Segunda parte
LOS SIETE PILARES DE LA SABIDURÍA

5

En la última parte del siglo XXI el cielo se había vuelto aún más transitado, tanto a bajos niveles como en el espacio, hasta el punto de que la pequeña Tierra se vio tan rodeada como el gigante Saturno, pero con máquinas y vehículos, no con inocentes bolas de nieve. Había brillantes estaciones de energía que recogían la luz del sol y enviaban rayos de microondas a granjas situadas en Arabia, Mongolia, Angola y Brasil. Había refinerías que utilizaban la luz del sol para fundir metales a partir de la arena lunar y de algunos asteroides capturados, o que destilaban hidrocarburos a partir de condritas carbonáceas y extraían diamantes de meteoritos. Había fábricas que usaban estos materiales para hacer unos cojinetes de bolas perfectos, para elaborar el antibiótico perfecto, para sacar el polímero perfecto. Había terminales de lujo para abastecer a las grandes naves interplanetarias de viajeros y entretener a los acaudalados pasajeros que iban en ellas, y había astilleros en órbita para las naves de carga que estaban trabajando. Había una docena de muelles, dos docenas de estaciones científicas, cien satélites meteorológicos, quinientos satélites de comunicaciones, mil ojos espías, todos ellos centelleando intermitentemente entre las estrellas nocturnas, midiendo la Tierra, registrándola en busca del último de sus recursos, controlando el flujo de su preciosa y escasa agua corriente, observando y escuchando las alianzas constantemente cambiantes, los esporádicos estallidos de batallas en la superficie del mundo existente allá abajo, como el virulento combate de tanques y helicópteros que en aquellos momentos se desarrollaba con gran furia en el sur de la parte central de Asia. A causa de un intrincado tratado internacional, todas las armas cuyo alcance fuera superior al kilómetro estaban prohibidas en el espacio, incluidos los cohetes, las ametralladoras, los proyectores de rayos, cualquier clase de artefactos de energía dirigida e incluso los satélites explosivos, cuyos cascotes se expandían sin control; pero no estaban incluidos los satélites propiamente dichos. De manera que había otros cuantos miles de objetos en órbita alrededor de la Tierra que eran esencialmente inertes, poco más que bolsas de rocas lunares, maliciosas amenazas de destruir las instalaciones orbitales por simple colisión, que unos bloques de poder utilizaban contra otros, aunque también estaba implícita la capacidad de destruir ciudades enteras de la Tierra mediante meteoritos artificiales teledirigidos.

Sin embargo, la mayor parte del vertiginosamente revuelto planeta mantenía una incómoda paz, cosa que resultaba asombrosa. La «Alianza del Tratado del Norte Continental», que estaba formada por los rusos, los europeos, los canadienses y los americanos, a los que normalmente se llamaba euroamericanos, llevaban muchos años en buenas relaciones con la «Esfera de Prosperidad Mutua del Dragón Azul Celeste», normalmente conocidos como nipochinoárabes. Juntos, los conglomerados industriales habían cooperado en la construcción de estaciones en los planetas más cercanos o alrededor de los mismos, así como en el Cinturón Principal. Los latinoafricanos y los indoasiáticos tenían sus propias estaciones, y habían fundado colonias poco importantes en dos de las lunas de Júpiter. El aliciente de la colonización del sistema solar había, al mismo tiempo, agudizado y, paradójicamente, atenuado las rivalidades existentes en la Tierra; la rivalidad era un hecho, pero ningún grupo quería arriesgar sus líneas de comunicación.

Viajar por el espacio nunca había resultado barato, pero a principios de siglo se había cruzado una línea divisoria económica, como un collado de montañas pequeñas que, no obstante, marcase una división continental. La tecnología nuclear se llevó a su esfera más apropiada, el espacio exterior; los principios eran suficientemente simples y las técnicas suficientemente fáciles de dominar como para que las empresas privadas pudieran tomar parte en el mercado del transporte interplanetario. Y con las naves de transporte vinieron los astilleros, los diques de carena, los equipadores.

Los «Astilleros Falaron», uno de los primeros, se hallaban en órbita a una altura de seiscientos cincuenta kilómetros. En el momento presente, el único buque que había en los astilleros era un antiguo carguero atómico al que se le estaba dando un repaso general y un lavado de cara; un núcleo de reactores nuevo, inyectores nuevos en los motores principales, sistemas de soporte de vida restaurados, y pintura nueva por dentro y por fuera. Cuando todo el trabajo estuviese terminado, la nave iba a entrar de nuevo en activo y se le iba a bautizar con un nombre nuevo y bastante grandilocuente: Star Queen.

