sillas plegables habían sido acaparadas por gente del cine, gente que iba vestida de manera extravagante y cuya conducta no era lo que se dice digna. ¡Allí gritando y pavoneándose! Con seguridad les pedirían que se marchasen si continuaban haciendo tanto ruido…
Dos artículos habían atraído a los artistas y al resto de los allí congregados, que eran muchísimo más numerosos que de costumbre. Uno de ellos era una auténtica rareza. Como resultado de la manía que Lord Quayle había tenido a lo largo de toda su vida por lo católico, de entre la miscelánea de su biblioteca había surgido lo que pretendía ser el relato de un testigo presencial, garabateado en un griego execrable con tinta de calamar sobre pergamino fragmentado por un individuo llamado Flavius Peticius, centurión romano de escasa cultura y evidentemente crédulo (o acaso escrito por su escriba, casi analfabeto), de la crucifixión de un tal Jesús de Nazaret y otros malhechores fuera de las murallas de Jerusalén, a principios del siglo primero d. C.
¡Allí había espectáculo, verdadero material épico! Por no hacer mención de la publicidad oportuna —que eso era lo que había atraído a la gente del cine—, porque la «BBC» había montado recientemente una lujosa producción de la obra Mientras Roma arde, de Desiree Gilfoley, presentando en ella a la antes ágil modelo Lady Alastra Malypense en su debut como actriz, lo que había resultado un hecho memorable porque en sólo una de sus muchas escenas había aparecido Lady Malypense con algo de ropa, y para eso dicha ropa seguía la moda de Egipto y estaba hecha a base de lino plisado, es decir, transparente. Quizá la propia Lady Malypense se encontrase entre las ruidosas personas de la primera fila; Sylvester no la hubiera reconocido ni vestida ni de ningún otro modo.
Por lo que a Sylvester concernía, habrían podido subastar un pedazo de la verdadera Cruz, pues le daba lo mismo el valor intrínseco del pergamino. Sondra Sylvester y la mayoría de los coleccionistas serios venían atraídos por el lote 61, un único y grueso volumen; irónicamente, si en el texto del mismo no se hubiera basado una clásica película británica del siglo anterior, los medios de información quizá lo hubieran pasado por alto, cosa que Sylvester habría preferido.
Había estado inspeccionando el volumen el día anterior en la sencilla librería que había detrás del estrado, donde se hallaba custodiado por fornidos conserjes vestidos con guardapolvos y discretamente vigilado por los jóvenes empleados y empleadas ataviados con trajes de oficina. El libro descansaba abierto dejando al descubierto una tira de papel que yacía en la página portadora del título, que estaba escrito con caligrafía irregular vertical: «A Jonathan…»
Usando este seudónimo encabezamiento, el último de los verdaderamente grandes y locos aventureros ingleses —que también fue el primero de los grandes y locos filósofos de la guerra moderna— había hecho llegar el libro a las manos de un amigo íntimo. ¿Quién podía seguir el rastro de sus viajes desde entonces? «Sotheby’s» no.
Los libros valiosos —por suerte o por desgracia, depende del punto de vista de cada cual— nunca habían tenido tanto valor como, por ejemplo, los cuadros valiosos. Hasta el más raro de los libros impresos se consideraba como uno más de una serie de duplicados, no como un original único. Y a la inversa, el cuadro más raro, por el hecho de ser único, podía reproducirse fácilmente en cien billones de copias, distribuidas por todos los mundos habitados en reproducciones, en revistas y en imágenes electrónicas, y llegando así a ser ampliamente conocido, mientras que ningún libro, raro o corriente, podía ser copiado o aprehendido de forma parecida. Los libros impresos no podían reproducirse fácilmente, y ello les restaba fama, lo cual a su vez disminuía su valor especulativo en el mercado.
Raramente aparecía en una subasta un libro que fuera a un tiempo famoso y único. El lote 61 era uno de esos libros, Los siete pilares de la sabiduría en su primera, privada y muy limitada edición, distinta de todas las ediciones posteriores no sólo en los tipos de imprenta y en la encuadernación, sino también en casi la tercera parte del texto. Antes de la subasta que nos ocupa sólo se conocía la existencia de un único ejemplar, pues todos los demás habían desaparecido o se habían destruido; el superviviente estaba en la Biblioteca del Congreso, en Washington D. C. Ni siquiera la Biblia de Gutemberg combinaba la fama con una rareza tal; éste era el único ejemplar original disponible de una reconocida obra maestra de la literatura del siglo XX.