Los enormes motores atómicos ya habían sido montados y probados. Trabajadores con trajes espaciales que manejaban soldadores de plasma estaban acoplándole las bodegas nuevas, grandes cilindros que se sujetaban al fino tubo central que la nave tenía por debajo del módulo esférico destinado a albergar a la tripulación.

El parpadeo y resplandor de los soldadores arrojaba planos de sombra a través de las ventanas del despacho. A la luz de aquella estrecha iluminación, el erizado bigote del joven Nikos Pavlakis producía cuernos de sombra negra, lo que le proporcionaba un aspecto demoníaco.

—Te maldigo por mentiroso y ladrón, Dimitrios. Nos has asegurado repetidamente que todo se desarrollaba dentro de los plazos acordados, que todo estaba bajo control. «¡No hay problema, no hay problema!», me decías. ¡Y ahora dices que nos retrasaremos un mes si no estoy dispuesto a soportar el coste de las horas extras!

—Lo siento terriblemente, muchacho, pero nos hallamos indefensos en manos del consorcio de trabajadores. —Dimitrios extendió las manos queriendo demostrar impotencia, aunque costaba trabajo hallar algún signo de remordimiento en aquella cara ancha y arrugada—. No puedes esperar que corra yo solo con todo el gasto de la extorsión.

—¿Cuánto te darán ellos a ti? ¿El diez por ciento? ¿El quince? ¿Cuál es la comisión que recibes por ayudar a robar a tus amigos y parientes?

—¿Cómo puedes ser tan duro y decirme estas cosas, Nikos?

—Fácilmente, viejo ladrón.

—¡Yo te he tenido en las rodillas como si fueras mi propio ahijado! —objetó el viejo.

—Dimitrios, te he conocido tal como eres desde que yo tenía diez años. No estoy ciego, como mi padre.

—No se puede decir que tu padre esté ciego precisamente. Y no te quepa la menor duda de que estas calumnias se las voy a contar. Quizá será mejor que te vayas…, antes de que pierda la paciencia y te arroje al vacío.

—Me esperaré a que le llames, Dimitrios. Me gustaría oír lo que vas a decirle.

—¿Crees que no lo haré? —gritó Dimitrios con el rostro ensombrecido. Pero no hizo ademán de coger la radio. Un enorme frunce se le formó en el entrecejo, digno de Pan—. Yo ya tengo el pelo gris, hijito. Tú lo tienes castaño. Durante cuarenta años he…

—Otros astilleros se atienen por completo a sus contratos —le interrumpió Pavlakis, impaciente—. ¿Por qué es un incompetente el propio primo de mi padre? ¿O es que hay algo más que mera incompetencia?

Dimitrios dejó de actuar de manera emocionada. La expresión del rostro se le heló.

—En los negocios hay más cosas de las que están escritas en los contratos, pequeño Nikos.

—Dimitrios, tienes razón: tú eres viejo, y el mundo ha cambiado. Ahora, en la actualidad, la familia Pavlakis dirige una línea de transporte. Ya no somos contrabandistas. Ya no somos piratas.

—Estás insultando a tu propia fa…

—Nosotros tenemos ahora la posibilidad de hacer más dinero en este contrato con la «Compañía Minera Ishtar» del que tú hayas podido soñar en todos tus años de latrocinio de poca monta —le gritó enojado Pavlakis—. Pero la Star Queen debe estar lista a tiempo.

Lo que en aquel cerrado aire artificial flotaba entre ellos, conocido por ambos aunque no se mencionara, era la desesperada situación de las en otro tiempo poderosas «Líneas Pavlakis», que de los cuatro cargueros interplanetarios que poseyeran habían quedado reducidas al único y viejo buque que ahora se encontraba en los astilleros. Dimitrios había dado a entender que él tenía soluciones creativas para aquel tipo de problema, pero el joven Pavlakis no quería ni oír hablar de ellas.

—Enséñame, joven maestro —le dijo el viejo con voz temblorosa y llena de sarcasmo—. ¿Cómo hay que hacer, en este nuevo mundo del que hablas, para convencer a los obreros de que terminen el trabajo sin el incentivo de las acostumbradas horas extras?

—Ya es demasiado tarde para ello, ¿verdad? Tú te has ocupado de eso. —Pavlakis se fue hacia la ventana y se quedó contemplando el resplandor de los soldadores de plasma. Habló de espaldas al viejo—. Muy bien, que sigan con ello, y mientras tanto acepta tantos sobornos como puedas, canoso. Éste será el último trabajo que hagas para nosotros. ¿Y quién más querrá tener tratos contigo entonces?

Dimitrios echó hacia arriba la barbilla, despidiéndose.

Nikos Pavlakis tomó un transbordador con destino Londres aquella misma tarde. Iba sentado maldiciéndose por haber perdido el temple. Mientras la nave descendía produciendo un agudo sonido al cruzar la atmósfera en dirección a Heathrow, Pavlakis hacía pasar entre los dedos las cuentas de un rosario de color ámbar. No estaba muy seguro de que su padre fuera a apoyarlo contra Dimitrios; los dos primos tenían un largo pasado en común, y Nikos ni siquiera se atrevía a pensar en las diabluras que podían haber llegado a organizar juntos en los tempranos años en que el transporte comercial en el espacio funcionaba sujeto a unas normas bastante relajadas. Quizá su padre no consiguiera quitarse de encima a Dimitrios aunque quisiera hacerlo. Todo aquello cambiaría cuando Nikos se pusiera al frente de la empresa, desde luego…, si es que la empresa no se venía abajo antes de que eso ocurriese. Mientras tanto nadie debía conocer el verdadero estado de los asuntos de la compañía, de lo contrario todo se vendría abajo de inmediato.

Las cuentas del rosario produjeron un chasquido al mascullar Nikos una oración por que su padre disfrutase de una larga vida. Jubilado.

Para Pavlakis había sido un error enfrentarse a Dimitrios antes de estar seguro de cuál era su propia situación, pero ya no había manera de echarse atrás. Tendría que situar allí a personas en las que pudiera confiar para que se ocupasen de que el trabajo se llevase a término. Y —éste era un asunto más delicado— tendría que hacer lo que estuviera en su mano en lo referente a ampliar el plazo de la botadura.

Los cargueros, afortunadamente, no salían cada mes con destino a los planetas; no era sólo cuestión de encontrar espacio para un cargamento tan voluminoso como era aquella remesa de robots de la «Compañía Minera Ishtar». Un retraso en la salida hacia Venus de la Star Queen no era el mejor comienzo para un nuevo contrato, pero con suerte no resultaría fatal. Quizá pudiera concertar una entrevista informal con Sondra Sylvester, el jefe ejecutivo de la «Compañía Minera Ishtar» antes de discutir la situación con su padre.

Ensayando los argumentos que pensaba emplear, Pavlakis fue descendiendo hacia Londres.

En aquel mismo momento la señora Sondra Sylvester se encontraba volando por el oscuro y encapotado cielo del oeste de Londres en un helicóptero de ejecutivos de la «Rolls Royce». Iba acompañada de un individuo rubicundo llamado Arthur Gordon, el cual, tras haber fallado en su intento de convencerla de que se tomase un whisky escocés, se servía una cosa de la licorera de plata «Sterling» que había cogido del bar, que estaba empotrado y cubierto por una mampara. Gordon se hallaba al frente de los Productos de Defensa en la «Rolls Royce», y estaba muy impresionado con aquella pasajera suya, alta y de ojos oscuros, elegantemente vestida de seda negra y que calzaba botas. El helicóptero volaba solo, pues ellos dos eran los únicos ocupantes, hacia los terrenos de pruebas que el Ejército tenía en Salisbury Plain.

—Suerte hemos tenido de que el Ejército estuviera deseoso de ayudar —dijo Gordon con aire expansivo—. Francamente, esa máquina tiene un gran interés para ellos; desde que nos hicimos cargo de su lanzamiento al mercado, nos han estado dando la lata todo el tiempo pidiéndonos detalles. Y no les hemos proporcionado ninguno que estuviera patentado, desde luego —continuó Gordon mirándola fijamente por encima del borde de la copa de plata con un redondo ojo castaño—. Y ellos han renunciado a meterse con nosotros oficialmente, de manera que no ha habido roces desagradables.

—No puedo imaginarme que el Ejército esté planeando maniobras en la superficie de Venus —comentó Sylvester.