Las esperanzas que tenía Sylvester de adquirir el libro no eran descabelladas, a pesar de que todas las bibliotecas y coleccionistas importantes de este planeta y de los colonizados estarían presentes o representados en la venta. «Quaritch» actuaría en representación de la Universidad de Texas, que con toda seguridad tendría unos deseos frenéticos de añadir esta preciosísima pieza que les faltaba en su extensa colección de la obra y memorabilia del autor.
El personal de «Sotheby» tenía instrucciones de otros pujadores y algunos otros ya flanqueaban el estrado del subastador con las cabezas inclinadas hacia el auricular que llevaban en la oreja, ya que seguían recibiendo instrucciones de última hora desde lugares lejanos. Pero todos los que iban a intervenir en la puja tendrían unos topes límite, y el de Sylvester era muy elevado.
A las once en punto el subastador subió al estrado.
—Buenos días, damas y caballeros. Bienvenidos a «Sotheby y Compañía».
Era un hombre alto, que se afanaba por superar el acento del East End y conseguir el habla y los modales de Oxbridge; puso en marcha la subasta sin dilación. Aunque hubo cierta agitación a causa del interés que suscitaron las traducciones al inglés de los Comentarios de César y las Vidas de Plutarco, del siglo XVI, la mayor parte de la biblioteca de Quayle estuvo liquidada rápidamente.
Luego le llegó el turno al pergamino de la crucifixión, y los sabuesos de los medios de comunicación se lanzaron al ataque con las cámaras de fotogramas en ristre. Los ciudadanos de televisión que estaban sentados en la primera fila comenzaron a producir arrullos y revoloteos. Alguien se dirigió a la rubia que hizo la primera oferta llamándola «Adastra, cariño» en un susurro propio de escenario y lo bastante fuerte como para que pudiera oírse en la última fila. Tras unas cuantas rondas rápidas sólo quedaron Lady Malypense y otras dos personas que pujaban en serio. Un miembro del personal de «Sotheby» representaba a uno de ellos, y Sylvester sospechó que el representado era Harvard, que esperaba quizás adquirir un relato de la crucifixión para estar a la par con Yale, que ya poseía uno. El tercer miembro que tomaba parte en la puja, un hombre con acento de predicador de Alabama, se hallaba detrás de ella. El asunto quedó reducido a cosa de dos cuando Harvard desistió; pero el eclesiástico sureño se mostraba implacable.
Por fin Lady Malypense dejó de responder al último «¿Estoy oyendo…?» Como si el martillo del subastador hubiera sido una indicación, la actriz y su claque salieron de la sala bruscamente, clavándole unas miradas como puñales al gordo vencedor.
La colección anónima, Propiedad de un caballero, se ofrecía ahora en lotes. La mayor parte eran volúmenes de historia militar por las que Sylvester no sentía un interés especial; el campo en el que ella se desenvolvía a sus anchas era la literatura de principios del siglo XX, en particular la inglesa…, es decir, la británica.
Por fin el lote 60, una primera edición del relato de Patrick Leigh Fermor sobre las proezas acaecidas durante la resistencia cretense en la Segunda Guerra Mundial, cayó bajo el martillo del subastador. A Sylvester le hubiese gustado tener aquel libro, y pujó por él —no porque le importase Creta ni una guerra medio olvidada, sino porque Leigh Fermor era un muy buen descriptor de paisajes—, pero el precio subió muy rápidamente por encima de lo que ella estaba dispuesta a pagar. Pronto el subastador lo declaró «vendido» y la sala quedó inmediatamente en silencio.
—Lote 61, Lawrence, T. E., Los siete pilares de la sabiduría. —Mientras el director hablaba, un joven de aspecto solemne trajo el grueso volumen y lo sostuvo en alto, volviéndolo despacio hacia un lado y otro—. Impreso en linotipia sobre papel biblia, a una cara y a doble columna. Encuadernado en tafilete de color tostado, con los cantos dorados y estuche jaspeado. Sueltas, van insertadas en la parte delantera dos hojas escritas a mano; una de ellas es una nota de dedicatoria «a Jonathan» firmada por el autor «en Farnborough, a 18 de noviembre de 1922». La otra son algunos comentarios escritos a lápiz, en una letra que se cree pertenece a Robert Graves. Este libro, ejemplar rarísimo, es uno de los ocho impresos por la «Oxford Times Press» en 1922 por orden del autor, tras de los cuales fueron destruidos por él mismo y otros tres se presume que han desaparecido. La salida son quinientas mil libras.