—Cielos, ni yo. Ja, ja. —Gordon tomó otro sorbo de whisky—. Pero supongo que están pensando que una máquina capaz de operar en un infierno como aquél puede hacerlo fácilmente en la variedad terrestre también.

Dos días antes Sylvester había llegado a la planta para inspeccionar las nuevas máquinas, diseñadas según las especificaciones de la «Compañía Minera Ishtar» y virtualmente hechas a mano por «Rolls Royce». Se hallaban alineadas, todas en posición, esperándola en el impecable suelo de la fábrica, seis máquinas agazapadas como enormes escarabajos con cuernos y alas. Sylvester las había ido escudriñando una por una, mirando su propia imagen reflejada en la pulida superficie de aleación de titanio de las máquinas, mientras Gordon y los directores a sus órdenes permanecían de pie, radiantes de satisfacción. Después Sylvester se había vuelto hacia los hombres y les había anunciado enérgicamente que antes de aceptar la entrega deseaba ver uno de aquellos robots en acción. Quería verlo por sí misma. De nada serviría lanzar hacia Venus todas aquellas moles si no iban a ser capaces de hacer el trabajo correctamente. Los de la «Rolls Royce» habían intercambiado astutas miradas y confiadas sonrisas. No pusieron ninguna dificultad. Habían tardado muy poco en hacer los preparativos necesarios.

El helicóptero se ladeó y descendió.

—Parece que hemos llegado —dijo Gordon—. Si mira por la ventana hacia la izquierda podrá divisar Stonehenge.

Sin excesivo apresuramiento enroscó el tapón del frasco de plata de whisky escocés; en vez de volver a ponerlo en el bar, se lo metió en el bolsillo del abrigo.

El helicóptero descendió sobre el páramo azotado por el viento, donde un pelotón de soldados vestidos de campaña se hallaba de pie en posición de firmes; los pantalones de camuflaje les aleteaban en las rodillas como banderas movidas por una brisa rígida. Gordon y Sylvester descendieron del helicóptero. Un grupo de oficiales se les acercó.

Un teniente coronel, el rango más elevado entre los presentes, se adelantó elegantemente e inclinó la cabeza en una profunda reverencia.

—Teniente coronel Guy Witherspoon, señora. A su servicio.

Pronunció «corronel».

Sylvester le tendió la mano y el militar se la estrechó con rigidez, aunque a ella le dio la impresión de que habría preferido hacer el saludo militar. El teniente coronel se giró y le dio la mano a Gordon.

—Maravillosa bestia la que han construido ustedes. Y terriblemente amable por su parte no tener inconveniente en que le echemos una ojeada. ¿Me permiten que les presente a mi ayudante, el capitán Reed?

Más apretones de manos.

—¿Van ustedes a elaborar informes de estas pruebas, teniente coronel? —le preguntó Sylvester.

—Habíamos pensado hacerlo, señora Sylvester.

—No tengo inconveniente en que el Ejército esté enterado, con tal de que la información se mantenga como estrictamente confidencial. La «Ishtar» no es la única compañía minera de Venus, teniente coronel Witherspoon.

—Ya lo creo. Los árabes y los ni… mmm, es decir los japoneses…, no necesitan nuestra ayuda.

—Me alegro de que lo comprenda. —Sylvester se apartó de los labios rojos una larga mecha de pelo negro. Tenía uno de esos rostros que resulta imposible ubicar. ¿Castellana? ¿Magiar? E igualmente imposible de pasar por alto u olvidar. La mujer le dirigió una cálida sonrisa al joven oficial de bigote pelirrojo, lleno de correajes—. Les agradecemos su colaboración, teniente coronel. Por favor, procedan cuando estén preparados.

El coronel se llevó prestamente la mano derecha con los dedos extendidos a la parte delantera de la gorra de visera, incapaz de reprimir el impulso de saludar. Al instante se dio media vuelta y se puso a ladrarles órdenes a los soldados que esperaban.