Apenas acababa de concluir la descripción cuando comenzó la puja. Un pequeño revuelo de excitación se extendió por la sala cuando el subastador comenzó a recitar, casi sin pausa, cifras cada vez mayores.
—Seiscientas mil, me ofrecen seiscientas mil… Seiscientas cincuenta mil… Setecientas mil.
Nadie hablaba, pero se movían dedos y se hacían indicaciones con la cabeza, tanto en la mesa de los comerciantes como en otros lugares de la sala, con tanta rapidez que el subastador ni siquiera tenía tiempo de dar las gracias a los que hacían las ofertas.
—Ochocientas setenta y cinco mil libras —dijo el subastador.
Por primera vez se produjo una pausa momentánea antes de que obtuviera una respuesta. Estaba claro que muchos de los que pujaban estaban llegando al límite. Según las reglas del juego, cuanto más alto es el precio, más alta es también la subida mínima; el precio era ahora tan elevado que la subida mínima era de cinco mil libras.
—¿Alguien ofrece ochocientas ochenta mil libras? —preguntó el subastador como dándolo por hecho.
Sólo respondieron «Quaritch» y otro librero más. La mirada del subastador fue rápidamente hacia el ala lateral, que quedaba a su izquierda; evidentemente quienquiera que estuviera allí sentado, fuera de la vista, había pujado también.
—¿Alguien ofrece ochocientas ochenta y cinco mil?
—Novecientas mil libras —dijo Sondra Sylvester, que hablaba por primera vez. Su voz sonó nueva, rica y oscuramente coloreada en la concurrida sala, una voz, este hecho resultó obvio para todos los presentes, acostumbrada a dar órdenes. El subastador le hizo una inclinación de cabeza, y le dirigió una sonrisa al reconocerla.
En la mesa de delante el caballero de «Quaritch», que en realidad representaba a la Universidad de Texas, permaneció impertérrito, pues el Departamento de Humanidades de dicha universidad poseía ya una extensa colección de Lawrence; sin duda alguna estaba preparado para llegar a cifras altísimas con tal de llegar a adquirir el trofeo, pero el otro librero rival que quedaba en la puja se inclinó hacia atrás y dejó caer el lápiz.
—Me ofrecen novecientas mil libras. ¿Alguien ofrece novecientas cinco? —El subastador miró fugazmente hacia su izquierda y anunció—: Un millón de libras.
Un rumor de admiración recorrió la sala. El hombre de «Quaritch» miró con curiosidad por encima del hombro, apuntó algo en la agenda que tenía delante y desistió de seguir pujando, pues había alcanzado el tope permitido por su cliente. La puja mínima era ahora de diez mil libras.
—Un millón diez mil libras —dijo Sylvester. Parecía confiada, más confiada de lo que se sentía en realidad. ¿Quién sería el que se encontraba en el ala lateral? ¿Quién sería el que estaba pujando contra ella?
El subastador insistió.
—Me ofrecen…
Vaciló al tiempo que miraba hacia su izquierda, y luego fijó momentáneamente la mirada allí. Se volvió para mirar directamente a Sondra Sylvester y casi tímidamente señaló hacia el ala lateral con un espasmo en la mano.
—Me ofrecen un millón quinientas mil libras —dijo transportando hacia ella una peculiar intimidad en la voz.
Un siseo colectivo silbó por entre el público. Sylvester notó que el rostro se le ponía rígido y frío. Durante un momento no osó moverse, pero de poco servía calcular sus recursos; estaba totalmente vencida.
—Me ofrecen un millón quinientas mil. ¿Alguien ofrece un millón quinientas diez? —El subastador seguía mirándola cortésmente, observando al público, que tenía los ojos brillantes de placer—. Me ofrecen un millón quinientas mil. —El martillo revoloteó por encima del bloque—. Por última vez…, tengo una oferta de un millón quinientas mil. —El martillo descendió—. «Vendido».
El público prorrumpió en aplausos, salpicados de gritos de deleite. ¿A quién estarían aplaudiendo en realidad?, se preguntó amargamente Sylvester. ¿A un autor fallecido, o a un adquisidor pródigo?
Los consejeros se llevaron ceremoniosamente de la vista del público la reliquia impresa. Unas cuantas personas saltaron del asiento y se dirigieron hacia la puerta, renunciando a lo que quedaba mientras el subastador se aclaraba la garganta y anunciaba:
—Lote 62, autógrafos variados…
Sylvester permaneció sentada donde estaba, sin moverse, notando que las miradas de los curiosos la quemaba. En las profundidades de aquel desencanto también ella sentía curiosidad por saber quién la había derrotado. Se levantó lentamente y se dirigió con la mayor calma que pudo hacia el pasillo. Poco a poco avanzó hacia el ala lateral, se detuvo al lado de la misma, y se quedó allí esperando pacientemente mientras la subasta continuaba. Cada vez más personas iban abandonando la sala durante lo que eran ya los últimos y rutinarios minutos…, y por fin todo terminó. Sylvester se adelantó hasta quedar delante del ala lateral.
Se encontró frente a un hombre joven con el pelo muy corto de color rojizo, que llevaba en la solapa del traje de corte conservador un botón que lo identificaba como miembro de la plantilla.
—¿Ha sido usted?
—En nombre de un cliente, como es natural. —Tenía acento del Atlántico central…, americano, culto, de la Costa Este. El rostro resultaba extrañamente atractivo, con los ojos suaves y pecas.
—¿Tiene usted libertad para divulgar…?
—Lo siento mucho, señora Sylvester, pero sigo instrucciones muy estrictas.
—Usted me conoce a mí. —La mujer lo miró con atención: era muy apuesto, más bien atractivo—. ¿Tiene libertad para decirme cómo se llama usted?
—Me llamo Blake Redfield, señora.
—Eso ya es un progreso. ¿Quizá le gustaría a usted comer conmigo, señor Redfield?
—Es usted muy amable. Desgraciadamente…
Sylvester se quedó mirándolo durante un momento. Él no parecía tener prisa por marcharse; la estaba observando tan atentamente como ella a él. La mujer dijo:
—Lástima. ¿Quizás en otra ocasión?
—Sería delicioso.
—En otra ocasión, entonces.
Sylvester salió de la sala con paso enérgico. Al llegar a la entrada se detuvo y le pidió a la chica que llamase un taxi; mientras esperaba le preguntó:
—¿Cuánto tiempo lleva en la empresa el señor Redfield?
—Déjeme pensar… —La muchacha de mejillas sonrosadas torció la boquita de capullo de rosa de un modo encantador al esforzarse por recordar—. Puede que un año, señora Sylvester. En realidad no es un empleado fijo.
—¿No?
—Es más bien una especie de asesor —le explicó la muchacha—. Especialista en libros y manuscritos de los siglos XIX y XX.
—¿Tan joven?
—Muy joven, ¿verdad? Pero, por lo que se oye decir de él a los asesores, un completo genio. Aquí está el taxi.
—Siento haberte molestado. —Sylvester apenas echó una ojeada a la forma negra y cuadrada con conductor que se acercó al bordillo zumbando—. Creo que, a fin de cuentas, prefiero caminar un poco.
El andar de la mujer era decidido, no meditativo; estaba enojada, y necesitaba que le circulase la sangre. Fue caminando rápidamente calle abajo hacia Picadilly, torció hacia el Este para atravesar el laberinto de los pequeños Burlingtons y cruzar el final de Saville Row camino de una tienda cerca de Charing Cross Road, un lugar antiguo y, en el pasado, con frecuencia de mala reputación, pero que ahora hacía gala de una vena de renovada respetabilidad.
Llegó allí en poquísimo tiempo. Unas letras doradas sobre el escaparate anunciaban: «Hermione Scrutton, Librera». Cuando se encontraba aún a media manzana de la tienda vio a la propia Scrutton a la puerta, esmaltada en verde, metiendo una decorativa llave de hierro en la decorativa cerradura de hierro mientras acercaba el ojo al ojo de una cabeza de león de bronce que servía de llamador, pero que también contenía el lector de retina que accionaba la verdadera cerradura de la puerta.
Cuando Scrutton acabó de abrir la puerta, Sylvester se encontraba ya lo bastante cerca como para oír el tintineo de la campanilla de latón montada sobre un muelle, que sonó al entrar la dueña.
Instantes después la misma campanilla anunciaba la llegada de Sylvester; desde un pasillo bordeado de volúmenes amarillos muy viejos emergió Scrutton, que se había estado ocupando del sistema de alarma. Era una diablilla de constitución rechoncha con cejas muy pobladas; llevaba un vestido de lana de color marrón y un pañuelo dorado en la garganta. La calva se le hacía visible entre el escaso y encanecido cabello. Las mejillas —que ya de por sí tenían un tono tostado e incongruente— prestaban un color subido, y en los inquietos labios rojos aparecía una sonrisa.