La máquina que iban a probar, una elegida al azar por Sylvester de las seis que había en el suelo de la fábrica, la habían transportado por aire hasta el terreno de pruebas el día anterior; ahora estaba agazapada al borde de la pista de aterrizaje, que era de tierra, sin pavimentar. Seis patas articuladas sostenían al robot en el aire con el vientre a sólo unos centímetros del suelo; pero era una bestia grande cuya espalda alcanzaba la altura de la cabeza de un hombre. Dos soldados con trajes blancos, encapuchados y provistos de láminas protectoras para el rostro, se hallaban en posición de firmes junto a la máquina; llevaban sujetas a las batas brillantes insignias amarillas que indicaban radiación. Con la silueta recortada contra un cielo de nubes negras que se deslizaban con rapidez, los soportes de los ojos tachonados de diamantes y los espinosos sensores electromagnéticos le proporcionaban al robot la apariencia de un cangrejo samurai o de un escarabajo. No resultaba de extrañar que sólo con verlo se hubiera disparado la imaginación de los militares.

—Cuando quiera, capitán Reed.

El equipo vestido de blanco se dirigió marcando el paso hacia el camión cubierto de advertencias amarillas contra la radiación y abrió las puertas traseras. Sacaron un cilindro de metal de un metro de longitud, que transportaron lenta y cuidadosamente hasta el robot; luego procedieron a cargarlo en el abdomen del insecto de metal.

Mientras tanto el teniente coronel Witherspoon condujo a Sylvester y a Gordon hasta unas gradas erigidas al borde de la pista de aterrizaje, que estaban protegidas del tempestuoso viento por pantallas de plástico. Desde una sierra poco elevada el pequeño puesto de observación miraba al Norte, hacia un valle amplio aunque no muy profundo. Las crestas de la tierra tenían ambos lados tachonados de fortines, y el suelo que había alrededor se hallaba desgarrado por generaciones de cascos de caballos, ruedas de armones de artillería, neumáticos con abrazadera, huellas de tanques e incontables pies calzados con botas.

Mientras esperaban, Sylvester declinó una vez más los ofrecimientos de Gordon para que diera un sorbo del frasco de whisky.

Al cabo de unos segundos el robot ya había repostado y se hallaba listo. Los soldados se apartaron un buen trecho. Witherspoon dio la señal y el capitán Reed comenzó a manipular las palancas y botones de la minúscula unidad de control que sostenía en la mano derecha.

En la pantalla de la unidad de control, Reed podía ver lo mismo que veía el robot, una panorámica del mundo que abarcaba un radio de casi doscientos grados, pero que estaba extrañamente distorsionada, como una lente anamórfica, distorsión programada para compensar la vidriosa atmósfera de Venus.

Al cabo de unos instantes las aletas refrigeradoras de carbono-carbono situadas en la espalda del robot empezaron a resplandecer, al principio de un color naranja apagado, y poco después de un cereza brillante para pasar finalmente al blanco nacarado. El robot recibía la energía de un reactor nuclear de alta temperatura refrescado por litio líquido. La elevada temperatura de las aletas de refrigeración resultaba excesiva en la Tierra, pero era esencial para crear una pendiente suficiente de enfriamiento radiactivo en las temperaturas de ochocientos grados que había en la superficie de Venus.

El olor a metal caliente les llegó desde el otro lado del terreno ventoso y llano. Witherspoon se volvió hacia sus invitados.

—El robot está trabajando ahora a pleno rendimiento, señora Sylvester.

Ésta ladeó la cabeza.

—Posiblemente tendrá usted en mente alguna demostración, ¿no es así, teniente coronel?

El militar asintió con la cabeza.

—Con su permiso, señora… Primero, orientación en el terreno, sin guía, siguiendo los mapas de satélites que tienen almacenados. Objetivo, la cresta de aquella sierra lejana.

—Adelante —dijo Sylvester curvando los labios en una sonrisa y disfrutando de antemano.

Witherspoon hizo una seña a su ayudante. Con un coro de chirriantes motores, el robot cobró vida. Levantó la cabeza, provista de antenas y coronada por el radiador. El chasis era de acero de molibdeno resistente al calor y aleación de titanio para atravesar terrenos más irregulares que cualquiera que se pudiera encontrar en Inglaterra o en otro lugar de la tierra. Movió las patas con intrincada y sorprendente rapidez, y cuando echó a correr hacia delante, se dio la vuelta y se lanzó por la ladera de la colina abajo, un nuevo tipo de huellas quedó sobre la tierra de la llanura de Salisbury.

La gigantesca bestia de metal correteó levantando tras sí una columna de polvo que se fue volando hacia el Este movida por el viento, como un diablo de polvo corriendo a través del desierto.