—Mi querida Syl. No sabes cómo lo siento. Ah, verás. Mm, estoy sencillamente desolada…
—Oh, Hermione, no estás molesta en absoluto. Sabes muy bien que no habría podido permitirme gastar ni un penique en tu tienda en los cinco años próximos si hubiera conseguido el libro de la subasta.
—Mmm, confieso que la idea se me ha pasado por la cabeza. Y, ciertamente, hubiera echado de menos tu…, eh…, elegantísima presencia en mi humilde…, eh…, establecimiento. —Scrutton sonrió con ironía—. Pero una no tiene dificultades para colocar los ejemplares realmente raros, ¿no es así? ¿Mm?
—¿Quién me ha derrotado? ¿Lo sabes?
La librera hizo un movimiento con la cabeza, la papada aleteando en el aire.
—Nadie a cuyo agente pudiera reconocer. Yo estaba sentada más atrás que tú. Me temo que no conseguí ver al hombre que pujaba.
—El pujador era anónimo —le informó ella—. Estaba representado por un joven llamado Blake Redfield.
Las cejas de Scrutton revolotearon arriba y abajo rápidamente.
—Ahh, Redfield. Mm, ya veo. —Se dio la vuelta para revolver el estante de libros que tenía más cerca—. Redfield, ¿verdad? Claro. Oh, sí.
—Hermione, me estás tomando el pelo… —Las palabras le salieron de la parte de atrás de la garganta, como el gruñido de advertencia de una pantera—. Y por eso te voy a arrancar ese pellejo bronceado artificialmente.
—¿Sí? —La librera se volvió a medias, arqueando una ceja voladiza—. ¿Cuánto valor tiene para ti?
—Una comida —repuso Sylvester inmediatamente.
—Pero no en el pub de siempre —le advirtió la otra.
—Donde tú elijas. En el «Ritz», por Dios.
—Hecho —dijo Scrutton frotándose las manos—. Mm. No he comido nada desde el desayuno, por lo menos.
En algún momento entre la lechuga con mantequilla y las gambas, animadas por media botella de «Moët & Chandon», Scrutton le reveló la sospecha que albergaba de que Redfield representase nada menos que a Vincent Darlington… Al oír esto Sylvester dejó caer el tenedor.
Scrutton, con las cejas oscilándole a causa de la alarma, se quedó mirándola con la boca abierta. En todos los años que hacía que conocía a Sylvester nunca la había visto de aquel modo: el hermoso rostro se le estaba oscureciendo de una manera alarmante, y Scrutton no estaba del todo segura de que la otra no hubiese sufrido un infarto. Miró a su alrededor, pero vio con alivio que ninguno de los presentes en aquel espacioso comedor parecía haber notado nada malo, con la posible excepción de un sereno y ansioso camarero.
A Sylvester le mejoró el color.
—Qué sorpresa —susurró.
—Syl, querida, yo no tenía ni idea…
—Esto es una vendetta, naturalmente. No importa el idioma ni la época, al dulce Vincent no le interesa lo más mínimo la literatura. Dudo que supiera distinguir Los siete pilares de la sabiduría de El amante de Lady Chatterly.
—Mm, sí… —A Scrutton le temblaron las mejillas, pero no pudo resistirse—. Son bastante cercanas en la fecha…
—Hermione —le advirtió Sylvester, dirigiéndole una fría mirada; escarmentada, Scrutton se calmó—. Hermione, Vincent Darlington no lee nunca. No compró el libro porque conozca su valor; lo compró para avergonzarme, porque yo lo avergoncé a él… en un terreno muy diferente.
Sylvester se recostó en la silla, limpiándose a golpecitos los labios con una pesada servilleta de hilo.
—¿De veras, mi querida niña? —murmuró Scrutton—. Lo comprendo perfectamente.
—No, no de veras, Hermione —dijo con brusquedad Sylvester—. Pero creo que tienes buena intención. Por eso estoy a punto de poner mi vida, o por lo menos mi reputación, en tus manos. Si alguna vez necesitas hacerme chantaje, recuerda este momento…, el momento en que juré vengarme de ese gusano de Darlington. Aunque me cueste toda mi fortuna.