Para ser utilizados en algún ya olvidado ejercicio acerca del arte del asedio, se habían excavado fosos a lo ancho del valle y realizado bermas detrás de los mismos; el robot correteó sin pausa entre las trincheras y por encima de los montones, produciendo el mismo estruendo a lo largo y ancho del valle que toda la Brigada Ligera de Balaklava. Ahora unas rocas grises que afloraban del suelo le bloqueaban el camino hacia la meta, que se hallaba al final del valle. El robot rodeó corriendo los riscos más escarpados, pero allí donde la pendiente no era demasiado pronunciada sencillamente se subió a las rocas, escarbando para agarrarse a las grietas y salientes de piedra. Al cabo de unos momentos había alcanzado su objetivo, una hilera de fortines de hormigón que se alzaban sobre las alturas barridas por el viento. Allí se detuvo.

—Esos emplazamientos se construyeron en el siglo XIX, señora Sylvester —le informó Witherspoon—. Ciento veinte centímetros de hormigón reforzado con acero. El Ejército los ha declarado material de desecho.

—Estaría encantada de que procedieran ustedes con la segunda parte de la demostración —dijo Sylvester—. Ojalá tuviera mejor visibilidad.

—¡Capitán Reed! Venga aquí, por favor —gritó vivamente Witherspoon. Reed llevó la unidad de control lo bastante cerca como para que Sylvester y los demás contemplaran en la pantalla la panorámica que abarcaba el ojo del robot—. Y, por favor, coja esto, señora.

Witherspoon le tendió un par de binoculares muy pesados, que estaban enfundados en plástico negro un poco pegajoso.

Los binoculares eran visores de lentes de aceite estabilizados electromagnéticamente con filtros de radiación selectiva; también tenían ampliación de imagen. Cuando la mujer se los llevó a los ojos, vio al robot tan cerca y con tanta nitidez como si hubiera estado a sólo tres metros de distancia, aunque la perspectiva era marcadamente plana y gráfica. Allí estaba el robot agachado, como un bicho de fuego, implacable, enfrentándose al achaparrado búnker.

El robot necesitaba hacer más cosas que moverse por la superficie de Venus. Era prospector, minero; estaba equipado para buscar y analizar muestras de minerales, y cuando se topase con algún mineral de valor en el mercado tendría que excavar, sacar y procesar parcialmente dicho mineral, preparándolo para ulteriores procesamientos que llevarían a cabo otras máquinas; y, finalmente, para el transporte fuera del planeta.

—Adelante, teniente coronel —dijo Sylvester.

Witherspoon dio la señal; Reed manipuló los controles. La trompa ribeteada de diamante y las garras del robot azotaron el búnker partiéndolo en dos. Orín y polvo gris salieron volando en forma de una nube. El robot devoró el búnker, royó las paredes y, cuando el techo se le vino encima, lo devoró también. Royó el suelo; monturas de cañón hechas con bloques de hierro fueron a parar a la enorme boca del robot, y caucho, acero, cables de cobre e incluso el contenido de los sumideros atascados con grasa antiquísima. Pronto no quedó nada del búnker excepto una cavidad en la ladera de la colina. El robot dejó de trabajar. Tras él había depositado pulcros montones derretidos: hierro resplandeciente, cobre rojizo, cal cocida.

—Excelente —dijo Sylvester tendiéndole los binoculares a Witherspoon—. ¿Qué viene ahora?

—Pensamos que quizá vendría bien probar la orientación por control remoto, ¿no le parece? —sugirió el oficial.

—Estupendo. ¿Hay algún inconveniente en que yo lleve el control? —preguntó ella.

—Para nosotros sería un placer. Witherspoon le hizo señas a Reed para que se acercase; el oficial le tendió la unidad de control a Sylvester. Ésta la estudió durante un momento; Gordon inclinó la cabeza hacia la de ella y prudentemente comenzó a murmurar algo acerca de hacia delante, hacia atrás, pero para cuando hubo acabado la mujer ya estaba haciendo juegos de manos con los dedos en los controles. El robot, un punto brillante a lo lejos visto a simple vista, se puso a correr hacia atrás, alejándose de lo que había sido un búnker. Se dio la vuelta y se dirigió ladera abajo hacia donde todos se encontraban.

Sylvester trató deliberadamente de hacerlo correr por encima de uno de aquellos escarpados riscos. Cuando el robot llegó al mismo borde de la roca, se negó a seguir adelante. Pero ella no quiso revocar la orden, de modo que el robot puso en funcionamiento su rudimentario pensamiento y encontró una solución; comenzó a comerse la roca que tenía debajo. Sylvester se echó a reír al verlo masticar aquellas irregulares rocas hasta la misma base.