—Mm, ah. —Scrutton tomó un sorbo de champán, luego depositó con suavidad la copa sobre el mantel de hilo—. Bueno, Syl, esperemos que no tenga que llegar a eso.
Un objeto que vale un millón y medio de libras se envía discretamente y con la debida consideración hacia su integridad física. Afortunadamente, Los siete pilares de la sabiduría se había impreso en aquellos lejanos días que se daba por sentado que las páginas impresas debían durar. Blake Redfield sólo tenía ahora que colocar el libro en un estuche Styrene acolchado por dentro y buscar un medio de transporte adecuado y capaz de proporcionarle un almacenaje que controlara la temperatura y la humedad.
El registro de Lloyd’s tenía en la lista dos naves apropiadas que llegarían a Port Hesperus con veinticuatro horas de diferencia la una de la otra. Ninguna de las dos alcanzaría Venus en menos de dos meses, pero no había otras que llegasen antes, y tampoco estaba programada la salida de ninguna otra nave hasta varias semanas más tarde; así era la naturaleza de los viajes interplanetarios. Una de las dos naves era un carguero, el Star Queen, que iba a abandonar la órbita de la Tierra al cabo de tres semanas. La otra nave era de pasajeros, la Helios, que, aunque tenía programada la partida después que la primera, realizaba la travesía a más velocidad. La prudencia le aconsejaba a Blake reservar un lugar en ambas; el asterisco junto al nombre de Star Queen advertía que la nave estaba siendo sometida a reparaciones y que todavía tenía que obtener los necesarios permisos de circulación para el comercio por la Junta de Control del Espacio.
Blake estaba sellando la cerradura magnética del estuche Styrene cuando la puerta de la trastienda de «Sotheby» dio un fuerte golpe.
La silueta de una mujer joven quedó recortada contra el pasillo de ladrillo.
—Cielos, Blake, ¿qué estabas haciendo? —inquirió al tiempo que agitaba una mano para dispersar el humo acre.
—He estado preparando unos granos de clorato de potasio y azufre. Si no hubieras sido tú, querida, este objeto más bien caro que tengo ante mí habría quedado barrido de tu vista y oculto en la cámara acorazada antes de que hubieras despejado al aire delante de tu linda nariz.
—¿Y no podías haber usado un avisador o algo así? ¿Tenías que destruir el pomo de la puerta?
—No he destruido el pomo de la puerta. Es más el ruido que las nueces. Podía haber abombado la venerable pintura. Lo lamento.
La joven de mejillas de manzana llevaba un modesto uniforme con una conservadora falda de metal. Se acercó al escritorio y se quedó observando a Blake mientras éste cerraba el estuche de plástico.
—¿No te parece una lástima que ella perdiera en la puja? Tiene un buen gusto.
—¿Ella?
—La que se acercó a ti después de la venta —dijo la joven—. Muy guapa para la edad que tiene. Te preguntó algo que hizo que te sonrojaras.
—¿Sonrojarme? Tienes una imaginación muy viva.
—No se te da bien fingir, Blake. La culpa la tiene tu abuelo irlandés de quien has heredado las pecas.
—La señora Sylvester es una mujer atractiva…
—Después me preguntó por ti. Le dije que eras un genio.
—Dudo que tenga ningún interés personal en mí. Y a mí desde luego no me interesa ella personalmente.
—¡Oh! ¿Entonces le interesa Vincent Darlington?
—Oh, sí, pura lujuria. —Se echó a reír—. Seguro que es por su dinero.
La muchacha apoyó una cadera cubierta de malla en el respaldo de la silla que él ocupaba; Redfield notó el calor de ella en la mejilla.
—Darlington es un cerdo analfabeto —anunció la muchacha—. No se merece una cosa así.
—Es algo ideado por el enemigo —murmuró él; y se levantó bruscamente, apartándose de ella, para meter el estuche cerrado en la cámara acorazada—. Bien. —Se dio la vuelta hacia la muchacha, que quedaba al otro lado del atestado despacho amarillo—. ¿Me has traído el panfleto?
La joven sonrió, demostrando en las sonrosadas mejillas y en los ojos brillantes el franco interés que sentía por él.
—He encontrado un estante lleno, pero todavía lo tengo en mi casa. Ven allí conmigo y te iniciaré en los secretos de los prophetae.
El joven la miró con cierto recelo; luego se encogió de hombros.
—Claro.
Al fin y al cabo, aquél era un tema que hacía mucho tiempo que lo tenía intrigado.