La mujer lo hizo ir corriendo hacia la posición en la que se encontraban todos. El robot se abrió paso sobre el terreno rojo, haciéndose cada vez más grande de una forma impresionante a medida que avanzaba y dejando a su paso polvo y ondeantes penachos de calor.

Sylvester se volvió hacia Witherspoon, con los ojos resplandecientes.

—¡Calor!

El militar parpadeó ante el entusiasmo que la mujer demostraba.

—Pues, sí… habíamos pensado… —Señaló hacia un alargado búnker abierto que quedaba hacia el Norte, a medio camino sierra adelante—. Fósforo —continuó diciendo Witherspoon—. Es todo lo que hemos logrado, pues el aviso nos llegó con muy poca anticipación. Tenga la amabilidad de dirigir la máquina hacia allí.

Ella volvió a inclinarse sobre los controles. El robot viró repentinamente y se dirigió hacia el búnker abierto. Cuando se acercaba corriendo, el búnker hizo erupción en medio de una resplandeciente luz blanca. Fulgurantes fuentes de llamas siseantes y sibilantes saltaron muy alto en el aire. Sin detenerse, el robot se lanzó a la carga en medio de aquel infierno. Allí se detuvo.

Descansó allí, con los radiadores resplandeciendo entre el fuego. Tras unos segundos que se hicieron muy largos, la pira amainó. Al manipular suavemente Sylvester los controles, el robot dio la vuelta, sin inmutarse, y trepó directamente hacia la cresta de la sierra. Los soldados se mantuvieron en sus puestos, impasibles, cuando aquel metálico monstruo destructor de hombres surgió por encima de la sierra y cargó contra ellos. Cuando el ardiente escarabajo estaba sólo a unos metros de distancia, Sylvester apartó las manos de la unidad de control. El robot se detuvo, resplandeciente.

—Bien hecho, teniente coronel —dijo Sylvester al tiempo que le tendía los controles a Witherspoon. De nuevo se apartó con un gesto el largo cabello de los ojos—. Señor Gordon, mis felicitaciones para «Rolls Royce».

Cuando Sylvester llegó a su hotel aquella noche, el recepcionista le informó de que un tal señor Pavlakis la estaba esperando en el salón. La mujer entró en el mismo directamente, con paso enérgico, y lo sorprendió inclinado sobre la barra, tensando con los anchos hombros la ajustada chaqueta del traje, con una copa de agua y un vaso tornasoleado de turbio ouzo delante, y acabándose lo que parecía ser el segundo cuenco de cacahuetes. Sonrió cuando el hombre refunfuñó unas palabras que ella tomó por una invitación.

—Lo siento muchísimo, señor Pavlakis, pero he tenido un día de mucho trabajo y me enfrento a una noche completa. Si hubiera usted llamado antes…

—Discúlpeme, querida señora. —Se atragantó con un cacahuete—. Ésta es una parada imprevista en mi camino hacia Victoria. Pensé que quizá podría acapararla a usted durante un minuto. Pero ya será en otra ocasión.

—Con tal de que no haya un retraso en el plan que habíamos trazado, no tiene usted que molestarse en tenerme informada —le dijo ella. Pavlakis tenía un rostro muy expresivo; la mujer había podido jurar que el bigote se le caía, que el pelo acababa de perder parte de los rizos. La expresión de Sylvester se endureció—. ¿Cuál es el problema, señor Pavlakis?

—No hay ningún problema, se lo aseguro. Estaremos listos a tiempo. No hay problema. Algunos costes adicionales que debemos absorber…

—Entonces sí que hay problemas.

—Pero es un problema nuestro, querida señora. No de ustedes. —Sonrió mostrando unos preciosos dientes blancos, pero los ojos no sonreían.

Sylvester se quedó mirándolo.

—Muy bien, entonces. Si realmente no hay ningún problema, haga el favor de enviarme mañana un telegrama aquí, al hotel, confirmándome de nuevo su intención de empezar a cargar dentro de dos semanas, tal como acordamos. —Al ver que el hombre asentía con aire fúnebre, añadió—: Hasta entonces no hace falta que volvamos a hablar.

Pavlakis masculló:

—Buenas noches, querida señora.

Pero ella ya se estaba alejando con paso firme.